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INTRODUCCIÓN
ОглавлениеPsicológicamente, la pandemia genera tristeza y depresión. Conlleva incertidumbre, impotencia, vulnerabilidad, alerta. Con el tiempo, despierta reacciones de adaptación a una circunstancia que es nueva y estresante. Además, hay casos que agravan una psicopatología previa.
No hay duda de que no estábamos preparados para gestionar una crisis pandémica, y esta no es la más letal. Pero sí la peor.
Hemos comprobado que, ante gravísimos desastres, la mayoría de la población alcanza a manejar sus emociones. Y es que, hasta que no se enfrentan circunstancias extraordinarias, no se sabe de la resistencia de la que cada cual es capaz. Es más, la angustia psicológica tarda algún tiempo en convertirse en un trastorno persistente que obligue a buscar tratamiento.
La pandemia y el confinamiento nos obligan a pensar, a valorar lo esencial, a diferenciarlo de lo superfluo, a revisar nuestra vida personal, social, política.
Nos obligan, desde la responsabilidad colectiva, a sentar las bases de un futuro diferente. Nuestra capacidad de decidir está en juego.
El mundo se ha convertido en un laboratorio social y psicológico donde el prójimo es alguien a quien se desea abrazar y también un potencial portador de la enfermedad.
El virus nos ha confirmado que estamos en una aldea global; se trata de un virus comunicacional que también se ha expandido por las redes.
La psicología se enfrenta al reto de interpretar lo pasado, diagnosticar lo presente y pronosticar lo futuro.
Quizá sea pertinente citar a Pascal: «Toda la desdicha de los hombres proviene de una sola cosa: no saber permanecer en reposo en una habitación».
Permitámonos unas gotas de ironía; pura vida. De haber podido tomar una única decisión, ¿lo mejor hubiera sido no nacer? O por contra, si muriéramos ahora, quizá solo deberíamos dar las gracias por lo vivido.
En todo caso, ¿cómo pensamos aprovechar la vida que nos reste?
Nos toca imaginar el futuro y, aun sabiendo que puede no acontecer, comprometernos con él.
Debemos cuidar nuestras opiniones y aspiraciones, analizar la realidad, contextualizar; conocer las propias limitaciones depende de nosotros mismos. ¿Cómo esforzarse para adaptarse a la necesaria metamorfosis que el cambio en la forma de vida conllevará?
Partimos de que «crisis» significa situación grave y decisiva; y partimos también de una moderada confianza en la humanidad, incluso en los roles/en el papel/en las funciones/en el buen hacer de los ciudadanos. Y es que en los seres humanos hay muchos más aspectos que admirar que cosas que despreciar. Somos, sí, unos primates colaborativos desde los primeros meses de vida, y poseemos generosidad, solidaridad, compasión, hasta el punto de poner en riesgo nuestra vida por los otros (incluso cuando no son conocidos).
Tenemos necesidad del otro, y mantenerse en contacto es ahora más importante que nunca, como lo es contagiar esperanza, enviar mensajes empáticos y sensibles.
En este repensar el futuro cabe investigar sobre las vacunas y prepararnos para la próxima pandemia.
Las páginas que tiene ante usted buscan aunar el rigor del razonamiento científico y la lucidez y sencillez de la buena divulgación.
Fue el psicólogo suizo Jung quien acuñó el concepto de «epidemia psíquica», un peligro mayor que las catástrofes naturales. «Las multitudes siempre se alimentan de epidemias psíquicas», dijo.
Hablamos del inconsciente colectivo de la humanidad, pues caer colectivamente en el miedo nos permite ser fácilmente manipulados y controlados.
Como afirmó el citado C. G. Jung, «el mundo de hoy pende de un delgado hilo, y ese hilo es la psique del hombre».
No reneguemos de nuestras percepciones individuales, no nos disociemos de nuestra estimulante capacidad para discernir entre nuestro espejismo de la imagen interna de lo que creemos que es la verdad y lo que realmente está sucediendo.
Hemos de estudiar las distintas reacciones de las diferentes culturas y también a quienes buscan socializarse en contraposición con quienes huyen de reunirse, pues se posicionan de forma autoprotectora. Los psicólogos/psiquiatras han descrito el denominado «síndrome de la cabaña», que se da cuando se puede salir a la calle; pero hay quien tiene miedo y se muestra reacio a hacerlo.
También, y ante la falta de previsión ante las pandemias, deberíamos reconsiderar el crecimiento de las ciudades, primordialmente el de las megalópolis.
Es un buen momento para preguntarnos cuál es la razón de que se responda pronto a la pandemia y no al cambio climático. Quizá la respuesta se encuentre en que la inmediatez de la primera afecta a los adultos, que solicitan responsabilidad a los jóvenes posibles transmisores; mientras que el cambio climático es señalado por los jóvenes, pero parece preocupar menos a los mayores (las razones son obviamente egoístas y cortoplacistas).
Haríamos bien, pero no lo haremos, en disociar placer de consumo, valorar la frugalidad y abandonar el paradigma de crecimiento.
La necesaria ciencia psicológica debe seguir aprendiendo de la naturaleza común a todos y de lo peculiar de cada uno, y es que nuestras mentes no son puramente racionales; además, hay quien no sabe argumentar, que es la base del razonamiento.
Menos mal que algunas cabezas no renuncian a seguir pensando, a informarse y a formarse para saber, a practicar el análisis de los discursos de unos y otros, a posicionarse con capacidad autocrítica para no obtener conclusiones falsas de premisas ciertas.
Constatamos que las noticias altamente emocionales se esparcen mil veces más que los datos racionales y, cuando la sociedad entra en pánico, el individuo se pone en modo de sobrevivencia. La pandemia del miedo también es real; se apreció en las «compras de pánico» (gente aterrorizada).
Precisaríamos de líderes serenos, racionales, con auténtica inteligencia emocional (lo que requiere de una acertada combinación de genética, crianza, cultura y propositividad). Pero los expertos lo son en campos muy acotados, y las decisiones políticas integran múltiples campos y disímiles dimensiones.
Nos encontramos con un mundo basado en la seguridad, que se ve azotado por la vulnerabilidad, donde a veces no podemos controlar el miedo activado a partir de sistemas ancestrales anidados en nuestra amígdala cerebral; pero sí podemos actuar correctamente.
Hemos de tomar conciencia; detenernos en el autoconocimiento; apreciar nuestros pensamientos y cómo se entrelazan con los sentimientos; escuchar las intuiciones que tenemos; valorar la capacidad de aceptación; regularnos ante lo que nos acontece; detectar nuestra motivación interna; hacer aflorar el optimismo, la gratitud, la percepción de plenitud; analizar nuestros valores y lo esencial que nos conecta con la vida; desarrollar la inteligencia interpersonal.
Lo importante es no dejar de cuestionarse, de preguntarse, de interesarse constantemente; y más en momentos de crisis que han de impulsar nuevas estrategias, imaginación e inventiva. Y es que hay que vivir, no sobrevivir; mantener la proximidad afectiva aun en la distancia, sabiendo que las videollamadas no sustituirán nunca el contacto presencial (pues la tecnología en las relaciones entre personas es importante, pero la humanización es irremplazable).
Palabras como «comunicación» y «encuentro» no deben ser sepultadas por la imagen. Freud decía que la ciencia moderna no ha producido aún un medicamento tranquilizador tan eficaz como unas pocas palabras bondadosas.
Llegados a este punto de la introducción, hemos de reflejar que sentir tristeza y ansiedad es normal y adaptativo; y que sufrimiento no es igual a patología, que no se debe patologizar.
Compartimos una historia evolutiva de densa cooperación; la antropología nos demuestra que hemos sabido sortear las dificultades, y lo hemos hecho juntos. Como siempre, imaginaremos nuevas posibilidades y crearemos nuevos instrumentos. Lo cual no es óbice para afirmar que la pandemia de la COVID-19 está poniendo de manifiesto la necesidad de aumentar urgentemente la inversión en servicios de salud mental si el mundo no desea verse abocado a un aumento drástico de las enfermedades psíquicas.
Es acertado recordar la tendencia —muy humana— a imponer una interpretación única en situaciones ambiguas, lo que conlleva enormes peligros al abordar la COVID-19. Además, el impacto de las pandemias se amplifica por la yuxtaposición de dos posicionamientos contradictorios ante un riesgo que es grave pero extraño: el pánico y el efecto de «a mí no me ocurrirá» (que obviamente acelera la propagación de la enfermedad).
Los clínicos de la salud mental hemos de abordar daños y pérdidas, entre las que se encuentra la creencia de que podemos proteger a los niños y a los ancianos, un hipertrofiado sentido de control y previsibilidad.
Especial atención requieren los pacientes con trastornos psicopatológicos, debidos también a las altas tasas de sobrepeso, el tabaquismo, las comorbilidades médicas y el autocuidado deficiente.
Habrá de definirse hasta qué punto las coagulopatías relacionadas con la COVID-19, la hipoxia, la neuroinflamación o la infección viral directa del cerebro pueden contribuir a la morbilidad psicopatológica.
Ante nosotros tenemos un reto, el equilibrio entre desafío y respuesta.
Muchos de los sanitarios no buscan ayuda para sí mismos, y hemos de asegurarnos de que lo hagan; estar interiormente aislados desafía su salud mental y les imposibilita a la hora de lidiar con la impotencia y la frustración de quien llora junto a y por quien no conoce.
Detengámonos para comprometernos firmemente. La lucha contra el virus debe contemplar aspectos esenciales como la dignidad y la piedad por quien muere (que no lo haga solo, sin consuelo, sin compañía).
Es esencial reforzar el ideal de la fraternidad universal. Hemos de atisbar un cambio de cosmovisión.
Precisamos de una sociedad civil fuerte, no todo debe depender del Estado providencia.
Además, la razón no debe confundirse con el deseo, ni ser ciudadano con ser consumidor.
La verdad debe sobrevivir ante el tsunami de la cultura líquida, de la opinión inculta, de la ideología impuesta, de la defensa de un Yo individualista, egoísta.
Viktor Frankl señala que el ser humano posee, más allá de lo biológico y lo psicológico, una dimensión propia, la espiritual.
La espiritualidad, que no debe ser autorreferencial, debe ser trascendental y ofrecer sus valores hacia los otros, dando un sentido existencial. Manifiesta que hay algo mucho más importante que el Yo: la presencia del otro. Es desde ese alguien para quien se vive que la existencia encuentra su sentido (lo encuentra, no lo crea).
Hemos de generar, fortalecer y mantener la confianza; aumentar la resiliencia y la autoeficacia; brindar apoyo especial a los trabajadores de la salud y al personal de atención; priorizar a las personas con mayor riesgo de sufrir consecuencias negativas; fomentar nuevas normas saludables; y equilibrar los derechos individuales con el bien social.
Aportemos una comunicación clara y coherente, anticipemos y, en lo posible, gestionemos la desinformación.
Incorporemos estrategias de afrontamiento centradas en la emoción y el problema. Brindemos apoyo social, opciones de tratamiento integrales y servicios de reducción de daños para abordar el uso de sustancias relacionado con el estrés.
Se ha comprobado que el uso ampliado de telesalud para brindar tratamiento para afecciones de salud mental ayuda a reducir las secuelas de la COVID-19.
Por otro lado, para promover la salud, resulta contraproducente estar emitiendo constantemente por los medios de comunicación lo que hace mal la población, pues reduce los comportamientos positivos entre las personas que ya se involucran en ellos.
Con respecto a los profesionales, no hay que hipertrofiar los problemas; el ser humano tiene muchos sistemas defensivos, incluso ante hambrunas, guerras y pandemias.
Alertamos del riesgo de publicar como datos contrastados, veraces, ciertos, fiables, creíbles, los que nacen de las interesantes pero subjetivas encuestas.
Nadie niega los disturbios psicoemocionales, la generalizada vulnerabilidad psicosocial, pero no es menos cierto que la reacción ha resultado expandida al ser afectada también la sociedad rica del mundo. Hay exceso de información, mucho ruido. Esta es una sociedad en que se utilizan con poco rigor términos muy serios, como «estoy deprimido». Algunos colegas alertan con cierta sorna de que quizás hay realmente más estrés pretraumático que estrés postraumático.
Padecer el confinamiento no conlleva estrés postraumático; otra cosa es el caso de los enfermos que han estado con respiradores.
No lo comparto plenamente, pero hay quien prevé la posibilidad de un tsunami de trastornos psicopatológicos provocados por la pandemia si se agravan las continuadas olas de COVID-19 o los confinamientos.
En lo que sí coincidiremos es en que hay que seguir apoyando la aplicación de medidas de ámbito comunitario para fortalecer la cohesión social y mitigar los sentimientos de soledad de las personas más vulnerables, como los ancianos.
Desde la psicología, disciplina entre la biología y la cultura, cuyo objeto es la persona, con sus interrelaciones, reacciones, elaboraciones, interrogantes, conductas, sentimientos, pensamientos, espiritualidad… no esperamos una pandemia psicológica después del coronavirus. Eso sí, es buen momento para interrogarse sobre la concepción de lo que somos, para plantearnos nuestro devenir, para educar y educarse en el cuidado, para avanzar en el camino hacia la madurez personal, alcanzando el compromiso con la responsabilidad generosa por el tú.
Haremos bien en rehuir del individualismo y el colectivismo, en entender que «el cuidado es la médula, fuerte y poderosa, de la vida humana» (Nel Noddings), en interiorizar la necesidad de vivir en relación, en reconocer al otro en toda su alteridad, en poner con el otro en común.
¡Atención! Por un lado, nos hemos hecho peligrosamente adictos a la seguridad. Por otro, cada vez se desconfía más de los políticos y, además, agredimos cotidianamente a la naturaleza, de la que somos parte, mediante un modelo productivo que es causante o corresponsable de una nueva crisis sanitaria que alcanza todos los confines del planeta.
Desconfiemos del mercado de la cultura, del ecologismo como pose, de la negación del buen gusto, del intento de ridiculizar la correcta educación, de la negación de los valores y las virtudes tradicionales, del arrinconamiento del sufrimiento y de la inexorable muerte, del abolicionismo del sentido de trascendencia.
Impulsemos cambios con criterio, tales como asumir que gobernar es prever. O que las empresas han de asumir responsabilidad social, también con una producción bio y ecológica.
Y no nos equivoquemos considerando que la ciencia y la tecnología resolverán todos los problemas existenciales (algo que solo se atisba desde una inquebrantable e indiscutible fe religiosa).
Confirmado, somos los más libres de la historia, pero vivimos con una penosa percepción de impotencia.
Estamos confundidos, y más en las denominadas culturas posmodernas tecnológicamente avanzadas, donde la hiperrealidad dificulta la toma de conciencia para distinguir la realidad de la fantasía, lo que se agrava en esta intangible y onírica pesadilla.
Pareciera que nos hemos chocado contra el fin de la eternidad. No hemos de abrazarnos a la tristeza y al miedo, pero sí debemos reconocerlos, aceptarlos, verbalizarlos, para que no deriven en rabia y enfrentamiento.
Por contra, busquemos los pequeños y agradables momentos, las alegrías cotidianas, porque estas tampoco han desaparecido.
Precisamos de nuevas estrategias y habilidades para superar la crisis sobrevenida. Si bien, las crisis forman parte del conocimiento de la especie humana.
La COVID-19 está causando un daño que constituye un trauma psicosocial, con un quebranto de la confianza en las relaciones interpersonales e intergrupales, que implica el desmembramiento de las asunciones y creencias básicas sobre las que se asienta nuestra vida cotidiana, la confianza en la sociedad; el fatalismo; la posible ruptura en las principales redes sociales de protección y apoyo; la internalización del miedo; el debilitamiento de la autonomía personal y de la autoconfianza; la paralización de las metas a largo plazo.
Lo primero es saber qué nos pasa, y después pedir ayuda. Tengamos presente que antes hablábamos mucho del futuro, un 50 % de lo que decíamos se refería al mañana; eso ahora no es posible y genera quebranto.
Pese a todo, la mayoría de las personas convive con la pandemia superando el colapso emocional. Ayudan fortalezas y talentos como la capacidad de adaptar la planificación; también ayuda la tecnología, que ha resultado ser un salvavidas.
Es fundamental el modelo explicativo que uno mismo se da, el hablarse con aceptación y ánimo, el decirse «soy capaz de afrontar la adversidad» y ponerse a la acción.
Avanzamos por un paraje lleno de contradicciones en el que el humor nos permite esquivar la siempre peligrosa desesperanza y la ansiedad entendida como un miedo infundado o sin causa objetiva.
Partimos de un país, España, que es el tercero en esperanza de vida, pero que está habitado por muchos quejicosos que ridiculizan a quien se autodenomina optimista y feliz, y que, además, persiguen al exitoso.
Es un magnífico país, universal, histórico, pero muchos ciudadanos exigen sin aportar y no asumen ni valoran los éxitos y fracasos desde la responsabilidad individual.
Y dado que en las tragedias aparece la negación, los políticos harían bien en dar consejos básicos y reconocer las dudas cuando no se tienen certezas.
Los líderes han de crear expectativas reales, aportar un horizonte, y no acogotarnos mediante el miedo.
Hemos de encontrar nuevos propósitos de la humanidad que trasciendan los objetivos del individuo, del pueblo, de la nación.
En medio del invierno descubrí que había dentro de mí un verano increíble.
Albert Camus