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7. Reflexión y categoría en los dominios teórico y práctico

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Volvamos primero por un instante a lo que el Apéndice de la primera Crítica expone de esta relación. Los «títulos» bajo los cuales se reagrupan las síntesis puramente subjetivas, las «comparaciones», que se hacen por simple reflexión, son, lo hemos dicho, cuatro: identidad/diversidad, concordancia/oposición, interno/externo y determinable/determinación (KRV, 233; 310 sq.). Estos títulos pueden parecer enigmáticos. Pero de eso Kant hace explícita la función de una manera que no deja duda alguna. Así, la comparación de un conjunto de representaciones bajo el título de su identidad es el movimiento subjetivo del pensamiento que lo conducirá a un juicio universal; si lo es bajo el título de su diversidad, se seguirá de eso que no podrán ser todas reagrupadas bajo un mismo concepto, y el juicio que de eso se podrá sacar será particular. Así es claro que el título identidad/diversidad es el «umbral» subjetivo por el que una comparación transita y va a situarse bajo la categoría de la cantidad. Igualmente, para la cualidad, concordancia/oposición anuncian subjetivamente juicios afirmativos o negativos. El título de lo «interno» prepara a la categoría de inherencia (o subsistencia), mientras el de externo al de causalidad (o dependencia), ambas categorías de la relación. Finalmente, lo determinable (o la materia) dará lugar a juicios problemáticos, mientras la determinación (o forma) a juicios apodícticos; que un juicio sea sólo determinable se traduce en el léxico de las modalidades por: no juzgo imposible atribuir tal predicado a este sujeto; que sea plenamente determinado, por: juzgo imposible no atribuir tal predicado a este sujeto.

De esta exposición, muy imantada por las críticas, que Kant multiplica contra el intelectualismo leibniziano, lo que puede parecer oscurecerla un poco, se desprende que los «títulos» reflexivos son casi reducidos a no ser más que reflejos subjetivos de categorías del entendimiento. Un poco como si el a priori cognitivo a buscar gobernara ya esta búsqueda subordinándose, lo que habría debido ser un a priori reflexivo.

No serviría de nada invocar, para justificar esta inversión, el hecho de que el conocimiento del pensamiento por sí mismo es sumiso a las mismas condiciones a priori que cualquier otro conocimiento y que se debe entonces encontrar allí las mismas condiciones formales que en el conocimiento de los objetos. Este argumento no tiene peso porque la reflexión no es un conocimiento. «No me conozco […] a mí mismo más que porque tengo conciencia de mí como ser pensante», ha recordado en el Paralogismo de la primera Crítica (KRV B, 282; 377-378). Es verdad que la conciencia de la que se trata en este pasaje es más lógica (el Yo es un concepto) que reflexiva. Pero a fortiori la conclusión es tanto más cierta para la conciencia reflexiva, la cual es inmediata y sin concepto, incluso sin el de un «Yo pienso»: una sensación, es decir, lo recuerdo, «una percepción que se relaciona únicamente con el sujeto como modificación de su estado» (KRV, 266; 354).

Para justificar esta predeterminación de la anamnesis reflexiva por las condiciones del conocimiento objetivo, podríamos todavía invocar lo que ya se ha dicho: la reflexión no engendra el entendimiento, ella descubre en sí misma modos de síntesis que son análogos a los del entendimiento. Estos últimos están siempre ya ahí para volver todo conocimiento posible. En cuanto a los «títulos» reflexivos, que no son efecto en ningún caso títulos de la reflexión del conocimiento de sí, serían maneras reflexivas de comparar datos, pero estas maneras sólo serían a fin de cuentas, en el pensamiento, el eco subjetivo del uso de las categorías.

Para atenerse a esta respuesta renunciamos simplemente a la función heurística de la reflexión. La investigación parece incluso marchar entonces en sentido inverso, ya que es gracias a las categorías que la reflexión puede revelar sobre sí misma modos de comparación espontáneos, que sólo son aproximaciones figurativas de conceptos puros. Ahora bien, es necesario sin embargo que haya una heurística reflexiva puesto que la Crítica ha podido escribirse, quiero decir: puesto que lo trascendental puede ser constituido a partir de lo empírico. Sería más exacto comprender que los títulos reflexivos operan como «principios de diferenciación subjetivos» análogos para su papel en eso que, en ¿Qué es orientarse en el pensamiento?, se nombra la diferencia entre la derecha y la izquierda (Orient., 77). Como no basta para orientarse en el espacio tener cuatro puntos cardinales, sino que es necesario disponer además de la no congruencia subjetiva de la derecha y de la izquierda (elaborada primero en De los primeros fundamentos de la diferencia de las regiones en el espacio), la categoría no basta para orientarse en el pensamiento, es necesario que el pensamiento disponga además de un principio de diferenciación que sólo tiene valor subjetivo, pero gracias al cual el uso de la categoría será vuelto posible y legítimo. Los «títulos» reflexivos guían la domiciliación hacia los domicilios adecuados.

Así se explica que, en el texto del Apéndice, la controversia con el pensamiento leibniziano venga a injertarse en la exposición de los «conceptos de la reflexión». Lo que en efecto muestra la crítica del intelectualismo, hilvanada en la exposición de los títulos de la comparación reflexiva, es que por sí misma la categoría es ciega. Aplica su modo de síntesis, y autoriza luego los juicios que de eso resulta sobre todos los datos que le son presentados, sin distinción. El juicio de atribución de un predicado a la totalidad de un sujeto, que es universal, no tiene sino por condición la enumeración completa de las propiedades lógicas que definen al sujeto. Así las dos gotas de agua serán idénticas para el entendimiento ya que lo son lógicamente. Pero guiadas por su título identidad/diversidad, que no es la categoría de cantidad, la reflexión observa sin embargo que no son absolutamente idénticas, ya que son localizadas en forma diversa en el espacio. Estos mismos objetos de pensamiento exigen entonces síntesis diferentes según son pensados lógica y estéticamente (en el sentido de la primera Crítica): síntesis de identidad allí, síntesis disyuntiva aquí. La función heurística de la reflexión es tan importante que ella descubre una «resistencia» de formas de la intuición a su injustificada asimilación a categorías del entendimiento. Es este descubrimiento el que disipa la confusión propia del intelectualismo, y legitima los modos de síntesis según su facultad de domicilio. La reflexión es, sin duda, discriminante, o crítica, porque se opone a la extensión inconsiderada del concepto fuera del dominio que es el suyo. Domicilia las síntesis junto a las facultades, o lo que viene a ser lo mismo, determina esos trascendentales que son las facultades por la comparación de las síntesis que cada una puede efectuar sobre objetos que en apariencia son los mismos: las dos gotas de agua son y no son idénticas.

Como ya lo hemos dicho, es gracias a este mismo poder separador de lo heurístico reflexivo que será localizada la apariencia trascendental y denunciada la ilusión resultante. No haré aquí más que citar el caso particularmente eminente de la Antitética de la primera Crítica porque tiene un alcance decisivo para la lectura de la Analítica de lo sublime. Lo llamaré el Acta (en el sentido de actar y no de actuar) de la transacción (KRV, 392 sq.; 519 sq.). Sabemos que tratándose de dos primeros conflictos de la razón consigo misma a propósito de la ideas cosmológicas de comienzo y de elemento simple, la reflexión remite las dos partes espalda contra espalda mostrando solamente que estos conceptos no tienen intuición correspondiente en la experiencia y que el diferendo es indecidible en el dominio de competencia del conocimiento por entendimiento. Se trata de conflictos que versan sobre la cualidad y la cantidad de los fenómenos que pertenecen al mundo. Las síntesis de los datos efectuados bajo el título de categorías, es decir su serialización regresiva respectivamente hacia lo simple y hacia el todo (ibid., 330-331; 441-443), son llamadas «matemáticas» (ibid., 392; 520), porque unen elementos «homogéneos» (ibid., 393; 521): la condición de un fenómeno debe ser un fenómeno, en sí mismo condicionado; la parte de un compuesto debe ser a su vez compuesta. En estos términos está obligada la incompetencia del entendimiento a pronunciarse sobre cuestiones (si hay lo simple, si hay un comienzo en el mundo) que implican la Idea de un absoluto (indescomponible, incondicionado), el que pertenece a la razón especulativa.

Pero sabemos también que, a la inversa, cuando se presentan la tesis y la antítesis a propósito de la causalidad, categoría de la relación (o hay, o no hay, una causalidad libre en juego en los fenómenos del mundo), la reflexión reconoce que se puede admitir ambas posiciones a condición de domiciliarlas en facultades diferentes, la primera en la razón especulativa que admite la Idea de causalidad incondicionada, la segunda en el conocimiento por entendimiento, donde toda causa es en sí misma efecto. Los elementos sintetizados aquí a título de la relación causal son heterogéneos (lo condicionado y lo incondicionado) y su síntesis es llamada «dinámica» (ibid., 392-393; 520-521). «Este proceso puede [así] ser terminado por una transacción, verglichen werden kann, que satisface ambas partes» (ibid., 393- 521). El entendimiento tiene la legitimidad de aceptar sólo lo condicionado en la explicación, y la razón de admitir lo incondicionado que es, bajo el nombre de libertad, una condición a priori de la moralidad. Ahora bien, esta solución es presentada como un suplemento jurisprudencial, pues «lo juzga supliendo a falta de medios de derecho, der Richter den Mangel des Rechtsgründe […] ergänzt» (ibid.). Si la reflexión puede así suplementar la categoría, es bueno que disponga de un principio de discriminación subjetivo que no pertenezca a ninguna facultad, pero que le permita, explorando los confines que ellas se disputan, restablecer sus límites legítimos. El Acta de la transacción da así el ejemplo mismo de la heurística reflexiva en su función de domiciliación. Y se ve que la relación de lo reflexionante con la categoría no es aquí de sujeción del primero al segundo, sino a la inversa.

No sería difícil mostrar que sucede lo mismo en la Crítica de la razón práctica. En la investigación del «concepto de un objeto de la razón pura práctica» (KRV, 29 sq.), la crítica sólo puede refutar las doctrinas del bien determinando el límite que la reflexión impone al uso de la categoría de causalidad en el dominio de la moralidad. Esta categoría es sin duda necesaria para volver posible la síntesis, en el juicio, de un acto con la causa moral (la Idea del bien, decimos), de la cual es efecto. Pero es la reflexión que viene a disociar esta causalidad de aquella que se aplica en el conocimiento de los objetos de la naturaleza, de la que forman parte igualmente las acciones empíricamente consideradas. Es necesario, en consecuencia, que la causa quede sin contenido si el acto debe ser otra cosa que el efecto de una determinación natural (interesada). La reflexión no conservará entonces del uso teórico de los conceptos puros sino la noción de una legalidad vacía (como «tipo») (ibid., 70-74; 79-84), prohibiendo que sea determinado el contenido de lo que ella pone en relación. El uso de la categoría (de relación) que es la causalidad sufre así, más que una limitación, una inflexión, pero tan importante que lo que resulta de ello, la Idea de causa incondicionada, deja de ser afectada en el dominio del entendimiento, para pasar al de la razón.

Podemos todavía estar seguros de que la reflexión es lo que efectúa el trabajo discriminante, viendo el capítulo «Móviles de la razón pura práctica» (ibid.., 75-94; 84-104). El concepto de móvil «supone seres […] dotados de esta sensibilidad [el sentimiento], por consiguiente, de la finitud» (ibid., 80; 89). Exige que el pensamiento, en moralidad, esté inmediatamente informado de su estado, gracias a la sensación que este tiene de aquel y que es este estado mismo, el sentimiento. Es por la reflexión, en su aspecto en primer lugar tautegórico, que el respeto se revela como el único sentimiento moral. Él solo, en efecto, es este título de una síntesis subjetiva que corresponde a la exigencia «lógica» de una causalidad o de una legalidad vacía o sólo formal. Pues el respeto no es un «móvil para la moralidad», sino «la moralidad misma considerada subjetivamente como móvil» (ibid.). Cuando la moralidad es pensada como obligación pura, la «Achtung» es el sentimiento. Es aquí la pura tautegoría del sentimiento que le confiere su valor heurístico. La reflexión aísla el respeto sobre sí misma, comparándola con los otros móviles posibles, como siendo el único estado subjetivo adecuado a la ley pura.

Este texto pone en acta que el descubrimiento tiene lugar debido a la reflexión, como una «manera» más que como un método, lo cual permite observar que la inversión de la relación entre el contenido (el bien) y la forma (la ley como deber) es un «método» apropiado (ibid., 65, 66; 74, 75), pero que este método no funciona sin «paradoja» (ibid., 65; 74). Ahora bien, ¿qué es un método paradójico sino una manera? ¿Y cómo sería de otro modo, sobre todo en el capítulo de los móviles, cuando se trata, en suma, como se ha visto, de la «estética» de la moralidad examinada bajo el ángulo del sentimiento? Es necesario abolir, como en el asunto de las gotas de agua, una aplicación lógica de las categorías de la moralidad, que sería propiamente el método (ver la tabla de las categorías de la libertad, ibid., 68-69; 78), y esta abolición basta para hacer que, por las paradojas que descubre y que usa, la heurística proceda más como una «manera» (modus aestheticus).

Esta manera permite explicar «el enigma, das Rätsel» de la crítica (ibid., 3; 5), que «deniega al uso supra-sensible de las categorías [toda] realidad objetiva», mientras que ella les otorga este cuando se trata de «objetos de la razón pura práctica» (ibid.). La inconsecuencia no es más que aparente. El conocimiento refiere a fenómenos, a los que las categorías deben aplicarse para determinarlos. Pero la moralidad descansa sobre «un hecho, ein Faktum» (ibid., 4; 6), el de una causalidad suprasensible, o libertad, que no puede ser «más que pensada, bloss gedacht» (ibid.), sin ser determinada como debe ser la la causalidad en su uso cognitivo. Es el uso de las categorías que es «otro», «einen anderen Gebrauch», en lo teórico y en lo práctico. Ahora bien, ¿cuál es el poder que estima su buen uso, que así los orienta, sino la reflexión? Ella es el pensamiento «consecuente».

En efecto, a esta misma manera paradójica de proceder, tan alejada de una «marcha sistemática» adecuada para la constitución de una ciencia (ibid., 5; 7), es conveniente ligar el término que la nombra para legitimar la acumulación de paradojas en el Prefacio de la segunda Crítica, o de «inversiones», y que sorprende al lector de esta Crítica. Este término es una «manera consecuente de pensar, kosequente Denkungsart» (ibid., 3,4; 5,7), una manera consecuente en el pensamiento.

Este término reaparece en la tercera Crítica, en el «episodio» (128; 146) consagrado a las «máximas del sentido común». Designa la tercera de las máximas, «pensar de acuerdo consigo mismo, mit sich selbst einstimmig denken» (127; 145), «la más difícil de poner en obra» (128; 146), porque exige que se observe al mismo tiempo las dos que preceden, «pensar por sí mismo» y «pensar poniéndose en el lugar de cualquier otro» (127 t.m.; 145), y porque para «volverse hábil» requiere «una observancia reiterada, nach einer eröfteren, Befolgung» (128 t.m.; 146). El espíritu de una tópica sistemática impulsa a Kant a atribuir, aunque de manera sólo problemática («podemos decir», ibid.), la primera máxima al entendimiento, cargada así de emancipación con respecto a los prejuicios, la segunda a la facultad de juzgar que por ello se ve otorgar confianza a la vigilancia de una universalidad todavía no garantizada por concepto, y la tercera a la razón. Me parece más fiel al pensamiento de la tópica trascendental poner las tres a cuenta de la reflexión, y particularmente la última. Pues, primero, es una manera que no se adquiere, pero cuyo «control» de adquiere por una observancia reiterada, que en suma no se aprende (pues «aprender no es otra cosa que imitar») (139; 161), ya que depende más del juicio (tener juicio) que de la razón. Podría caracterizar incluso el genio en el arte (§§ 46 a 49). Sin embargo, si queremos atribuir esta manera a la razón, habrá que recordar una vez más que «la filosofía» en sí misma, no obstante «ciencia racional», «nunca» puede «ser aprendida»: «En cuanto a lo que atañe a la razón [y no a su historia], sólo se puede, a lo más, aprender a filosofar» (KRV, 561; 752). Es a esta razón, que sólo se basa en sí misma, que llama «la tercera máxima del sentido común» una razón flexible, heurística. Es ella que hace del racionalismo de las Críticas un «racionalismo» crítico. Pero, sobre todo, ¿qué podría significar «pensar de acuerdo consigo mismo», si no fuera ponerse a la escucha de la capacidad reflexionante libre con el objeto de guiar el pensamiento y las síntesis que él aventura según el sentimiento que tiene de sí mismo al realizarse?

Lecciones sobre la Analítica de lo sublime: (Kant, Crítica de la facultad de juzgar, § 23-29)

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