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8. Reflexión y categoría en el territorio estético

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A la luz de lo que precede, veremos quizá con más claridad la razón de las «paradojas» categoriales que no abundan menos en la tercera Crítica que en la segunda. La distorsión que sufren allí los conceptos del entendimiento parece todavía más violenta, al punto que, con razón, se ha podido preguntar por lo que el filtro de los Analíticos estéticos por parte de las categorías podía aportar a la inteligencia de los juicios estéticos. Después de todo, como lo he subrayado, con la estética, es decir con el examen de la sensación pura, la reflexión parece estar en casa como en ninguna otra parte, y bajo su aspecto más íntimo, por así decirlo, es decir en tanto que tautegoría exenta de toda tarea, incluso heurística. Incluso no tiene que buscar su propia condición de posibilidad. Esta, como lo hemos ya observado, no es más que «la condición subjetiva formal de un juicio en general […], la facultad de juzgar misma o la facultad jurídica» (121; 137). Con la estética, para juzgar reflexivamente, la reflexión no parece tener necesidad más que de la capacidad de reflexionar. Su condición a priori es, lógicamente, reducida a esta casi nada que se llama facultad, aquí, la de sentir, es decir de juzgar inmediatamente. Hay allí una especie de simplicidad, de pobreza en la condición a priori del juicio estético, que se acerca a la escasez. Este minimalismo debería volver inútil, e incluso nefasto, un método de análisis gobernado por las categorías del entendimiento.

La prueba de este «forzamiento», ¿no es suministrada, particularmente en la Analítica del gusto, por la multiplicación de las cláusulas negativas o privativas que vienen por turno a neutralizar la determinación del juicio del gusto bajo el mando de cada una de las cuatro categorías? Es cualitativamente afirmativa (dice sí al placer, es una satisfacción), pero sin motivo. Para la cantidad, es singular, pero tiene la pretensión de universal. En cuanto a relación, es final, pero de una finalidad «percibida», no concebida (76; 77). Modaliter, finalmente, es un apodíctico, pero su necesidad no es demostrable, es «ejemplar» (77; 78). La interferencia es constante y patente. No cabe sorprenderse, al parecer, ya que proviene de la aplicación de lo determinante a lo reflexivo. De lo que nos sorprendemos es que se debe aplicar lo determinante a una manera de juzgar del que es excluido.

En esta paradoja podemos encontrar un motivo polémico. El Apéndice de la primera Crítica afirmaba la necesidad de una tópica reflexionante para evitar el desprecio del intelectualismo. Simétricamente, el uso, desviado al extremo, de categorías del entendimiento para analizar el sentimiento estético apuntaría a manifestar la vanidad de su aplicación directa. Recuérdese que, en una nota de la primera Crítica, el «esfuerzo» de Baumgarten para «someter el juicio crítico de lo bello a los principios racionales» ha sido ya declarado «vano» (KRV, 54; 64-65). La inversión paradójica que la crítica reflexiva va a introducir es anunciada: los principios o reglas que, de hecho, son empíricos «nunca pueden servir de leyes a priori determinadas en relación con las cuales debería regirse nuestro juicio estético. Por el contrario, nuestro juicio constituye la verdadera piedra de toque de la exactitud de las reglas» (ibid., 54; 65). El filtro (o el «forzamiento») categorial no haría, en suma, más que sugerir a contrario la necesidad de introducir un «principio de discriminación subjetivo» que permita hacer un buen uso de las categorías.

Es difícil ver de qué principio de discriminación subjetivo tendría necesidad el sentimiento estético para domiciliarse, puesto que es, lo hemos dicho ya, este principio: discrimina lo bello y lo feo por el «favor» o el «desfavor» que otorga a la forma, sin mediación. No es un azar si la cualidad toma el lugar de la cantidad a la cabeza del análisis categorial del gusto: el sí y el no del sentimiento son aquí no ya una simple propiedad lógica del juicio que contiene el sentimiento, determinan si hay bello o no, pertenecen a esta especie de discriminación «existencial», si puedo decirlo, cuya distinción de la derecha y de la izquierda es un análogo en el espacio perceptivo.

En verdad, puesto que se trata de un juicio reflexivo puro, la competencia del entendimiento ¿no es simplemente nula? La verdadera «piedra de toque» ¿no está, después de todo, en el sentimiento estético solo? ¿No da a concluir que la reflexión, librada a sí misma, no puede decir otra cosa que «siento, siento» y «siento que siento», tautegóricamente? Como el genio en el arte, ¿«no puede describir él mismo o exponer científicamente cómo él realiza lo que produce», ya que, «al contrario, es en tanto que naturaleza que da la regla» (139; 161)? ¿Es necesario consentir al final (o al comienzo) que la «conciencia» que es la reflexión pura, la sensación, es inconsciente como una «naturaleza»?

Creo yo que el proceso es bastante rico para que el momento de juzgar haya llegado. El sentimiento estético puro no tiene los medios para construir las condiciones a priori de su posibilidad, por definición, ya que es inmediato, es decir sin término medio. Incluso no puede buscarse por sí mismo, como se ha dicho, de manera que le faltan incluso los «lugares» de comparación que la reflexión puede ordenar bajo sus títulos o sus conceptos provisorios cuando el pensamiento se dispone a conocer. Incluso ese sentimiento puro que es el respeto, que es tautegórico, sólo lo es en la medida en que «dice» a la vez un estado del pensamiento y lo otro del pensamiento, la trascendencia de la libertad, que es «absolutamente incomprensible» (KPV, 5; 8). Es la «manera» ética en la que esta trascendencia puede ser «presentada» en la inmanencia (ibid., 48; 57). Pero con el gusto (es necesario poner aparte el sentimiento sublime a este respecto), la inmediatez reflexiva no se refiere a ninguna objetividad, ni mundo a conocer ni ley a realizar.

Entonces aquí los roles deben invertirse. Es en medio de las categorías que el pensamiento emprende la heurística de la reflexión. Son las categorías las que va a servir abiertamente, y yo diría brutalmente, de «principios de discriminación» para orientar el pensamiento en el mutismo del sentimiento puro. Este medio no es vano, y el filtro del sentimiento en el cuadrángulo del entendimiento no es el forzamiento del primero por el segundo. Observamos más bien un efecto inverso: los conceptos puros no se aplican al sentimiento más que a la condición, totalmente reflexiva, de plegarse a su resistencia y de distorsionar, para serles fieles, las rectas síntesis que ellos autorizan en su dominio. Cuatro veces será mostrado entonces que el gusto no se deja comprender por la categoría sino al precio de escapar de su lógica. El juicio que él contiene sólo posee una cantidad, una cualidad, una relación y una modalidad «distorsionadas», y por simple analogía. Lo que se descubre así son «títulos» reflexivos, las pre-categorías del pensamiento. Pero esta vez el pensamiento ya no piensa objetos, como en el Apéndice de la primera Crítica, ni actos, como en la segunda, sólo estados de sí mismo. La paradójica anamnesis de la reflexión, conducida con los medios de la lógica, descubre, de manera recurrente, lo analógico.

Entonces, es el concepto puro del entendimiento el que sirve aquí de principio de discriminación para descubrir lo «subjetivo». La inversión de los papeles es tal que, donde esperábamos la «manera» misma, como procedimiento heurístico, encontramos el «método». De ahí viene que el lector desatento sospeche un forzamiento. Pero en verdad, si las categorías pueden y deber ser empleadas para domiciliar las condiciones a priori del gusto, el domicilio buscado no es el entendimiento, ya que ninguna de estas condiciones satisface perfectamente las suyas. Y tampoco la razón, incluso en lo sublime (aquí 7). Si hay domicilio habría que llamarlo, como se sabe, facultad de juzgar reflexionante. Pero podemos dudar que ella sea un domicilio, siendo más bien, en el pensamiento crítico, el título del pensamiento mismo, en general, y particularmente crítico: domiciliante.

Finalmente, y sobre todo, debemos preguntar cómo es posible la inversión que indicamos, tras haber intentado comprender su necesidad. ¿Quién o qué procede a la anamnesis paradójica por la cual la lógica descubre la analogía? Quizá no es más que la reflexión. En la Analítica de lo bello, el pensamiento se obstina en reflexionar a través de lo que, en general, determina. Aunque emplee conceptos bajo los cuales los datos deben ser subsumidos con el objeto de lograr un conocimiento, el pensamiento sostiene que estos conceptos no son adecuados tal cual para determinar lo que busca determinar mediante ellos, el gusto. La reflexión se revela como tal, es decir como exceso sobre la determinación, en la presunción de esta inadecuación.

El lector puede encontrar muchos testimonios de aquello en el texto. Bajo este ángulo examinemos «La Antinomia del gusto» en la Dialéctica del juicio estético (§§ 56 y 57), por ejemplo. Esta antinomia admite que el sentimiento puro, que por sí mismo no da lugar a ninguna disputatio (tesis, 163; 197) ya que es inmediato, exigiría sin embargo una expositio (antítesis, 163, 166-167; 197, 200-202) destinada a establecer su universalidad y su necesidad de manera objetiva, entonces mediante argumentos y por conceptos. El primer rasgo atañe a la tautegoría sentimental. El segundo presupone una heurística (el gusto busca ser compartido). Hemos repetido que el aspecto heurístico propio de la reflexión estaba ausente en el sentimiento estético puro, que no busca nada. Las «promesas», las «expectativas», las «exigencias» de universalidad y de necesidad que el análisis revelará en el sentimiento estético deben pensarse como inmediatas, sentidas directamente en él, puramente «subjetivas». A lo sumo, ellas señalan, desde el punto de vista de la reflexión, «títulos» de comparaciones posibles. Si nos atenemos al veredicto alcanzado por el entendimiento sobre el juicio del gusto en medio de las categorías, este juicio será determinado, en toda lógica, como particular (o singular) y asertórico solamente. Es lo que no dejaron de mostrar una exposición y una discusión conducidas por conceptos. Siempre concluyeron: a cada uno su gusto.

Sin embargo, el mismo uso de categorías de cantidad (particular) y de modalidad (asertórica) va a revelar o a despertar, en el interior de la inmediatez del sentimiento, los «títulos» de comparación o los «conceptos reflexivos» bajo los cuales el sentimiento pretende, no menos inmediatamente, las propiedades contrarias. Se recuerda que, en el Apéndice de la primera Crítica, el título identidad/diversidad es el análogo reflexionante de la cantidad y el título determinable/determinación el de la modalidad. Cuando el gusto «pide» o «promete» que la belleza que atribuye a la forma presente le sea atribuida absolutamente, es decir cuantitativamente, en totalidad, excluye que otros juicios estéticos referidos a esta forma sean legitimados al rechazarle la belleza bajo algún otro aspecto. El juicio reflexivo que es el gusto seguiría siendo particular si comporta una restricción que implique que es posible que, por otro aspecto, la forma juzgada no induzca el sentimiento inmediato de una armonía subjetiva. Pero, al contrario, el «estado» del pensamiento correspondiente al gusto queda idéntico a sí mismo, persiste, no permite ninguna diversidad del juicio sobre lo bello. Lógicamente evaluada, esta propiedad cuantitativa se llamaría universalidad. Pero la cantidad lógica del juicio sigue siendo particular (o singular). Entonces es solamente como comparación subjetiva, bajo el título de la «identidad», que se indica una universalidad, que se llamará por consiguiente «subjetiva».

Lo mismo para la modalidad. Visto por el entendimiento, el juicio del gusto es, en el mejor de los casos, asertórico, pues encuentra que esta forma es bella porque proporciona el placer en tanto está ligada a la belleza, es un hecho. Pero aquí todavía, la exigencia reflexiva, operando en el uso mismo de las categorías, reanima, en la inmediatez de la aserción sentimental, un título inverso, aquel que excluye que la forma pueda no ser sentida, es decir juzgada, como bella. Es esta exigencia de necesidad absoluta del juicio, presente en el sentimiento subjetivo, que apela al reparto de este último por todos. Y ahí todavía, esta pretensión contraría el valor de simple aserción que la lógica debe atribuirle (ya que el juicio no tiene los medios para demostrar su necesidad). Entonces la Analítica no reconoce al juicio del gusto como necesidad apodíctica en su inmediatez. Es un caso del título pre-modal bajo el cual la reflexión puede agrupar comparaciones, y que se llama la «determinación» (la «forma», justamente) en el Apéndice de la primera Crítica.

Estos procedimientos solamente son paradójicos, desde el punto de vista del entendimiento, para una filosofía intelectualista. Son legítimos si se ve que las categorías son allí maniobradas por la reflexión en su función heurística, que excede la función determinante de las categorías, no obstante, indispensable para el análisis. La heurística reflexiva está operante en el texto de la Analítica del gusto, y ella descubre una heurística latente (las pretensiones del gusto) en un sentimiento que parecía desprevenido. Pero, la mediación de las categorías es necesaria para que el descubrimiento sea posible. De ello resulta una torsión de efectos de determinación que teníamos el derecho a esperar de la aplicación de las categorías. Esta torsión que lo reflexionante ejerce sobre lo determinante produce o inventa los monstruos lógicos que conocemos: una satisfacción sin móvil ni motivo, una universalidad subjetiva, una finalidad percibida, una necesidad ejemplar. Designaciones sacadas de la lógica del entendimiento, pero distorsionadas por epítetos inesperados como obras de arte, estos nombres son, en buen método, o mejor, en buena manera, los «lugares» que la heurística reflexiva descubre hasta en la tautegoría, gracias a la categoría.

Abordaremos la lectura de la Analítica de lo sublime teniendo en mente el principio de esta inversión exigida de la reflexión por la estética. Estos lugares reflexionantes se revelan en el sentimiento sublime, una vez más gracias al uso de las categorías. Pero veremos que es al precio de una torsión aún más fuerte impresa en estas, una distorsión. Este precio es el que la reflexión pura operando en el texto kantiano hace pagar al juicio determinante, para que este determine al reflexionante mejor de lo que este último puede lograr cuando está librado a sí mismo.

14 N. del T. Para referirse al sentimiento de lo sublime, Lyotard utiliza a veces la palabra francesa «peine» (lo que también es el caso de la traducción de Philonenko de la tercera Crítica y que está utilizando) y a veces la palabra «déplaisir» (que traduce más literalmente la palabra alemana «Unlust»). Para no tener cada vez que señalar entre paréntesis que se trata de una o de otra recurriendo a una misma traducción para ambas (lo que en principio es posible porque se supone que refieren a lo mismo), optamos por traducir la primera por «pesar» (modo de proceder de al menos dos textos de Lyotard traducidos al castellano) y la segunda por «displacer».

Lecciones sobre la Analítica de lo sublime: (Kant, Crítica de la facultad de juzgar, § 23-29)

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