Читать книгу Lecciones sobre la Analítica de lo sublime: (Kant, Crítica de la facultad de juzgar, § 23-29) - Jean-Francois Lyotard - Страница 6

I. La reflexión estética 1. El sistema y el sentimiento

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La tarea asignada a la Crítica de la facultad de juzgar, que su Introducción hace explícita, es restablecer la unidad de la filosofía tras la severa «división» infligida por las dos primeras Críticas. Una lectura correcta, pero demasiado confiada en la letra, ve cumplirse esta tarea gracias a la Idea reguladora de una finalidad de la naturaleza que expondrá la Segunda Parte de la tercera Crítica. En efecto, esta idea sirve de ‘puente’ buscado por encima del abismo entre lo teórico y lo práctico, cruzado previamente entre el conocimiento de los objetos según la experiencia posible y la realización de la libertad bajo lo incondicionado de la ley moral. En la apertura de este pasaje, la crítica de la facultad de juzgar estética cumpliría, según dicha lectura, un oficio principalmente preparatorio, ya que el gusto al menos, y si no el sentimiento sublime, ofrece la paradoja de un juicio que parece destinado a la particularidad, a la contingencia y a lo problemático. La Analítica del gusto le restituirá una universalidad, una finalidad y una necesidad, ciertamente todas subjetivas, revelando simplemente su estatuto de juicio reflexionante. Es este estatuto el que será transferido al juicio teleológico para legitimar precisamente su uso. Entonces, la validación del placer subjetivo no hace sino introducir la de la teleología natural.

Esta lectura parece plenamente justificada por la manera en que la reflexión es presentada en la Introducción de la tercera Crítica. La facultad de juzgar es llamada «simplemente reflexionante» cuando «sólo lo particular es dado» y se trata de «encontrar lo universal» (28; 15). Ella es lo que la Antropología (§ 33) llamará Witz, ingenium, «inventar lo general por lo particular», descubrir una identidad en una multiplicidad de cosas desemejantes. Si la reflexión está llamada a la tarea de la reunificación, se debe a su función heurística: quizá la facultad de juzgar pura no tiene «una legislación que le sea propia», pero podría ser que esta tuviera al menos «un principio particular para buscar sus leyes» (26; 12). En la terminología de la esfera judicial empleada en el parágrafo II de esta Introducción (23-24; 9-10), la facultad de juzgar no tendrá «dominio» en el que legisla de manera autónoma, pero su principio particular puede aplicarse a «cualquier territorio». Entendemos que este principio, justamente porque no es legislador, puede venir a suplementar las legislaciones determinantes del entendimiento en su dominio teórico y de la razón en su dominio práctico, y por consiguiente reconciliarlos. La «debilidad» de la reflexión constituye así su «fuerza».

Esta debilidad se observa en el hecho que este principio que es particular de la reflexión es «un principio a priori simplemente subjetivo» (26; 12). No incumbe a la determinación de los objetos que son el mundo para el entendimiento y la libertad para la razón. Pero, sobre todo, los objetos sólo han sido determinados como posibles a priori por las dos Críticas anteriores. El juicio reflexivo se aplica a estos objetos en su particularidad, como son dados, y los juzga como si las reglas que determinan su posibilidad a priori no bastaran para dar cuenta de su particularidad. Va entonces a esforzarse en «descubrir» una generalidad o una universalidad que no es la de su posibilidad, sino de su existencia. Y el problema crítico consiste en determinar cuál es el principio por el que la reflexión se guía en el camino de este descubrimiento.

Lo que en principio es planteado por esta problemática es que este principio no debe encontrarse ni en el dominio del entendimiento teórico ni en el de la razón práctica. No debe ser sacado de otra autoridad que no sea la facultad de juzgar en sí misma. Esta «no puede darse a sí misma como ley tal principio trascendental» (28; 16). Tal es la «subjetividad» de este principio: la facultad que la ejerce es la misma que la inventa. Este principio, que resulta de un arte más que de la razón y que no puede aplicarse más que con arte, no puede entonces tener la misma validez objetiva que las categorías para el entendimiento o la ley para la razón práctica, que se deducen por argumentación.

Sabemos que este principio es el de una teleología de la naturaleza para la libertad. Juzgando según él, el pensamiento se autoriza a pensar las leyes particulares de la naturaleza como formando un «sistema de la experiencia», tal que nuestra facultad de conocer en su conjunto (es decir el pensamiento mismo) podría haberlo determinado «en su provecho, zum Behuf unserer Erkenntnisvermögen» (28; 16). Gracias a esta Idea simplemente reguladora, y no legisladora, es que los dominios separados de la naturaleza y de la libertad pueden estar unidos, sin perder nada de su heterogeneidad.

Está fuera de discusión entonces que la reflexión es convocada en el umbral de la tercera Crítica sólo por su capacidad heurística, ya que inventa su principio, la finalidad, y se deja guiar por él para descifrar las leyes empíricas de la naturaleza. Eso basta al proyecto de reunión del pensamiento filosófico consigo mismo, puesto que la finalidad natural puede entonces sólo ser pensada en analogía, nach der Analogie (26; 12-13), con la de la razón en su uso práctico, en el que la finalidad es la causalidad mediante la Idea. Es conveniente, por tanto, introducir la facultad reflexiva entre el entendimiento y la razón para asegurar la suplementación indispensable en este proyecto.

Sin embargo, el texto de la Introducción no se detiene aquí. Invoca «otra razón» para hacer el vínculo entre lo teórico y lo práctico. Y el vínculo que podemos esperar de esta razón «parece de una importancia aún mayor» que aquel que acabamos de indicar. Este último era «lógico» (26; 12) en el sentido trascendental de la determinación de dominios de jurisdicción y de territorios de legislación. Aquel que es juzgado «más importante» atañe a las «facultades del alma» (ibid.), y se diría que pertenece a la psicología trascendental si este nombre no estuviera demasiado emparentado con el de la «psicología racional», cuyos Paralogismos de la primera Crítica mostraron suficientemente que ella «no saca su origen más que de un simple malentendido» (KRV B, 308; 415).

Este no es el lugar para debatir esta distinción, enigmática después de todo, entre las facultades de conocimiento (lógicas) y «las facultades del alma en su conjunto», cuyo final de la Introducción establece, en un cuadro famoso (42; 36), el paralelismo que sólo puede ser «retorcido». Esta distinción, y el paralelismo que induce de vuelta, son tan importantes, sin embargo, que contienen quizá todo el secreto del problema de la reflexión, pues «lógicamente» esta se llama facultad de juzgar, pero «psicológicamente», si se autoriza por un instante este uso abusivo del término, ella no es más que el sentimiento de placer y de pesar (peine)14. Ahora bien, como facultad de conocimiento ella está destinada a lo heurístico, mientras que procurando «sensaciones», en un sentido que vamos a precisar, revela plenamente su carácter tautegórico, un término por el cual designaría solamente el hecho notable de que el placer o el pesar es a la vez un «estado» del alma y la «información» que el alma recoge en cuanto a su estado. De manera que no se distingue bien, a primera vista, qué papel podrá jugar la estética, análisis de las condiciones a priori de las sensaciones «subjetivas», en la gran estrategia de suplementación.

El parágrafo VII de la Introducción está ciertamente dedicado a exponer esta justificación. Pero no es azar si la fuerza del argumento consiste en remitir el placer del gusto como facultad del alma al acuerdo, totalmente subjetivo ciertamente, pero al acuerdo (a «la adecuación, die Angemessenheit», 36; 27) de las dos facultades de conocimiento que está en juego en toda relación con un objeto, la facultad de presentación y la facultad de conceptos, la imaginación y el entendimiento. El motivo del placer, estado «psicológico» por excelencia, se encuentra así transferido en una armonía que es totalmente lógica. Podemos entonces encontrarle una finalidad, la de la relación de los objetos, por sus solas formas (ya que el placer no da ningún conocimiento), con las facultades de conocer. Es finalmente la relación entre estas la que confiere al gusto la autoridad de pretender la universalidad (aquí 8). Pretensión totalmente subjetiva, es cierto, pero universal, dado que el juego del entendimiento y la imaginación relativo a la forma del objeto y «sin consideración de ningún concepto, ohne Rücksicht auf einem Begriff» (37 t.m.; 22), basta para suscitar en el pensamiento el placer que le procura de forma general la adecuación de estas dos facultades de conocer (37; 28-29).

La finalidad subjetiva, así analizada en el placer estético, parece tan poco esencial al proyecto general anunciado en la Introducción de la tercera Crítica, que la reflexión estética es declarada no perteneciente sino a «una facultad particular», la que «juzga las cosas según una regla y no siguiendo conceptos» (40; 32). La facultad teleológica, por el contrario, «no es una facultad particular, sino solamente la facultad de juzgar reflexionante en general» (ibid.). Y la razón de esta excelencia, a primera vista sorprendente, es que, como en todas partes en el conocimiento teórico, la facultad teleológica «procede […] según conceptos, nach Begriffen» (ibid.). Sólo puede tratarse del concepto de finalidad, o causalidad según fin. Simplemente, la susodicha facultad usa este concepto de finalidad «siguiendo, en relación con algunos objetos de la naturaleza, principios particulares» (ibid.). Estos principios son ellos mismos «de una facultad simplemente reflexionante» (ibid.). Esta prescribe que la finalidad no sea empleada, en efecto, sino como Idea reguladora y no legisladora. Aun así, siendo una Idea, la finalidad es un concepto. Y eso basta para volver la reflexión teleológica del lado del conocimiento, pues ella «pertenece a la parte teórica de la filosofía», mientras que la reflexión estética, que «no contribuye en nada, nichtbeträgt, al conocimiento de su objeto […], debe entonces ser sólo imputada, gezählt, a la crítica del sujeto que juzga» (ibid., t.m.). El argumento relativo a la estética puede entonces concluirse a través de la siguiente concesión: «Esta crítica [del sujeto que juzga] constituye la propedéutica de toda filosofía» (ibid.).

Vemos que la lectura clásica de la tercera Crítica, aquella que pone el acento en la teleología, está sólidamente fundada en la letra de la Introducción. Incluso cuando esta reconoce al placer estético una gran «importancia», es para hacerlo volver a lo que él significa para las facultades de conocer, es decir, a una finalidad subjetiva. Y el carácter subjetivo de esta finalidad permite enseguida limitar la «importancia» de la estética a la de una propedéutica. A la inversa, el uso explícito, es decir conceptual, luego «exponible» (166-167; 201-202), de la teleología y su aplicación a los objetos de la naturaleza, incluso suspendida de la cláusula del «como si» o de la «regulación» que constituye el «principio particular» de la reflexión, merecen el lugar de honor en la estrategia de unificación. La fuerza de la debilidad reflexiva corresponde a la función heurística de la reflexión; la estética, toda tautegórica, no comparte más que la debilidad de esta fuerza.

Me parece que podemos otorgar una importancia totalmente distinta a la Analítica de los juicios estéticos, la de una propedéutica filosófica, en efecto, pero que quizá es toda la filosofía (pues «se puede a lo más aprender a filosofar, höchstens nur philosophieren lernen», y no aprender la filosofía) (KRV, 561; 752). Basta no encerrarse en la lectura temática que acabo de recordar, y que el texto kantiano reclama con todas sus fuerzas. Esta lectura es fiel a la preocupación por el sistema que acosa la Introducción de la tercera Crítica. Pero el juicio estético encierra, a mi parecer, un secreto más importante que el de la doctrina, el secreto de la «manera» (más que del método) por la cual el pensamiento crítico mismo procede, en general. La manera (modus aestheticus) «no tiene otra medida que el sentimiento de la unidad en la presentación», mientras que el método (modus logicus) «obedece a principios determinados» (148; 174). No hay método, sino «una manera (modus) para las bellas artes» (176; 215). Ahora bien, el modo del pensamiento crítico no debería ser sino puramente reflexionante, por definición (no tiene ya los conceptos cuyo uso busca establecer), y por otra parte el juicio estético manifiesta la reflexión en su estado más «autónomo», más desnudo, si puede decirse así. Está allí en efecto, como se acaba de leer en el texto de la Introducción, desprendido de su oficio teleológico objetivo, podemos incluso decir de su oficio heurístico en general, puesto que el juicio estético, considerado desde el punto de vista del «alma», no tiene ninguna pretensión de conocimiento, y el placer puro que él es no tiene ningún otro que buscar que a sí mismo. Se perpetúa: «La contemplación [de lo bello] se fortifica y se reproduce a sí misma; es un estado análogo (pero no idéntico) a la Verweilung, a la pausa», a la «pasividad» que un objeto atractivo suscita en el pensamiento (63; 61).

Antes de emprender la investigación de las condiciones a priori de los juicios, es necesario que el pensamiento crítico esté en un estado reflexivo de este tipo, si al menos no quiere –y debe no quererlo– que estas condiciones a priori no sean de ninguna forma prejuzgadas en su búsqueda de manera que esta no fuera sino un señuelo y sus descubrimientos apariencias. El pensamiento debe observar una pausa en la que suspende la adhesión a lo que cree saber. Presta oídos a lo que va a orientar su examen crítico, un sentimiento. La crítica debe inquirir sobre el «domicilio» de legitimación de un juicio. Este domicilio está constituido por el conjunto de las condiciones a priori de posibilidad de este juicio. Pero ¿cómo sabe que hay un domicilio?, ¿cómo sabe dónde encontrarlo en el supuesto, claro, que no está ya informado de su dirección? E incluso si estuviera informado de esto, todavía haría falta que sepa orientarse para encontrarlo. Ahora bien, tanto para el pensamiento como para el cuerpo, orientarse exige un «sentimiento». Para orientarme por lugares desconocidos, conociendo ya las marcas astronómicas necesarias (los puntos cardinales), me sería todavía, concretamente, «indispensable experimentar, por relación a mí mismo, el sentimiento de una diferencia; me refiero a la de la derecha y la de la izquierda» (Orient, 77). Dicho de otro modo, ¿cómo sabría que, de cara al mediodía, el oriente está a mano izquierda, por ejemplo? Kant subraya: «Me sirvo del término sentimiento, pues visto desde afuera, los dos lados [derecha e izquierda] no presentan en la intuición ninguna diferencia notable» (ibid.) En consecuencia, «me oriento geográficamente sólo en medio de un principio de diferenciación subjetivo» (ibid.). (El sentimiento que guía una manera, ¿puede llamarse un principio, que rige un método? Pero ¿es él subjetivo?).

Transportado al campo del pensamiento, el problema es entonces el de un tal principio subjetivo de diferenciación que permite a la razón determinar a su «Fürwarhalten» cómo va a tener ella por verdadero un objeto de pensamiento en la ausencia de «principios objetivos del conocimiento». Esta problemática del uso empírico de conceptos «ya» determinados (aquí los puntos cardinales) es ciertamente la de una reflexión pura. Kant responderá, en el artículo que he citado, recurriendo al «sentimiento de necesidad inherente a la razón» (ibid.). Pero su respuesta está en sí misma orientada por la envite de la discusión a la que está dedicada el artículo, el «conflicto del panteísmo» entre Jacobi y Mendelssohn. En cuanto a la reflexión estética, el «principio subjetivo de diferenciación» no debe poder ser más que el sentimiento de placer y de pesar. Es únicamente él quien puede dar el satisfecit a tal orientación tomada por la reflexión o rechazarla, y eso inmediatamente, «subjetivamente», en ausencia de todo principio objetivo. Incluso sería necesario que este placer y su contrario sean «puros», a falta de que ellos procederían necesariamente de la satisfacción de una facultad, teórica o práctica, distinta que la del placer y del pesar, o incluso de un simple consentimiento empírico. Perderían por eso todo valor discriminante para la reflexión. Y, sobre todo, testimoniarían que las legislaciones todavía por descubrir ejercen ya sus criterios de satisfacción sobre el pensamiento que busca darles domicilio. La «pausa» no habría sido verdaderamente observada.

Veremos que en verdad esta última coyuntura (del tipo: no me buscarías si no me hubieses ya encontrado) no es evitada por el pensamiento kantiano y que, incluso, ella es inevitable. Pero una cosa es no poder evitar y otra es saber lo que es necesario evitar. Este «saber» ideal es dado a la reflexión en el juicio estético porque ella encuentra ahí el modelo de su «manera» más autónoma. La lectura que preconizo –sin objetar nada de la legitimidad de la otra– admite en consecuencia que, si la tercera Crítica puede cumplir su misión de unificación del campo filosófico, no es sobre todo porque expone en su tema la Idea reguladora de una finalidad objetiva de la naturaleza, es más bien porque ella vuelve manifiesta, a título de la estética, la manera reflexiva de pensar que está a la obra en el texto crítico entero.

Lecciones sobre la Analítica de lo sublime: (Kant, Crítica de la facultad de juzgar, § 23-29)

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