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CAPÍTULO VI PRIMERA EXPOSICIÓN
ОглавлениеAquella experiencia de vivir en comunidad artística no duró más que unos meses. A finales del año 1950, Andy se alojó en casa de un exalumno de su universidad, el pintor Joseph Groell. Poco después, a principios de 1951, alquiló un estudio con cocina y cuarto de baño en el 216 de East 75th Street. Pronto adoptó un gato siamés, el primero de una larga serie, para que le echara una mano con las ratas y también para jugar con él, entre encargo y encargo. Andy poseía tan pocos efectos personales y tan poca ropa, que cuando se mudaba lo llevaba todo en bolsas de papel marrón, de esas que los estadounidenses utilizan para cargar con las compras de la tienda de comestibles o del supermercado. Sus bienes más preciados eran su portafolio y el material de ilustrador y pintor. En cuanto se adueñaba de un nuevo espacio, alineaba cuidadosamente lápices, plumas, tinteros, pinceles, tubos de colores y rimeros de papel secante: sus antídotos contra la ansiedad de una vida errante y contra la soledad.
Andy trabajaba a toda máquina. Sus primeras ilustraciones para la revista Harper’s Bazaar, única verdadera rival de Vogue, aparecieron en septiembre de 1951. Representaban bolsos y zapatos. Había logrado poner un pie en el sancta sanctórum internacional de lo más chic del momento. Se ha contado cien veces su primer encuentro con Carmel Snow, la elegante redactora en jefe. Se dice que una cucaracha saltó de uno de sus dibujos, ante la mirada horrorizada de su interlocutora, la cual, compadecida, le dio trabajo al instante. A él le encantaba esta anécdota, aunque la escena no hubiera tenido lugar jamás. El percance le sucedió a Pearlstein, según parece, pero Andy no pudo resistirse a la tentación de incorporarlo a su leyenda. En aquel mes de septiembre de 1951, el New York Times publicó un anuncio a toda página que causó gran revuelo. Para una emisión radiofónica consagrada al mundo criminal y a los narcóticos, Andy imaginó a un seductor marinero en el momento de inyectarse una dosis de heroína. Se notaba la influencia de Cocteau, que tantos dibujos había dedicado a los marineros. A partir de entonces, el joven Warhol fue más solicitado que nunca, pues aquel olor a azufre sedujo al mundo de la moda y de los medios de comunicación en aquellos primeros años cincuenta, una época en que el macartismo (1950-1954) condenaba todo comportamiento tildado de subversivo, como el derivado del comunismo o de la homosexualidad. El senador McCarthy y sus esbirros eran agresivamente homófobos, y contratar a un ilustrador que se había atrevido a publicar el dibujo de un marinero drogado en el periódico más famoso del país, era tanto como luchar contra el sectarismo en el ambiente. La audacia de Warhol fue recompensada, ya que le valió su primer premio neoyorquino, otorgado por el Club de Directores Artísticos.
Su reputación le permitía ahora tanto ilustrar cubiertas de libros, como dibujar el mapa del tiempo para la televisión, para las noticias matinales de la cadena NBC. El ejército lo había declarado no apto para el servicio militar, de modo que podía concentrarse en su carrera con tranquilidad de espíritu. Su vista era por entonces tan mala, que tenía que llevar unas gafas con los cristales muy gruesos, lo cual, añadido a sus antecedentes médicos, no hacía de él el soldado ideal. A decir verdad, no tenía muy buen aspecto, y su higiene dejaba bastante que desear. Las malas lenguas decían que si no se lavaba, era porque su bañera servía para otros usos… En efecto, Andy presentaba sus dibujos en un papel que él mismo había retocado con el fin de darle el aspecto de los papeles franceses o italianos. Teñía las hojas de papel en la bañera, sobre la cual las ponía a secar colgadas de una cuerda de tender.
En aquella época de su vida, Warhol habría preferido ser invisible, tan desdichado se sentía por su físico. «Algunos amigos comunes me contaron que el pobre Andy parecía un provinciano retrasado y que la gente se burlaba de su aspecto», recordaba Ultra Violet. «No se fijaba más que en los guapos bailarines de Manhattan y en los jóvenes actores que esperaban introducirse en Broadway, y naturalmente no encontraba reciprocidad, es una ley cruel. También me habían dicho más de una vez que profesaba un culto muy particular por los zapatos y los pies de tales personas. Era fetichista, y a los jovencitos que conocía les pedía siempre que le dejaran dibujarles los pies. Está claro que la cosa funcionó, hoy en día el libro en el que reunió aquellos bocetos se paga a precio de oro. Es una afición muy extendida y muy compartida. Es verdad que lo primero que miraba Andy cuando conocía a alguien, fuera hombre o mujer, eran sus pies. La primera vez que lo vi, se quedó mirando mis zapatos de tacón y me preguntó, con su voz agónica: “¿Chanel?”. Se trataba, en efecto, del modelo bicolor de esta casa. Era la primera vez que oía el sonido de su voz, la primera palabra que pronunció delante de mí».1
Como consumado voyeur, Andy encontraba la manera de interrogar a aquellos jóvenes acerca de sus aventuras sexuales y de hacer que posaran desnudos. Aquellos narcisos, halagados, aceptaban, y él terminó reuniendo también aquellos dibujos en un volumen. El primer chico del que se prendó en Nueva York era efectivamente muy seductor. Se llamaba Ralph Thomas Ward, y le apodaban «Corkie». Este aspirante a poeta y artista, que vivía con el antiguo secretario de la bailarina y coreógrafa Isadora Duncan, lo tenía todo para fascinar a Andy: una silueta esbelta perfecta y unos rizos de pastor griego. Ambos asistieron a una fiesta, el 24 de diciembre de 1951, y desde entonces Andy le envió cartas ardientes y lo persiguió con sus atenciones. Los sentimientos de Corkie no eran recíprocos, pero ello no impidió que se hicieran amigos y colaboradores.
A principios de la primavera de 1952, Andy comenzó a trabajar con Corkie en el primero de los siete libritos ilustrados a mano que destinaba a sus mejores clientes y a personas susceptibles de ayudarle en su carrera: un perfecto regalo de Navidad, envuelto en papel de seda. Publicados por cuenta del autor, la tirada fue de unos cien ejemplares. Los originales son hoy en día objeto de auténtico culto. En el espacio de dos años, Andy y Corkie compartieron seis proyectos, que dieron lugar a dos libros terminados y cuatro manuscritos. El primero, concluido y distribuido en aquel mismo año de 1952, se titulaba Love Is a Pink Cake (El amor es un pastel rosa). Corkie, cuyo nombre figuraba al lado del de Warhol como coautor, había escrito diversos textos en verso, que evocaban relaciones famosas y funestas, en perfecta contradicción con el título elegido, un contraste que aportaba mayor sabor. Andy había dibujado en papel azul Wedgwood a once parejas legendarias, desde Marco Antonio y Cleopatra hasta Romeo y Julieta. Las palabras de Corkie acompañaban a los dibujos a modo de pequeños poemas irónicos y en ocasiones licenciosos. El segundo volumen publicado fue A Is an Alphabet (A es un alfabeto). Se trataba de un alfabeto que representaba animales, pero Andy había creado una serie de personajes humanos por cada una de las especies aludidas: perro dálmata, rana, arenque, nutria, grillo, albatros… «Era una mezcla muy conseguida de inocencia e insolencia, un maridaje absolutamente irresistible, hasta las faltas de ortografía y de impresión eran divertidas, porque uno se preguntaba si no lo habría hecho expresamente. Iba dirigido a un público saturado, que lo había visto todo del Nueva York de la moda y de las agencias de Madison Avenue, y sin embargo caían bajo el hechizo. La gente coleccionaba aquellos libritos. Era una idea muy Warhol, muy acertada. Uno veía hasta qué punto era un espíritu original e inspirado», resumía Stuart Preston.2
Andy había comprendido la necesidad de seducir y lisonjear a aquellas y aquellos que podían hablar de él y procurarle nuevos contratos. Primero les enviaba, por Semana Santa, dibujos de huevos multicolores. Con el paso del tiempo, recibían putti burlones, gatos de colores psicodélicos, zapatos de hada o pasteles hogareños. Había comprendido que aquellos pequeños regalos divertían y hacían que no se olvidaran de él. Los utilizó también para hacer la corte a algunas personalidades que encarnaban su ideal de glamur. Cierto Jerry Zipkin, heredero neoyorquino cuya fortuna procedía del sector inmobiliario, le fascinaba particularmente, pues asistía a todas las veladas y hacía de acompañante admirador —o «walker», como dicen los americanos— de las mujeres más prominentes. Zipkin era el joven más mundano de la ciudad, en su corazón no había espacio más que para el todo Manhattan, pero para Andy eso era lo contrario de un defecto. Lo revestía de las cualidades de las que él carecía cruelmente: una infancia y una juventud doradas, elegancia, ausencia total de preocupaciones económicas, una vida vivida entre las burbujas del champagne. Andy poseía un alma cinematográfica, y la existencia de Zipkin le parecía digna de las películas de Hollywood de las que se había alimentado en Pittsburgh, con el añadido de la sofisticación neoyorquina. Como fino sabueso, se había procurado su dirección y le había enviado dibujos encantadores con la alusión: «Feliz Lunes», «Feliz Martes», «Feliz Miércoles»… Uno por cada día de la semana. Finalmente se conocieron. Pero el hombre que más le obsesionaba de todos era sin duda Truman Capote.
Andy había descubierto su existencia desde su primera estancia en Nueva York, en 1948, cuando Capote, cuatro años mayor que él, acababa de obtener el éxito con su primera novela, Otras voces, otros ámbitos. No era tanto el texto lo que le había llamado de entrada la atención, cuanto la foto de su autor, publicada en la contraportada. «Truman, lánguidamente recostado en un sofá, fijaba en el objetivo unos ojos tan grandes, con una expresión tan provocadora, que parecía no pensar sino en seducir», escribió Gerald Clarke.3 A Andy le había atraído aquel retrato como un imán, y la fulminante notoriedad del joven novelista, requerido de pronto por todas las celebridades, no hizo sino exacerbar su fascinación. Asimismo, se había sentido turbado al descubrir que Joël, el joven protagonista del libro, de doce años, se asemejaba a él, tanto física como moralmente, como dos gotas de agua a su misma edad. Warhol le escribió ya desde la calle Dawson las primeras cartas, pero no recibió respuesta. Una vez instalado en Nueva York, volvió a enviarle cartas y dibujos, proponiéndole hacerle un retrato. Pero Capote no contestaba nunca a las cartas de sus admiradores. Andy perseveró, le mandó ilustraciones de los relatos del escritor, e incluso llegó a plantarse como un centinela delante de su inmueble, con el único objetivo de verlo unos instantes y de seguirlo eventualmente por la calle. Cruzó un nuevo límite al abordar a Nina Capote, madre del autor, mujer alcohólica y nebulosa, casi siempre en busca del siguiente vaso de vino, que le invitó al instante a una copa para tener compañía, tan sola se sentía. Cabe imaginar el susto y el desasosiego de Truman al encontrar a su madre achispada en la sala de estar, en plena conversación con aquel joven que lo acosaba y que tenía el aspecto físico de un pervertido de novela barata, el típico admirador psicópata con gafas de culo de botella. Dominó sus nervios y escuchó pacientemente a Andy mientras este le contaba su vida, pero sus confidencias lo dejaron frío como el mármol, pues aquello que tan bien funcionaba con las redactoras de moda, encontró poca resonancia en Truman. A partir de entonces, el novelista recibía cotidianamente llamadas de teléfono por parte de su adorador, hasta que la señora Capote, en un momento de sobriedad y de lucidez, le pidió que dejara de importunar a su hijo.
Si bien el rechazo hubo de enfriarle los ánimos, Andy decidió presentar sus ilustraciones para las obras de Capote a un marchante, aunque solo fuera por no sentir que había trabajado para nada. Probó con Alexandre Iolas, personaje pintoresco y controvertido, que dirigía la Hugo Gallery. «Lo conocí muy bien, los dos representamos a artistas como Tinguely», recordaba su colega franco-húngara Denise René, cuyo nombre ha quedado indisociablemente unido al de Victor Vasarely. «La gente lo admiraba o lo detestaba, no había término medio. Iolas era de origen griego, un personaje muy llamativo, con sus abrigos de piel, sus joyas, su maquillaje, sus excesos… Se bastaba él solo para formar su orquesta. De sus tiempos de bailarín conservaba una gestualidad muy teatral y hacía gala de su homosexualidad, lo cual era raro en la época y estaba muy mal visto. Pero detrás de aquel histrionismo, de todo aquel plumaje de pavo real, se escondía una pasión por los artistas, a los que defendía de verdad. Yo respetaba mucho su ojo clínico y sus capacidades».4 Iolas quedó convencido por el talento de Andy y decidió organizarle enseguida su primera exposición, del 16 de junio al 3 de julio de 1952. Había seleccionado quince dibujos concebidos para ilustrar los relatos de Truman Capote. No se vendió ninguna de las obras presentadas, pero Andy mereció una crítica positiva en Art Digest. El periodista comparaba su universo con el de Cocteau, al que él admiraba tanto. Pero, por encima de todo, le habían expuesto por primera vez en su vida en Nueva York. La calle Dawson parecía en aquellos momentos a años luz.
Andy vivía en medio de un desorden indescriptible, por lo que cuando Julia fue a visitarlo, acompañada de Paul, se quedó horrorizada al ver la suciedad del apartamento y al descubrir que su hijo pequeño no se alimentaba más que de galletas y refrescos, descuidando así tanto su alimentación como su higiene. ¡Encontró noventa y siete camisas sucias en un armario! Prefería comprar camisas nuevas antes que lavarlas. Ella se puso inmediatamente manos a la obra e hizo limpieza a fondo hasta el último rincón, al tiempo que le preparaba comidas dignas de tal nombre. Pero intuyó que él volvería a sus costumbres desastrosas en cuanto ella se marchara. Por este motivo, muy pronto regresó para quedarse a vivir con él, abandonando Pittsburgh y a su familia. Sus hijos mayores eran independientes, ya no la necesitaban y comprendieron su decisión. En adelante, Andy podría consagrarse a su trabajo, solo que bien alimentado y llevando ropa limpia. Desde entonces ella no vivió más que para apoyarlo y animarlo, a pesar de que, como buena madre rutena, se sintiera preocupada de verle llevar una existencia tan solitaria. Soñaba con encontrarle una esposa perfecta y le hablaba a menudo de ello, pues lo ignoraba todo acerca de su sexualidad. Por otra parte, ella le hacía reír, ambos se entendían a las mil maravillas y habían reencontrado en un instante su complicidad de antaño. Sin embargo, por mucho que Julia fuera una presencia saludable para él, Andy se dio cuenta de que su aspecto físico y su comportamiento de campesina eran incompatibles con el mundo neoyorquino que quería conquistar. Cuando ella asistió con unas babuchas a la inauguración de su exposición en la Hugo Gallery, él calibró hasta qué punto era profunda la discrepancia. A partir de aquel momento, trazó una especie de círculo invisible alrededor de su madre, y el dúo vivió en solitario con sus gatos, pues Andy había adoptado un segundo gatito para que le hiciera compañía al primero. Les seguirían unos cuantos más. El caso de Julia demuestra hasta qué punto la extrema sensibilidad de Andy iba a la par de una inflexibilidad igual de grande. Moralmente, podía ser un ogro intratable.