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CAPÍTULO II ANDY MORNINGSTAR

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La infancia de Andrew, a quien sus allegados llamaban Andy, desarrolló en él una estrategia de supervivencia que condicionaría su vida adulta: anticiparse a todo, incluso a las más negras posibilidades. Una infancia constreñida, minada por la pobreza y la enfermedad. «Soy una flor incolora nacida en un cubo de basura, y a la que solo mi madre se acordó de regar», confió un día entre risas a su amiga São Schlumberger.1 «Una broma a mano armada», habría dicho Sainte-Beuve. El Pittsburgh de los años veinte y treinta era tanto un territorio geográfico como mental, un mundo de callejones sin salida y de ángulos muertos. Los Warhola vivían en cajas de cerillas, respiraban un aire viciado, y Julia se angustiaba de ver a su marido extenuado por la labor, exprimiéndose por ahorrar cada centavo, en un contexto más difícil que nunca. Un año después del nacimiento de su último hijo, el crac bursátil de Wall Street, en octubre de 1929, dio origen a una oleada de despidos sin precedentes por todo el país. Los parados se contaban por millones. En marzo de aquel mismo año, el presidente Herbert Hoover había prometido «un nuevo amanecer», que iba a permitir el acceso a la prosperidad, incluso a los más desposeídos. Y ahora resultaba que, siete meses más tarde, el 24 de octubre, la caída de las cotizaciones generaba un efecto dominó de quiebras y un paro generalizado. Durante los tres años que siguieron, uno de cada cuatro trabajadores norteamericanos perdió su empleo. Algunos recorrían desesperadamente el país entero en busca de un trabajo cualquiera, aunque fuera el más ingrato. La fotógrafa Dorothea Lange realizó una serie de retratos de aquellas familias quebrantadas por los avatares del capitalismo. Fue necesario esperar a la elección del presidente Roosevelt, en 1932, para empezar a recobrar la esperanza. En 1933, desplegó su política del New Deal, un amplio programa de reformas que estimuló el crecimiento económico.

En Pittsburgh, tampoco los Warhola se salvaron, y Andrej perdió también su empleo. Tuvieron que abandonar la casa en la que vivían y alquilar un minúsculo apartamento de dos habitaciones. Andrej se transformó en hombre para todo y Julia se puso a trabajar como mujer de la limpieza. Los tres hermanos dormían en la misma cama y se aseaban en un barreño, por cuanto los sanitarios eran inexistentes, pero sus padres se tomaban como una cuestión de honor que fueran bien alimentados, incluso en los peores momentos. Se criaron entre un padre exhausto y severo, pero siempre justo, y una madre benevolente y exaltada, que a la mínima volvía a sumirse en sus recuerdos. Revivía una y otra vez sus amarguras del pasado, lo cual la ayudaba a sobrellevar la tristeza y los problemas cotidianos, y les cantaba baladas tradicionales que partían el corazón. En cuanto disponía de un poco de tiempo, Julia ideaba composiciones florales con latas de conserva vacías, que guardaba como un tesoro. Luego intentaba venderlas, puerta a puerta, con el fin de llegar sin tantos apuros a fin de mes. Podía recorrer kilómetros a pie antes de vender una, ya que, en aquellos años de depresión económica, un gasto como aquel no era una prioridad para las amas de casa, que tenían que hacer malabarismos con el último centavo. Pero ella no se permitía el desánimo y continuaba su camino con la esperanza de hacer más llevadera la existencia. Unos cuantos años más tarde, Andy afirmó que aquellas creaciones le inspiraron sus famosas pinturas de latas de conserva, que le valdrían la gloria.

Sus hermanos mayores hacían cuanto podían para ayudar a sus padres, repartiendo periódicos, carbón y hielo a domicilio. Paul y John eran luchadores, tenían resistencia, raramente se dejaban vencer por el abatimiento, mientras que a Andy, tímido y reservado, todo le daba miedo. Los dos hermanos mayores eran los clásicos jóvenes viriles y no siempre comprendían las reacciones de su hermano pequeño, por lo que las peleas eran frecuentes. Con cuatro años de edad, en su primer día en la escuela infantil, una niña pequeña pegó a Andy, y este estuvo un año sin querer volver a la escuela. Prefería quedarse en casa con su madre, siempre dispuesta a ceder a sus deseos. El ambiente familiar de los Warhola era más bien triste y austero, pero el mundo exterior le parecía aún peor a Andy. ¿Acaso sus hermanos no sufrían en la calle la intimidación y extorsión de los hijos de inmigrantes irlandeses e italianos, durante el camino de vuelta del colegio? Pero ellos preferían pelear, antes que rendirse, la valentía era la única alternativa válida para Paul y John. Fue durante esta época cuando Andy, aquel niño angustiado y pesimista, se apegó con pasión a su madre, hasta el punto de encerrarse ambos en una prisión afectiva.

En 1934, Andrej, que había ahorrado pacientemente cada dólar desde su llegada a Norteamérica, pudo pagar al contado una pequeña casa de ladrillo en un barrio menos sórdido, South Oakland, en el número 3252 de Dawson Street. Los padres dormían en el comedor y los tres hermanos en la buhardilla, lo cual les permitía alquilar las dos habitaciones y el baño del primer piso. En 1932, Andrej pasaba de un empleo manual a otro, pero la vida se había vuelto menos áspera para toda la familia, puesto que se habían convertido en propietarios y percibían el alquiler de sus inquilinos. Disponían además de un pequeño huerto, del que Julia se ocupaba con el mayor esmero. Las verduras que cultivaba en él representaban un ahorro siempre bienvenido, y cocinaba buenos platos con ellas. Dos años más tarde, el pequeño Andy contrajo la escarlatina. De aquella «fiebre escarlata», le quedó para toda la vida la herencia de una nariz roja. Durante el resto de su infancia fue motivo de grandes burlas entre los demás niños y que se convirtió para él en una fuente de tortura interior, que le llevó a desarrollar un profundo sentimiento de inferioridad. Mientras tanto, no sin copiosos gritos y llantos, había vuelto a ir a la escuela, donde se mostró siempre como un alumno estudioso y aplicado. Andy destacaba en cuanto cogía un lápiz para dibujar, pero tenía más dificultades con el inglés, por cuanto en casa sus padres solo hablaban rusino. Le costó por este motivo progresar en la lengua de su país de adopción.

Si Andrej la hablaba más o menos correctamente por resultarle imprescindible para trabajar, no había peligro de que Julia mejorara mucho su inglés, pues se desenvolvía en un círculo cerrado formado por los miembros de su familia, exiliados ellos también en la región. Hermanos, hermanas, primos, tíos y tías se reunían con la mayor regularidad posible, en una atmósfera ruidosa y alegremente rutena que recordaba a la de Miková. Andy no guardaba solo buenos recuerdos de todo ello. En abril de 1983, con cincuenta y cuatro años, confiaba a su diario íntimo un episodio revelador.2 Cierto día en que habían ido a visitar a una hermana de su madre, que vivía en el barrio norte de la ciudad, la anfitriona había recibido también la visita de una anciana desdentada a la que había servido un cuenco de sopa. Como la señora no se lo terminó, la tía se lo dio a su joven sobrino, quien tuvo que apurarlo ante la mirada de los demás, pues tirar comida era algo impensable. Durante su edad adulta, Warhol detestaba el más mínimo contacto físico, prefería comer solo en casa, antes que encontrarse con amigos en un restaurante, ya que la mera idea de unos cubiertos sospechosos le repugnaba. Ello alcanzó mayores proporciones con la aparición del sida. Andy desplegó entonces un acervo de inventiva para no beber nunca de una taza de café que hubiera sido utilizada por otras personas, aunque la hubieran fregado.

La religión dirigía la vida de la familia Warhola. Ben-decían la mesa antes de cada comida y no se acostaban sin rezar. El domingo, antes de respetar un descanso absoluto, asistían todos juntos a misa en una pequeña iglesia con las paredes recubiertas de iconos. Aquellos bellos rostros bizantinos de santos y arcángeles, de apóstoles y mártires, alineados y colgados muy pegados unos a otros, inspirarían a Andy sus retratos en serigrafía. ¿No decían en China los pintores de estampas que el viento del pasado soplaba a través de sus pinceles? No tan solo en sus obras sopló este viento, ya que Andy Warhol, durante toda su vida, siguió asistiendo regularmente a la iglesia cada domingo. Cuando ya se había convertido en un artista famoso, se llevaba los domingos a misa un bote vacío de mantequilla de cacahuetes, que llenaba de agua bendita con el fin de purificar cada una de las habitaciones de su domicilio neoyorquino. De niño, Andy era tan piadoso, que su hermano Paul pensaba que quizás estuviera llamado al sacerdocio. En familia, o en compañía de los demás niños del vecindario, también era capaz de mostrarse como un chico alegre y bromista. Y le encantaba jugar con su perrita Lucy. Este último detalle no carece de importancia, y es que, hasta su muerte, siempre se sintió más cercano a sus gatos y perros que a los seres humanos.

Ahora que la vida de la familia había entrado en un período de mayor calma, un nuevo infortunio trastornó a Julia cuando Andy cayó gravemente enfermo, a la edad de ocho años, aquejado del mal de San Vito (denominación obsoleta, hoy en día sustituida por la de corea de Sydenham). Se trataba de una infección del sistema nervioso central, que podía afectar a niños de entre cinco y quince años, y se caracterizaba por accesos de fiebre, movimientos espasmódicos e incontrolables de las extremidades, y por un reumatismo articular agudo. En el colegio, las manos le temblaban de tal modo, que los demás alumnos se burlaban sin miramientos de él. Andy sufría por falta de atención, pero también por algo más serio como era una gran inestabilidad emocional. En junio de 1981, anotaba en su diario3 que en aquella época había sido también víctima de vacíos de memoria. Aquella patología tuvo repercusiones muy graves, ya que provocó en él despigmentación de la piel y caída precoz del cabello. La corea de Sydenham se cura merced a la penicilina, pero esta no entró en circulación hasta 1941, es decir, varios años más tarde. En 1935, había que esperar con paciencia hasta que la infección desapareciera tal y como había venido. Julia se volvía loca de preocupación con él, pues Andy era un niño frágil y enclenque, contrariamente a sus hermanos. No en balde, bastante antes de contraer la escarlatina y la corea de Sydenham, se había roto un brazo al caer entre los raíles de un tranvía, a la edad de cuatro años. El hueso se había soldado torcido, y había sido necesario volver a romperlo para recomponerlo en su posición original.

Andy se había convertido en la víctima propiciatoria de su clase, y consiguió convencer a su madre para que le dejara quedarse con ella en casa. Él la llamaba «Matsuka» y ella a él «Andek». Matsuka y Andek eran más que nunca inseparables. Él la ayudaba en el huerto, la miraba cocinar, reían, nada les gustaba más que dibujar y pintar juntos, sobre todo gatos. La locuaz Julia le contaba historias del tiempo pasado, no dejaba nunca de evocarle a su pobre hermanita muerta, la Primera Guerra Mundial en Miková y otros tantos temas caros a aquella «Drama Queen» rutena. Andrej se exilió con los chicos mayores, a la habitación de estos, a fin de dejarle el campo libre a Andy, que dormía con su madre. Ella velaba por él día y noche, le aterraba la idea de que también él pudiera morir, como su hijita pequeña. Julia le compraba cuadernos y scrapbooks (álbumes de recortes), lápices y pinturas, tijeras y botes de cola. Andy dibujaba, montaba collages y, cuando pidió un proyector para ver dibujos animados, ella fue a limpiar a más casas para poder regalárselo, porque la regla era no tocar el dinero del hogar. Andy la recompensaba con dibujos de los personajes con los que acababa de disfrutar en la pantalla: sus primeros retratos. Aprendió a manejar también la máquina de fotos de la familia. La cama se convirtió en una maravillosa balsa salvavidas, en la que podía refugiarse a la menor alarma. Durante su edad adulta, Warhol fue famoso por sus cuatro estudios, todos ellos llamados «Factory», en los cuales, rodeado y asistido por sus ayudantes, se entregaba a sus diversas actividades artísticas: pintura, fotografía, rodaje de películas, creación de una revista. En 2016, la ensayista Olivia Laing propuso la siguiente tesis: el dormitorio de Dawson Street había sido su primer taller, su primera Factory. El pequeño Andek expresó en él toda su creatividad naciente, con su Matsuka a su lado como única y exclusiva ayudante.

Su pasión por el cine nació en su dormitorio-taller, donde leía las revistas especializadas que le traía su madre. Iba a ver una película todas las semanas, los sábados. Andy huía de una realidad insatisfactoria imbuyéndose de la vida de las estrellas cinematográficas, cuyas fotos recortaba y coleccionaba como un tesoro, y frecuentando las salas de cine. Hollywood se convirtió en su colegio y en el antídoto a las constricciones de su vida cotidiana; un refugio para olvidar Pittsburgh y su enfermedad. Se sentía vibrar, como si viviera una vida más intensa. Cada semana esperaba con impaciencia la hora de salir para ir al cine. En él se ofrecía todo un espectáculo recreativo que duraba dos horas y que constaba de un aperitivo musical, una representación escénica, un cortometraje cómico, un reportaje de actualidad y un largometraje, sin olvidar las fotos de promoción de los intérpretes principales, que pasaban a integrar su preciada colección. Andy no se perdía nada. Se evadía así de un mundo estrecho y cruel, para visitar palacios, regiones exóticas y épocas idealizadas. Concibió una pasión por la belleza física y la elegancia teatral de las mujeres, tal y como se las representaban los estudios californianos. Ello incluía pestañas postizas, satén, zorro blanco y diamantes por doquier. «Andy poseía un conocimiento enciclopédico del trabajo de los grandes modistos», recordaba su amiga Ultra Violet. «En plenos años sesenta era todavía capaz de recordar hasta el más mínimo detalle lo que llevaban Marlene Dietrich, Joan Crawford o Hedy Lamarr en películas de los años treinta y cuarenta. “Deberías quedarte con este modelo”, me decía, “Loretta Young o Jeanette MacDonald llevaban el mismo y a ti te sentaría estupendamente”. Sentía pasión por Adrian, que había vestido a Garbo, su icono. Andy me hizo una lista de todas las películas que había que ver solo por sus guardarropas, y si un cine de barrio las reponía, allí se iba de cabeza. Algunas eran mediocres, pero el diseñador de vestuario había hecho maravillas. “Es una birria de película, pero Merle Oberon está tan divina y tan chic... Ve, te dará ideas…».4

Sus sueños de celuloide no tenían fin: Andy se pasaba horas leyendo revistas que hablaban de rivalidades entre actrices, de intrigas novelescas y de chismes diversos y variados. La piadosa Julia, que no entendía inglés, no tenía ni idea de lo que contenían aquellas páginas. Salvo por raras excepciones, las revistas y las películas no solían abordar la realidad económica y social de aquellos tiempos de crisis, y cuando un director se arriesgaba a hacerlo, como en el caso de King Vidor con El pan nuestro de cada día (1934), que narraba la vida de una pareja de desempleados, el público desertaba de las salas. Al igual que Andy, los espectadores norteamericanos querían soñar. La amenaza de la pauperización no podía competir con Fred Astaire y Ginger Rogers, que afrontaban los problemas bailando de tiros largos, con frac y vestido de noche.

Toda su vida Warhol recordó que su película favorita había sido y seguía siendo Alicia en el país de las maravillas, en la versión de 1933, la de Norman McLeod, que había visto en su infancia, protagonizada por Gary Cooper como el Caballero Blanco y Cary Grant como la falsa tortuga. Andy se imaginaba entonces como la heroína, que podía pasar al otro lado del espejo, donde todo era puro exceso; The Silver Factory («La Fábrica Plateada»), su primer estudio, podía compararse con tomar el té con el Sombrerero Loco: Andy podía adoptar alternativamente el papel del Sombrerero, de Alicia o de la malvada Reina de Corazones, que ordenaba decapitaciones según su humor del momento. Por norma general, se identificaba sobre todo con niñas y adolescentes. Tenía también debilidad por El mago de Oz (1939) y por Su última diablura (Three Smart Girls Grow Up, 1939), con Deanna Durbin, vedette de comedias musicales. Pero su actriz favorita, aquella a la que rendía verdadero culto, fue sin duda Shirley Temple. A partir de 1934, esta niñita de cuatro años representó, en una sucesión de películas exitosas, el papel de huérfana encantadora y valerosa en busca de familia. Una niña necesitada de protección y afecto con la que Andy se identificaba profundamente. Él la imitaba, copiaba su entonación y sus gestos. Ya adulto, sorprendía a veces a su entorno reapropiándose de aquella gestualidad tan característica y representando de memoria escenas de La simpática huerfanita (Curly Top, 1935), Heidi (1937) o La pequeña princesita (1939). «Un día, Andy se puso a imitar para mí a Shirley Temple, cantando y bailando con Bill “Bojangles” Robinson, no me lo podía creer», recordaba Stuart Preston.5 «Era torpe, pero se puso tan alegre, como pocas veces lo había visto, hasta el punto de que ante mis ojos no tenía ya a un adulto con peluca, sino a un niño pequeño que creía ser Shirley Temple, como si se hubiera equivocado de cuerpo». La admiraba tanto, que le escribió pidiéndole su autógrafo, y cuando lo recibió por correo en su casa de Dawson Street, Andek se sintió tan feliz como nunca en toda su vida.

Lejos de ser una afición pasajera, su pasión por el cine no flaqueó jamás a lo largo de los años. Warhol dirigió y produjo numerosas películas, fundó una revista enteramente dedicada al séptimo arte y buscó la compañía de actrices y actores famosos. Si descendemos a un nivel más profundo, podría decirse que su enfermedad, vinculada con todas estas películas y lecturas, provocó en él lo que los psicoanalistas definen como «un caso de autoengendramiento». Se trata de un renacer por el mero poder de la imaginación, de una construcción de lo que Freud llamaba «la novela familiar de los neuróticos». Andy dejaba así de ser un Warhola, el hijo de Andrej, para poner en escena situaciones en las que reemplazaba a sus padres por seres carismáticos, admirados por todos, infinitamente más halagadores para él que los modelos originales. Había elegido además un apellido nuevo para sí, según anota en su diario, en octubre de 1984:6 Andy Morningstar (Andy «Estrella de la Mañana»). Nada le parecía tan bonito como aquel patronímico de ficción. En sus fantasías, podía prescindir de sus hermanos e imaginarse Shirley Temple en La pobre niña rica (1936), todo era posible. Y el pobre Andrej dejaba su plaza al ventrílocuo Edgar Bergen, al que admiraba mucho, mientras que su Matsuka, con delantal de flores y babuchas, adoptaba los rasgos de Greta Garbo o de Paulette Goddard, quien se convertiría decenios más tarde en amiga y en una desconcertante madre de sustitución, dos años después de la muerte de Julia. Para Andy, el glamur fue tanto un veneno, como un arma y una varita mágica.

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