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CAPÍTULO I ÚNICAMENTE EXISTEN DOS MALES REALES: LA ENFERMEDAD Y LA POBREZA

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Tras la muerte de su madre, Julia, en 1972, Andy Warhol afirmaba que estaba como una rosa cuando alguien le preguntaba por la anciana. «Se encuentra muy bien, gracias, pero está un poco cansada y no sale de casa». Este comportamiento no puede por menos de hacernos pensar en el personaje de Norman Bates, de Psicosis, la película de Alfred Hitchcock. Bates, que padece de un trastorno disociativo de la personalidad, ama de tal forma a su madre, que finge que sigue viva y conserva preciadamente su cadáver momificado y vestido en el sótano de la casa junto a su motel. ¿Qué sucedía en el caso de Andy? ¿Se trataba de una inhibición de autodefensa? ¿De un modo patológico de llevar el duelo? ¿Padecía él también de un trastorno disociativo? ¿O era un subterfugio para desembarazarse de los inoportunos, para escabullirse con el pretexto de tener que volver a casa para ocuparse de ella…? Un rasgo de humor muy Warhol. Llegaba al extremo de comprarle vestidos en las tiendas elegantes de Nueva York, cuando llevaba años muerta y enterrada. «¡Supongo que debía ponérselos él en casa, en secreto!», sugiere Ultra Violet. «Encajaría con su personalidad, quién sabe».1 Caben todas las hipótesis. Pero, ¿no podría verse en su actitud simplemente una incapacidad para expresar en voz alta la muerte del ser que más contó para él en su vida? «No hay que olvidar que Julia había ocupado el centro de la existencia de Andy. Su papel era primordial y, con su desaparición, él debía de sentirse vulnerable, completamente desamparado. Muchos homosexuales adoran a su madre, pero ¿cuántos de ellos mienten acerca de su muerte? Hasta donde yo sé, él es el único», explica John Richardson.2

Julia Warhola y su hijo pequeño formaron un águila de dos cabezas desde la infancia de Andy. En él influyeron las historias que ella le contaba acerca de su país de origen y de su juventud, así como una sensibilidad incontrolable que incidía en lo patético y lo lacrimógeno. La amable e implacable Julia alternaba los registros, dulzura y crueldad, abismos y cimas; el ángel del hogar se sumergía gustoso en el caldo de los recuerdos. Nada era inconfesable para ella, incluso delante de un niño pequeño e impresionable. Ella remendaba una y otra vez el pasado, sin preocuparse jamás por asentar las bases de una paz salutífera para su progenitura. «Yo decía de Andy que era mi pequeño vampiro de los Cárpatos, pues su familia procedía de esa región del mundo», recordaba su amiga São Schlumberger.3 Y más exactamente del pueblo de Miková, situado en la actual República de Eslovaquia, no lejos de la frontera polaca, en Europa central. Sus padres formaban parte de la minoría rutena. Hablaban el rusino, que mezclaba varias lenguas y dialectos, eran cristianos pertenecientes a la Iglesia Ortodoxa de Constantinopla y vivían en la más extrema pobreza. Esta comunidad de campesinos austeros y piadosos sobreviviría, más que vivir, al yugo de diferentes déspotas a lo largo del tiempo, desde el Imperio austrohúngaro hasta la dictadura soviética. Una existencia ligada al ritmo de las estaciones y a la agricultura, a la falta de comodidades y a la ausencia de higiene. «Únicamente existen dos males reales: la enfermedad y la pobreza», escribía el príncipe de Ligne en el siglo XVIII, y este pensamiento habría podido ser la divisa de aquellas poblaciones rutenas. Granjeros y pastores en su mayor parte, no sabían leer ni escribir, y sus únicos consuelos eran la oración y alguna fiesta campesina, de vez en cuando, para celebrar un casamiento o el fin de la cosecha.

Los padres de Andy nacieron en Miková: Andrej Warhola en 1889 y Julia Zavacky en 1892. A la edad de dieciséis o diecisiete años, Andrej emigró a Estados Unidos, para instalarse en Pittsburgh, en la cuenca hullera de Norteamérica, con la esperanza de ahorrar y volver a su tierra con el fin de formar una familia. Eran muchos los que intentaban la aventura, en unas condiciones espantosas. Después de llegar a pie hasta el puerto más cercano y cruzar el océano en barco, hacinados en dormitorios insalubres, debían hacer frente a los servicios de inmigración de Ellis Island. A la menor señal de indisposición, eran puestos en cuarentena. Algunos eran devueltos para siempre a su país de origen. El lugar tenía bien merecido su sobrenombre de «Isla de las Lágrimas». Andrej consiguió llegar hasta Pittsburgh, cuyas acerías trabajaban día y noche. La descripción de la vida cotidiana de aquellos hombres ofrece la medida de su fuerza de carácter: condiciones de trabajo inhumanas, salarios de miseria, promiscuidad, contacto con prostitutas portadoras de enfermedades venéreas. Con la única esperanza de pensar que cada centavo ahorrado pudiera servir para obtener la mano de una joven de su tierra.

Al cabo de dos años, Andrej regresó a Miková con la intención de casarse. Fue entonces cuando se reencontró con Julia, de dieciséis años de edad, una adolescente considerada guapa, llena de vida y «artista»: pintaba los objetos cotidianos para hacerlos más bonitos, esculpía estatuillas y cantaba de maravilla. Andrej había sido paje de boda de su hermano, las familias se conocían desde siempre. Rendido a sus encantos, hizo la petición. Él era bien parecido, agradable, estaba dispuesto a todos los sacrificios, lo animaba una fe profunda y no bebía, una rareza en aquellas regiones en que los alcohólicos pegaban a sus mujeres. Todas sus amigas soñaban con casarse con él, pero Julia lo rechazó de entrada, no tenía ningunas ganas de acabar como su madre: consumida por quince embarazos consecutivos y marcada por la muerte prematura de seis hijos de corta edad. Se ocupaba de sus hermanos y hermanas, del hogar, de las cabras, y con eso ya tenía bastante. Pero su padre, que tenía demasiadas almas a su cargo, le pegó hasta que ella aceptó. La boda, celebrada en 1909, duró tres días, y a Julia le encantaba contarle a Andy los festejos: orquesta cíngara, coronas de flores frescas en el cabello, trajes bordados y alegría general. Una imagen que chocó muy pronto con la realidad: la joven pareja vivió los tres primeros años de su unión bajo el techo de los padres Warhola. Andrej trabajaba en el campo de sol a sol, mientras Julia se sometía a las órdenes de una suegra poco amable, como mandaba la tradición. Cuando él decidió volver a marcharse con destino a Pittsburgh, Julia, que acababa de dar a luz a su primera hija, se quedó en Miková. Él prometió llamarla lo antes posible, en cuanto reuniera dinero suficiente con que vivir los tres. ¿Cómo habrían podido imaginar que su separación iba a durar nueve años?

«En 1985, la comedia musical Los miserables conoció un enorme éxito, desde su estreno, y un día en que hablábamos de este espectáculo y de la novela de Victor Hugo, Andy me dijo: “Cosette era mi madre…”. Su expresión era tan seria, tan triste, que no la he olvidado jamás», recordaba São Schlumberger.4 A decir verdad, los Warhola se comportaban enteramente como los Thénardier con su nuera, a la que trataban peor que a los animales. Ella trabajaba para ellos doce horas al día, y cuando en 1914 dio a luz, se enfurecieron porque era niña. Otra boca más a la que alimentar, otra presencia inútil. Los chicos al menos se marchaban a buscar fortuna. El invierno de 1914 fue particularmente riguroso. La pequeña cogió frío y cayó gravemente enferma. Los Warhola obligaban a Julia a trabajar todos los días en el campo, cuando ella lo que deseaba era permanecer junto a su hija. Sin la ayuda de un médico ni el cuidado de nadie, el bebé murió con seis semanas. ¿Cuántas veces describiría Julia aquella escena a Andy? Un atardecer, al volver a casa agotada y aterida, descubrió el cuerpecito sin vida en la cuna. Al cabo de veinte años, revivía la escena delante de su bebé, entre sollozos y gritando: «¡Mi niña está muerta!».

Julia no encontró ningún consuelo en el seno de su propia familia. Su padre había muerto, y a su hermano más querido lo mataron en la guerra, lo cual llevó a su madre a la tumba en el espacio de un mes. Julia tuvo que ocuparse de sus dos hermanas pequeñas, de seis y nueve años. Resultó que el joven hermano estaba vivo, se trataba de una noticia falsa, pero el mal estaba hecho. Maltratada por sus suegros, lejos de su marido, con la carga del cuidado de dos huérfanas y pasando por el duelo por su primera hija, Julia vivía además bajo el terror de los combates, de una gran violencia en la región. A menudo tenía que ir a esconderse con las niñas en los bosques vecinos, durante días enteros. Las mujeres solas eran víctimas de violaciones, era algo por todos sabido. ¿Qué sentiría al descubrir la casa de su familia completamente quemada? Andy escuchó decenas de veces a Julia contar las desgracias de su juventud, ella no se cansaba nunca. «Es peligroso dejarse llevar por la voluptuosidad de las lágrimas: te arrebata el ánimo e incluso la voluntad de sanar», apuntaba Henri-Frédéric Amiel en su Diario, el 10 de febrero de 1846.

Julia decidió trabajar para su párroco, lo cual le permitió sacar adelante a sus hermanas, de las que los Warhola se negaban a ocuparse. Esperaba en vano noticias de su marido, quien sin embargo le envió en varias ocasiones dinero para sufragar su viaje a Estados Unidos: un dinero que ella no recibió jamás. En 1921, terminó por pedirle prestada al párroco la suma necesaria y confió a las dos pequeñas a unos parientes, antes de ir a reunirse con Andrej en Pittsburgh. Tras un periplo largo y lleno de dificultades, se reencontraron por fin, pero la Norteamérica obrera, en aquellos comienzos de los años veinte, era apenas menos inhospitalaria que Miková y sus alrededores, que contaban al menos con el beneficio de ofrecer una naturaleza inmaculada, preservada de la suciedad del mundo industrial. En Pittsburgh, la contaminación era tal, que las farolas permanecían encendidas todo el día, por cuanto la luz del sol prácticamente no llegaba a la calle. Los obreros se hacinaban con sus familias en habitaciones sórdidas, cuyas condiciones sanitarias eran deplorables; vivían en verdaderos cuchitriles. Su experiencia recordaba la novela Norte y sur (1855), en que Elizabeth Gaskell evocaba el «Black Country» de las fábricas de Mánchester en el transcurso de la segunda mitad del siglo XIX en Inglaterra: un universo miserable y brutal en el que los patronos explotan a sus empleados, seres oprimidos y recambiables. En Norteamérica, por aquellas fechas, el rendimiento industrial se basaba más que nunca en una productividad vinculada con la racionalización de las tareas y en relaciones de trabajo fundamentadas en la autoridad, que sacrificaba a los obreros. A partir de 1920, el gobierno Harding había tomado oficialmente posición a favor de la patronal, hasta el punto de que el número de sindicados cayó de cinco millones en 1920 a tres millones y medio en 1929. No obstante, el discreto Andrej no sintió nunca que todas aquellas luchas fueran con él, pues no tenía sino un único deseo: hacerse invisible y fundirse en la masa.

En aquel mismo año de 1921, en el momento en que Julia descubría su nuevo país, la economía norteamericana sufrió una fuerte depresión, provocada por un descenso rápido de las exportaciones. La crisis golpeó de lleno a la industria del automóvil, indisociable de las grandes acerías de Pittsburgh. A partir de 1921, el aumento de la producción europea había liberado prácticamente a la vieja Europa de su dependencia con respecto al Nuevo Mundo. Se cernía la amenaza del paro, Andrej lo sabía, y el constante aflujo de recién llegados redundaba en la precariedad de su día a día. Había que apretar los dientes y no hacerse ver. No cabía esperar ningún tipo de ayuda de las sucesivas oleadas de inmigrantes, el «sálvese quien pueda» era la única regla en vigor, y los últimos en llegar eran los más marginados. Los Warhola inspiraban apenas menos compasión que los negros de los estados del sur y que los blancos más desfavorecidos de los Apalaches, sumidos en una terrible pobreza. Pero Andrej había progresado en la jerarquía, había dejado las minas de carbón para hacerse obrero de la construcción, una condición que lo llevó a viajar a través de Estados Unidos de una obra a otra.

La pareja de jóvenes casados, ya no tan jóvenes (tenían 32 y 29 años en el momento de su reencuentro), amplió la familia lo más rápidamente posible, por cuanto su primer hijo, Paul, nació en junio de 1922, seguido de un segundo, John, en mayo de 1925. En la habitación de sus padres en Pittsburgh, nació Andrew Warhola el 6 de agosto de 1928, bajo el signo de Leo. «Soy Pez-Gato»,5 respondió a un periodista que le había preguntado, unos meses antes de su muerte, cuál era su signo del zodíaco.

Andy Warhol

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