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1. Secretos en el cajón de la vieja cómoda. El legajo

Ya era tarde para marcharme.

Odiaba la monotonía del lugar y detestaba el momento en el que me encontraba. No esperaba, precisamente, aventura y entretenimiento, sino aburrimiento y apatía.

Mi madre había muerto hacía unos días y, para gestionar algunos asuntos pendientes, tuve que desplazarme a donde ella nació. Allí había transcurrido buena parte de su vida.

Era un sobrio pueblo castellano, ubicado en una llanura seca y árida, de fríos inviernos y sofocantes veranos, donde unas pocas casas, ahora casi todas ellas vacías, se alinean en torno a la carretera que cruza y poco más. Sus secos campos hace mucho tiempo que no se labran. Antiguamente, recuerdo, había mucha actividad, pero ahora todo en ese pueblo es abandono.

De ese lugar, originariamente, era toda mi familia. Las pocas tierras y propiedades que mis padres habían tenido fueron las que, en ese pueblo, la transmisión familiar les había dejado. Pequeñas parcelas que antaño se cultivaban: «suertes», como aún allí las llaman, por haber sido sorteadas y repartidas entre los hermanos cuando sus padres fallecían.

Allí fui, en un viaje inesperado, aunque necesario.

Cuando te diriges hacia él en coche, la emergente y sobria torre de su iglesia se divisa en la distancia, indicando donde se levanta el pueblo. «¡Hacia ahí voy!», piensas. Casi no hace falta ni mirar la larga y vacía carretera comarcal para conducir por ella; solamente pones rumbo a la torre de la iglesia y ya está: ¡llegas!

Aquel pueblo pequeño, ahora vacío, me traía muchos buenos recuerdos. Los tiempos de mi niñez, ya casi olvidados, los fui rememorando mientras transitaba por sus silenciosas calles y me acercaba a la ahora vacía casa de mi madre.

Aquella vieja casa, que primero fue de mis abuelos, era la única propiedad familiar que yo recordaba. En ella pasé muchos veranos de mi infancia.

Cuando terminaba el colegio, a finales de mayo, mis padres me mandaban al pueblo en el destartalado coche de línea que hasta él llegaba y allí, feliz, me quedaba a pasar el verano con mi abuela hasta finales de septiembre. En octubre comenzaba nuevamente el curso y, a regañadientes, tenía que regresar a la capital.

La de mi abuela era una sólida casa de dos plantas construida de piedra, un material que por la zona abundaba. Frente a ella, se abría una amplia plaza que tenía un abrevadero y un pozo. A mí, de niño, me parecía la mejor casa del pueblo. ¡Qué bien lo pasaba allí!

Se entraba por una maciza puerta de madera. Recordaba que tenía una aldaba de hierro con la forma de una mano sujetando una gran bola, como si fuese una pelota. A mí me gustaba llamar:

—¡Pum, pum, pum…! —golpeaba.

«Inocentes travesuras de chiquillo», pienso ahora.

Tres golpes secos era lo habitual para pedir que abriesen la puerta o, de estar abierta, avisar de que se pretendía entrar.

Mi abuela se asomaba al balcón para ver quién era o preguntaba desde dentro:

—¿Quién es?

Pero no había respuesta. Se enfadaba cuando comprobaba que había sido yo.

—¡Niñoooo! —decía—. ¡Cuando sea verdad, no lo voy a creer!

Mis carcajadas la enervaban aún más.

Nada más traspasar la puerta, se accedía a un portal enlosado de granito. Silencioso, umbrío y oscuro para mantenerlo fresco, no tenía más luz que la que podía entrar por la entornada puerta. ¡Qué fresquito se estaba! Recuerdo la sensación de frescor que me producía aquel portal en aquellos tórridos días de verano, cuando fuera hacía los frecuentes 40º de la llanura castellana.

Al fondo, en la penumbra del portal, se divisaban dos puertas: una, a la izquierda, daba acceso a una gran cocina con una enorme chimenea de leña. Al entrar, en una cantarera de madera arrimada a la pared, había tres cántaras de barro cocido con las iniciales de mi abuela esmaltadas. En ellas se guardaba el agua para consumir a diario. Al fondo se encontraba la lumbre baja, que en verano no se prendía; y a la derecha de la estancia, en una ventana que daba al patio con una persiana de cañas siempre bajada, se mantenía, al fresco de la corriente, un botijo. ¡Qué fresquita estaba el agua de aquel botijo! Siempre que entraba a la casa, iba derecho a beber. Tenía el pitorro tapado con un palito afilado, sujeto por un bramante a su redondo agarradero, y en su boca, por donde se llenaba, llevaba una tapilla de hilo tejida a ganchillo, que permitía entrar el aire pero no a los «bichos». Eso decía la abuela.

—¡Está prohibido chupar del pitorro! — Eran sus órdenes.

—¡No bebas a morro! —decía—. ¡Tienes que beber «a galgo»!

¡Qué recuerdos! ¡Qué feliz era en aquella época!

Por la otra puerta, la de la derecha al fondo del portal, se entraba un patio enjalbegado de blanco y con un zócalo azul añil. Recuerdo el zumbido de las moscas: «¡bu, uu, uu, uu…!» ¡Uy! ¡Cuántas moscas había! ¡Y qué pesadas eran!

En el centro había un pozo que tenía en su brocal un arco de hierro forjado y, en el centro, una garrucha por la que pasaba la larga soga, que mantenía atado el cubo metálico con el que se sacaba el agua. A mí me gustaba lanzar el cubo al pozo e izarlo después, chorreando el agua que volvía chapoteando a la profunda oscuridad.

—¡No te arrimes al pozo! —me gritaba mi abuela, temerosa porque me cayese—. ¿Es que no sabes que ahí dentro está el Zarampón y te puede enganchar con sus uñas?

Yo, como siempre, respondía con risas.

—Además, es «agua gorda» y solo sirve para fregar o lavar —decía la abuela —. ¡No es para beber!

—¿Agua gorda? —me preguntaba.

Miraba y miraba la que sacaba en el cubo, pero yo siempre la veía igual. Solamente mi cara se reflejaba. No sabía qué significaba eso de «agua gorda». Después supe que el calificativo determinaba el grado de potabilidad que tenía.

Al fondo del patio, bajo un porche con parra, había un fogón con un infiernillo de petróleo. Era de esos con una extraña mecha que parecía un trozo de la manga de un jersey, que se subía o bajaba con una ruedecilla para aumentar o disminuir la llama y que se alimentaba con el petróleo que contenía un recipiente de vidrio adosado a un lateral. Recuerdo ver a mi abuela, en los calurosos días de verano, cocinando en él, a la sombra de ese porche… y, ¡bu, uu, uu, uu…!, las insufribles moscas.

En el portal, por su lado izquierdo, había una escalera que daba acceso a la planta superior. En ella se ubicaban los dormitorios; también el mío. Mi habitación era un cuarto enjalbegado con una cama de níquel que a mí me parecía enorme. Tenía un balcón con sólidas contraventanas de madera que mi abuela abría de par en par para que el sol de la mañana entrase a saludarme.

—¡Arriba, que ya son horas…! —decía—. ¡Hay que levantarse, que al que madruga, Dios le ayuda!

Los vendedores ambulantes voceaban sus mercancías por la calle:

—¡Espárragos y cardillos, ricos conejos de esta noche!

Otros, su servicio:

—¡El afiladoooooor! ¡Fruiiiiiiiii, fruiraaaaa! —haciendo sonar su chiflo característico.

Sus voces y sonidos eran mi despertador. Me levantaba de un salto, me asomaba al balcón y miraba desde su balaustrada para adivinar si el día me depararía una nueva jornada de juegos y aventura con mis amigos.

Al bajar a la cocina ya me estaba esperando la abuela con un buen tazón lleno de café con leche, repleto de pan ensopado. Me lo tomaba deprisa… ¡y a correr! Ya mi pandilla debería de andar por la plaza.

—¡Anda, hoy es domingo! —me sorprendía algún día. Y no lo sabía por haber mirado el calendario que colgaba en la cocina. Lo sabía porque, al bajar, me encontraba con los churros calentitos ensartados en un junco del río que la abuela había bajado a comprar a la plaza del pueblo, antes de que me levantase.

Al lado derecho del portal, una puerta de cristalera con visillos bordados de flores multicolores y pasamanería de ganchillo daba paso al comedor, como entonces se denominaba a esa estancia, aunque casi nunca se comía en él. Allí dentro había un aparador con dos puertas, una a cada lado del frontal, y en ellas, talladas en su negra madera, unas barbudas cabezas enfrentadas de guerreros con casco y penacho. En el centro del sólido mueble, entre las barrocas puertas, tres cajones cerrados con una llave.

Mi abuela me lo tenía advertido:

—¡Ese aparador no se abre!, ¿entendido?

Eso despertaba aún más mi curiosidad y, en mi rebeldía infantil, alguna vez intenté incumplir aquella orden. No lo conseguí. Mi abuela, consciente de mi actitud traviesa, guardaba el llavín en algún lugar para mí desconocido. Y así quedó ignorado el misterioso enigma del aparador con cabezas de guerreros barbudos.

En el centro, una mesa de madera maciza del mismo estilo acogía seis sillas. Sus respaldos también tenían tallas parecidas. Reproducían las mismas cabezas de guerreros con casco militar de alguna época pasada y sus patas, también talladas, terminaban en forma de garras recogidas de algún felino. A mí esas barbudas figuras me producían cierto respeto.

También había un diván; de esos que llamaban cheslon y frente a él, una de esas mesas camillas con faldas verdes que, en invierno, cobijaba bajo ellas un brasero de ascuas de carbón y picón protegido con una alambrera. Próximo a la ventana, un sillón de mimbre con dos mullidos cojines era el lugar de recogimiento donde, en silencio, a mi padre le gustaba leer.

Después de comer, recuerdo ver a mi padre, con la habitación en penumbra, dormir plácidas siestas en ese sofá. La ventana, abierta, con la persiana verde de lamas de madera bajada para que «no entrase el calor», decían, mantenía el ambiente fresco. Se estaba bien allí en aquellos calurosos días de verano.

—¡Niño, a callar, que padre está durmiendo! —me advertía mi abuela—. Tú súbete un poquito a dormir también, que ahora hace mucho calor…, y si no, ala…, ¡a la calle!

A esas horas del mediodía en la calle no había nadie. El sol «derretía los sesos», se decía. Me subía a la habitación a releer mis tebeos del Guerrero del antifaz o del Capitán Trueno y a esperar a que refrescara para jugar a las canicas con mis amigos en la calle.

¡Qué agradables recuerdos me traen aquellos tiempos!

A la caída de la tarde, me divertía ver cómo abrevaban las caballerías: caballos, mulas, burros y algunas veces gigantescos bueyes, con unos enormes cuernos y grandes cencerros.

—¡Tolón, tolón…! —sonaban mientras bebían, moviendo sus cabezas en baldío intento de espantar las insistentes moscas verdes que se posaban en sus lomos.

Si estaba dentro, el sonido de sus cencerros me avisaba, y al oírlos salía a verlos. ¡Eran tan grandes…!

El gañan que conducía la recua, valiéndose de onomatopeyas y silbidos, animaba a sus animales a acercarse a las piletas y beber:

—¡Aleee!, aleee!, ¡fuiuuuu, fuiuuuu! — silbaba.

Lanzaba el cubo al pozo; lo izaba lleno de agua y lo vaciaba en los abrevaderos procurando hacer ruido al verter el agua. Aquello incitaba a beber a las bestias.

Algunas gallinas y los gorriones picoteaban entre sus patas en el barro sucio de estiércol.

A mí no me dejaban acercarme. Si alguna vez lo intentaba, el mozo que los llevaba me gritaba:

—¡Cuidado! ¡No te acerques a los animales cuando están bebiendo! ¡No les gusta que les molesten y te pueden «tirar» una coz o toparte!

En aquella época, me parecía que no existía otro lugar en el mundo donde se pudiese pasar mejor: jugaba con mis amigos; montaba en el burro de la abuela, encaramado a las alforjas cuando había que ir a por agua «buena»; subía al carro de mi tío cuando llevaba los haces de mies a la era o los costales de trigo al molino; fabricaba espadas de madera en el taller de carpintería de mi tío Emilio; y hacía mil travesuras que me tenían todo el día entretenido.

En el campo había una frenética actividad. En verano, durante la trilla, me gustaba subirme al trillo de pedernales que, arrastrado por un burro y una mula, trituraba la mies dando vueltas y más vueltas por la parva extendida de la era. Me imaginaba en una de esas diligencias que a veces salían en el cine.

Entonces era un pueblo vivo. Veía todos los días el tránsito de carros con mulas; enormes carretas de bueyes, conducidas por aquellos arrieros que, con una larga vara y sonoras e inteligibles órdenes, los llevaban por el camino correcto. Se oía el ruido del trajín, del laboreo, de las conversaciones que venían de lejos, de algún rebuzno, de los ladridos de los perros y de los cantos del gallo; del campanario de la iglesia marcando las horas del reloj o llamando a la novena o a misa...

—¡Tang, tang! … ¡Tang, tang! …,

—Hoy tocan a muerto — alguna vez oí decir a mi abuela, y salía a la calle a informarse.

Alguien, a lo lejos, entonaba quejidos de cante jondo o lamentos de coplas mientras trabajaba.

A veces se oía en la radio la voz de Carmen Sevilla o Lucho Gatica, que acompañaba a mi abuela mientras, sentada en el patio, a la sombra, «apañaba» algún calcetín o remendaba alguna ropa.

Así sonaba el pueblo. Nunca lo olvidaré.

De niño, me gustaba vivir en aquella casa. Habían pasado ya muchos años de aquello, pero mis recuerdos eran nítidos.

Ahora, ya nada de eso quedaba por allí. Ya no había burros, ni mulas, ni carros. Ya no se oían gallos cantando al amanecer, ni los gruñidos de los cerdos en sus cochiqueras. Creo que ni siquiera se escuchaban los ladridos de los perros. Ya no existían aquellos ruidos que coreaban el quehacer diario. Había escuela, pero sin maestro. Había iglesia, pero sin cura. Aquel padre Don Tirso, que te daba un capón si no te aprendías el catecismo; o que, para anunciar la misa, nos dejaba hacer sonar la campana de la iglesia… Ya no se oían risas lejanas ni coplas olvidadas.

Mis amigos de entonces crecieron y, poco a poco, fueron desapareciendo, «buscándose la vida», como se dice ahora. Unos lo hicieron para estudiar, otros para mejorar su actividad laboral o para conseguir un trabajo alejado del pueblo moribundo. Todos lo hemos hecho. Ahora solo queda la tristeza de uno de esos núcleos urbanos que llaman «vaciados». Las pocas gentes que aún lo habitan pasean su decrepitud por sus solitarias calles y, con su andar cansino, ralentizan aún más la casi inexistente vida.

Lo que ahora era tristeza y soledad, con nostalgia, me transportó a aquellos felices años.

Cuando la abuela falleció, la casa la heredó mi madre y, con grandes esfuerzos y escasos recursos, mis padres la adaptaron a su conveniencia. Y allí estaba yo ahora, viendo lo que quedaba de otros tiempos y otras vidas. Incluso de la mía.

Quise terminar temprano para marcharme a Madrid, aún con luz de día; pero las cosas no sucedieron como hubiese deseado. Se me hizo tarde y no quería conducir por la noche. Además, aunque no era imprescindible, había quedado algún fleco que resolver: quería acercarme a ver cómo estaba la pequeña tierra de mi madre; esa que había sido primitivamente de mis abuelos, ahora seguramente abandonada. Decidí quedarme en el pueblo hasta el día siguiente.

Había sido uno de esos días insulsos en los que contemplaba pasar las horas sin interés, y estaba deseoso de terminar con los necesarios trámites burocráticos a los que la muerte de mi madre me obligaba: indagaciones en el ayuntamiento, pago de contribuciones, baja y liquidación de los suministros… Ahora, que si un certificado de fallecimiento; después, que si una nota del registro… Papeleos interminables y tediosas esperas ante la incompetencia y poca costumbre del eventual funcionariado municipal que, sin experiencia, se avino a atenderme. Había ya poca demanda de su trabajo burocrático. Apenas quedaban una docena de viejos habitantes en el pueblo.

Hubiese preferido no ir al lugar, pero no tuve más remedio. No era un viaje deseado.

Hacía muchos años que no pisaba por allí. En la calle, aunque pocos, aún había alguien que me reconoció y saludó al cruzarse conmigo.

—¿Cómo estás?, ¿te acuerdas de mí? — preguntaban.

Yo, casi a ninguno reconocía ya, pero saludaba a todos con los que me cruzaba y, si alguno me preguntaba, respondía amablemente, como si tuviese una memoria de elefante y nunca me hubiese olvidado de nadie desde los tiempos de mis andanzas infantiles.

—¡Claro que me acuerdo! —respondía de forma imprecisa para que no denotasen mi desconocimiento, y preguntaba como interesado—. ¿Qué tal la familia?

Para no meter la pata, intentaba cortar rápidamente la conversación.

—Bueno, me alegro de verte —me apresuraba a decir—. Hasta luego; que tengo que ir ahora al ayuntamiento a ver lo de mi madre…

Y, sin detenerme con más conversación, me marchaba.

Nada que fuese de mi interés podía suceder ese día. El tedio era insoportable, pero tenía que quedarme hasta el día siguiente y pasar allí la noche.

Pregunté, pero ya no había en el pueblo, como antes, aquella concurrida fonda que hubiese podido proporcionarme una cama, al menos con un mínimo de limpieza. Hacía mucho tiempo que la vieja pensión La Juanita había cerrado. Aún se encontraba allí, cerca de la plaza del pueblo; abandonada. Su descolorido rótulo, que todavía mantenía sobre la puerta, denotaba haber pasado muchos años cerrada.

No había otro remedio: decidí pasar la noche en la vieja casa de la abuela; la que después fue de mis padres y que ahora yo heredaba. Hacia ella me encaminé con intención de airearla.

«¿Cómo estará?», pensaba.

Cuando abrí la puerta con aquel llavín hueco que tan bien conocía, una bocanada de aire húmedo y podrido me azotó el rostro. La estancia olía a dejadez; a aire viciado, a humedad. Había telarañas y el polvo depositado cubría con su blanquecina capa muebles y enseres.

Todo era olvido, y se percibía la irremediable huella que el tiempo deja en un lugar cerrado.

Abrí ventanas y balcones, sacudí con un paño algún mueble, levanté las sábanas blancas que alguien había puesto para cubrir el diván, el aparador, la mesa y el viejo televisor.

Aunque para hacer las camas, apiladas en un armario, aún había sábanas aparentemente limpias; al abrir sus puertas noté un olor a moho que me hizo desistir. No me apetecía hacer y usar una de las antiguas camas de níquel, polvorientas, destartaladas y con el desagradable olor que había en las cerradas habitaciones. Me quedaría en el sofá, ese que usaba mi padre para sus plácidas siestas. Al menos, al haber estado tapado, parecía que se mantenía más limpio. «Una noche se pasa rápido», pensé. Ahí, en el cheslón transcurrirían las lentas horas de aquella noche inesperada.

Desde la abierta ventana del salón comedor, miré el conocido y aburrido escenario que se divisaba: el seco abrevadero, el pozo abandonado, las calles desiertas. Un paisaje vacío de emociones donde nada nuevo había. A lo lejos, campos yermos, lisos, secos… silenciosos.

Sin saber bien qué hacer, me puse a pasear por el salón. De la ventana al sofá, del sofá a la ventana y, otra vez, vuelta al sofá. Me sentaba, me levantaba. No sabía cómo gastar el tiempo. Repasaba con la mirada los antiguos cuadros que habían quedado colgados en las paredes. En este, una lámina de un paisaje verde con montañas azules. En aquel otro, una enmarcada hoja de calendario con la imagen de La mujer morena de Julio Romero de Torres. Dentro de otro marco estilo art nouveau, agrietado y con el barniz reseco y desprendido, una foto ya gris y descolorida de mis abuelos maternos en el día de su boda. También había, encajado en una esquina de ese marco, una foto mía de cuando era niño sujetando un corderito.

Vagando mi mirada por la atiborrada estancia, reparé en aquel viejo aparador prohibido; el de las tenebrosas cabezas de guerreros barbudos; el que de pequeño la abuela no me dejaba abrir y mi madre tampoco. Me quedé mirándolo, recordando aquellos momentos y, con un sentimiento de rebeldía, me aproximé y fui violando uno a uno sus cajones.

A simple vista, nada importante me pareció que contenían; no había joyas, ni una caja con monedas, ni medallitas de primera comunión, o cualquier cosa de valor como presuponía poder encontrar. Solo un vetusto álbum con viejas fotografías de mis abuelos, de mi madre y de su hermana cuando eran niñas; de mis padres en sus mejores años; algunas de mi madre conmigo de la mano y con mi hermano en brazos. Una escarapela estudiantil que me hizo aquella infantil «novieta» que yo decía que tenía. Postales manuscritas de diferentes lugares y personas, pequeños pañuelos bordados, un rosario, un libro de familia amarillento, con un pétalo de rosa seco en su interior…, y un legajo de cartas atadas con una ajada cinta manchada de tiempo y olvido.

Cogí el legajo entre mis manos y, con pequeños golpes sobre mi pierna, sacudí como pude el polvo que entre los viejos sobres se había depositado.

En un primer vistazo, sin desatar la lazada de su cinta, observé cómo, en la primera de aquellas cartas, se podía leer burdamente escrito:

Mariano Gracián García

Y en la dirección del destinatario:

Regimiento de infantería Wad-Ras

Paseo de Moret, Madrid

En el remite, ponía:

Petra Garcia. Plaza del Pozo Nuevo.

Sotillejo (Toledo)

Me sorprendió: Mariano Gracián García, a quien esa carta se dirigía, fue mi padre.

El hallazgo elevó mi ritmo cardiaco; me puse nervioso.

Observé que, en esa primera carta del legajo, la dirección del destinatario estaba tachada y sobre ella, escrito con lápiz rojo, un «devolver al remitente».

Se intuía, más que se veía, un casi ilegible matasellos de la Oficina de Correos de Toledo con la fecha 21 de julio 1936, sobre un sello de la República Española de 5 céntimos.

Comprendí que la carta nunca llegó a su destino.

Deshice el nudo de la cinta que sujetaba el legajo. Un fuerte olor a humedad fue lo primero que percibí. Fue como un acto de profanación que me produjo una especie de remordimiento.

Extendí sobre la mesa su contenido. Había sobres de distintos tamaños. Vi que la mayoría eran cartas que mi padre había escrito a su madre y a la que entonces era su novia, mi fallecida madre.

Me sorprendió ver que algunas cartas no tenían dirección de destino y que en el sobre ponía simplemente el nombre del destinatario, Mariano Gracián García, pero sin ninguna dirección, ni sello de correos, ni franqueo de ningún tipo. En el remite ponía el nombre de Petra García, la madre de Mariano. Estaban cerradas, pero aquellas cartas nunca habían sido enviadas por correo.

Tomé de la mesa una de ellas y, mirándola detenidamente, descubrí por la parte de atrás, en el ángulo inferior derecho, escrita a lápiz, una fecha. Miré en las otras sin dirección de destino y observé lo mismo: en el ángulo inferior derecho, en cada una de ellas, escrita, con una caligrafía distinta a las del nombre a quien se destinaba, una fecha diferente. La última era del 15 de febrero de 1939.

Deduje que la madre de Mariano habría escrito esas cartas y que, por desconocer el paradero de su hijo, no pudo poner en ellas dirección alguna. Pero ¿qué hacían allí esas cartas, que nunca fueron enviadas?

Formé mi propia explicación de lo que pudo haber sucedido: las cartas se las entregaba la madre de Mariano a Pilar, entonces su novia, para que ella las echase al correo y, al no poder hacerlo por ignorar la dirección, después de anotar en su reverso la fecha en la que se las entregaba las guardó junto a las recibidas. Y ahí estaban, en el legajo secretamente guardado y casualmente encontrado ahora por mí.

También había un diploma que, con fecha 15 de septiembre de 1938, decía:

Ministerio de Defensa Nacional de la República Española.

Se resuelve otorgar el título provisional de

piloto militar de aeroplano

con el empleo de sargento de aviación a

Mariano Gracián García

Habiendo superado con éxito el curso de formación en la

Escuela Aérea de Kirovabad. Azerbaiyán. URSS.

Otro hallazgo que complementaba el diploma y el legajo de cartas fue lo que encontré en el cajón inferior del aparador: unas gafas de aviador, a las que les faltaba un cristal, unos gruesos guantes y un casco de cuero, elementos característicos y necesarios de un piloto de avión de aquellos años.

Sabía que mi padre, porque él me lo contó sin darme detalles, había sido instruido para pilotar un avión: el famoso «mosca», llamado así por los republicanos, o «rata», como lo llamaban los nacionales. Era el Polikarpof I-16 de la Unión Soviética, que fue utilizado en la guerra civil española. Pero nada más, o poco más, supe de esa aventura. Siempre fue un enigma para mí.

Su azarosa vida, empujada por las circunstancias, le llevaron de aquí para allá. El silencio de lo acaecido en ese difícil periodo siempre fue su norma.

Tal vez su silencio fue para protegernos a mi hermano y a mí; sus únicos hijos. Seguramente callaba por miedo a los peligrosos momentos políticos y sociales que se vivían en aquella represiva posguerra. Y así, sus secretos quedaron en mi ignorancia.

Esas cartas del legajo, tal vez ahora pudiesen desvelarme algo más de su enigmática vida; de las vivencias que silenció y que, si había algo en esos escritos, mi madre celosamente ocultó durante toda su vida en ese viejo aparador.

Sin dudarlo, tomé aquella vieja carta que nunca llegó a su destino. Era la primera del legajo y saqué del rasgado sobre su contenido: un viejo papel amarillento cuidadosamente doblado. Me senté en el sofá y, con delicadeza, deshice sus pliegues. Lo extendí sobre mis piernas: era un folio manuscrito por las dos caras con una grafía casi infantil y algún tachón. Ansioso por leerla, la tomé entre mis manos:

Sotalejo, 19 de julio de 1936

Querido hijo:

Deseo que, al recibo de esta, te encuentres bien. Aquí estamos bien G a D.

Hace tiempo que no tengo noticias tuyas, aunque por el Ángel se de ti. Me dijo que te vio hace poco y que le dijiste que estabas a punto de licenciarte de la mili. Espero que sea pronto y te vengas pal pueblo. Estamos en to la faena de la trilla y no nos vendría mal una mano.

El Ángel se marchó ayer pa Toledo. Me contó que le había llamao no sé quién no se pa qué, y ahora, to la faena, entre tu padre y el pequeño. Y no puén con ella

Las cosas que se icen en estos últimos días me preocupan por ti. Estoy asustá. Escuchamos la arradio en ca la Sole y me ice que han entrao los moros por Andalucía; los de la guerra de África, y que van haciendo de las suyas. También que hay unos militares y algunos jefes de los gordos, que están con ellos y que van matando a la gente. Ya sabes que yo de estas cosas no entiendo na, pero me da mucho miedo. Espero que to esto se calme.

Yo no salgo de casa pa na y me entero por lo que cuenta la Sole y la Remedios, que están to el día pegas a la arradio y hablan más con la gente del pueblo. Dicen que aquí están pasando cosas mu malas. Que las cuadrillas de segadores que habían venio de Asturias de jornaleros pa ocuparse de las labores del campo y también algunos del pueblo que van con ellos, están por las calles gritando no sé qué y que llevan hachas y escopetas y que cuando encuentran una puerta cerrá y llaman y si no abren, la rompen a hachazos. Entran y se llevan a los hombres de adentro y dicen que los afusilan por las eras de arriba, en la cuneta de la carretera.

Se ice que ayer cogieron al cura, a Don Robustiano, que estaba con D. Pedro, el otro cura que a veces venía a vele y ayudarle y que no les han dejao entrar en la iglesia pa decir la misa. Dicen que la iglesia ya no es de los curas y que ellos no tenían que entrar allí pa ná, que ahora es de los obreros y la gente del campo y que allí ellos ahora puen hacer lo que quieran.

A Don Robustiano y al otro cura, los han encerrao en su casa sin dejales salir pa ná. Icen que los van a matar. Con lo bueno que es Don Robustiano, ¡fijaté!

Sacaron de la casa a la Lucía, la hermana del cura que vivía con el pa cuidarle y la cortaron el pelo a rape y no quio pensar lo pior.

Entraron en la iglesia y rompieron to. El retablo del altar tan bonito. A los santos les pegaban tiros y se llevaron los copones y todas las cosas que valían mucho.

Y aquí nadie dice na y hacen menos que na. Luego, sacaron unos bancos de madera a la plaza y trozos del retablo, ya estrozao, que también era de madera y esos libros grandotes que había en el coro. Pues pusieron el Cristo encima de eso y en mitá la plaza le prendieron fuego a to.

Yo estoy mu asustá

Tu no te metas en ná, ¿me oyes? y si sales del cuartel, te vas pa Toledo y te quedas en ca tía Angelita y o no te muevas de allí hasta que las cosas se tranquilicen.

Si me escribes una carta pa icirme como estás, dásela a tu hermano Angel si le ves, porque en el correo pué que no llegue.

Ten mucho cuidao.

Un beso mu grande de tu madre que te quiere mucho

Petra

Mi padre, en aquellos días del verano de 1936, se encontraba haciendo la mili en Madrid. Esa carta nunca la recibió.

No sabía qué podría encontrar en esas misivas: ¿encerrarían sus sentimientos?, ¿contaría sus vivencias?, ¿hablarían de sus ideologías y de sus pensamientos en aquel oscuro y nefasto lapso de tiempo? Y ¿por qué fueron guardadas celosamente por mi madre hasta el mismo momento de su muerte? Ansiaba leerlo todo. Ensamblar las piezas de ese rompecabezas incompleto que siempre, para mí, había sido la vida de Mariano, mi padre, al que ya de niño atribuía, sin conocerlas, aventuras increíbles.

Me invadió un extraño sentimiento de respeto y me pareció que en esa noche y en ese momento no debía profanar sus secretos. No deseaba absorver esa información precipitadamente y a la ligera; quería disponer de unos momentos serenos y relajados para entender sus circunstancias y analizar ese valioso tesoro que nunca esperaba haber encontrado. Ya lo haría.

Tomé todas las cartas y postales, volví a formar el legajo, atándolas con la vieja cinta de seda, y las guardé en una caja de zapatos vacía que por allí encontré. También metí en ella los enseres de piloto, el diploma y todo lo que me pareció de interés o curioso, con intención de llevármelo. Ya lo repasaría y leería en mejor momento.

El hallazgo despertó mi interés; ya no solo por saber de la vida de mi padre, sino también por introducirme más en el conocimiento de lo que sucedió en aquella época; de saber de aquel momento histórico que se vivió.

Regresé a Madrid.

Al día siguiente, el hayazgo del legajo no se me iba de la cabeza. La obsesión por conocer más sobre aquella época que le tocó vivir a Mariano hizo que me descentrase en mi trabajo. Aprovechaba cualquier momento para indagar por internet sobre los acontecimientos que se fueron sucediendo en aquel tiempo e intenté, con poco éxito, consultar en archivos y documentos por si existía algo relacionado con él, directamente. Pregunté, busqué en hemerotecas, leí artículos y libros de ese nefasto momento histórico; y después, ensamblando lo que escasamente él me había contado, lo que estaba encontrando en esas enigmáticas misivas y lo que indagé en mis consultas, fui imaginando, más que sabiendo, la secuencia de la vida de ese hombre que fue mi padre, en aquellos tres años de la España convulsa.

Del relato de Mariano

El legajo de la casa vieja

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