Читать книгу El legajo de la casa vieja - Jesús Albarrán - Страница 6

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4. De vuelta en Madrid

Me encuentro de nuevo en Madrid. Regresé ayer del pueblo. Deseaba la tranquilidad en mi casa y estaba impaciente por leer aquellas, para mí misteriosas, cartas que sustraje del aparador de la vieja casa de mi madre.

Había tenido un día ajetreado y deseaba relajarme. Vivía solo y después de comer algo, me dispuse a echar un vistazo al legajo.

Abrí la caja de zapatos y extendí su contenido sobre la mesa baja que tenía frente al sofá. Pensé que no era bueno romper el orden cronológico y, para no tener que extraer de los sobres su misiva, lo hice fijándome en las fechas de los matasellos; si es que lo tenían.

20 de julio de 1936, se leía en la siguiente carta que tomé del legajo.

Era una carta escrita por mi padre y la destinataria era mi fallecida madre Pilar, que por entonces debía de ser su novia. Por detrás, en el lugar del remitente, ponía sencillamente Mariano, pero no indicaba dirección alguna.

Esta carta, a diferencia de la anterior, con una perfecta letra recta y enérgica, que denotaba que quien la había escrito tenía un cierto nivel de formación.

Madrid, 20 de julio de 1936

Querida Pilar:

Espero que, al recibir esta carta, tú y tu familia os encontréis bien y con buena salud.

Te supongo enterada de las cosas que están pasando, pero me imagino que ahí, en el pueblo, todo estará más tranquilo.

Tengo unas ganas enormes de estar contigo, abrazarte y decirte lo que te quiero. No hay otra cosa que desee más. Eso ya lo sabes. Desde el último permiso que me dieron en Navidad, no he podido verte y ardo en deseos de hacerlo. Espero que pronto sea posible.

Hoy, por fin, me han licenciado; pero ha sido de una forma irregular y extraña. Bueno, lo importante es que para mí la mili ha terminado. Intentaré ir al pueblo lo antes que pueda, pero las cosas ahora no están fáciles y no sé cuándo podrá ser.

No quiero asustarte diciéndote que todo está complicado. Yo estoy bien. Intento no meterme en líos, pero aquí, en Madrid, hay mucho revuelo con eso de la guerra y te tienen que dar permiso para todo. Pero no te preocupes, lo conseguiré. Voy a ver si puedo ir primero a Toledo y después, desde allí, será más fácil llegar al pueblo.

De momento no tengo ninguna dirección donde me puedas escribir, porque desde mañana ya no estaré en el cuartel. Cuando sepa algo ya te lo diré.

Tengo un amigo de la mili que a mí y a mi colega Gabino, que era un compañero mío en la Escuela Normal de Toledo, nos va a proporcionar de momento una habitación en una pensión de un familiar suyo. Estaré por aquí hasta que consiga un visado para salir de la ciudad y, para eso, o estás afiliado a alguna organización política o compras el favor o tienes algún enchufe. Y tú ya sabes que yo de política nada; y de dinero, tampoco. Así que a ver cómo me apaño.

Cuando veas a mi madre, le cuentas que estoy bien y que pronto iré al pueblo. En cuanto pueda.

Recibe un beso muy fuerte de este, que te quiere mucho,

Mariano

P.D.: no me olvides.

Era evidente que trataba de tranquilizarla. Daba por supuesto que ella sabría que las cosas no estaban bien. Mariano, mi padre, tampoco podría saber qué estaba pasando por su pueblo. Pero, aunque no lo supiese con certidumbre, podría suponer que la tranquilidad en zonas rurales ya no sería la misma.

Parece, por la redacción de esa carta, que había tomado una decisión: quería volver con los suyos.

Por tener un mejor conocimiento del contexto de esas cartas, decidí buscar en internet el desarrollo de aquella espantosa contienda. Por las fechas de la misiva, la zona del sur de Toledo, donde se ubicaba el pueblo de Mariano, aún estaba en zona republicana y no había sido tomado por las fuerzas invasoras de Franco, como después sucedería.

Me parecía que el desconocimiento de Mariano de los acontecimientos que podrían estar produciéndose por su lugar podrían proporcionarle cierta tranquilidad. Nadie en sus cabales podría suponer las atrocidades que después supo que estaban sucediendo.

La siguiente carta que tomé, como otras que en el legajo había, también estaba cerrada y sin sello. En esta, en el remite ponía solamente Pilar, mientras que en el destinatario se leía Mariano Gracián García, y tachada, la dirección del cuartel donde, se suponía, debería de estar haciendo la mili. Nunca había sido abierta ni echada al correo.

Sin pensarlo dos veces, me decidí a abrir el sobre. La goma ya reseca de la solapa me lo permitió sin necesidad de romperlo. Saqué dos hojas de papel cuidadosamente dobladas que habían sido arrancadas de un cuaderno rayado y leí:

Sotalejo, 25 de julio de 1936

Querido Mariano:

Solo le pido a Dios que, al recibo de esta, estés bien. Tengo mucho miedo, porque la gente parece que se ha vuelto loca. Nunca imaginé que hubiese personas tan malas en el pueblo y temo que, si las hay aquí, también las habrá por ahí, por donde tú estás.

He recibido tu carta; me llegó ayer en el correo de las cinco y me la dio la Justina, que bajó al coche de línea a ver si había correo para ella. La pobre está muy intranquila porque a su hijo se le han llevao para la guerra y no sabe a dónde. Antes repartía el correo el Ustaquio, que esa era su función, pero anteayer entraron en el ayuntamiento unos hombres con fusiles y se llevaron al alcalde, al secretario y a dos o tres más que había por allí; y también a él, que, ya ves tú, solo era el que repartía las cartas y a veces hacía los pregones. Decían que a dar un paseo, pero cerca del cementerio les pegaron un tiro a cada uno y allí los dejaron. ¡Menudo paseo que les dieron!

Aquí están pasando cosas muy malas. Entran en los corrales, a los que quieren ellos, y se llevan los cochinos, las gallinas o lo que les viene en gana y no puedes decir ná.

A don Robustiano, el cura, y al otro cura, que era amigo suyo, los tuvieron encerraos, y a don Robustiano, que se asomó al balcón de su casa, le pegaron un tiro desde abajo y después entraron; y a su amigo, el otro cura, le sacaron los ojos con un tenedor y luego le mataron. Después los pasearon por el pueblo puestos de pie y ataos a las estacas de un carro; y ellos, los que los habían matao, se pusieron las sotanas y las ropas de misa y tiraban tiros para que la gente saliese a verlos. Iban dando voces, cantando no sé qué y soltando blasfemias contra Dios y contra los curas. Después los entraron en la iglesia con carro y todo y la prendieron fuego. De la iglesia no ha quedao más que los muros.

Han cogido a mucha gente que no había hecho nada y los han fusilao por fuera del pueblo. A lo mejor solo porque tenían más tierras o una huerta buena. ¡Y ya está!

Don Julio, el maestro, se escapó. También fueron a por él, pero alguien le había avisao y había huido no se sabe dónde y no le cogieron. Pero a su mujer y a otras siete u ocho les han cortao el pelo al cero en la plaza, pa que lo viera la gente, y las han obligado a beber aceite de ricino, pa que les entrase cagalera y se reían. Decían que a todos los de las derechas había que matarlos. A dos mujeres, que eran más jóvenes, las metieron en un corral y las han violao allí mismo. No eran del pueblo, pero también había algunos que sí que lo eran y que iban con ellos y también hacían lo que ellos decían. Igual de malos todos.

A mi padre le avisó un vecino que se juntaba con ellos de que iban a venir a buscarle y tuvo que esconderse en el tiro de la chimenea. Menos mal que es verano y estaba apagá. Estuvo atao un día entero a la barra donde se cuelga la caldera. Entraron en casa y le buscaron, pero que no le vieron. Menos mal. Mi madre les dijo que estaba en el campo.

Yo no sé por qué le querían coger, si él no ha hecho na. Dicen que porque tenía criaos en las tierras; fíjate tú.

Nos preguntaron y les dijimos que se había ido a la sierra a por las algarrobas y que siempre tardaba dos o tres días en regresar. A mi madre y a mí no nos hicieron na, aunque pasamos mucho miedo.

Como no eran de aquí, después se marcharon y ya nos dejaron tranquilas. Me parece que hubo uno del pueblo que dijo que era un hombre bueno y se calmaron; si no, no sé qué hubiese pasao.

Aquí ya la gente no se fía de nadie y se piensan que unos han denunciao a otros y luego otros a unos. No sé cómo va a acabar esto. ¡Mu mal, mu mal!

Fui a ver a tu madre y ya le dije que estás bien. Está muy preocupada y me dice que te diga que tengas mucho cuidao y que vengas en cuanto puedas, pero con mucho ojo.

Tu hermano Ángel también se ha tenido que ir. Creo que está en Toledo o en la guerra; no lo sabemos. Y tu padre, tu hermana y el pequeño están bien.

Yo te echo mucho de menos, porque te quiero mucho y solo espero que todo esto se acabe para que nos podamos casar y ser felices.

Recibe un beso mu fuerte de tu novia que te quiere mucho,

Pilar

Supe, al leer esa misiva, lo mal que lo estaban pasando en los pueblos. El miedo se debía de estar palpando en cada momento y, al ser poblaciones de pocos habitantes y conocerse entre ellos, la desconfianza, los resentimientos, las envidias y el odio generado por pasadas rencillas podrían ahora estar cobrando su tributo. Bastaba con que, en alguna ocasión, a alguien se le hubiese negado un favor, que un pretendiente hubiese sido rechazado, que hubiese habido algún roce por la habitual convivencia o, cosa frecuente, porque se adeudase algún dinero, para temer la reacción de ese circunstancial enemigo que la vida te había colocado en el camino. Una simple denuncia anónima a aquellos desalmados verdugos valdría para decidir una injusta sentencia de muerte.

Estaba seguro de que Mariano, aunque pudiese suponer algo, nunca podría pensar que, en su pacífico y tranquilo pueblo, donde aparentemente todo el mundo se llevaba bien, pudiesen estar pasando las cosas que su novia, Pilar, escribió en esa carta que nunca fue depositada en el buzón de correos.

El legajo de la casa vieja

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