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6. Nosotros, como todos… El Cuartel de la Montaña

20 de Julio de 1936

En cinco minutos estábamos otra vez los tres juntos en el portalón del cuartel y, como habíamos acordado, cada uno con un pequeño hatillo. No habíamos cogido ni los petates militares ni maleta alguna. Había que ir ligeros.

—¡Vámonos! —ordenó Adánez echando a andar calle abajo—Mejor por Ferraz; habrá menos jaleo. Por arriba está la Cárcel Modelo y he oído que también hay follón, porque están liberando a los presos comunes y metiendo en ella a todos los golpistas que encuentran.

En el mismo paseo de Moret, haciendo esquina con Ferraz, había un buzón de Correos.

—Esperad un momento. Tengo que echar esta carta que escribí ayer a mi novia.

—¡Vamos, date prisa! A ver si tienes suerte y le llega.

Había pensado Adánez que por Ferraz sería mejor, pero se equivocaba.

Marchábamos rápidos, pero poco antes de llegar a la calle Alberto Aguilera nos encontramos con un tumulto de gente que, con el puño en alto, gritaba:

—¡Al Cuartel de la Montaña!, ¡acabemos con esos hijos de puta de una vez! ¡Panda de cabrones, rebeldes cobardes que se esconden como niñatas!

—¡Además, nos tienen que entregar las armas! —dijo otro—. ¡Es una orden del Gobierno! ¡Son nuestras! ¡Las necesitamos para defender nuestra causa nacional y nuestra República!

En el Cuartel de la Montaña se guardaban, según decían, además de un arsenal de fusiles y otras armas, cuarenta y cinco mil cerrojos de Mauser, necesarios para que los que se requisaron en diversos acuartelamientos fuesen operativos. Si no, serían inútiles.

Mientras marchábamos por Ferraz, a través de una ventana abierta a la calle se oía una emisora de radio con el volumen elevado al máximo. Una voz femenina aclamaba:

Trabajadores, antifascistas, pueblo laborioso:¡todos en pie, dispuestos a defender la República, las libertades populares y las conquistas democráticas del pueblo

—¿Quién es esa? —pregunté.

—Creo de es Dolores Ibarruri o Urribarri, no sé —contestó Gabino.

—La Pasionaria, creo que la llaman —informó Adánez—. Es una diputada del Partido Comunista.

Un concurrido grupo de milicianos subía desde el paseo de Rosales para unirse a los que por allí se manifestaban. Otros muchos continuaron por el mismo paseo en dirección al Cuartel de la Montaña, que se encontraba en el alto del Príncipe Pío. Un lugar despejado que dominaba la estación del Norte y la ribera del Manzanares.

—¡Viva la Republica! ¡Muerte a los sublevados cobardes! —se voceaba.

En la calle había todo tipo de personajes gritando con el puño en alto: hombres maduros y muchachos jóvenes, chicas con mono y gorrito de puntas. La mayoría eran paisanos, aunque también había algún guardia civil y otros uniformados que parecían de la Guardia de Asalto, que era las fuerzas del orden gubernamental.

Muchos marchaban llevaban escopetas de caza, algunos con fusiles y los más, desarmados y vociferantes.

Gritos, insultos, consignas e imprecaciones de odio.

—¡Vamos a por ellos, a echarlos de allí! ¡No dejéis ni uno!

—¡Mueran los fascistas rebeldes!

Nosotros tres, meros espectadores, no sabíamos qué hacer ni cómo escaparnos de aquel tumulto sin llamar la atención.

Estábamos en eso cuando un escandaloso y vociferante miliciano nos empujó hacia abajo de la calle para que nos uniésemos a ellos.

—¡Eh, vosotros…! ¿Qué hacéis ahí parados? ¡Vamos! ¡Luego os daré fusiles para que os carguéis a esos hijos de puta!

No tuvimos más remedio que seguirlos. Nuestra seguridad estaba en peligro si les llevábamos la contraria.

Ya antes de llegar al final de la calle Ferraz, donde se junta con el paseo de Rosales, oímos muchos disparos y el tableteo de una ametralladora: «¡ta, ta, ta, ta, ta!». Disparaban desde los tejados de las casas y otras ametralladoras, me pareció, respondían desde el cuartel disparando a los asaltantes que se aproximaban. Aquello creó un gran desconcierto entre los que nos acercábamos.

Ahí fue donde percibimos peligro.

—¡Hay que tener mucho cuidado! —dije a mis amigos, que se protegían en la entrada de un portal—. ¡No hay que ponerse a tiro!

Un hombre de edad avanzada había sido abatido y estaba en el suelo boca abajo con una mancha de sangre en su espalda. No se movía. Una mujer miliciana trataba de arrastrarle a un lugar más protegido.

—¡No os separéis! —dijo Adánez—. ¡Pero pegaos a la pared y ojo con asomar la cabeza por las esquinas abiertas al oeste! ¡Parece que desde el Cuartel de la Montaña están disparando! ¡Tened mucho cuidado y no os expongáis!

—Deberíamos largarnos —dijo Gabino asustado.

Yo no me atrevía ni a asentir, aunque era lo que deseaba.

—Todavía no. No es el momento —dijo Adánez— Si intentamos marcharnos ahora podríamos llamar la atención y no sé cómo reaccionarían estos energúmenos.

Adánez había tomado las riendas de nuestra situación y nos ordenaba lo que debíamos hacer. A nosotros nos parecía bien. Él conocía la ciudad y confiábamos en que tendría capacidad para sacarnos del atolladero. Además, tenía la posibilidad de ayudarnos después. Nosotros dos, Gabino y yo, solos, estábamos perdidos.

Un grupo de asaltantes se dividió para, dando un rodeo, acceder al lugar y tenerlo a tiro desde la plaza de España, que se situaba al sureste del cuartel.

—¡Ahora! ¡Vamos con ellos! —nos gritó Adánez—. Correremos menos peligro por detrás que si seguimos por Ferraz o Rosales, donde estaríamos más al descubierto.

Y tras ese grupo fuimos. Unidos a ellos, con el puño en alto como ellos, y gritando, igual que ellos. Para nosotros era una farsa, pero nos teníamos que camuflar y salir indemnes de allí lo antes posible.

Maldita era la gracia que nos hacía a nosotros aquella situación. A mí me daban igual tanto los fascistas encerrados en rebeldía en el cuartel como los comunistas, los anarquistas o los de otras organizaciones que los asediaban y amenazaban con matarlos. Yo lo único que quería era salir de allí y marcharme cuanto antes. Pero la consigna era: «o con nosotros o contra nosotros». Había que tenerlo en cuenta y jugar con ello para salvar el pellejo.

Cuando llegamos a la plaza de España, vimos cómo dos baterías estaban disparando contra el cuartel. El estruendo de los disparos era infernal. La gente se parapetaba en los árboles, en los bancos de piedra, en el monumento a Cervantes que había en el centro de la plaza con la figura de don Quijote, que parecía que señalaba al cuartel, y Sancho, su fiel escudero que le seguía resignado, como nosotros a las masas en un hipotético símil.

Estando allí, apelotonados en la esquina de la plaza de España, intentando quedarnos atrás de la muchedumbre y sin exponernos mucho, oímos llegar un camión de cerveza que arrastraba otro cañón de campaña de gran calibre. Sus bocinazos hicieron que nos apartásemos para dejarlos pasar con su ruidoso trepidar de las ruedas de hierro por los adoquines de la plaza. Se apostaron casi en la esquina de la calle Luisa Fernanda con Ferraz, frente al cuartel; un emplazamiento perfecto para bombardear el edificio con eficacia mortal. Instalaron el cañón y comenzaron a disparar. A cada disparo, veíamos los destrozos en la fachada.

Los disparos fueron eficaces. Alguno de ellos parece que logró introducirse por uno de los balcones del edificio, logrando mayor destrucción y, seguramente, la desmoralización de los sitiados que, momentáneamente, abandonaban sus puestos de tiro en las ventanas antes de la nueva andanada. Luego, otra vez disparos de uno y otro lado y las ametralladoras con su mortal tartamudeo: «¡ta, ta, ta, ta, ta…!».

En aquel momento, un avión sobrevoló a baja altura lanzando octavillas. Algunas, arrastradas por el viento, cayeron a nuestra altura. Cogí una del suelo y pudimos leerla. En ellas se instaba a los sitiados a deponer las armas y rendirse.

Ciudadanos civiles y militares: la República os hace un último requerimiento a la rendición y os promete respetar vuestras vidas. Deponed vuestras armas y rendíos a las fuerzas del orden.

Pasado un rato, como los asediados no parecían haber decidido la rendición, el avión lanzó una bomba sobre el cuartel que cayó al patio. Me parece que fueron dos aviones los que sobrevolaron el cuartel y lanzaron algunas bombas más. No estaba seguro. Las explosiones que oía, no sabía si eran bombas lanzadas por los aviones o cañonazos.

Los asaltantes disparaban desde las terrazas de los edificios contiguos a los encerrados en el cuartel e incluso instalaron más ametralladoras que no cesaban de disparar hacia los balcones y ventanas del cuartel.

Yo nunca había vivido nada igual. Fue espantoso y, para mí, era la primera vez que me veía involucrado en un acto de guerra. Tuve miedo.

Nosotros no queríamos que los exaltados que allí estaban denotasen nuestra falta de entusiasmo por el asalto; y, si había que decir «¡a por ellos!», pues lo decíamos y ya está. Eso sí, asomábamos poco la cabeza, por si acaso.

Dentro del cuartel parecía que no todos estaban con los sublevados golpistas e, incluso, creo que había partidarios de la legalidad republicana, porque en algún momento me pareció oír y ver cómo desde un balcón cantaban La internacional y sacaban una escoba con un trapo blanco atado, en señal de rendición.

Por otras ventanas y balcones los sitiados, asustados, ya mostraban banderas blancas. Los sitiadores estallaron en júbilo:

—¡Se rinden, se rinden! —gritaban.

El regocijo fue grande y animó a algunos a abandonar sus precauciones y quisieron ir al cuartel para entrar.

Enorme error. Desde algunas ventanas y balcones del cuartel, ocultas con sacos terreros, las ametralladoras de los sitiados abrieron fuego sin respetar el símbolo de rendición y sorprendieron a los asaltantes, ya seguros de ser dueños de la situación. Muchos cayeron heridos o muertos.

Ante aquella reacción de los sitiados, algunos de los que pretendían entrar en la efusiva avanzada regresaron a su situación protegida. Otros continuaron corriendo hasta situarse pegados al propio muro del edificio, donde no podían ser disparados desde el interior de las ventanas. Sin embargo, esa cobarde acción de los rebeldes provocó la cólera de las enardecidas masas y, sin pensarlo dos veces, se lanzaron al asalto definitivo disparando sus armas y gritando. Muchos cayeron en el avance pero, al final, lograron franquear la puerta del cuartel.

En ese momento, todos los asaltantes querían entrar en su interior y acabar con los rebeldes. No querían que los tachasen de cobardes. Había que entrar y matar, y el gentío que se había acumulado en torno al cuartel se lanzó al asalto, confiado en que la situación había cambiado y ahora eran ellos los que la dominaban.

—¡Vamos, ahora, a por ellos! ¡Muerte a los fascistas! ¡Viva la Republica! —gritaban.

Salieron de todas partes: de los portales donde se protegían, de las calles adyacentes, de los improvisados parapetos; y corrieron al asalto del cuartel.

Pero los fusiles y las ametralladoras siguieron disparando desde los balcones del edificio y algunos asaltantes fueron alcanzados. El gentío saltaba sobre los que caían y avanzaban. Parecía más seguro seguir hacia adelante y protegerse pegados al muro del edificio, que retroceder. El cuartel tenía unas rampas y escalinatas para acceder a la entrada principal que, llegando a ellas, ofrecían protección.

Por fin muchos de los sitiadores lograron entrar en el cuartel.

Los únicos con un mínimo de organización y con conocimiento militar, los guardias de asalto y guardias civiles, quisieron imponer cierto orden, pero las hordas populares poco caso hacían a sus consejos. Entraron en tropel, gritando; con un furor marcado por el odio y el deseo de matar.

Pronto disminuyó el cruce de disparos. Los del interior, en desorden, se iban rindiendo, exhibían improvisadas banderas blancas y salían de sus escondrijos con los brazos levantados. Las piezas de artillería dejaron de disparar. Desde fuera se sentía cómo en el interior parecía que proseguía el macabro espectáculo. Disparos y más disparos se oían y ya nos imaginábamos lo que estaba sucediendo. La masacre había comenzado.

—¡No os quedéis quietos! —nos gritó Adánez—. ¡Sé que os importa tres narices todo esto, pero tenéis que hacer entender que estáis con ellos! No hace falta que entréis al cuartel, pero que os vean correr hacia él… y gritad… ¡Gritad con fuerza…! ¡Insultad, como hacen los demás!

—¡Parece que ahora ya disparan menos! —continuó—. ¡Vamos! ¡Vais sin armas, no os expongáis! ¡Entrad, pero quedaos al margen de todo! Si nos perdemos, en cuanto esto se calme un poco nos vemos junto al monumento a Cervantes, en el centro de la plaza de España.

Cuando los asaltantes entraron en el patio del cuartel, los refugiados y los defensores salían asustados con los brazos en alto, con actitud de rendición. De nada les valió. A medida que iban saliendo al patio, los iban asesinando. Mataron a más de trescientos. El patio quedó sembrado de cadáveres.

En esos primeros momentos, a todo al que encontraban con un fusil en las dependencias del cuartel, o llevaba uniforme militar del Ejército, o suponían que era de los que se habían encerrado voluntariamente en el cuartel y resistieron, era ejecutado en el acto; sin más contemplaciones. En algún caso vi cómo a un muchacho que no portaba fusil le hacían quitarse la camisa para ver si tenía el hombro derecho irritado por el golpeteo producido por el retroceso del fusil al disparar. Si era así, era una prueba definitiva y le descerrajaban un tiro allí mismo, sin más. Observando el descontrol y la impunidad con la que se actuaba, estoy seguro de que también alguno de los asaltantes, por llevar un fusil en la mano, fue confundido y pagó con su vida.

El general Fanjul, que dijeron que había sido el que promovió el encierro y organizado la defensa, debió de pensar que las tropas del general Mola, que avanzaban hacia Madrid, entrarían de inmediato y llegarían a tiempo. Se equivocaba. También fue herido por un disparo de la artillería y posteriormente apresado.

—A ese ya no le salva nadie —dijo un asaltante—. Seguro que le fusilarán.

Algunos oficiales de los allí encerrados se rindieron. A unos cuantos los mataron en el acto; otros, sabiéndose vencidos, se reunieron en un despacho y se pegaron un tiro.

Muchos de los encerrados en el cuartel aprovecharon la confusión. Desarmados y vestidos de paisano, consiguieron mezclarse con los asaltantes y escabullirse. Menudo caos había.

Los asaltantes entraron a saco en las dependencias del cuartel y se apoderaron de cuanto les interesó: armas y enseres, fusiles arrebatados a los soldados caídos, pistolas, bayonetas, incluso cartucheras y cascos. Todo lo que les apetecía o quisieron. Vi salir a uno vestido con el atuendo clásico de un miliciano, correajes, pistola al cinto y botas altas, con una máquina de escribir; otro portaba una caja metálica que me pareció una caja fuerte; y hasta vi a un hombre, ya entrado en años, que se llevaba una caja de puros. Vamos, un saqueo en toda regla.

La mayoría de los fusiles y cerrojos almacenados en el cuartel, codiciados por el pueblo y cuya entrega había sido ordenada por el Gobierno, fueron requisados por los guardias de asalto para ser trasladados a algún lugar más seguro y poder armar a las milicias que se estaban formando.

Yo entré en el cuartel empujado por el tropel. Me quedé cerca de la puerta que daba entrada al patio. Permanecí pegado a la pared, sorteando el gentío que pugnaba por formar parte activa de ese ajuste de cuentas. Tenían que matar a alguno o, al menos, eso era lo que a voces pedían:

—¡Matemos a estos traidores! ¡Muerte a los fascistas!

Fue espantoso. El patio estaba lleno de cadáveres. A veces volvían a disparar a los caídos en el suelo, por si alguno permanecía con vida. Yo no podía soportar ese espectáculo macabro.

Algunos asaltantes también habían sido abatidos desde las ventanas del cuartel y quedaron tirados en la rampa de entrada y en los jardines adyacentes, sin que el resto les hiciese mucho caso. Algunos de los heridos del exterior fueron atendidos por un grupo de mujeres y transportados no sé a dónde, con unas improvisadas camillas. La hoja de una puerta, en algún caso, valió para ello. Otros, arrastrados o asidos entre dos, los sacaban de allí. Oí las sirenas de algunas ambulancias que acudían al macabro escenario.

Me asustaba ver lo que el odio podría hacer si la situación bélica continuaba. No quería ni pensarlo.

Ya había pasado un buen rato desde que irrumpieron en el recinto y los asaltantes se extendieron por todas las dependencias buscando más víctimas para satisfacer su cólera. Yo me quedé parado un rato a la entrada, antes de llegar al patio; sin moverme. No quería ver más el resultado de ese odio desbocado.

Había perdido de vista a mis amigos. Aún se oía algún tiro en el interior. Temía por ellos.

«¡Otro tiro más!», pensaba yo: «Ojalá mis amigos estén a salvo».

Salí de aquel siniestro lugar escabulléndome como pude y me dirigí al punto de encuentro convenido en la plaza de España. Fui andando despacio, a pequeños tramos; parándome a cada momento y, como haciéndome el despistado, miraba a un lado y a otro oteando la situación. Poco a poco descendí la rampa del cuartel para acercarme a donde habíamos quedado en encontrarnos.

Allí estaba ya mi amigo Gabino y poco después llegó Adánez.

—¡Hola, chicos! —saludó Adánez al llegar—. Menos mal que estáis a salvo.

—¡Asustados! —fue la única y agitada respuesta que pude darle.

—¡Vámonos! ¡Salgamos de aquí! —aconsejó Gabino, y preguntó—: ¿Por dónde vamos que sea más seguro?

—Por donde haya más gente —respondió Adánez—. Así pasaremos más desapercibidos. Iremos desde la Gran Vía hacia el barrio Salamanca. Tenemos que ver a mi padre para que nos ayude.

Coches con las siglas burdamente pintadas de la CNT y de la FAI, seguramente requisados a sus propietarios, circulaban en todas direcciones haciendo sonar las bocinas: banderas desplegadas por las ventanillas. Puños en alto. Sirenas de ambulancias y camionetas circulando; algunas en dirección al Cuartel de la Montaña para recoger muertos y heridos de la horrible masacre que había tenido lugar hacía unos momentos.

Algún tiro aún se oía. Gabino y yo estábamos muy asustados, pero lo que nos dijo Adánez, lo de ver a su padre para que nos ayudase, nos dio esperanzas. Nos marchamos de allí.

La gente circulaba por la calle; muchos ya con armas, otros buscándolas y preguntando dónde conseguirlas a los que ya las portaban.

Apresurados, nos dirigimos hacia la Gran Vía.

Grupos de hombres y mujeres pertrechados, armados y gritando nos atropellaron subiendo hacia la plaza de Callao.

—¡Vamos!, ¡recoged vuestro fusil y venid a defender España! ¡Muerte a los fascistas traidores! —nos gritaron.

Nos echamos a un lado dejándolos pasar y, para que no nos percibiesen ajenos a sus intenciones, gritamos levantando el puño:

—¡Viva la República!

Otros bajaban la calle, seguramente movidos por una morbosa curiosidad de ver la masacre del Cuartel de la Montaña.

El tránsito de hombres, algunas mujeres, también pertrechadas, y vehículos de todo tipo era grande.

—¿Os habéis dado cuenta? —dijo Gabino cuando ya estábamos en la Gran Vía—. ¡Todo el mundo ya va armado! He oído antes, entre la gente que estaba alrededor del cuartel, que el jefe del Gobierno, un tal Casares Quiroga, había dicho que de entregar armas al pueblo, nada; y que fusilaría a todo aquel que lo hiciese; y, sin embargo…

—¡Ya!; ¡sí, sí! —dijo Adánez—. Pero ese presidente del que hablas dimitió ayer. Hoy ya hay uno nuevo, un tal José Giral; y este nuevo ha ordenado armar a las milicias obreras; es decir, a todo el que quiera. Claro, que mañana puede haber otro que diga lo contrario… ¡Menudo desconcierto hay!

—Oí que esa ha sido una de las razones por la que se ha asaltado el Cuartel de la Montaña —comenté yo—, porque en él se guardaban muchos fusiles y cerrojos de Mauser.

—¡Vaya usted a saber… cuales han sido!

Madrid era un caos. Una ciudad de locos. La gente arremolinada por la calle; muchos ya con armas, otros buscándolas. Enervados e inquietos todos. Unos con miedo; otros indecisos sin saber que hacer y los más, con efusiva y manifiesta violencia.

—¿Dónde habéis conseguido las armas? — preguntó alguno.

—¡Ahí! —dijo un miliciano señalando con el dedo—. En la plaza de Santo Domingo hay un camión que está repartiendo las que se han sacao del Cuartel de la Montaña —contestó otro que iba en un grupo ya armado.

Subiendo por la Gran Vía y llegando a la calle Jacometrezo, que desemboca en la plaza de Santo Domingo, encontramos un vociferante tropel. Sus componentes se empujaban y hacían una desordenada cola ante un camión. Subidos en él había dos soldados que repartían fusiles sin ningún control a todo el tumulto que los demandaba. Abajo del camión se encontraban dos soldados republicanos que iban entregando los cerrojos de los Mauser, que les habían dado previamente, así como algunas balas.

—¡Oye! —pedía uno—. ¡Mira a ver si tienes por ahí una pistola Star, que ahora mismo me voy a cargar a mi cuñao por hijo de puta fascista!

—¡A mí…, a mí también! —gritaba otro.

En algunas ventanas y balcones colgaban banderas tricolores republicanas y algunas de la CNT o comunistas. Desde ellas, ciudadanos antes silenciosos y ahora exaltados con el puño en alto gritaban amenazas e imprecaciones de odio; insultos a los sublevados, a los curas y a todo el que, por su apariencia o condición, fuese considerado de derechas.

Me pareció que el peligro se palpaba en cada situación; en cada esquina, en cualquier momento. Tuve miedo. No sabía con qué nos podríamos encontrar ahora sin ningún orden ni control de la situación. Mis amigos, desconcertados, debían de estar tan asustados como yo.

Lo que veía me hacía pensar que la situación social que estábamos viviendo era muy peligrosa. Temía que se complicase mucho más. Me preguntaba que si toda esa gente, que pertenece a la mitad de la España que votó a la coalición de los partidos de izquierdas, era la que se manifestaba en la calle y se estaba armando, ¿dónde estaba la otra mitad?, ¿esos que no estaban a favor de esa «República de los trabajadores»? Me refería a esa llamada «gente de orden», que no eran los militares sublevados; porque en Madrid, capital de España, tendría que haber muchos civiles que estuviesen más a favor de no admitir ese desmadre. Esos no se manifestaban abiertamente. Claro que, por otro lado, solía suceder que las manifestaciones populares casi siempre eran de las masas de izquierdas: reivindicativas y protestonas. «Tomad las calles», siempre había sido consigna y actitud de esa clase social. Ese era su poder: la manifestación y la huelga. Y, cuando sobre esos derechos no se ejercía ningún control, podía, como ahora estaba sucediendo, provocarse el caos.

—Oye, Adánez —pregunté, suponiendo que su lucidez me daría alguna respuesta, aunque ya la intuía—. ¿Y los otros? Todos esos que viven en Madrid, pero que fueron casi el 50% de los votantes que se decantaron por los partidos de derechas, ¿dónde están?

—¡La Quinta Columna! —contestó—. Lo oí comentar el otro día.

Gabino y yo nos quedamos mirando, expectantes de su explicación.

—Parece ser que Madrid está amenazada por cuatro columnas —dijo—: una, la de Franco y su ejército de legionarios y regulares, que viene desde el suroeste; otras dos desde Galicia y Castilla la Vieja. Estas son las fuerzas del general Mola que avanzan hacia Madrid, que son precisamente las que intentan detener en la sierra de Guadarrama; y una cuarta que progresa desde Navarra y Aragón. Todas pretenden entrar en Madrid; pero dicen que hay una quinta que ya está aquí dentro. Es la que aquí surgió desde el principio, incluso antes de la rebelión militar; y que aquí actúa: esa es la Quinta Columna. Son partidarios de las derechas que, en secreto, se encuentran esperando dentro de la ciudad. No dan voces, no salen luciendo sus fusiles ni sus banderas, pero su eficacia puede ser demoledora. Pueden ser desmoralizadores del pueblo, difusores de noticias desalentadoras para unos y esperanzadoras para otros, organizadores de planes de huidas para quienes quieren pasar al lado de los sublevados, falsificadores de documentos de identificación, saboteadores cuando llega el momento, espías, informadores. En definitiva, infiltrados que anhelan el triunfo de las derechas y están dispuestos a cualquier acción a favor de los levantados en armas. No hay que subestimarlos. Serán silenciosos, pero eficaces y difíciles de descubrir.

Comprendí.

—En la guerra, todo vale —concluyó.

—Pues en cualquier momento se puede armar una batalla por las calles de Madrid, porque seguro que estos camuflados tienen armas y puede que estén dispuestos a enfrentarse a estas milicias populares que se están armando. Fijaros si desde estas ventanas —dije señalando las que abiertas daban a la plaza— no podrían acribillar a todo este gentío.

—No creo que lo hagan ahora —contestó Gabino— no tendían forma de escapar y saben que el populacho se los cargaría rápidamente. Esa acción no tendría consecuencias que decantasen la situación significativamente. Solo valdría para enervar más a los ciudadanos y, seguramente, esperarán a que la situación les favorezca. Ya veríamos que pasaría si los otros lograsen entrar en Madrid. No lo quiero ni pensar.

El legajo de la casa vieja

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