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2. La España deshecha. Así estaban las cosas

17 de julio de 1936

Llevo ya más de once meses haciendo la mili. ¡Maldito periodo que a todos se nos plantea! Un obligado paréntesis en nuestras jóvenes vidas. Claro que no siempre era valorado de la misma forma. Todo dependía de la situación de cada uno y del entusiasmo de cómo se aceptaba. Para mí, un engorro que rompe mi trayectoria. Tendría que apartar mis proyectos y deseos hasta que termine el servicio militar.

Algunos mozos, y esto es algo que nunca comprenderé, disfrutaban con eso de ir a la mili. Será porque es la única forma de poder salir de su pueblo; o, tal vez, por las juergas que se corren justificadas por la condición de ser de los quintos.

—¡Eh, fulanito! —se oía con algarabía—. ¡Ya somos quintos!

Nunca he sabido muy bien por qué se llama quintos a los jóvenes que, en cada año, corresponde entrar en filas. Será porque, en el sorteo al que nos someten para incorporarnos al ejército en activo, son llamados una quinta parte de los jóvenes que, en él, cumplen los 20. A mí me parecía que éramos más.

A veces se utiliza el término ser quintos para señalar a aquellos varones que son de la misma edad y que les ha correspondido realizar el servicio militar en el mismo periodo.

—¡Somos de la misma quinta! —se escucha con frecuencia.

Cada año, los ayuntamientos facilitan a las cajas de reclutas las listas de los mozos que cumplen los veinte y son útiles para el servicio. Se asigna un número a cada uno, creo que por orden alfabético del apellido; y a esperar el sorteo, que, en sí mismo, ya es un acontecimiento. Del bombo que contiene diez bolitas, sale un número: «el uno…», y se introducía otra vez en el bombo; «el cuatro…»; y otra; y otra… «¡El mil cuatrocientos tal y tal!». Y, a partir de él, la suerte está echada. A los primeros números que continúan al que se obtenía se los envía a África; peligroso destino en los años que corren. El resto, a la península.

En esos días del sorteo, la frase que más se oye entre los mozos en el pueblo es:

—Y a ti, ¿dónde te ha tocado? — en morbosa curiosidad.

—¡Pues a la península!

Y cuando esa era la respuesta, se escuchaba:

—¡Qué suerte!

—¡A mí, a África! —podría ser la contestación.

—¡Vaya! ¡No te preocupes, la mili acaba pronto!

Algunas veces se oía: «Yo no voy a la mili, tengo pies planos». Nunca he sabido bien a qué anomalía fisiológica correspondía el término, pero así se comentaba.

Una parte de los reclutas llamados a reemplazo podían tener la fortuna de entrar a formar parte de ese excedente de cupo del que se hablaba. Es decir: si tu ordinal sobrepasaba el número de hombres llamados para incorporarse a filas, entonces serías excedente y en ese caso, te librabas de hacer la mili.

—¡Me vuelvo a casa! —podías oír y envidiabas su situación.

No ha sido mi caso, pero he tenido suerte en el sorteo: me tocó Madrid y, después de pasar dos meses de instrucción en un campamento, me destinaron al Regimiento Wad-Ras número 1, que está en el paseo de Moret, muy cerca de la Moncloa. Buen sitio.

No puedo decir que yo lo esté pasando muy mal. El año pasado termié mis estudios de Magisterio en la Escuela Normal de Toledo y en el cuartel me asignaron un destino favorable: impartir clases elementales de lectura y escritura a los soldados analfabetos, que hay muchos; tres de cada diez, dicen. Eso me libra de algunos servicios de armas, guardias y retenes, sobre todo.

Estaba esperando licenciarme a finales de julio y quería volver al pueblo para ver a mi novia y ayudar a mi padre y mis hermanos a acabar la faena de la trilla. En mi casa me necesitaban.

Mi hermano Ángel, el mayor, es el que más pendiente está de las faenas del campo y el cuidado de los animales. Ayuda a mi padre. El otro, Jesús, es aún muy joven, casi un niño; creo que en este momento debe de tener quince años. También tengo una hermana, Felipa, que ayuda a mi madre, se ocupa de las cosas de la casa y de la cochura de unas hogazas de pan que diariamente hacen y venden a una limitada clientela. Tenemos un horno de leña que da servicio a la demanda de las gentes del pueblo cuando necesitan hacer sus cochuras semanales, y esto, a mi madre, le proporciona unas necesarias «perras».

Después de las fiestas, en septiembre, tengo intención de desplazarme a Toledo para situarme. Mi deseo es establecerme como maestro en algún pueblo y, por estar más cerca de los míos, preferiblemente en Toledo o alguno cercano al mío. Tendría que hacer oposiciones. Ya se verá.

Ahora, la situación se está tornando incierta.

Los devaneos políticos que en España se están desarrollando en estos tiempos no son muy conocidos por la mayoría de la gente; la «del montón», como se nos clasifica. No teníamos gran interés. No sabíamos bien qué estaba pasando. Sí, nos enteramos de los sucesos por los comentarios que entre nosotros hacemos, o por lo publicado en algún periódico, generalmente atrasado, que cae de vez en cuando en nuestras manos. La información no es muy fluida, y en el Ejército, mucho menos. Aquí todo es callar y obedecer. Así es la máxima que se nos impone. Era mejor no saber nada de nada y dejar transcurrir el tiempo.

Esporádicas noticias nos llegaban. Especulaciones y a veces falsedades eran la base de nuestra información. En realidad, salvo a unos cuantos, a la gran mayoría nos importaba poco. Éramos simples espectadores de los acontecimientos y, aunque alguna decisión política nos pudiese afectar directamente, no queríamos hacerlo notar. Estábamos en la mili y, en esa situación, lo mejor era callar, obedecer y pasar desapercibido.

Sí, claro. En los momentos de ocio, en el patio o en la cantina, algo se hablaba entre nosotros; pero era mejor no dar opiniones que pudiesen situarte en un lado u otro del tablero. No es aconsejable denotar una decidida postura política. Podría llevarte a problemas en nuestra situación militar. Yo, en cuanto notaba que un tema de conversación derivaba a la política, me apartaba del grupo.

Por supuesto que había cosas que sabíamos. Los periódicos, no todos ni todos los días, llegaban a la cantina, casi siempre con retraso y, si antes no habían sido requisados por los mandos del cuartel, podíamos leerlos. Algún soldado, que tenía pase de pernocta porque su familia vivía en Madrid o salía del cuartel el domingo con permiso a dar un paseo por la ciudad, también traía noticias a su regreso. Después, siempre con discreción, entre nosotros había comentarios de los acontecimientos que nos llegaban.

Desde hace ya cuatro o cinco años, las cosas en España están mal. Muy mal, diría yo.

Se sabe que, hace ya unos años, después de las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 en las que ganaron los republicanos, después de que el rey Alfonso XIII se marchase de España, el pueblo se había echado a la calle con enorme alboroto, proclamando la Segunda República. Mucho ruido había: voces y manifestaciones, pancartas, banderas tricolores… Follón, en definitiva.

—¡Se acabó la monarquía! ¡Viva la República! —se vociferaba.

El nuevo Gobierno republicano, animado por la aclamación del pueblo, estaba queriendo «transformar» España, como ellos decían, en una nación más integrada en Europa, más moderna y de progreso. «¡Ya ves!», pensaba yo: «No sé qué progreso se espera. con la ignorancia y el nivel de incultura que impera en la población».

Pero «con la Iglesia hemos topado, Sancho», como dijo Cervantes en su Don Quijote. Pura utopía.

Con las elecciones generales de noviembre de 1933, ya constituida la Segunda República, llegó el CEDA, Confederación Española de Derechas Autónomas, de tendencia católica, así como otros partidos de centro derecha, como el Partido Republicano Radical y el Partido Agrario, que paralizaron las incipientes reformas que las izquierdas estaban promoviendo durante los primeros años de la República: libertad de expresión y manifestación, derechos consolidados de la mujer, educación laica y mixta y muchos otros.

¡Ocho gobiernos se han formado en dos años! ¡Fijaos bien...! ¡Ocho gobiernos! Esto nos puede dar una idea del desconcierto político que hay en España.

La entrada del CEDA en el Gobierno en octubre de 1934 ha llevado al pueblo al desencanto social, ha desencadenado protestas populares y, para colmo, una insurrección por el norte, que ha sido rápidamente sofocada por el ejército a base de pegar tiros.

Un par de semanas duró esa revuelta en Asturias. Ha sido sangrienta. En ella han muerto, no sé cuántos, pero muchos mineros y gente del campo. También metieron a muchos en la cárcel y dicen que los torturaban hasta matarlos. Aquella revolución obrera, con la posterior represión militar y las ejecuciones que han seguido después, ha radicalizado la situación y los dos bandos se han extremado aún más. «Fieras cuyo instinto es solo el de matar», decían los periódicos de derechas, como el ABC, que calificó el hecho de «macabra explosión marxista».

Pero los republicanos y socialistas no han condenado rotundamente la insurrección y alegan que «eso pasa por permitir la llegada al Gobierno de los enemigos de la República». Algo similar se ha publicado en algún otro periódico de izquierdas.

¡La mecha ya estaba encendida!

La polarización ideológica se está viviendo en la calle y me temo que la situación pueda determinar el devenir político de la nación. ¡Habrá lío!, pensábamos todos.

En las últimas elecciones, las del 16 de febrero de 1936, ha ganado el Frente Popular, y lo ha hecho por una escasa diferencia de votos. Muy pocos como para hacer que las derechas se conformen y quieran aceptar democráticamente los resultados, sobre todo cuando en el programa de gobierno de los partidos de izquierda, ganadores de las elecciones, se promete abolir los ya muy consolidados privilegios de la aristocracia y de la gente de dinero. Asimismo, se pretende limitar el poder del Ejército, incluso reduciéndolo considerablemente, según dicen. También se quiere acabar con el poder de la Iglesia, porque se mete en los asuntos del Estado y monopoliza la educación. En definitiva, pretenden cortar las alas a los ricos para ponérselas a los pobres.

Los logros sociales obtenidos por la República han sido claramente favorables a las clases obreras del Frente Popular: jornadas de ocho horas, igualdad de la mujer, educación y sanidad pública y reparto de las tierras que no producen; las de los ricos, claro. «¡Las tierras para quien las trabaja!», se comenta por las calles.

Como era de esperar, estas medidas son opuestas a los intereses de los colectivos afectados: la Iglesia, el Ejército, los partidos monárquicos y las clases privilegiadas.

En Madrid, los enfrentamientos armados entre militantes de los diferentes sectores políticos últimamente están siendo demasiado frecuentes.

¡Algo tiene que pasar! Se ve venir, me temo.

Se habla que los militares planean una sublevación, pero la gente, generalmente pasiva, es simplemente espectadora de los acontecimientos y se resiste a creer que algo así pueda suceder.

Habíamos comentado entre nosotros noticias inquietantes que se venían sucediendo. En el periódico del día 12 de julio, leímos que, a un teniente de la Guardia de Asalto, un tal José Castillo, le habían asesinado en la calle a tiros; al día siguiente, el 13, como represalia, algunos compañeros del asesinado fueron a buscar a su casa a José Calvo Sotelo, que era un conocido político de derechas, se lo llevaron y le pegaron un tiro en la cabeza; sin más.

La cosa ya está tomando mal cariz.

El legajo de la casa vieja

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