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5. ¿Y ahora, qué hacemos?

20 de julio de 1936

A las 7:30 debería haber sido el toque de diana habitual, pero hoy no habíamos oído la trompeta. Era raro.

La noche había estado revuelta. Observé que algunas literas se encontraban vacías. Allí no habían dormido todos los soldados; se veían camas sin deshacer.

Toda la noche se habían oído cuchicheos, corrillos que hablaban en voz baja, murmullos. Seguramente, después de la notificación de que el regimiento había sido disuelto y podíamos marcharnos, la tropa, desconcertada, hacía planes: ¿había que armarse y alistarse en el Frente Popular para marchar a la sierra de Madrid y evitar el avance de los golpistas facciosos?; ¿había que tomar una iniciativa personal de supervivencia y arreglárselas para salir lo mejor posible de esa incierta situación? Hubo quien, como mi amigo Adánez, de alguna forma justificaba la rebelión militar, el «levantamiento», como se decía; y creo que se planteaba la posibilidad de unirse a los sublevados. Era una sospecha mía.

Entre nosotros, comentábamos la situación y analizábamos las imprecisas opciones que teníamos. ¿Qué era lo correcto en nuestra situación? ¿Cómo debíamos actuar? Las opiniones eran muy diferentes y las posturas políticas que denotaban, también. Cuando llegábamos individualmente a la decisión que considerábamos mejor y más justa, tratábamos de arrastrar a algún compañero, con el convencimiento de ser lo mejor. El que cree tener razón, quiere difundirla y muchas veces imponerla.

Esa noche también habíamos oído ruidos en las dependencias anexas. Al lado del dormitorio se encontraba la armería; allí era donde se guardaban los fusiles. A muchos de ellos les faltaba el cerrojo y lógicamente eran inútiles para el disparo.

Se decía que el Gobierno había dado orden de armar al pueblo, pero, como se podía comprobar, no era fácil. Sí, podríamos tener fusiles colgados al hombro; pero sin el cerrojo, pieza fundamental, y sin balas, solamente sería un adorno.

En la sala de oficiales y en el despacho del capitán ya no había nadie. Sin entrar, lo comprobamos observándolo a través de las puertas acristaladas que daban al pasillo. Sorprendentemente, la mesa escritorio tenía los cajones abiertos y sobre ella una regla, un tintero, que permanecía milagrosamente en pie, y algún palillero con plumín. La papelera de alambrera contenía algunos papeles rotos y otros arrugados descuidadamente arrojados. El sillón se encontraba volcado en el suelo. Todo era desorden. Parecía como si el capitán hubiese salido precipitadamente y, al levantarse bruscamente, lo hubiese derribado sin preocuparse por levantarlo. Por prudencia, callábamos. Todavía no sabíamos cómo actuar.

Ya a las 7:00, incluso antes, algunos soldados se estaban marchando del cuartel, ahora sin vigilancia. Los vimos desfilar por el pasillo, entre las literas, cargando sus bolsas y macutos; y con azoro y en silencio, salían del cuartel.

A las 7:30 aproximadamente, el sargento entró en la compañía acompañado del cabo furriel, que arrastraba una cesta de mimbre con chuscos de pan y repartía uno a cada uno mientras pasaba por el pasillo entre las camas.

Parecía como que el sargento quisiera hacernos ver que no pasaba nada; que la rutina se mantenía como cada día y dando voces y golpeando con un palo los barrotes de las literas, decía:

—¡Arriba, arriba! ¡Vamos, dormilones! ¡Que hoy es día de arreglar las cosas!

Me extrañó que no dijese nada sobre la ausencia de muchos soldados. No sabíamos a qué se refería con eso de «arreglar las cosas», pero todo era tan incierto que yo ni siguiera me planteaba la situación. Saludé a mi compañero Santiago, que acababa de bajarse de la litera y, dándole una palmada en la espalda, dije:

—Vamos…. A ver qué nos depara hoy el destino.

Al bajar por la escalera de la compañía, nos encontramos con mi amigo Gabino, que había dormido en el dormitorio de abajo con su unidad, y juntos salimos al patio.

Allí el revuelo era enorme. Ni siquiera formamos, como era habitual. Todo el mundo iba de un lado para otro: algunos arrastrando un petate o con él al hombro, seguramente con intención de marcharse; otros habían conseguido un fusil y se reunían en un grupo que parecía que tramasen algo; y los más, como yo, mirábamos a todas partes sin saber qué pensar ni qué hacer. Vi cómo rompían los cristales de una ventana, la abrían y unos cuantos entraban a una estancia que yo no conocía.

—Da a la despensa y al almacén —informó Santiago.

Enseguida comprendí.

—Hoy, seguro que nos quedamos sin desayuno —dijo mi amigo Gabino—. Menudo follón hay armado… ¡Vamos a ver qué pasa!... ¡Ah!, y aprovechad bien el chusco que nos han dado, que puede que sea lo único que vayamos a comer hoy.

Los soldados se mezclaban sin orden: algunos ya sin uniforme; de paisano o vestidos con monos de mecánico, que no sé de dónde los habían sacado. Era, según me dijeron, la vestimenta adecuada para ser considerado proletario e integrarse en las milicias populares revolucionarias.

Un grupo con fusil al hombro, voceando consignas en contra de los subversivos, contra el clero y contra los empresarios se disponían a salir del cuartel dispuestos a luchar. Otros, como nosotros, éramos meros observadores. Y los más, temerosos de ser implicados y arrastrados a los acontecimientos, trataban de escabullirse sin saber dónde ni cómo.

Gritos e imprecaciones es lo que se vociferaba en el patio del cuartel.

—¡Viva la República! ¡Abajo los golpistas fascistas! ¡Mueran los curas! ¡Mejor sin religión y sin iglesias! ¡Al paredón!

Y más voces animando a la acción inmediata:

—¡A por los curas, que se meten en todas partes y se quedan con todo! ¡Ellos son culpables de nuestra ruina!

—¡Muerte a los ricos y a los terratenientes que se enriquecen con nuestro trabajo!

—¡Sííííí…! —contestaban apoyándola—. ¡Ellos se forran y a nosotros no nos dejan ni las mondas de las patatas que cultivamos para los suyos! ¡Cabrones! ¡Hijos de puta! ¡Vais a morir todos!

—¡Abajo los empresarios que nos explotan!

—¡Explotadores! ¡Se hacen ricos y a nosotros no nos dan ni para comer!

—¡La tierra para el que la trabaja; eso es lo que tiene que ser! —vociferaban.

A mí me parecía que nos habíamos vuelto locos de repente. Lo que hacía solamente un día era respeto y orden, ahora era algarabía y descontrol.

Las noticias, algunas con una base mejor informada, otras lanzadas sin más en función del pensamiento político de quien las difundía, corrían por el patio. De un lado a otro. Ora en voz alta, ora en somero cuchicheo.

—¿No os dais cuenta? —nos hizo ver el compañero Adánez, que se había unido a nuestro pequeño grupo—. Es como una estampida incontrolada. Odios contenidos que de repente se desatan y no son capaces de discernir dónde está el límite de lo que dicen o de lo que hacen. No saben razonar y, mucho menos, llevar al convencimiento con la lógica más elemental. Solamente entienden el lenguaje de la violencia. Esto no puede terminar bien. Si lo que pretenden es que las cosas vuelvan a su cauce normal y corregir los desmanes, hay que actuar con cabeza; y estos cenutrios no la tienen. Se creen que, porque les han dado un fusil, pueden imponer por la fuerza sus opiniones y cargarse al primero que les lleve la contraria o que no les cae bien. Y, para colmo, he oído que han soltado de la cárcel a todos los presos comunes para que se unan a ellos y favorezcan sus intenciones,… que vaya usted a saber cuáles son. Ahora, con el descontrol que hay, esos delincuentes estarán haciendo de las suyas. «A río revuelto, ganancia de pescadores», dicen por mi tierra. ¡Esto no se puede consentir!

Se produjo un corto silencio entre nosotros, tal vez reflexionando sobre lo que Adánez nos estaba diciendo.

—A alguien se le tenían que inflar las pelotas—concluyó— Era evidente.

Por los comentarios y la forma de describir la situación, estaba claro que Adánez, que ese era su apellido y por él se le nombraba, era partidario de adoptar una postura a favor de controlar ese desorden de la forma que fuese. Era evidente que su posicionamiento político era de derechas y creo que incluso sería favorable a la causa de los sublevados; aunque no lo manifestase abiertamente.

Se veía que Adánez manejaba dinero muy por encima de todos nosotros. Nos suministraba frecuentemente cigarrillos ya liados, a veces unos muy olorosos que se llaman Lucky Strike o algunos franceses que se llaman Goluas, o algo parecido. Vamos, de gente rica. Nosotros no teníamos su capacidad económica y nos conformábamos con los populares de la Compañía de Tabacos, que fumábamos de vez en cuando entre dos o tres y cada dos o tres días.

Por lo que habíamos hablado con él, sabíamos que era hijo de un afamado abogado de Madrid y que habitualmente vivía con sus padres por el barrio de Salamanca. Creo que, aunque era listo, había sido un tarambana que no se esforzaba en aprobar las asignaturas de la carrera de Derecho y, en un conato de rebelión tras una bronca con su padre, se había alistado voluntario en el Ejército para hacer la mili.

El cuartel se había convertido en un lugar descontrolado. Ya no había oficiales ni oíamos las imperiosas órdenes de sargentos. Cada uno campaba a su aire.

Un coche negro, con cinco o seis exaltados muchachos en su interior y alguno más en los estribos cantando La internacional entró por la puerta haciendo sonar el claxon insistentemente. Desde la ventanilla exhibían ondeando una bandera roja, con la hoz y el martillo, del partido comunista. Sin dejar de agitar la bandera, bajaron del vehículo y animaron a los presentes a unirse a cantar el himno.

—¡Viva el comunismo! ¡Cantad con nosotros el himno de la libertad! —gritaban a coro— ¡Viva la República!

En el centro del patio, un soldado con gorra de puntas, correajes y fusil al hombro, que vestía un mono azul y alpargatas de esparto, gritaba subido en un cajón con un megáfono en la mano:

—¡Compañeros! ¡Unámonos a las milicias que se están formando para acabar con estos hijos de puta! ¡Hay que impedir que entren aquí, en Madrid, y se hagan los dueños de la situación! ¡Están viniendo desde el norte y quieren entrar por la carretera de La Coruña! ¡Están mandados por un hijo puta, un tal general Mola, y hay que ir a impedírselo a los altos de Guadarrama, que es por donde pretenden pasar! ¡Vamos a por ellos! ¡Muerte a los fascistas!

Los que habían llegado en el coche negro cantando la internacional, exaltados, rodearon al miliciano que intentaba enardecer los ánimos de los indecisos soldados queriendo también participar en el mitin.

—¡En intendencia están dando armas a todo el que se aliste a las columnas del Frente Popular para detenerlos! —continuó el soldado— ¡A Madrid no pasarán!

Muchos de los presentes se animaron a apoyarle

—¡Viva la República!... ¡Vamos ya a por ellos!... ¡No perdamos tiempo y marchemos a la sierra de Madrid a detenerles y darles su merecido! —gritaban.

El soldado del megáfono viendo que su arenga lograba su objetivo, enardecido, voceó de nuevo:

—¡La República os necesita! ¡Defendedla! ¡Id al pabellón, recoged vuestro fusil y alistaos! —y continuó— ¡Ayer ya partieron hacia la sierra de Guadarrama varias columnas de milicianos voluntarios y tropas formadas por las unidades militares que, como la vuestra, han sido disueltas por orden del Gobierno! ¡Valientes como vosotros… que no dejaréis que una panda de cobardes enemigos de nuestra República logre evitar que España sea una nación democrática y de progreso, donde todos seamos iguales y se acaben los privilegios de los ricos y de los poderosos! ¡Allí ya, estos valientes republicanos han detenido a los falangistas y los requetés que vienen hacia Madrid con el traidor Mola ¡Quieren masacrarnos, pero no lo conseguirán, porque la sierra de Guadarrama será su tumba! ¡Muerte a los fascistas!

—¡Y a los curas! —gritó otro desde una ventana que daba al patio

—¡Viva el ejército del pueblo! —vocearon algunos de los presentes— ¡Muerte a las tropas de los traidores rebeldes!

Nosotros nos quedamos mirando la situación; sin saber qué pensar y mucho menos qué hacer.

—¿Es que os vais a quedar sin hacer nada? ¿Qué hacéis ahí parados como pasmarotes? —gritó otro miliciano también armado empujando a los que observábamos indecisos.

—¡Es hora de que detengamos a esos cabrones golpistas de derechas!, ¡esos traidores a España y a la República! —continuó el del cajón—. ¡A Madrid no pasarán! ¡A por ellos…! ¡Vamos a detenerlos! ¡Manifestad vuestra ira!

Me parecía que la situación podría llegar a ser peligrosa. Yo no sabía bien a qué venía esa arenga, pero estaba claro que pretendía reclutarnos para llevarnos a la guerra; a pegar tiros; a matar a semejantes, y esa idea, planteada de repente, no concordaba con mi ánimo de participar en ese conflicto que, ni quería ni entendía. Me dieron ganas de esconderme. No lo hice por respeto a mis amigos y porque no sabía por dónde escabullirme. Me entró miedo. Aquello me asustaba.

Había entrado más gente desde la calle; incluso algunas mujeres, vestidas de forma parecida a la de sus compañeros. También iban armadas y enarbolaban banderas rojas y negras, con las siglas de la CNT, y otras rojas, con el símbolo comunista. Me sorprendió su atuendo: pañuelo rojo al cuello, correaje y cartucheras a la cintura, y algunas el clásico gorrito militar de dos puntas con borla roja y, por supuesto, su Mauser al hombro y hasta alguna había con pistola al cinto.

A mí, la participación bélica activa, no me parece una actitud muy femenina precisamente, pero yo ya estoy desconcertado. Desde hace un par de años para acá, la reivindicación de la mujer se manifiesta en todos los ámbitos que se les ofrece y tienen oportunidad; yo creo que tanto se esfuerzan en ello, que llegan a olvidarse de su condición de hembras de una especie.

Mis compañeros también estaban desconcertados ante aquel espectáculo

—Bueno, —dije elevando la voz— esto solo sucede en Madrid; en mi pueblo, las mujeres son de otra forma

Ellas gritaban y se esforzaban en animar a que nos uniésemos a su grupo de exaltados milicianos. Cuando alguno, convencido, manifestaba su intención de sumarse a su grupo de milicias populares, alguna le abrazaba y estampaba y beso gritando para que todos lo oyesen y se animasen:

—¡Aquí hay otro hombre valiente!

No se sabía quién y cómo, pero habían requisado los fusiles Mauser y otras armas que normalmente guardábamos en los armeros de las compañías; el caso es que quedaron pocos a los que podíamos acceder y todos desmontados. Deduje que se habían llevado los furrieles a las dependencias de intendencia, porque a su puerta se había formado una larga cola para alistarse a las Milicias del Frente Popular y recoger, con cierto orden, un fusil y algunas municiones. Seguramente el traslado de esas armas a un lugar más seguro era lo conveniente ante el revuelo y descontrol que se había formado.

Había más gente esperando fusiles que soldados en el regimiento, y seguían entrando más paisanos desde la calle. Además, muchos de aquellos fusiles, como estaba previsto, carecían de cerrojo y, por tanto, eran inútiles.

—¿Y dónde están los cerrojos? — preguntaban.

—Dicen que en el Cuartel de la Montaña los tienen almacenados y que hay allí, por lo menos, cincuenta mil fusiles y mosquetones completos —contestó uno que parecía mejor informado— y también los cerrojos que nos faltan.

—Pues el Gobierno ha ordenado que se arme al pueblo, así que tienen que entregarlos —contestó uno aún con camisa del Ejército, que lucía unos galones de sargento, aunque no sabíamos si realmente le pertenecían.

—Pues a mí me parece que, tal y como se está estructurando todo, es un error —comentó Adánez con cierta lógica—. Para derrotar a los sublevados de derechas, las izquierdas tienen que estar unidas y eso, ya lo estamos viendo, es imposible. Todo el mundo manda y no hay una dirección única, que es imprescindible. Los comunistas, los anarquistas, los socialistas, los sindicalistas… cada uno por su lado buscado soluciones y dando órdenes. Así no puede ser. Los políticos del Gobierno podrán temer al fascismo, pero al pueblo, en posesión de armas y sin control, deberían temerlo aún más. Esa panda de energúmenos incultos de la CNT y otras similares, que son más dados a la lucha callejera haciendo solo desmanes, serán incontrolables y, ante el enemigo real, ineficaces. Lo primero que tienen que hacer, antes de darles fusiles, es crear una estructura organizada y bien dirigida, no como lo que ahora está pasando, que la actitud de estas masas populares es la de campar por sus respetos y hacer lo que les da la gana, sin orden ni control. Además, esas armas, la mayoría de ellos y las dispuestas señoritas, no sabrán usarlas.

—Puede que tengas razón —dije yo.

Lo malo es que, en la situación que se había generado, las emociones, exaltaciones y sus consecuencias eran ya difíciles de controlar. Este resultado, a la vista de los acontecimientos, debería de haber estado previsto.

Allí nadie sabía nada ni nadie imponía el orden más elemental.

Los oficiales del regimiento o se habían escondido o, tal vez, se habían vestido de paisano para pasar desapercibidos. La realidad era que por allí no se veía a ninguno.

Del pabellón de oficiales, ahora invadido, salió uno con uniforme de teniente. Arrebató el megáfono al miliciano que lo portaba y gritó subiéndose a la improvisada tribuna:

—¡Orden! ¡Orden, por favor! ¡Escuchadme! Los mandos de este regimiento somos leales a la República y, si queréis hacer las cosas bien, tenéis que guardar orden y someteros a la disciplina militar marcada en el ejército.

Las risas y pitidos se oyeron por el patio del cuartel.

—¿Y tú quién eres, «general»? ¿Eres tú quien nos dirá qué tenemos que hacer…? ¡Ja, ja, ja! —increpó un miliciano animado por las risas de sus compañeros.

—¿Y cómo sabemos que tú no eres uno de esos traidores rebeldes? —intervino otro, cargado de correajes y fusil en la mano.

—¡Escuchadme!, ¡escuchadme! —continuó sin hacerles caso— El coronel de este regimiento, don Tulio, fue destituido y apresado ayer por ser adepto a los golpistas. El y algunos oficiales más que le secundaban fueron apresados y conducidos a la Cárcel Modelo, que está aquí cerca. Los oficiales que permanecemos en el cuartel permanecemos leales a España y la República, y somos los responsables de esta purga de traidores. ¡Hacednos caso! ¡Con este desorden no lograremos nada y todo estará perdido!

—En Madrid —siguió diciendo—, los militares y otros que secundan la rebelión se han refugiado en el Cuartel de la Montaña. Allí están las armas que el pueblo pide y que necesitamos para defendernos. Tenemos que acabar con ese foco de resistencia y apoderarnos de las armas para formar los batallones bien armados e ir a detener a las fuerzas del general Mola que, por la carretera de La Coruña, se aproximan a Madrid desde el norte. ¡Tenemos que impedir que entren en la capital, porque si lo logran, estaremos perdidos y será una masacre! ¡Tenemos que defender a nuestros padres, a nuestras mujeres, a nuestros hijos…! ¡Pero para ello hay que terminar con este alboroto y organizarnos bién! ¡No vale solo con el entusiasmo o la rabia que demostráis! ¡Hay que actuar con orden y estrategia militar! ¡Nosotros, los oficiales con formación y experiencia, estamos con vosotros y a vuestro servicio! ¡Fiaos de nosotros, los militares profesionales fieles a la República, y así conseguiremos que los rebeldes no logren sus objetivos! ¡No pasarán!

—¡No pasarán! ¡A Madrid no pasarán! —corearon todos.

En ese momento, un camión que tenía burdamente rotuladas en blanco las siglas de la CNT irrumpió en el patio del cuartel, haciendo sonar insistentemente la bocina Unos milicianos subidos en el estante, sujetos por fuera, aferrados a las ventanillas y armados, gritaban:

—¡Al Cuartel de la Montaña! ¡Vamos a por ellos! ¡Que no quede ni uno! —y apoyaban sus proclamas haciendo disparos al aire con sus fusiles.

Más calladamente, a mi alrededor, también se escuchaban otros comentarios:

—¡Vaya desmadre! Así lo único que lograremos será enconar más las cosas y estropearlas —comentó uno.

—Esto parece una verbena. Aquí cada uno va a lo suyo. ¡Yo me largo! ¡Esto no tiene remedio! —dijo otro.

—¿Quién tiene una pistola? ¡Cambio «naranjero» por una pistola! —vociferaba un paisano que se había agenciado una gorra de plato con la estrella de alférez. Portaba un subfusil ametrallador, de esos que llamaban «naranjeros»; dicen que porque son construidos en Valencia.

«A quién se lo habrá quitado», pensé yo: «Hasta es posible que se haya cargado al verdadero oficial al que le pertenecía».

Ya no había guardia en la puerta. Ahora estaba abierta de par en par sin nadie que vigilara. Algunos soldados del regimiento ya se marchaban apresuradamente. Otros, como yo, estábamos desorientados. No sabíamos qué hacer. Necesitábamos saber algo más de lo que pasaba. ¿Qué nos encontraríamos ahí fuera? La incertidumbre nos detenía y hasta nos daba miedo el momento y la situación.

Fuera del cuartel se oían algarabías y algún tiro. Olía a humo y salí a la puerta para ver qué averiguaba. Me pareció divisar un penacho de humo, que parecía procedente de una iglesia que había por allí cerca. Ya se había comentado que los anarquistas y comunistas estaban quemando las iglesias y si encontraban al cura, le pegaban un tiro y listo.

Muchos soldados del regimiento ya no vestían el uniforme. Era conveniente confundirse con la gente y no llamar la atención. Por eso, lo mejor era vestirse como la mayoría. Llevar puesta una prenda que te pudiese identificar como militar, podría hacer dudar a los malpensados si eras o no uno de los rebeldes sublevados. Había que intentar que no te situasen por el atuendo en un bando u otro del conflicto. Un traje de chaqueta, un sombrero o unos zapatos cerrados, no podían usarse, porque parecerías un burgués de buena vida y, en este momento ese aspecto podía llevarte a una mala situación. Por lo que estaba observando, parecía que lo conveniente era vestirse con un mono de trabajo y calzar unas sencillas zapatillas o unas abarcas, como la mayoría. Yo no tenía esas prendas y tampoco sabía cómo conseguirlas. Por supuesto, portar un arma, en las manos, al hombro o al cinto, era sinónimo de miliciano o participante activo en el conflicto. En fin, un problema la apariencia en ese momento.

Yo también me quité el uniforme. Me vestí con una simple y poco lustrosa camisa blanca y unos raídos pantalones grises que me había metido mi madre en el petate la última vez que estuve en el pueblo.

Quería pasar desapercibido. No me impulsaba entusiasmo bélico alguno y me pareció lo más prudente, no fuese que me obligasen a subir al camión que se preparaba para partir, lleno de los nuevos milicianos armados con los fusiles que les habían dado.

Iban cantando y riendo, como niños con zapatos nuevos; como si fuesen a una romería.

Yo no lo podía entender. ¡Querían matar y así lo proclamaban!

No es que su motivo fuese el de defender la República y mantener el orden establecido, no; ¡ni mucho menos…! Ellos querían matar. Era una pandemia de odio que infectaba a todo el que se involucraba, y era ese odio, el marchamo con el que se estaba marcando a las generaciones de este nefasto siglo XX.

¡Qué tiempos malos me ha tocado vivir!, pensé.

Yo no era un cobarde; pero no estaba motivado para participar en aquella siniestra función de teatro y arriesgar mi vida por ninguna ideología. No la tenía o, al menos, no tenía ninguna de las que ahora imperaban en España y pugnaban por imponerse. No comulgaba con los pensamientos comunistas, marxistas, leninistas y todos aquellos istas que por aquellos tiempos proliferaban y que habían sido sembrados por el mundo entero; en especial por Europa después de la revolución rusa. Me parecía una quimera imposible y su teoría, destinada al fracaso. La condición humana no se podría adaptar a su lógica, aunque teóricamente pudiese parecer correcto. Siempre surgiría el dictador que, bajo sus premisas y valiéndose de promesas, mentiras y engaños, impondría las reglas del juego. Lo pensaba y siempre llegaba a la misma conclusión: «mal de muchos, consuelo de tontos», decían en mi pueblo. Si en algún lugar se instaura, el tiempo me dará la razón.

Tampoco estaba de acuerdo con la teoría fascista o nazi que salió a la palestra principalmente después de la Gran Guerra; donde el corporativismo o esa unidad monolítica del Estado, que exalta la idea de nación sobre la del individuo, elimina su libertad y su libre albedrío y donde un único partido totalitario determina el quehacer político de la sociedad que controla. Esa teoría, anularía la incipiente democracia que queríamos instaurar en nuestra sociedad española. Ni aun lo que nos quieren vender como plena libertad: el liberalismo extremo, donde cualquiera podía hacer lo que le viniese en gana; simplemente siguiendo lo que su moral o ética individual le marcara. Eso es lo que estaba sucediendo en estos días. Y por supuesto, mucho menos el anarquismo, que anula toda autoridad y nadie tiene la obligación de sujetarse a derecho. Así no se pueden controlar los desmanes: sin normas y sin leyes. Promulgando la abolición del Estado y cualquier tipo de gobierno. Menudo caos.

¡No!, yo no estaba por ninguna de esas opciones. Todo lo que estaba sucediendo era un desastre. A mi parecer, las alternativas que nos ofrecían los de uno u otro bando no eran válidas para establecer una convivencia de paz y conseguir adelantos sociales, que era lo que, curiosamente, los involucrados promulgaban. Yo no podía tomar partido por ninguno.

Analizando mi postura he llegado a la conclusión de que lo que sí soy es un perfecto demócrata; donde la libertad del individuo en expresarse, el diálogo y el consenso de la mayoría impone las normas de la convivencia.

Todos teníamos el derecho a elegir a quienes queremos que nos representen, a debatir en el parlamento su proyecto, a votarlo entre todos y la obligación de aceptar la decisión de la mayoría. Así se conseguía una convivencia pacífica y próspera.

¡Sí!, por eso sí que estaría dispuesto a luchar y a jugarme la vida. Pero por las alternativas que en ese momento me daban, no.

Mi reflexión me hizo guardar silencio un buen rato. Me hubiese gustado exponerlo al grupo que habíamos formado, pero no me atreví. Todavía no tenía el conocimiento suficiente de lo que cada uno pensaba para hacerlo con tranquilidad.

Estábamos allí los cuatro, parados, mirándonos y sin saber qué hacer:

—¡Vaya desmadre! —comenté por decir algo.

—¿Desmadre? ¡Locura, parece a mí que es!... ¡Yo me largo ya! ¡Me voy a mi casa! —dijo Santiago—Ya sabéis que mi padre tiene una peletería en la plaza Mayor, aunque con la que está cayendo, no sé si aún estará abierta. Lo dudo.

Y continuó

—Bueno; ya sabéis dónde encontrarme por si puedo ayudaros en algo. Solo tenéis que ir a la plaza Mayor y buscarla, está en los soportales. No tiene pérdida. Es la única.

Y, sin pensarlo dos veces, sin más despedida y sin nada en las manos, salió corriendo calle arriba, hacia la Moncloa.

—¡Adiós, Santiago…! —nos dejó con la palabra en la boca.

Allí, en el cuerpo de guardia ahora vacío, junto a la puerta, nos quedamos, indecisos, los tres restantes del grupo.

Sabíamos que Adánez vivía en Madrid y supuse que también se marcharía en cualquier momento.

—¿Y qué hacemos nosotros ahora? —preguntó Gabino—No tenemos dónde ir, claro, pero si nos quedamos aquí, en el cuartel, corremos peligro. No sé qué puede pasar ahora. Tened en cuenta que aún somos soldados, pero sin regimiento. Si nos quedamos, es posible que nos enganchen y nos líen para que nos alistemos a esas milicias de locos e ignorantes, que llevan a pegar tiros por esos montes de Madrid. Puede que nos suban a la fuerza a alguno de esos camiones; que nos den un fusil y que nos lleven a donde les de la gana… Hay que largarse. Ya nos apañaremos.

Adánez se nos quedó mirando y, tras un breve silencio, dijo:

—Nos marcharemos los tres juntos. Veremos a mi padre y seguro que a él se le ocurre algo… Ya veréis.

No teníamos nada que objetar ni alternativa a la propuesta que nos hacía. Pensamos que Adánez conocía Madrid, que estaría bien relacionado y nadie mejor que él para orientarnos.

—¡Vamos!; subid a la compañía a por vuestras cosas. —nos apremió— No carguéis con mucho; llamaríamos la atención y hasta es posible que tengamos que correr. No sabemos qué nos espera ahí fuera.

El legajo de la casa vieja

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