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3. Días de desconcierto ¡Malos días aquellos!

Madrid, sábado, 18 de Julio de 1936.

Hoy ha amanecido un día lluvioso y triste. El cielo está cubierto por unos nubarrones que presagian tormenta. Llevamos ya dos días encerrados en el cuartel. No sabíamos qué, pero algo se barruntaba. Es fin de semana. Habían suprimido los pases de pernocta habituales y doblado la guardia. Nadie podía salir.

Estábamos desconcertados. La sospecha flotaba en el ahora enrarecido ambiente del cuartel. «¡Algo está pasando!», pensábamos.

Ya, a media mañana, entre la tropa circulaban rumores de que había habido un golpe militar. Se hablaba de un tal general Franco, aunque pocos sabían quién era. La mayoría de nosotros nunca habíamos oído hablar de él.

—Dicen que ese tal general Franco fue el que acabó con lo de Asturias en el 34 —comentó uno.

—Y ahora, ¿va contra la República? —respondió alguien—. Si entonces la defendía…

—No creo que esté en contra —contestó otro—. Lo que debe de suceder es que al Gobierno se le han inflado las pelotas de aguantar tanta huelga, tanta manifestación y tanta inseguridad en la calle. ¡Algo tenía que hacer!

—¡Pues ahora resulta que a todos los que la armaron en Asturias y están en la cárcel los quieren poner en la calle, sin más…!

—¡Ala, como si no hubiesen hecho nada! —intervino alguien más—. ¡A la calle, porque sí!, ¡con la de gente que mataron…! ¡No hay derecho!

Surgió el debate.

—Bueno… ¡No, no…! Los que mataron no fueron los trabajadores asturianos que iniciaron la revuelta; fueron los militares y los guardias civiles, que se liaron a tiros y no dejaron títere con cabeza —intervino otro, encarándose a los que defendían la postura represora—. ¡Menuda la que armaron allí! ¡Dicen que mataron a inocentes, incluso a mujeres y niños! ¡Liquidaron a más de mil personas!

—¡Y yo qué sé…! — se oyó comentar a otro, desentendiéndose de la polémica—. ¡Yo estaba en mi pueblo, tan tranquilo y no me enteré de nada! ¡Que se apañen entre ellos, que a mí ni me va ni me viene! ¡Solo quiero que me dejen en paz…!

—¡Espérate! ¡So ignorante, tú harás lo que te ordenen! —le respondieron—. A ver si ahora te van a decir que tienes que ir para allá a pegar tú los tiros; y, dime: ¿qué puedes hacer…? Pues ná. Ir y a lo que te manden.

La verdad era que, entre la tropa, a la mayoría lo único que nos preocupaba era terminar cuanto antes esa impuesta obligación de hacer el servicio militar, cumplir con lo que se nos ordenaba para no soliviantar a nuestros mandos y regresar cuanto antes a nuestras casas. Por lo menos, esa era mi pretensión.

Con certeza, no sabíamos nada. El rumor que corría era que algunos jefes del Ejército se habían levantado en armas contra el Gobierno de la República. Que la rebelión había comenzado en Marruecos y que estaban involucradas las tropas moras. Que habían sido los regulares marroquíes los levantados en armas y que, transportados, no se sabía cómo, habían entrado a saco por Andalucía; como cuando entraron los musulmanes en la península ibérica en el siglo VIII, que creía recordar por lo que había estudiado, que también fue por las mismas fechas.

—¡Bah…! No os preocupéis… —intervino otro soldado, intentando terminar con la disputa—. Será que los moros, después de la que les dimos en Marruecos, están cabreados. Enseguida los meteremos en cintura, para que se vuelvan por donde han venido.

La verdad es que todas las conjeturas que hacíamos no tenían otro fin que el de acallar nuestra preocupación. Ya conocíamos cómo se las gastaban esos moros. Se había hablado de su crueldad y de sus espantosas acciones en la pasada guerra de África. Eran temibles.

¡A ver si ahora nos iba a tocar a nosotros ir a poner fin a esa insurrección de la que se hablaba! ¡Menudo plan!

La información, a nuestro nivel, era muy imprecisa y todo lo que se contaba tenía como base la ingeniosa imaginación de algunos. No sabíamos nada y esa incertidumbre nos llevaba a preocuparnos aún más por nuestra situación individual. Intuía que me iban a obligar a romper mis planes.

—Y ahora, ¿qué puede pasar con los que íbamos a ser licenciados? ¿Por qué nos tienen encerrados? —pregunté a Santiago, mi compañero de dormitorio que ocupaba la litera de arriba.

—No sé… —contestó sin entrar en debate con más comentarios.

Alguien que nos escuchó, dijo:

—¡Igual nos envían a nosotros ahora a pegar tiros a los moros! La hipótesis que se palpaba hizo que todos los que estábamos cerca mirásemos al agorero.

—¡Bah! —intervine yo en voz alta—. Lo que haya sido, será rápidamente sofocado, ya lo veréis.

Quise pensarlo así; pero la verdad es que estaba preocupado. Todos lo estábamos.

Mi amigo Santiago, el de la litera de arriba, era de Madrid, o por lo menos en Madrid vivía. Hablaba poco. Nos contó que su padre tenía una tienda de abrigos y pieles en la plaza Mayor. Yo no imaginaba que pudiese haber una tienda en la que solamente se vendían pieles, pero estábamos en Madrid, y en esta ciudad tan grande se vivía tan diferente a mi pueblo que me costaba trabajo imaginar cómo sería la vida en ella. Yo no salía del cuartel o salía muy poco a dar un pequeño paseo.

Nuestro desconocimiento de lo que estaba aconteciendo incrementaba la incertidumbre. La situación era angustiosa. Entre nosotros nos preguntábamos; nos mirábamos y callábamos. La ignorancia y el miedo nos tapaba la boca.

—¡Y yo qué sé…! —era nuestra contestación ante cualquier pregunta.

La mayoría de las veces respondíamos con un gesto o encogiendo los hombros a los numerosos interrogantes que se planteaban.

Aunque no era habitual, en algunas ocasiones nos llegaba a la cantina El Heraldo de Madrid, un periódico de tendencia democrática y republicana; pero hacía ya dos o tres días que no llegaba. Tal vez lo requisaban para limitar nuestro conocimiento de lo que sucedía. Por él nos enterábamos del gran desconcierto político y social que, en los días anteriores, se estaba viviendo en España: revueltas callejeras, manifestaciones, incluso tratos vejatorios y discriminados a mucha gente. También algún asesinato, se decía. Sabíamos que la situación social y política no era buena. Puede que algún soldado de los acuartelados pudiese haber hecho algún comentario, tal vez basado en su visión de los acontecimientos que se venían comentando. Pero en el Ejército la actitud de los mandos hacia la tropa era represiva y poco comunicativa. Nadie se atrevía a hablar. Mejor callar para no denotar una posición que pudiese perjudicarnos. No se sabía quién te podía estar escuchando.

Me preocupaba mi situación: parecía que mis planes podían trastocarse. Esperaba licenciarme a finales de julio y quería regresar al pueblo para ver a mi novia y ayudar a mi padre y mis hermanos a terminar la faena de la trilla.

Después de las fiestas del pueblo, en septiembre, quería desplazarme a Toledo e intentar situarme. Había terminado mis estudios de Magisterio. Por fin era maestro y deseaba establecerme en algún pueblo de la comarca y, por estar más cerca de los míos, preferiblemente en Toledo, que era mi provincia. Tenía que solicitar plaza. Ahora no sabía qué pasaría si la situación se tornaba incierta.

Veíamos cruzar el patio corriendo a los oficiales y jefes, y a nosotros nos tenían confinados en las dependencias de las compañías, sin dejarnos salir. No sabíamos nada y nos intrigaba esa actividad.

—¿Qué pasará? — nos decíamos.

—¿Habéis leído algo en el periódico? —pregunté en voz alta.

—He ido a la cantina y el último que había era El Heraldo del día 13, de cuando mataron a Calvo Sotelo, hace ya cinco días —dijo el compañero de la litera de enfrente.

Sabíamos y nos preocupaba, por noticias de alguna emisora de radio que pudimos escuchar y algún periódico que había caído en nuestras manos, que, en días anteriores, había habido revueltas por doquier: huelgas, manifestaciones, incluso actos de violencia callejera. El enfrentamiento de opiniones contradictorias enconaba la actitud del pueblo ante los sucesos que se venían sucediendo

—¡Eh, chicos…! He encontrado esto en una papelera, en las letrinas —nos dijo mostrando una hoja de periódico arrugada—. Es del Heraldo de hoy.

La extendimos sobre una de las literas y leímos.

—Pues la hemos jodido, muchachos; me temo que se nos puede terminar la tranquilidad —contestó alguien al fondo.


Madrid, domingo, 19 de julio de 1936

Hemos pasado mala noche. Hubo acallados murmullos, la compañía parecía un avispero. El sargento no se movía del pabellón e imponía silencio constantemente.

—¡Silencio! ¡A callar! —nos gritaba desde la puerta.

En un primer momento, callábamos; pero al poco tiempo, otra vez comenzaban los cuchicheos. No estaba la situación para tranquilidad.

Por la mañana, después del toque de diana y de fajina, como todos los días habíamos formado las compañías en el patio e izado la bandera tricolor de la República. Después, aunque lo esperábamos, no dieron la orden de «rompan filas» de inmediato, como era habitual; nos tuvieron formados en el patio un buen rato.

El sargento de guardia, con el furriel, y dos soldados salieron de las dependencias de oficiales portando un voluminoso cajón con dos asas y nos fueron dando, uno a uno, los cerrojos de los Mauser que se tenían guardados en el armero de las compañías. La instrucción siempre la hacíamos con las amas desmontadas y solamente estaban completas las que correspondían, en cada momento, a los soldados de guardia.

«Seguramente nos llevarán a la galería de tiro a hacer prácticas», pensé yo. Pero no era así.

—¡Ahora, suban a sus compañías y limpien, engrasen y monten sus armas! –—dijo el comandante situándose frente a la tropa formada —. ¡A las diez, revista con los fusiles listos y en traje de campaña!

La inesperada situación, carente de toda información, nos asustaba.

—¡Los oficiales y suboficiales de cada compañía revisen que todo esté en perfectas condiciones de operatividad! —ordenó dirigiéndose a los mandos y a la tropa—. Cuando sus armas estén dispuestas, se le entregará a cada soldado un peine de cinco balas. ¡Guárdenlo en la cartuchera! ¡No lo carguen en el fusil hasta que no se lo ordenen!

Estábamos desconcertados. Nos mirábamos los unos a los otros haciéndonos preguntas mudas. Nadie sabía ni comprendía nada.

Nuestra imaginación volaba: nos habían ordenado preparar el armamento; nos habían dado un peine de balas; nos dijeron que estuviésemos listos. Sabíamos que se había declarado el estado de guerra… Por lo tanto, la deducción era sencilla; nos enviaban a un servicio de armas. No sabíamos dónde ni contra quién, pero parecía evidente.

Teníamos conocimiento de que estaban sucediendo altercados en la calle e incluso creímos haber oído tiros y mucho jaleo. Un soldado de mi compañía había intentado ponerse en contacto por teléfono con su familia, que vivía en Madrid, para saber qué estaba pasando, pero no pudo. No nos dejaban llamar desde el teléfono de la cantina, el único del cuartel al que, con fichas, teníamos acceso la tropa. De hecho, lo habían desconectado.

Soldados de un pelotón de mi compañía, que acababan de salir de guardia, comentaban que, desde ayer, las guardias se hacían con la puerta cerrada; que por la calle circulaba gente dando voces y que llevaban escopetas y otras armas; que iban con banderas de los sindicatos y comunistas…

—¿Y qué decían? —preguntamos ansiosos de conocimiento.

—Decían: «¡Viva la República!», «¡Abajo el fascismo!», « ¡Acabemos con los traidores y con los curas!» y cosas parecidas.

También comentaron que habían aporreado la puerta del cuartel pidiendo armas.

El sargento y el teniente, los superiores directos que tenían mayor contacto con nosotros, no eran muy dados a comunicarse con la tropa, y menos en aquel momento en el que parecía que algo estaba pasando. Nos percatamos de que ellos tampoco sabían mucho. Además, se los veía nerviosos.

Por precaución, no nos atrevíamos a preguntar y solamente nos limitábamos a cumplir apresuradamente las órdenes que nos daban:

Murmullos. Cuchicheos en voz baja mientras engrasábamos y limpiábamos nuestros fusiles.

—¡Silencio! —gritó el sargento asomándose a la puerta de la compañía— ¡Vosotros a callar! ¡Limitaos a limpiar bien las armas y las cartucheras en silencio! ¡No quiero oír ni una palabra!

El silencio se produjo de inmediato. Solamente se escuchaba el roce de las baquetas con los cañones de los fusiles cuando se limpiaban o los paños frotando las cartucheras y las botas.

Estábamos desconcertados. No se oían risas como en otros días. Solo había gestos que mostraban ese preocupante no saber qué estaba pasando. Se percibía el miedo en la actitud de los soldados.

Era domingo. Por la anormal actividad que estábamos viendo en el cuartel, intuimos que hoy no íbamos a salir, como era habitual cuando no teníamos servicio.

Mientras limpiábamos nuestras armas, confinados en las dependencias de la compañía, oímos un gran alboroto en el patio. Nos asomamos a la ventana y vimos que había entrado a las dependencias del cuartel un coche negro. Tenía las puertas abiertas y dos soldados lo custodiaban. Uno de ellos, con el fusil Mauser dispuesto, expectante a lo que sucedía.

Acto seguido vimos salir de la zona de oficiales y jefes al coronel del regimiento, don Tulio López. Iba conducido a punta de pistola por dos oficiales; uno creo que era el capitán de mi compañía, al otro no le conocía. Subieron los tres al coche. Situaron al coronel entre ellos, en el centro en los asientos de atrás. Los dos soldados, uno el conductor, ocuparon los asientos delanteros; arrancaron el vehículo, dieron la vuelta en el patio y salieron del cuartel.

Solo nos faltaba ese espectáculo para que nuestro desconcierto y preocupación fuese aún mayor.

—¿Dónde llevan al coronel? —dijo un compañero—. ¿Habéis visto? ¡Le llevan encañonado!

Comenzaron las especulaciones. Se comentaba, pues siempre hay algún entendido, que, aunque no nos habían dicho nada, el Regimiento Wad-Ras, en el que estábamos, en principio se había unido a la rebelión militar: al «alzamiento», como lo llamaban. Pero en Madrid el golpe de Estado había fracasado y eso hizo que el coronel, como máximo mando y responsable, se entregase. Por eso fue arrestado y se lo llevaron.

—Pobre hombre —comenté—. No me parecía a mí mala persona.

Eran ya más de las diez de la mañana, que era la hora prevista para la revista, y esperábamos a que en cualquier momento nos llamasen a formar en el patio. Se escuchó el toque de llamada. La corneta no nos sorprendió. Todos estábamos inquietos y expectantes. No sabíamos, ni siquiera intuíamos, qué pasaría ahora. Ya con las armas limpias, engrasadas y dispuestas, nos esperábamos cualquier cosa. Todos, apresuradamente, bajamos al patio y formamos para pasar revista.

Las preguntas mudas se agolpaban en nuestra cabeza y la imaginación, incontrolada, basándose únicamente en especulaciones y en los comentarios sobre los acontecimientos que se decía que estaban sucediendo, creaba una incierta percepción de la realidad.

Temíamos las órdenes que podríamos recibir; pero, por otra parte, estábamos ansiosos por conocer qué estaba sucediendo.

Al bajar al patio desde las dependencias de la compañía, encontramos ya formado un batallón que no era de nuestro acuartelamiento. Otra sorpresa más. «¿Qué harán aquí?», nos preguntábamos: «¿A qué habrán venido?». Por las insignias que llevaban en el cuello de su uniforme, supimos que eran de artillería. Eso incrementó nuestro desconcierto. ¿Un pelotón de artillería en el centro de la ciudad?, ¿para qué?

Una vez formadas todas las compañías en el patio, el destacamento recién llegado estaba situado a la derecha de mi compañía. El ángulo de su disposición, en perpendicular a la nuestra, me permitía repasar visualmente a sus integrantes.

Me pareció reconocer a un soldado que, si no me había confundido, se llamaba Gabino y había sido compañero mío en la Escuela Normal de Magisterio de Toledo. Él no me reconoció o, al menos, no me miraba. Me pareció que me eludía.

Estudiaba las expresiones de esos soldados que venían de fuera. Examinaba sus actitudes respecto a sus compañeros. Buscaba no sabía qué, pero algo que me diese una pista de la incierta situación que estábamos atravesando.

—Si puedo, hablaré después con él — me dije a mí mismo.

El comandante, secundado por los capitanes de las compañías y algún que otro oficial, se situó en el centro del patio, frente a las formaciones.

El silencio de la tropa era sepulcral. Todos observábamos y esperábamos.

—¡Soldados! —dijo el comandante—. Hoy, la unidad de nuestro Ejército ha sido rota por algunos generales que quieren acabar con nuestra República. La rebelión ha sucedido en territorios alejados, en nuestros protectorados de África, pero su intento armado, en este momento, ya está siendo sofocado. Algunos generales y jefes de otras plazas dentro de nuestra geografía, unos pocos, parece que tienen intención de secundar esta rebelión. Nosotros, los españoles de bien, los buenos soldados patriotas y respetuosos con el orden marcado por todos democráticamente, tenemos la obligación de no permitírselo.

Y continuó:

—No creo que por ahora sea necesaria nuestra intervención, pero debéis estar preparados y alerta por si tuviésemos que reforzar la actuación de otras unidades, que ya están controlando estos focos de insurrección. Por eso, hasta nueva orden, no podréis salir del acuartelamiento y deberéis tener vuestras armas y equipo preparado y en perfecto estado de revista.

—¡La República os llama y os pide que la defendáis! —dijo levantando la voz.

La situación parecía que se nos complicaba aún más. Yo estaba asustado. No tenía más remedio que obedecer. Estaba claro que mis planes se habían trastocado definitivamente. Habría que esperar y ver el desarrollo de los acontecimientos.

—¡Rompan filas y tengan su fusil junto a ustedes en todo momento, en el armero de la compañía! —ordenó.

En otras ocasiones, la orden de «rompan filas», al verse la tropa liberada de la rigidez marcial, se recibía con júbilo y provocaba una algarabía, pero en esta ocasión no fue así.

Se deshizo la formación, con parsimonia; en silencio, con dejadez. Se notaba la tensión a la que nuestros pensamientos nos abocaban.

Cuando rompimos filas, tuve la oportunidad de abordar al soldado al que me había parecido que conocía, del destacamento que no era de nuestro regimiento y que había formado en el patio junto a nosotros.

—Hola… ¿Tú eres Gabino? —pregunté.

—Sí… Hola, Mariano —me reconoció—. Sí, me acuerdo de ti, pero ya ves cómo está la situación y no sé si es bueno que sepan que nos conocemos. Creo que la discreción ahora es importante.

—¡No me asustes, Gabino! ¿Por qué dices eso? ¿Qué es lo que tú sabes?

—Realmente no sé nada. Únicamente sé que esta mañana muy temprano nos han llamado, nos han hecho subir en dos camiones y, sin desayunar siquiera, nos han traído aquí.

—Pero tú, ¿dónde estabas?

—Estoy destinado en una compañía de artillería, en Campamento. Se ha ordenado que nos trasladasen urgentemente aquí, a este cuartel… Y aquí estamos. No sé para qué.

—¿Pero también habéis traído baterías aquí?

—¡Qué va! Solo con armas ligeras.

—¿Y para qué os han traído entonces?

—Tampoco lo sé, Mariano, pero aquí estoy… A lo que manden. Se comenta que aquí, en Madrid, no ha llegado a triunfar la rebelión militar, esa que han empezado en Marruecos y que se está extendiendo por el sur de la península. Supongo que nos han desplazado aquí por si acaso: para sofocar algún conato de rebelión contra la República, de alguna unidad que todavía quieran seguir las directrices de los sublevados. ¡No sé! No dicen nada. Solamente mandan y a obedecer toca.

Continuó:

—Dicen que algunos militares, partidarios de la rebelión en Madrid, ayer se refugiaron y se han hecho fuertes en el Cuartel de la Montaña, que creo que está aquí cerca. A lo mejor nos han traído aquí por eso. Vamos a ver qué es lo que nos mandan hacer ahora… ¡Cualquier cosa! También se comenta que en Madrid hay un follón de cojones; que se han hecho dueños de las calles los partidos de izquierdas, sin ningún orden ni respeto a nada ni a nadie; que cada uno actúa como le parece bien: los comunistas, los anarquistas, los sindicatos como la UGT y la FAE por otro lado y… ¡Yo qué sé! Igual nos envían ahora a nosotros a poner orden… ¡Menudo lío nos pueden armar!

Nos marchamos al edificio de la compañía a esperar órdenes, «A ver qué pasa ahora», pensábamos con preocupación.

La mía era la 4ª y ocupábamos la planta superior del pabellón cuatro. Al batallón al que pertenecía mi amigo Gabino lo alojaron en el mismo pabellón, pero en la planta baja, donde había un dormitorio con literas que ahora estaba desocupado.

Ya en las dependencias de la compañía, después de guardar mi fusil en el cuarto de armas, pregunté a mi compañero Adánez:

—¿Qué está pasando? ¿Tú sabes algo?

Adánez era un cabo de mi compañía que, aunque no conocía bien, yo tenía como mejor informado.

—No lo sé, Mariano —me contestó—. Pero a mí no me extrañaría nada que los que tienen la fuerza de las armas quieran acabar con el desmadre que hay en España: sin un Gobierno que controle la situación; con la gente soliviantada y haciendo lo que les viene en gana… No se respeta nada ni a nadie. ¿Y quién tiene la fuerza y puede?, ¡pues los militares! ¡Pues ahí lo tienes…! ¡Eso es lo que pasa!

—Se ha impuesto el odio sobre la cordura —continuó—. Hay enfrentamientos armados entre los militantes de los partidos políticos de derechas y de izquierdas; están matando a los curas, saqueando las casas, quemando iglesias… Y al primero que se les ocurre, porque no les cae bien o porque lo consideran de otra clase diferente a la suya, se lo cargan y listo. Si eres una persona con formación, o si eres empresario o tienes en el pueblo alguna tierra, ya te puedes esconder y pasar desapercibido, porque pueden ir a por ti en cualquier momento. ¡Puta envidia y nada más! ¡No sé qué podíamos esperar…! ¡A alguien se le han inflado las pelotas y ya está…!

—Y el Gobierno, ¿no hace nada? ¿Y el presidente Azaña(10) se queda tan tranquilo? — intervino Santiago, que nos escuchaba y estaba sentado en su litera.

— ¿Y qué va a hacer? —contestó Adánez—. Si ya no tiene ni fuerzas del orden público para detener la desastrosa situación que sufre el país. Ha degradado a muchos militares que se habían jugado el pellejo en la guerra de África. De veintiún mil oficiales que había, solo ha dejado ocho mil; y de dieciséis divisiones, se ha cargado ocho… Imaginaos cómo tienen que estar los militares. Y encima, en las últimas elecciones ha ganado el Frente Popular, que autoriza las huelgas y permite la insurrección. Los comunistas, que integran la coalición del Gobierno, quieren quitar las propiedades a los ricos para dárselas a los pobres. Lo están haciendo, de hecho, con las tierras de los que llaman «señoritos» en Andalucía. Esto no puede seguir así, sin ningún tipo de control. ¡Algo tenía que pasar! Desde mediados de junio, parecía que todo el mundo barruntaba que los militares planeaban una sublevación…

—Bueno… —dijo Santiago—, todo el mundo excepto este inútil Gobierno que tenemos. Al menos eso parece.

Yo escuchaba los comentarios y guardaba silencio. Prefería no opinar. Por supuesto que estaba en contra de que la gente se descontrolase y no se respetase el orden y la ley, pero rechazaba la represión y cualquier tipo de violencia. No me parecía correcto que las cosas se impusieran por la fuerza, y estaba convencido de que la única forma sensata y eficaz de gobierno era la democracia basada en el diálogo y el consenso. Estaba seguro de que era la condición indispensable para una convivencia pacífica y ordenada.

—Tenemos una República legalmente establecida y un Gobierno elegido por el pueblo, y a ello hay que atenerse —volvió a intervenir Santiago—. Si algo queríamos modificar, hay que hacerlo democráticamente.

Cierto era que, tras la ajustada victoria del Frente Popular, que era una coalición de partidos de izquierdas y en algunos aspectos radicales, algunas decisiones políticas fueron mal tomadas e inoportunas. Habían hecho temer a los grandes terratenientes, industriales, burgueses y oficiales del Ejército, así como un aumento del poder de la clase obrera, y parecía que tomaba forma la temida dictadura del proletariado, cercana a la revolución bolchevique.

A última hora de la mañana nos volvieron a llamar a formar en el patio.

—¡Bajad al patio todo el mundo y formad las compañías en uniforme de faena! ¡Sin armamento! —ordenó el sargento.

Cuando bajamos, el teniente y el capitán de la compañía ya estaban allí. Formamos.

El comandante se acercaba cabizbajo por el patio. Al verle llegar, el capitán y el teniente se cuadraron y saludaron.

—¡Atención! ¡Os va a hablar el comandante! —anunció el capitán.

—¡Soldados! —dijo el comandante en voz alta—. El Ministerio de la Guerra del Gobierno de la República ha emitido la siguiente orden:

Quedan licenciadas las tropas cuyos cuadros de mando se han colocado frente a la legalidad republicana.

Nos mirábamos entre nosotros, sin comprender bien qué significaba aquello que nos comunicaba el comandante. Creíamos estar junto a la República y a su servicio.

—Y en nuestro caso —continuó—, al haberse comprobado que el coronel de este regimiento, don Tulio López Ruiz, se disponía a secundar la rebelión militar perpetrada el día 18 de julio, y no habiendo sido nombrado mando sustitutivo, el Regimiento Wad-Ras queda en este momento disuelto; y las tropas que lo componen, licenciadas.

El desconcierto fue enorme. Fue tan sorprendente el comunicado que no sabíamos qué decir, qué pensar o qué hacer. Nos quedamos paralizados y en silencio. Mirándonos unos a otros pero sin deshacer la formación.

El comandante ya se retiraba, pero antes de desaparecer por el portal del pabellón de oficiales, volvió sobre sus pasos y tomó la palabra:

—¡Soldados! —dijo en voz alta—. Me consta que sois buenos españoles y fieles a la República; la que todos los españoles y la que vosotros mismos habéis instaurado en España para lograr un país moderno y de progreso, que mejore el bienestar de todos y no solamente el de unos cuantos privilegiados. Por eso os conmino a que defendáis nuestra nación de las hordas golpistas y que detengáis esta rebelión. Este traicionero y cobarde golpe de Estado pretende acabar con nuestra democracia e imponer la represión fascista, que quiere instaurarse en Europa y en nuestro país.

—Quiero que sepáis —continuó hablando— que esta rebelión militar que se ha iniciado en Marruecos ha asesinado impunemente a todos los oficiales que se mantenían fieles a la República en aquella zona, y están consiguiendo transportar en aviones tropas africanas a la península. Una ofensiva militar se ha iniciado en Andalucía y marcha hacia el norte por Extremadura, arrasando campos y ciudades; asesinando a inocentes y masacrando al pueblo desprevenido y desarmado. Al mismo tiempo, otras tropas rebeldes avanzan desde las ciudades castellanas del norte. Ambas tienen como objetivo entrar en Madrid. ¡Hay que evitarlo, soldados! ¡Hay que sofocar esa rebelión y acabar con los traidores! ¡Hay que defender España! ¡Viva la República! ¡Viva España! —y se marchó.

—¡Rompan filas! —ordenó el teniente.

Se deshizo la formación con desánimo y aquello fue un deambular de jóvenes hombres indecisos. Fue tal la sorpresa y el desconcierto que nos quedamos parados, incluso mudos. Ni siquiera sabíamos qué decirnos. Andábamos de forma cansina, sin rumbo. Yo no sabía qué hacer: si regresar a la compañía, si quedarme en el patio, si marcharme… Ahora, según nos había dicho el comandante, estábamos licenciados. Pero la situación irregular que se había generado nos tenía desconcertados. ¿Y el documento que certificaba nuestra licencia? Necesitábamos alguna documentación. ¡A ver si ahora salíamos a la calle y nos detenían por desertores! Teníamos todos que aclararnos y comprender.

Me topé con Adánez y con Santiago. Observé en ellos, por sus expresiones, una desorientación similar a la mía. Estaban parados juntos, pero sin decir palabra. Sorprendidos. Me uní a ellos.

—¡Ahora resulta que nos dejan a nosotros para que, a nuestro albedrío, impidamos que los golpistas logren lo que quieren… —dijo Adánez rompiendo nuestro silencio— Sin nadie que nos dirija y sin saber qué hacer…

—¡Están locos! —dije—. Esta orden sin sentido, esta absurda decisión o como quiera que se llame, equivale a liquidar el Ejército. Pero, entonces…, ¿quién defenderá la República?

—Pues, ¿no has oído lo que ha dicho el comandante? —intervino Gabino—. ¡Pues nosotros!; los que no queremos que los logros democráticos conseguidos se pierdan.

—Pero esto no hay quien lo entienda —dijo Adánez—. Una rebelión militar solamente puede ser sofocada por otra intervención militar. ¡No hay otra solución!

—¡Claro! —dije yo—. Lo que sucede es que el Gobierno de la República no tiene claro quién sigue siendo fiel y quién no. Si no fuese así, ¿no creéis que, después de destituir al coronel Tulio, no podían haber puesto a otro? Lo que pasa es que no saben a quién. No confían en ninguno.

—Se fían más de los que forman su Gobierno, de los sindicatos y los partidos comunistas y socialistas — habló Gabino—. Seguro que estarán al tanto de lo que ellos dispongan.

—O sea, que el orden constitucional —dije— lo dejan en nuestras manos. Las de cualquiera que quiera imponerlo. ¡Mal lo llevamos!

El patio del cuartel estaba revuelto. Los soldados, recién liberados de sus responsabilidades castrenses, se tomaban las libertades que el descontrol imperante permitía. Cada uno hacía lo que le daba la gana.

—¡Vamos a las compañías a por las armas! —gritaba uno—. Y vamos a hacerles ver quién manda aquí.

—¡Menudo error! —comenté—. Si se crean esas milicias populares voluntarias, no tendrán homogeneidad. Habrá algunos milicianos idealistas que sí, que se sientan comprometidos con la Constitución y con la República, y pretendan el orden; pero ¿qué va a pasar cuando los que solo miran por sus propios intereses se sientan con la fuerza que les da un fusil en sus manos?, ¿con esos a los que solo les mueve su envidia, la sed de venganza o que ven ahora la posibilidad de que esa «lucha de clases» que promulgan se apoye, más que en la razón, en la fuerza de las armas…? O, más lejos aún: ¿y si son delincuentes y solo les mueve su posibilidad de saquear o robar…? ¿O, peor, su odio?

Ante el lógico razonamiento, los tres nos quedamos callados, meditando.

—Si cada uno va a actuar a su criterio, si no hay unidad o alguien con liderazgo y capacidad estratégica que sea capaz de dirigir una adecuada intervención militar, estamos perdidos —dijo Adánez—. En este momento se necesita un Gobierno fuerte; un presidente que sea un líder al que seguir; unos políticos capaces de estar unidos ante la adversidad, de llevar el asunto a un consenso internacional que nos dé la razón y nos apoye… Y sin un Ejército fuerte, disciplinado y fiel que los frene, estaremos perdidos. Los sublevados lograrán lo que se proponen. Vencerán. Que no os quepa la menor duda.

Del legajo

El legajo de la casa vieja

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