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7. La familia Adánez

Fuimos por la Gran Vía hasta llegar a la calle de Alcalá. Llegamos a la plaza de Cibeles. Era tal la muchedumbre que allí había concentrada, con banderas y pancartas de «NO PASARÁN», que tardamos en atravesarla, intentando no involucrarnos con el arrebatado gentío. Subimos hasta la Puerta de Alcalá y después tomamos la calle Serrano en dirección a la calle de Goya.

Más coches, con las siglas burdamente pintadas en blanco de la CNT y la FAI, circulaban con milicianos y milicianas armadas. Algunos iban subidos a los estribos y sujetos de las ventanillas abiertas. Camionetas también repletas de hombres con el puño en alto, pertrechados y dispuestos a la lucha que decían encaminarse a la sierra de Guadarrama para detener las columnas del general Mola.

—¡Vamos compañeros…! —vociferaban a los transeúntes—. ¡Venid con nosotros a detener a los fascistas! ¡Hoy ya les hemos vencido aquí, en Madrid! ¡Ahora les venceremos antes de que logren llegar!¡Abajo Franco y sus tropas moras! ¡Abajo Mola y sus esbirros! ¡No entrarán en Madrid!

Cerca de la calle de Goya, un grupo de hombres y mujeres exaltados, cada uno portando su fusil amenazante, conducía a un grupo de unos seis u ocho hombres desarmados con los brazos en alto.

—A estos se los van a cargar —dijo Adánez.

Otro grupo numeroso bajaba por Goya con banderas: la negra y roja anarcosindicalista de la CNT y la comunista con el martillo y la hoz. Cantaban La internacional y animaban con el puño en alto a que los transeúntes que se iban encontrando para que se uniesen a su jolgorio.

Por la calle de Serrano anduvimos hasta Hermosilla. Casi esquina a la calle de Velázquez, en una casa señorial de cinco plantas, vivía Adánez. La fachada tenía unos amplios balcones en la planta principal, con barandillas de hierro y ventanas adornadas con cornisas labradas en el resto de las plantas. Se accedía a ella a través de unas amplias y macizas puertas de madera con sólidos herrajes de hierro. Solamente mantenía semiabierta una de las puertas.

Un descarado conserje, con cara de pocos amigos, nos salió al paso cuando intentábamos entrar.

—¡Eh, eh…! ¿Qué desean ustedes? — parece que no reconoció a Adánez y pienso que, en su inspección, no le debió de gustar mucho nuestra pinta.

—¿Es que no me reconoces, Andrés? —dijo Adánez—. Soy Juanito…

Se quedó un rato parado; mirándonos, primero a los tres y después a Adánez.

—¡Huy!,… ¡perdone, señorito! ¡Es que está usted muy cambiado! Como hace tiempo que no le veo… Y además como va usted vestido con un mono, pues…

Adánez, por pasar más desapercibido, se había puesto un mono de mecánico de los que se usaban en el cuartel.

—Y eso no es lo suyo, señorito —continuó hablando—. Usté siempre ha vestido muy elegante y no le había reconocío.

—No pasa nada, Andrés… ¿Sabes si está mi padre en casa?

—Bueno,… no sé…—titubeó— Bueno, sí lo sé; pero me tié dicho que no diga a nadie si está o no y que toque el timbre de la casa para que él sepa si sube alguien.

—¡Pues sí, vamos a subir! —dijo Juanito.

—¿Quiere usted que le avise?

—¡No, prefiero darles una sorpresa!

En el amplio portal, que daba acceso a un patio, había un coche negro lustrosamente limpio y brillante. Creo que era un Hispano Suiza. Seguramente sería del padre de Adánez, pensé.

Subimos al piso principal por la ancha escalera con barandilla de hierro forjado, pasamanos de madera y sofisticado ascensor en el hueco.

Nos encontramos con una puerta de caoba que denotaba lo señorial de la casa. Adánez llamó al timbre y vimos cómo la mirilla metálica bruñida se abría por dentro. Alguien, después de mirar por ella y emitió un gritito de sorpresa.

—¡Huy, Dios mío…!, ¡si es el señorito! —dijo al tiempo que abría la puerta— ¿Cómo lo iba yo a suponer?... Pasen, pasen. Ahora mismo llamo a la señora…

Adánez nos empujó al enorme hall de altos techos y trabajado artesonado de escayola que tenía la casa. Una vez dentro, cerró la puerta precipitadamente.

—¡Señora, señora! —fue corriendo y gritando la chica por el pasillo—. ¡Está aquí el señorito Juanito con dos amigos!

Casi al mismo tiempo salieron la madre y el padre, y se lanzaron a abrazarle y besarle.

—¡Hijo mío, nos tenías preocupados! ¡Hace muchos días que no sabemos de ti, y con lo que está pasando estábamos temblando!

Gabino y yo nos quedamos un poco rezagados, contemplando lo efusivo del momento.

El padre se nos quedó mirando. Su gesto denotaba sorpresa y curiosidad, o tal vez preocupación. No era momento de buenas formas.

Sin esperar la necesaria pregunta, Adánez informó:

—Estos son Mariano y Gabino, dos amigos compañeros del cuartel… Y que, por si no lo sabéis, nuestro regimiento ha sido disuelto y hemos salido para no volver más a él. Estamos licenciados.

—¿Licenciados? —dijo el padre manifestando su duda.

—Bueno… —respondió su hijo—. Eso nos han dicho. Al menos no tenemos que regresar al cuartel.

El padre nos examinó intentando hacerse una idea de lo que pensábamos y cuál sería nuestra posición en aquella España dividida. Su desconfianza era evidente.

Hubo un silencio y, dándome cuenta de la reticencia para abrirse a nosotros, me adelanté y dije:

—No se preocupe, señor —dije señalándonos— Nosotros dos somos maestros de escuela.

Me pareció que eso aclararía que no éramos la gente inculta que imperaba en ese momento por las calles

Y aunque nuestra postura es de respeto a la democracia —continué— no tomamos partido por ninguno de los bandos que ahora pelean. Solo deseamos que el orden sea restablecido y vivir en paz y libertad. Esperamos que eso sea pronto. No aceptamos este caos ni la violencia de unos y de otros.

—¡Ya…! ¡La situación está muy difícil! —respondió D. Manuel Adánez.

—Padre —atajó nuestro amigo, cortando la reflexión y las explicaciones—. Mis amigos no pueden volver al cuartel. No sé qué les pasaría… les obligarían seguramente a adoptar una postura que no desean y no tienen dónde ir. Tampoco pueden ir a su pueblo

El padre se quedó pensativo. Se fue para el despacho sin responder.

—¡Vamos, hijos! —interrumpió la madre—. Venid a la cocina y os prepararé algo. ¡Debéis de estar hambrientos!

La acompañamos y agradecimos unos huevos fritos que nos hizo la chica de servicio.

—¿Y los hermanos? —preguntó Juanito.

—Raulito está en su habitación —respondió su madre—. Como no ha habido colegio y no queremos que salga, se ha quedado en su habitación haciendo deberes. Ahora le diré que salga. Y Aurorita está en casa de la vecina, doña Asunción, escuchando la radio. Se entera de lo que está pasando y después nos lo cuenta….

—¡Ay, hijo mío! Qué desgracia lo que está pasando —continuó la madre—. La gente está loca y no sé lo que va a pasar… Dicen que los militares, esos que se han sublevado en Marruecos, quieren la guerra para acabar con todos los que apoyan esta República…. ¡Y que vienen subiendo hacia Madrid, matando a todo el mundo! ¡Que miedo!

Decía la radio, en una noticia de ayer, que en Badajoz han metido a todos los hombres que encontraban en la plaza de toros y allí los han matado a tiros desde el tendido. ¡Fijaos qué espectáculo! ¡Espantoso! Vienen hacia aquí y no habrá quien los pare, porque tienen cañones y tanques; y, además, saben cómo se usan. ¡Los de aquí solo saben envalentonarse dando voces y ya está! Todo el mundo quiere mandar y no se ponen de acuerdo. Yo estoy temblando.

Nuestro amigo se acerco a su madre y abrazándola dijo:

—No te preocupes, madre. Ya veras como todo se calma y enseguida se entra en razón. ¡No pasará nada!

Juan Adánez o Juanito, como le llamaban en familia, era el mayor de los tres hermanos.

Mientras comíamos, Mari, la chica, fue a avisar a Raulito, el pequeño de la familia, que vino corriendo y se lanzó a besar a su hermano mayor. Debía de tener como doce o trece años.

—¡Madre, madre…! —Aurorita, la hermana de Juan Adánez, también venía gritando por el pasillo—. Estaba en casa de doña Asunción y os he escuchado por la ventana del patio. ¿Es que ha vuelto Juanito…? ¡Juanito, Juanito!

Entró atropelladamente en la cocina mientras estábamos terminando los suculentos huevos fritos.

—¡Qué alegría, Juanito! —dijo—. ¿Por qué no nos has dicho nada? ¡Estábamos muy preocupados por ti!

—¡Bueno, bueno … ya ves que estoy bien! —contestó Juanito— No he podido hablaros por teléfono. Lo teníamos cortado en el cuartel

Aurorita se echó sobre él para besarle. Era algo más joven que Juan, una belleza de unos dieciocho o diecinueve años.

—Mira, este es mi amigo Gabino; y este es Mariano —nos presentó—. Ella es mi hermana, Aurorita.

Me quedé mirando aquella aparición como petrificado. Era como un ángel rubio. Me quedé sin palabras. Yo nunca había visto una chica con esa belleza. No supe qué decir. Me puse de pie y casi tiro la silla. Ni siquiera un «¡hola!» me salió. Le tendí la mano y sentí cómo ella, más que tomarla para estrecharla y saludarme, la acariciaba; y resbaló sus largos dedos por la palma de mi mano hasta que se perdió el contacto. No apartó su mirada de la mía, y eso me turbó aún más. Fue un momento de indecisión, de esos que parecen eternos pero que, realmente, no quisiéramos que terminasen nunca. Mi ritmo cardiaco se aceleró. «¿Qué me pasa?», pensé. Me noté acalorado, y sentí como el rubor debía de estar apareciendo en mi cara. Deseé romper esa situación imprevista y azarosa.

—M… muuucho gusto... —contesté azorado.

No supe si la escena fue larga o corta. No sabía cómo interrumpirla. Temía que la madre de Juanito o mi amigo lo notasen. Menos mal que el padre irrumpió en ese momento. Se asomó a la puerta de la cocina y, dirigiéndose a nosotros, nos llamó

—A ver;… ¡venid para acá!

Le seguimos hasta su despacho.

—Por favor; sentaos. —nos ordenó.

Lo hicimos los tres, en unas sillas que dispuso frente a su escritorio.

—No sé quiénes sois —dijo dirigiéndose a Gabino y a mí—. Y en este momento de incertidumbre, no es aconsejable fiarse de nadie; por buena sensación que causen. Pero, basta que seáis amigos de mi hijo, para que yo admita su buen criterio.

Continuó:

—Nuestra familia no vive ahora un momento muy tranquilo, y las circunstancias que nos rodean son muy inciertas. Solamente por vivir aquí, en esta casa que se ve lujosa, y tener una buena situación, podemos ser víctimas de la barbarie anarcosindicalista y de las exaltadas masas populares. De hecho, ya está pasando. En algunos casos, están entrando a saco en los domicilios particulares y robando lo que les da la gana con la excusa de requisar para la República. Y eso no es lo peor… Ayer mismo me dijeron que unos cuantos de esos que andan por la calle con fusiles, entraron en casa de un señor que vive por aquí cerca y cuyo único delito era tener una pequeña fábrica con una docena de empleados. Y no solamente saquearon su domicilio y confiscaron su coche, sino que además violaron a su hija y a él se lo llevaron… Ya podéis imaginar dónde… Menos mal que yo no tengo obreros que vengan a acusarme de explotador. Soy un simple abogado laboralista que he respetado a todo el mundo; aunque pueda ser que alguno que no haya quedado satisfecho con mi intervención me la tenga jurada.

—Como tú has dicho antes, Mariano —continuó dirigiéndose a mí—, cuando explicabas vuestra postura en esta España dividida, en esta familia respetamos el orden y deseamos que se restablezca lo antes posible. Tampoco abogamos por la violencia ni por la represión, pero somos conscientes de que no es la forma en la que ahora se están desarrollando las cosas. Las represalias, la venganza, la envidia y el odio son actitudes y sentimientos que afloran en un momento de descontrol como el que vivimos. Tenemos miedo de los criterios que esos exaltados se pueden formar sobre nosotros, porque de ellos pueden depender nuestras vidas.

—Si os ayudo, será con los ojos cerrados —dijo ahora mirándonos a los dos alternamente— Lo haré sin pensarlo y dejándome llevar por los sentimientos, más que por la razón. No sé si en estos inciertos momentos os podéis meter en algún follón o adoptar una postura más radical. Si eso fuese así y supieran que yo os he ayudado, nuestra familia correría peligro; y a mí, no sé qué me harían… aunque podéis intuirlo.

—Lo comprendemos, don Manuel. No se preocupe, ya nos las arreglaremos… —intervine yo. Y me levanté de la silla con intención de no agobiar más y marcharnos.

Gabino, titubeante también se levantaba. Salía ya por la puerta del despacho, comprendiendo su postura, cuando escuché que nos llamaba.

—¡Un momento! —nos detuvo don Manuel levantando la mano—. A mí también me da que sois buenos chicos… Y por eso voy a ayudaros en lo que pueda.

Volvimos a sentarnos despacio, en silencio y sin levantar la vista y esperando lo que quisiera decirnos.

—Vamos a ver —dijo dirigiéndose a su hijo Juanito—. La prima Antonia, sabes que tiene una pensión en la calle Fuencarral. Ahora, tal y como está la situación, no tiene huéspedes. He hablado antes con ella por teléfono y le he pedido que, por favor, acoja a tus amigos por unos días. Tampoco se fía mucho de la gente. Por eso, Juanito, tú tendrás que acompañarlos, para que no desconfíe. Tened mucho cuidado y evitad los tumultos en la calle. No intervengáis en nada y procurad pasar desapercibidos. Cuando los dejes allí alojados, vuelve inmediatamente a casa. Por favor, no nos tengas en vilo.

—Y vosotros, si necesitáis algo u os encontráis en algún apuro —nos dijo mirándonos—, podéis llamar a Juanito por teléfono. Si puedo, intentaré ayudaros. El número del teléfono Juanito os lo dará. No lo escribáis en ningún papel. Aprendedlo de memoria. Es más seguro. No quiero que nos relacionen.

—Muchas gracias, Don Manuel —dije— No queremos ponerle a usted en ninguna situación comprometida. Le estamos muy agradecidos y esperamos no tener que molestarle

—No es molestia —dijo ofreciéndonos su mano— Hay valores, como el de la amistad, que no podemos perder. Sois amigos de mi hijo y eso hace que también lo seáis míos.

—Y el de el agradecimiento, Don Manuel —volví a decirle— Siempre le estaremos agradecidos

Regresamos a la cocina a despedirnos de la madre y la hermana de Juan. Allí estaba también el pequeño, Raulito, que inmediatamente se lanzó sobre su hermano Juanito con la alegría desbordada de su corta edad. Me pareció un chico educado y espabilado.

—Adiós, señora. Muchas gracias por todo —nos besó en la mejilla y su hija, Aurorita, también se apresuró a besarnos, primero a Gabino y después a mí.

Me dio la sensación de que el beso que me daba a mí se prolongaba más de lo normal. Si no era así, al menos fue lo que yo deseaba, y así lo percibí… Y ¡cómo olía! Fue un momento que rememoré después durante mucho tiempo.

El legajo de la casa vieja

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