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Cruzamos por el barrio de las tiendas y las oficinas, por parte del distrito residencial y llegamos al edificio sede del gobierno estatal. Como quizá ya sabe todo el mundo, dicho edificio está enclavado en una enorme parcela de casi tres kilómetros cuadrados; se trata de los últimos terrenos llanos que hay en esa parte de la ciudad.

Doc enfiló hacia el sur por una calle que conducía a un cañón y, cosa de un kilómetro y medio después, se detuvo ante una casa encajonada sobre la ladera de una colina.

Se trataba de una casa bastante antigua, de dos pisos y planta cuadrada, con una larga galería en la fachada delantera. Con la salvedad de los enrejados cubiertos de hiedra que prácticamente ocultaban las ventanas, daba la impresión de estar fuera de lugar en un entorno como aquel.

Doc condujo el coche por el caminillo del jardín y lo aparcó en la única plaza libre que quedaba en el garaje de cuatro plazas. Un cupé, un deportivo y otro sedán —todos últimos modelos— ocupaban las plazas restantes. Echamos a andar por el caminillo y llegamos a la puerta delantera de la vivienda.

Se encontraba abierta y las luces del interior estaban encendidas. Había un pasillo, con habitaciones a uno y otro lado, que conducía directamente a la parte posterior. Al echar una mirada escaleras arriba, vi que la planta superior tenía la misma distribución.

Con un gesto, Doc me indicó que lo siguiese escaleras arriba.

Tras llegar al piso de arriba, nos detuvimos ante la primera puerta a la derecha. Doc levantó la mano.

Del interior llegaba una música a bajo volumen; oí que un hombre estaba hablando con una voz ronca y queda y que una mujer reía con suavidad.

Doc llamó a la puerta sin hacer mucho ruido. La conversación y las risas cesaron. Se oyó un movimiento en el interior, así como el clic de una puerta al ser cerrada.

—¿Quién es?

—Doc.

—Ah. —En la voz ronca resonó una nota de irritación.

Una llave giró en la cerradura y la puerta se abrió de golpe.

El hombre tendría unos cincuenta años y era bajito, más bien gordo, no muy distinto a Doc en lo físico. A pesar del pelo desgreñado, del rostro enrojecido por el alcohol y del hecho de que iba vestido en pijama, su expresión era pomposa. Hizo caso omiso de Doc y me miró con el ceño fruncido.

—¿Y usted quién carajo es? —quiso saber.

—Es el joven de Sandstone del que le hablé —intervino el doctor Luther—. Pat, le presento al senador Burkman. El senador ha sido de mucha ayuda a la hora de conseguir su puesta en libertad.

Burkman abrió mucho los ojos, de modo exagerado, y hundió uno de sus dedos rollizos en mi pecho.

—Y un carajo es él —resopló—. A mí no me engaña. Como mucho, este chaval se ha escapado de la escuela religiosa de los domingos.

Doc le sonrió muy débilmente. O igual no sonrió en absoluto. Aquellos colosales dientes superiores suyos resultaban engañosos.

—¡Pero bueno! —exclamó el senador, estrechándome la mano con fuerza—. Pat... Pat Cosgrove, ¿no es así? Me alegro de haber podido ayudarlo. Es una lástima que no haya podido conocerlo en circunstancias más propicias. —Se echó a reír y me dio una palmadita en el hombro.

—Espero no haberlo molestado —dijo Doc—. Tenía miedo de que se marchara antes de que tuviera ocasión de verlo. Pat necesita un empleo.

—Pensaba que era usted quien iba a proporcionarle trabajo. Yo ya he hecho bastante.

—Es una lástima que vea las cosas de esa forma —respondió Doc—. Me pregunto si puedo decir algo que sirva para hacerle cambiar de idea.

Se quedó mirando a Burkman con aire pensativo y con los tres dientes salientes descansando sobre el labio inferior. Burkman se ruborizó.

—Ya me gustaría, Doc. Pero resulta que necesito todos y cada uno de los empleos que quedan por adjudicar en mi distrito electoral. ¡Las próximas elecciones se presentan muy reñidas, amigo! ¿Por qué no lo habla con Flanders, con Dorsey o con Milligan?

—Ellos también van a tener que vérselas con unas elecciones muy reñidas.

—Bien... —Burkman vaciló con el ceño fruncido—. En fin, qué demonios. Voy a cumplir. Mañana lléveselo a hablar con los de la Comisión de Carreteras.

—¿Le parece que mencione su nombre a Fleming?

—Sí... No. Yo mismo hablaré con él.

Cerró la puerta al momento, como si tuviera miedo de que fuéramos a pedirle otros favores. Doc y yo bajamos por la escalera.

Recogió su sombrero de la banqueta, insertó una llave en la puerta situada junto a la entrada y me hizo una seña para que entrara.

—¡Cariño! —llamó—. ¡Lila!

Me dejó donde estaba, se dirigió a la estancia adyacente y atravesó el resto del apartamento.

Miré en derredor. Me dije que la sala estaba un poco demasiado llena de cosas para que la decoración fuera de buen gusto. Había varias estanterías atestadas de libros, un piano y un aparato que era una combinación de radio, fonógrafo y televisor. Junto a la ventana había un largo canapé y un diván más largo todavía al otro de la estancia, una tumbona y tres sillones mullidos a más no poder. Aproximadamente en mitad de la sala había una mesita baja con cubierta de espejo y una maceta insertada en el centro.

Doc regresó y cerró la puerta a sus espaldas de un portazo.

—La señora Luther no está —dijo con irritación—. Tampoco esperaba que lo estuviera, o eso supongo. En fin...

Alguien llamó a la puerta exterior, interrumpiéndolo. La abrió de golpe.

—¿Y tú por dónde andabas? —inquirió al negro vestido con chaquetilla blanca en el umbral.

—Atendiendo al grupo del ala norte, señor. —El negro, un joven esbelto y de rasgos agraciados, sonrió con intención apaciguadora—. Uno de los caballeros se puso un poco enfermo.

—¿La señora Luther ha dejado algún mensaje para mí?

—No, señor.

—¡Ya! —soltó Doc—. Supongo que has dejado preparada la habitación sur de la parte posterior, ¿no es así? ¿O es que te has olvidado?

—Diría que está preparada, señor. Y quisiera añadir que...

—Vamos allá. Usted también, Pat.

Fuimos por el pasillo; Doc delante, y el negro y yo detrás. Al llegar frente a la última puerta a la derecha, el negro dio un paso al frente, sacó una llave con llavero del bolsillo y abrió la cerradura. Encendió la luz, y luego Doc y yo entramos pasando por delante.

Era una habitación del tipo que uno encontraría en un hotel de primera categoría. Los escasos detalles individuales consistían en una minúscula barra de bar con dos botellas, un humidificador para cigarros sobre un soporte giratorio y con tres clases de cigarros, así como un revistero con diversas publicaciones.

Doc encendió la luz del cuarto de baño y de nuevo se giró hacia el negro.

—Así que todo estaba preparado, ¿eh? —espetó—. ¿Y dónde están los pijamas, el cepillo de dientes, el peine, los artículos de afeitado? ¿Y las camisas, los calcetines, la ropa interior... todas esas cosas que te ordené que compraras?

—Las tengo todas, señor. Todas. Lo que pasa es que no me ha dado tiempo a...

—¡Bueno, pues manos a la obra! ¡Y llévate ese teléfono de aquí! —Doc me miró con una nota de disculpa en los ojos—. Pensé que no iba a hacerle falta, Pat.

—Y no me hace falta en absoluto —repuse.

Se dejó caer en un sillón y echó la cabeza hacia atrás. Se quitó las gafas y procedió a limpiar los cristales con aire pensativo. Me producía lástima y cierto embarazo. Resultaba más bien penoso ver a un hombre trastornado por una mujer que, era evidente, no tenía la menor consideración por sus sentimientos.

El negro desconectó el teléfono y se marchó con él. Volvió al cabo de un minuto o dos y empezó a apilar diversos artículos en la cómoda y el cuarto de baño. Cuando terminó, Doc le dijo que nos preparase un par de copas.

—Esta noche estoy muy cansado, Willie —comentó, mientras el joven le entregaba la suya—. Siento haberte hablado con brusquedad.

—No hay problema, doctor.

—Si la señora Luther vuelve antes de una hora o así, por favor dile que estoy aquí.

—Sí, señor.

El negro se fue, cerrando la puerta sin hacer ruido. Doc se volvió hacia mí y me señaló con el vaso.

—Bueno, Pat... ¿Cree que va a arreglárselas en este lugar?

—No sabría decirle —respondí—. Ya sabe cómo son las cosas en Sandstone. Allí nunca falta de nada y el huésped siempre tiene razón.

Sonrió, y añadí que no era necesario que se desviviera tanto por mí. Estaba más que dispuesto a dormir en cualquier rincón, y no por ello me sentiría menos agradecido.

—Olvídelo, Pat —dijo—. Esta es la habitación más sencilla que tengo. Y no me siento inclinado a discriminar a mi único huésped digno de tal nombre. Y bien, ¿qué le ha parecido el senador?

—No voy a formarme ninguna opinión —respondí—. Durante los próximos dos años, por lo menos, me limitaré a tomar prestadas las suyas.

—Entiendo que lo dice en serio.

—Así es.

Con la mirada baja, removió el whisky en su vaso.

—Pat, espero sinceramente que todo esto termine saliendo bien. La verdad, es usted considerablemente distinto a lo que me imaginaba. No creía posible desarrollar un interés personal tan grande en... eh...

—¿En un atracador de bancos? No me dediqué mucho tiempo a ese tipo de negocio, Doc.

—Por supuesto, me alegro de que nos llevemos así de bien —prosiguió—. Pero lo que estoy tratando de decirle es que me llevaría un disgusto bastante mayor de lo esperado si algo malo le sucediera.

—¿Algo malo? —apunté.

—En relación con su libertad condicional —precisó con una celeridad que me resultó extraña—. Supongo que es consciente de que la decisión ha sido tomada de forma un tanto irregular.

Tragué saliva. Con dificultad.

—¿Me está diciendo que hay cierto peligro de que...?

—Bueno, no nos pongamos nerviosos. Tan solo quería advertirle que vamos a pasar un mal rato cuando nos presentemos ante Myrtle Briscoe mañana por la mañana. Ya sabe quién es. La directora de prisiones del estado. Y la presidenta de la Junta para la Concesión de Libertad Condicional.

—Lo sé, sí —dije—. Espero que...

—Myrtle preferiría que se pudriese en el infierno antes de otorgarle a usted la libertad condicional a mi cargo o al de alguno de mis conocidos. Y sin pestañear. Pero resulta que Myrtle a veces tiene que ausentarse de la capital por razones de fuerza mayor y, por ley, el gobernador entonces se convierte en el director y presidente en funciones. La ley establece que ejerza como director de todo departamento en ausencia del titular.

—Pero, según tengo entendido, se supone que el gobernador no tiene que hacer uso de dicha prerrogativa...

—No, excepto en caso de emergencia, y me parece muy improbable que pueda darse una emergencia de ese tipo. Es un aspecto clave del principio democrático. Myrtle ha sido elegida (y solo Dios sabe cuántas veces, por cierto) porque a los votantes les gustan sus principios. El gobernador, quien tan solo está en el cargo para rapiñar todo lo que pueda, ofrece otras cosas a los votantes.

—¿Qué...? —Tragué saliva otra vez—. ¿Qué es lo que esa mujer puede hacer, Doc?

—No quiero que se ponga nervioso, Pat. Daba usted la impresión de ser un hombre con la cabeza muy fría y por eso me dije que podría sincerarme con usted.

—Puede hacerlo —respondí—. Voy a hacer lo posible para olvidarme del infierno de Sandstone.

—Bueno, pues no hay nada que ella pueda hacer. No puede impedir lo que es un hecho consumado. Sí, claro, siempre puede explayarse en los periódicos, valerse de sus influencias y demás, pero todo ese esfuerzo tampoco le serviría de mucho. Usted ya está en la calle. Su táctica va a ser la de explotar dicha circunstancia.

—¿Y cómo puede hacerlo?

—De muchísimas maneras, más de las que se me ocurren en este momento. —Bostezó y se levantó del sillón—. Pero, bueno, de eso me ocupo yo. Sabremos más al respecto por la mañana, cuando vayamos a hacerle esa visita de cortesía.

—¿No podríamos...? ¿Estamos obligados a ir a verla? —pregunté.

—Pues claro que sí. Cualquier retraso por nuestra parte sería muy arriesgado. Es más, supongo que tendrá que ir a verla una vez al mes a lo largo de la duración de la libertad condicional. No creo que Myrtle vaya a dejar un caso como el suyo en manos de cualquier funcionario de tres al cuarto.

—Ya —dije—. Quien avisa no es traidor.

Soltó una risita y se dirigió hacia la puerta.

—Eso está mejor. Está bien comprobar que no me equivocaba en lo referente a usted. Lo último que me hacía falta era que estuviese hecho un manojo de nervios.

—Entiendo —dije—. Haré lo posible por no molestarlo.

—Bueno, tampoco es para tanto. Va a necesitar mucha ayuda para ponerse al día, y para mí será un placer proporcionarle esa ayuda. Lo único que no quiero es que se ponga nervioso sin razón y nos complique las cosas a los dos.

Nos dimos las buenas noches.

Empecé a desvestirme, preguntándome cuáles eran sus motivaciones y el porqué de dichas motivaciones. Al final todo se reducía a saber qué clase de individuo era en realidad: el hombre amenazador de mirada fría que había achantado a Burkman o la persona que se había mostrado indignada con la contaminación en el río y avergonzado de formar parte de una estructura contaminante en general.

Fuera cual fuera la respuesta, una cosa estaba clara: Doc Luther era preferible, y con mucho, al director Fish. Me sucediera lo que me sucediera, nada podía ser peor que encontrarme en Sandstone otra vez. Antes prefería estar muerto.

Me acosté con ese pensamiento en la mente.

Libertad condicional

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