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Una muchacha de rostro alargado, cabello grasiento y gafas con montura de carey estaba escribiendo a máquina con dos dedos.

Levantó la cabeza cuando entramos, hizo amago de sonreír... Y al momento dejó muy claro que había cambiado de idea. Las ventanas de su nariz oleaginosa se estremecieron ligeramente.

—¡Vaya! —dijo.

—¿Cómo está usted? —saludó Doc—. ¿Sería tan amable de informar a la señorita Briscoe de que el doctor Luther y el señor Cosgrove están aquí?

—¡Ya lo creo que sí! —espetó la chica—. ¡ No se preocupen por eso!

Se levantó, anduvo hasta una puerta que lucía el rótulo de PRIVADO y llamó con los nudillos. La abrió y asomó la cabeza al interior.

—Señorita Briscoe, el doctor Luther y el señor Cosgrove han venido a...

Un vozarrón zanjó:

—Así que se ha presentado, ¿eh? Muy bien... ¡Cierre con llave la caja fuerte y hágalos pasar! ¡Que entren los dos!

La chica se volvió con el rostro enrojecido y una sonrisa desagradable.

—Pasen, pasen... caballeros.

Entramos y a continuación la chica cerró la puerta a nuestras espaldas.

Creo que todo preso y antiguo preso del país ha oído hablar de Myrtle Briscoe. Por entonces llevaba treinta años siendo reelegida para un cargo que en principio era una sinecura... Y seguía siendo honrada.

Apenas medía un metro sesenta, incluyendo el moño color rojizo descolorido. Iba vestida con una blusa blanca con cuello alto, botines con cierre de botonadura y una falda que recordaba una de esas mantas empleadas para ensillar a los caballos.

Se levantó en el momento en que entramos en su despacho, pero no hizo el menor gesto para estrecharnos la mano.

—Siéntense ahí —ordenó secamente—. ¡No, no! Dejen las sillas juntas como están. ¡Quiero tener bien controlados a dos pájaros como ustedes!

—Por favor, señorita Briscoe —intervino Doc—. ¿No le parece que...?

—¡Cállese la boca! —tronó ella—. ¡Cierre esa bocaza y manténgala cerrada hasta que le diga lo contrario! Cosgrove, ¿de dónde ha sacado esas ropas? Parece el vendedor de una casa de empeños...

—Señorita Briscoe —dijo Doc—. No voy a tolerar que...

—¡A callar, he dicho! Y bien, ¿Cosgrove?

—Me las ha comprado el doctor Luther.

—¿Por qué?

—Porque hace demasiado frío para andar sin vestir —respondí—. Y parece que los fondos estatales para comprarlas se han agotado.

—No me diga. —Se arrellanó en la silla, con un destello peculiar en la mirada—. ¿Sabe usted por qué se han agotado? ¿Tiene alguna idea?

—No, señora —contesté—. Lo único que sé es que me he pasado quince años en la cárcel.

Soltó una risita amarga y dijo:

—Muy bien, joven Cosgrove, ahí me ha pillado. Pero voy a contarle el secreto que se esconde tras ese inexistente fondo estatal. Voy a contarle por qué no hay dinero para comprar libros para Sandstone, por qué la comida es pura bazofia. Y por qué este estado, que es uno de los más ricos del país, se ha convertido en uno de los que más mendigan...

—Lo siento, señora Briscoe —dije—. No era mi intención...

—Todo eso sucede porque estamos siendo devorados por las ratas. Porque estamos hablando de verdaderas ratas, ¿me entiende? Es el nombre que hay que darles. Y no me importa lo bien que vistan o lo generosos (¡generosos! ¡y un cuerno!) que se muestren con los que les siguen el juego.

»Porque hay que ser una rata para proporcionar a los niños unos manuales escolares de tercera categoría, lo que supone condenarlos a crecer en la ignorancia. Porque hay que ser una rata para arramblar con el dinero destinado a arreglar unas carreteras que resultan peligrosas a más no poder. Porque hay que ser una rata para construir unos asilos que se incendian cada dos por tres y provocan la muerte de ancianos indefensos. Porque hay que ser una rata para situar a dos mil hombres bajo la autoridad de un psicópata para que pasen hambre, para que sufran torturas, para que los maten. ¿Y bien? ¿Qué tiene que decir, Cosgrove? Usted, más que nadie, tendría que estar de acuerdo conmigo.

—He leído el informe de la Institución Brookings al respecto —indiqué.

—Ah, ¿lo ha leído? ¡Pues qué bien! Pero ¿hizo usted algo cuando mis investigadores se presentaron en Sandstone? ¿Fue a hablar con ellos? ¿Les contó lo que pasaba exactamente en el interior de la cárcel?

—No, señora —respondí.

—No. ¡Pues claro que no! ¡Maldita sea! ¡Y esperan ustedes que una mujer sola y con el presupuesto más bajo de todo el estado...!

—Pero sí que conozco a algunos que hablaron con los investigadores —aclaré.

—Ah —repuso con voz inexpresiva. Guardó silencio durante un minuto entero. Finalmente emitió un suspiro, frunció el cejo y fijó la mirada en Doc—. Doctor, ¿cómo se explica que la petición de libertad condicional para Cosgrove no discurriera por los canales habituales?

—Yo, eh... —Doc titubeó y su labio superior se cernió sobre los dientes salientes—. El senador Burkman pensó que...

—El senador Burkman no ha tenido un pensamiento en su vida, ¡y ya puede decírselo de mi parte! Usted sabía que nunca en la vida iba a dejar a un recluso en libertad a su cargo, ¿no es así? Oh, no hace falta que se moleste en responder. ¿Dónde va a trabajar Cosgrove? ¿En ese burdel que usted regenta?

—¡Señora Briscoe! —terció Doc temerario—. No me gusta ese lenguaje que utiliza.

—¡Vaya, vaya! —Myrtle Briscoe mostró una amplia sonrisa—. ¿Y bien?

—Me propongo conseguirle un trabajo como funcionario del estado. Por supuesto, técnicamente es empleado mío hasta que...

—Ya lo sé. Conozco el tema. ¿Y usted, Cosgrove? ¿Aspira a convertirse en otro de esos cerdos que se alimentan de las cochiqueras del estado?

Le sonreí. Esbozó una mueca sardónica.

—Qué pregunta más tonta, ¿verdad? ¿Doc le ha dado alguna razón para explicar por qué se está gastando toda esa pasta en usted?

—Tengo intención de devolver todo lo que puedan gastar en mí —dije.

—¿Cómo? —Hizo la pregunta como si Doc no estuviera en el despacho—. ¿Tiene idea de lo que cuesta un montaje como este, Red? Hardesty ha puesto de su parte. Lo mismo que Burkman. Lo mismo que los diversos congresistas a los que se cameló para que ejercieran presión sobre el gobernador.

—Señorita Briscoe...

—Doc, si no se calla de una vez, haré que lo saquen de este despacho... Esta es la situación, Red, más o menos. No quiero decir que Doc haya invertido mucho dinero en metálico para sacarle de la cárcel. Lo que él y su gente han invertido son favores. De forma tácita, han cancelado ciertos favores que les eran debidos y se han comprometido a efectuar otros favores en el futuro ellos mismos. Han invertido mucha de su influencia, por así decirlo, una influencia que en este momento podría serles útil. Bueno, ¿por qué cree que lo han hecho, Red?

—Sé cuál es la razón —respondí—. Pero preferiría que fuese Doc quien se lo explicara.

—Muy listo —dijo ella entrecerrando los ojos al mirarme—. ¿También sabe cocinar?

—Señorita Briscoe —intervino Doc—. Me gustaría que le quedara claro que he ayudado a Pat por una razón: porque necesita ayuda y la merecía, y yo estaba en situación de proporcionársela.

—Ya sé que le gustaría que me quedara claro.

—Pat ha cumplido quince años de condena por un atraco en el que no hubo ni botín ni heridos. Y si ha cumplido esa condena, no ha sido porque fuese un criminal, sino porque no lo era. A Pat tendrían que haberlo encerrado como mucho en un centro para delincuentes juveniles.

—En eso tiene razón —concedió ella de mala gana.

—Hace cinco años que Pat accedió al derecho a solicitar y obtener la libertad condicional. Diez años ya habrían supuesto una condena terrible de por sí, pero Pat siguió encarcelado cinco años más. Y podría haber terminado pasando la vida entera en Sandstone por el simple hecho de no contar con amigos ni dinero.

—Pero usted lo ha sacado de la cárcel sencillamente porque tiene muy buen corazón.

—Es una forma de decirlo —repuso Doc con calma—. Yo... he cometido muchos errores en el pasado. Quizás esto sirva para compensar algunos de esos errores.

Myrtle Briscoe se lo quedó mirando con los codos sobre la mesa y las manos bajo la barbilla.

—Maldita sea, Doc... ¡Me gustaría creer en sus palabras!

—Lo que le digo es la verdad.

—Quizá. O quizá no. He pasado demasiado tiempo de mi vida rodeada de indeseables para no... —Lo dejó correr—. Pat... Red, Sandstone no es un lugar muy agradable, ¿verdad?

—Supongamos que le digo que sí —respondí—. O supongamos que le digo que no.

—Da igual. Pero hay más de un tipo de prisión, Red. Y no todas ellas tienen muros alrededor.

—Lo sé —dije—. En la cárcel estuve trabajando en la biblioteca, señorita Briscoe.

—Bueno, pues espero que allí aprendiera algo. Lo ha pasado usted mal y le deseo que no vaya a encontrarse con algo todavía peor. Aunque a estas alturas tampoco importa demasiado. Soy como las demás personas, y a veces tengo que resignarme con lo que hay. Algo que Doc tenía claro, ¿no es así, Doc?

—Es verdad que esperaba contar con su cooperación, señorita Briscoe.

—Va a tenerla... por esta vez. Pero no se acostumbre, Doc. Hay unas elecciones muy pronto y estoy harta de esforzarme en limpiar toda la casa con un cepillo de dientes.

Myrtle Briscoe se levantó y rodeó el escritorio. Me agarró por los brazos y me miró a la cara.

—No haga caso a mi anterior comentario sobre su ropa —dijo—. Tiene muy buen aspecto así como va... pero también va a tener que portarse bien. Por difícil que le resulte, e incluso si los dos pensamos que es una tontería. Ya sabe a lo que me estoy refiriendo. Nada de relacionarse con borrachos o mujerzuelas, nada de hacer tonterías. Son las normas. Y son las normas que tengo que hacer cumplir, hasta que alguien las cambie.

—Sí, señora.

—Quizá —dijo—. Quizá... ¡Ah, al diablo con todo! ¡Lárguense de aquí de una vez!

Libertad condicional

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