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El pequeño despertador de la mesita de noche sonó a las siete. Después de haberme duchado y afeitado, otro negro vestido con chaquetilla blanca entró con un carrito con el desayuno.

Se presentó como Henry e hizo una discreta y educada mención al hecho de que era el hermano de Willie. Entró y salió de la habitación en apenas cinco minutos, incluyendo el tiempo que necesitó para quitar las tapas plateadas de los platos, servirme el café en la taza y dejar un periódico de la mañana junto a la cafetera.

Terminé de vestirme y me senté a la mesa.

Por lo que parecía, el cocinero de Doc era tan excelente profesional como los demás sirvientes. En la bandeja había galletitas calientes, pomelo cortado y servido sobre escamas de hielo, copos de avena preparados de tal modo que cada copo estaba desligado de los demás, así como una dorada y esponjosa tortilla de beicon, tan ligera que daba la impresión de flotar.

Doc me invitó a conducir su sedán a la ciudad. Me daba cierta aprensión hacerlo, pero insistió, y la conducción de hecho me resultó fácil una vez que me acostumbré al funcionamiento del cambio de marchas automático.

No había estado en Capital City desde mi primer año en el colegio. Por entonces era una ciudad de buen tamaño con profusión de parques, calles anchas y limpias, y viviendas modestas y de apariencia confortable. Las calles ahora se veían sucias y llenas de tráfico, en muchos de los solares donde antes había una casita bonita y solitaria hoy se levantaban dos y hasta tres feas casuchas, y los parques eran islas de torres de perforación de los pozos petrolíferos cercadas por vallados de alambre de espino. Había casas hermosas, claro está, algunas de las cuales ocupaban una manzana entera con sus extensos y bien cuidados céspedes. Pero tales viviendas acentuaban la imagen generalizada de decadencia y sordidez en vez de suavizarla.

Metí el coche en un aparcamiento al aire libre que Doc me indicó, y nos quedamos varios minutos sentados en el interior del vehículo mientras examinaba el periódico. Finalmente lo dobló de cualquier forma, lo arrojó al asiento trasero y echó mano a su billetera.

—Aquí tiene cuarenta dólares, Pat. Le servirán para ir tirando hasta el día de cobro.

—Yo...

—Sí, ya. Se siente agradecido. Y espera poder demostrarme su agradecimiento algún día. Si veo la oportunidad de que me lo demuestre, por este favor o por cualquier otro, ya se lo haré saber. ¿Alguna cosa más?

—Iba a darle las gracias —dije—, pero supongo que es mejor que no lo haga.

—Ya me las ha dado. Y ahora vamos a ocuparnos de la ropa.

Cruzamos la calle y fuimos andando hasta la esquina, donde me hizo entrar en una tienda.

Un hombre alto y con el cabello gris, vestido con americana negra y pantalones de rayas, salió corriendo a recibirnos.

—Ah, doctor... —dijo—. ¿Podemos ayudarle en algo?

Doc le estrechó la mano con expresión indiferente.

—Si le parece, ocúpese de mi amigo —indicó—. Le presento al señor Cosgrove, Williams.

—Será un placer. —Williams sonrió con muchos dientes y estrechó mi mano blandamente, sin que pareciese reparar en la ropa que llevaba puesta.

—El señor Cosgrove ha estado enfermo una larga temporada —agregó Doc—, y necesita un vestuario completo, pero además tenemos una cita antes de una hora. Necesitaría algo de ropa de inmediato, para salir del paso, y que le tomasen las medidas para hacerle un par de trajes, así como todos los complementos necesarios. Envíenmelo todo a casa cuando lo tengan listo.

—Por supuesto —dijo Williams—. En un momento arreglamos lo del señor Cosgrove. Bien, si me permite que le enseñe...

Doc vaciló un instante, mientras se fijaba en una americana deportiva de tweed. Hizo amago de adentrarse en la tienda, pero en ese momento dirigió una ojeada a la calle. Y su cuerpo entró en tensión.

—No voy a poder quedarme —me advirtió—. Reúnase conmigo en el coche cuando haya terminado, Pat. Williams, dejo al señor Cosgrove en sus manos.

—Gracias, doctor.

—Y apúntenlo todo en mi cuenta.

—Naturalmente, doctor. Si es usted tan amable, señor Cosgrove...

Doc salió a la calle, andando con paso rápido e irritado. Dejé que Williams me guiara al interior de la tienda.

Los siguientes treinta minutos se desarrollaron a ritmo de comedia. En los pies me iban calzando y descalzando zapatos, mientras me iban cubriendo los hombros con diferentes americanas. Me probé varios pantalones al tiempo que me encasquetaban un sombrero tras otro en la cabeza. A mi alrededor revoloteaba un enjambre de dependientes vestidos de gala y llevando chaquetas, pantalones, corbatas y camisas, sombreros y zapatos en las manos. Williams, por su parte, iba apostillando «Bastante bien», «Perfecto» o «Me temo que esto no».

Poco a poco los empleados fueron desapareciendo hasta que me quedé a solas con Williams y un dependiente que estaba terminando de meterme un pañuelo de lino en el bolsillo de la pechera, al tiempo que Williams me llevaba por el brazo hasta un espejo triple.

—No sé cómo lo han hecho, la verdad —dije finalmente. Y era difícil dilucidar quién estaba más satisfecho, si ellos o yo.

Williams me acompañó a la puerta, donde nos despedimos con un nuevo apretón de manos. Crucé la calle en dirección al aparcamiento.

En él ahora había bastantes más vehículos. El automóvil de Doc estaba encajonado entre otros dos coches. No reparé en que Doc estaba con otra persona hasta que estuve prácticamente tras el sedán. La puerta del coche se cerró con estrépito y oí que el desconocido soltaba un juramento.

—¡Estás comportándote como un tonto! —exclamó—. ¡Vas a fastidiarlo todo por culpa de tus malditos celos!

—Pues no me des motivos para estar celoso —espetó Doc—. Estamos hablando de mi mujer. Y más te vale no olvidarlo.

—¡Ya te he dicho que era una simple cuestión de negocios!

—Negocios o no...

—¡Que te den! ¡Y ni se te ocurra pasarte de listo o te arrepentirás!

El hombre de pronto surgió en el angosto espacio existente entre los dos automóviles, con la cabeza gacha y ciego de rabia. Me las arreglé para chocar con él y hacerle la zancadilla. Cuando tropezó le solté un pequeño codazo en la tráquea.

Tuve que agarrarlo para que no cayera despatarrado.

Libertad condicional

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