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1. DEL ORDEN IMPERIAL AL BALBUCEO REPUBLICANO

Orden prepolítico de la sociedad arcaica

Las estructuras de organización política de los pueblos precolombinos en la zona de Chile habían sido influidas escasamente por las formas sobrepuestas del imperio incaico. La estructura tribal permitía a lo más una suerte de alianza ocasional con otros grupos y la figura del cacique era irreemplazable. Las experiencias iniciales y después seculares con el mundo mapuche dejaron ver lo mismo. Se trataba de relaciones inherentes a lo que en general podemos llamar “sociedad arcaica”, previa a aquella que modernamente es llamada “sociedad compleja”, asimismo a veces “civilización”.79 Como bien sabemos, el corte entre lo “primitivo” y lo “civilizado” nunca es absoluto; el pasado más remoto tiene tendencias a retornar. La misma trayectoria de estos pueblos hace que rasgos reconocibles de las relaciones de poder del mundo originario se traspasen a la sociedad tradicional, colonial, y a la moderna. En muchas partes del mundo, como por ejemplo en las sociedades árabes, lo tribal constituye un rasgo definitorio del presente, sin que existan mayores indicaciones de que se estén disolviendo. De manera mucho más atenuada, esto también es cierto para los países hispanoamericanos y para Chile en especial, aunque aquí el cacicazgo en el mundo republicano tuviera validez solo como metáfora.80

En los mapuches, incorporados al Estado nacional moderno a partir de la llamada Pacificación en el siglo XIX, la idea de clan aparecería más apropiada que la de tribu y asoma todavía como un rasgo acusado con relación a la sociedad chilena, aunque ello suceda solo en la región de La Araucanía, quizás no definitorio en el siglo XXI.81 Es probable que la organización tan fragmentada en pequeñas tribus o clanes haya sido una raíz de su debilidad en la adaptación a una sociedad compleja, como lo iría siendo Chile en su paso del período colonial al republicano. Por otro lado, en términos bélicos los mapuches fueron capaces de mostrar esporádicamente un frente más o menos común, relativamente organizado. Como sabemos, los talentos de organización militar no son los mismos que los políticos y, una vez llegados los tiempos republicanos, no supieron, no pudieron o no les fue permitido hacerse presentes como un grupo de interés en el Chile decimonónico ni quedaron completamente fundidos en él.82 Podría ser considerado como otro caso clásico de un pueblo de una sociedad arcaica que se defiende con algún éxito, armas en mano, frente a la expansión de un pueblo perteneciente a la sociedad compleja o civilización, un imperio poderoso como el español, aunque finalmente los mapuches en ese enfrentamiento estaban condenados a una derrota de consecuencias en el largo tiempo.83 Como en muchas partes del mundo, los indígenas llegarían a ser una minoría en su propia tierra.

En el resto del territorio del Chile tradicional —desde Copiapó al Bío-Bío, más algunos enclaves— la fusión de etnias durante el régimen colonial sería lo más característico, arrastrándose por los casi tres siglos, aunque todavía en el XVIII había algo más que vestigios de pueblos de indios en el valle central. La realidad más determinante de estos grupos estuvo constituida por el fenómeno del mestizaje, común en América, en lo que fue una particularidad casi exclusiva de la empresa de expansión de los imperios de Portugal y de España, al menos en relación con Inglaterra y más adelante Francia.84 Este trasfondo dejó una impronta en gran parte de la sociedad chilena, aunque en grados distintos, exceptuando a los inmigrantes europeos y árabes arribados a partir de mediados del siglo XIX. Alrededor del año 2000 comenzaría a llegar otra fuente de mestizaje, el hispanoamericano y afroamericano —haitiano, sobre todo— que quizás en un cierto plazo va a infundir un nuevo matiz a la definición étnica de Chile. En los siglos coloniales, la frontera entre los mestizos y los criollos tampoco estaba fijada con claridad y por eso la cultura mestiza va a tener alguna presencia en casi la totalidad de la población del país, incluyendo a los criollos como clase dirigente.85 Se podría decir que el mestizaje es el sustento más profundo de la sumisión y no participación en la estructura pública y política, si no fuera porque en África negra —sin mayor mestizaje— a más de medio siglo de la descolonización, los sistemas democráticos anclaron mucho menos.

Esta base social constituía una fuente de rebeliones potenciales, o quizás de ese tipo de indiferencia que algunas tendencias intelectuales contemporáneas denominan, con generosidad romántica, “resistencia”. No es el cimiento sobre el cual se podría levantar con facilidad un tipo de actitud del colono libre o del comerciante, en el caso de que ambos estén provistos de un lenguaje que fundamentara una política republicana, aunque fuese de tendencia aristocrática u oligárquica en una primera fase. Solo en el curso de la segunda mitad del siglo XIX se podría encontrar un proceso social y político que paulatinamente vincularía a los diversos sectores sociales como germen de lo republicano. Sin embargo, la minoría más puramente criolla, al igual que en toda América hispánica, tampoco poseía una noción tan exclusiva de sí misma suficiente para plantear un régimen de segregación, estilo apartheid, como doctrina universal. En la práctica, existía esta separación, sin que dejara de haber una cierta fluidez entre lo mestizo y lo criollo, como se vería a partir de la independencia.86 Así se creó una sociedad más multiétnica que en América del Norte, pero con menos cimiento para un desarrollo democrático.87 La estructura étnica y social de Chile, una combinación de lo socioeconómico con lo cultural, como en gran parte del mundo, creaba obstáculos para el surgimiento de una república moderna que favoreciera a los procesos de modernización o democratización, tal como se dieron en Europa Occidental y en las colonias de la costa Este de América del Norte. Lo social y lo étnico no lo son todo; falta la práctica y la conciencia política.

Base política colonial y fuerzas de emancipación

La estructura misma del poder en América hispana y en Chile, encabezada por el gobernador —y, más arriba, el Virrey y la Corona—, proporcionaría algunos elementos que se traspasaron a la república naciente a partir de 1810.88 Sus principales entidades eran el gobernador provisto de completas atribuciones, aunque limitado no solo por la dependencia de Lima y a la Corona, sino que por los juicios de residencia que traslucían la precariedad muchas veces caprichosa de las posiciones en el antiguo régimen89, y por otra parte tenía algo del afán de supervisión en el sentido de la moderna Contraloría, aunque ejercida las atribuciones con discrecionalidad muchas veces veleidosa.90 Era una huella del absolutismo real que no podría ser asimilada a un caudillismo hispanoamericano del siglo XIX o a las dictaduras del XX; mostraba, eso sí, la omnipresencia de la corrupción. Es probable que, en términos de cultura política, la tradición presidencialista de las repúblicas hispanoamericanas provenga de una herencia monárquica, convirtiéndose el presidente en un sustituto de la figura paterna encarnada en la Corona proyectada a la nación.91

Se le añadía una suerte de contrapeso, germen o balbuceo de lo que se llama división de poderes, sin que esta figura en ciernes se pudiera asimilar a la noción de pluralismo en la política y en las instituciones modernas. En un lugar preponderante estaba la Real Audiencia, pilar de la lealtad hacia la Corona e investida por peninsulares y por americanos de confianza. Con menor influencia estaban los cabildos, representativos de los criollos entendidos como “vecinos”, lo que en la práctica constituía una suerte de restricción censitaria; además, rasgo muy universal, operaban como centros de representación de redes familiares, en una sociedad más estamental que de clases.92 En tercera línea, la Iglesia se erigió en algo así como lo que después se llamaría un “poder paralelo”, fusionado con el Estado indiano a la vez que claramente autónoma, reproduciéndose la pugna entre el cesaropapismo y el anhelo de la preeminencia de la Iglesia sobre el Estado. Existía en la práctica un dualismo de poderes entre el Estado y la Iglesia, que nosotros podríamos definir como un antecedente del pluralismo político, aunque lejos de una poliarquía, para emplear un lenguaje moderno. Ambos eran dos poderes que vivían en simbiosis, al mismo tiempo manifiestamente diferenciados, y la institución del patronato la inclinaba relativamente más hacia el polo cesaropapista, de control real (gubernamental) sobre la Iglesia. Durante el período colonial, como en toda la América española, no alcanzó a formarse una polaridad donde emergiera lo que se podría llamar una tendencia secular.93 Estallaría con la emancipación a partir de 1810. Previo a este fenómeno, no se daría la experiencia del autogobierno, como dentro de algunos límites fue la experiencia anglosajona en América del Norte. Sin embargo, no hay que olvidar que el sistema no era simplemente de “comando y control”, no consistía en una dictadura moderna; lo cual se refleja en un célebre lema, “se acata, pero no se cumple”.

Raíz y despertar de autonomía e independencia

El capítulo acerca de los precursores de la independencia presenta en Chile un rostro menguado, ya que no fue un proceso muy largo. De hecho, una de las cuestiones más extrañas en torno a este fue la rapidez con que se desarrolló la disposición a la autonomía primero y casi inmediatamente la de la emancipación más completa; no es extraño en la sociedad humana, pero no sucede por doquier ni en todo momento. De allí que no haya demasiado precursor del movimiento emancipatorio.94

Lo que sí se había dado era una clara distinción entre esa parte de la administración política que estaba ocupada fundamentalmente por españoles designados por la Corona, a veces también por inmigrantes llegados del norte de España en el XVIII, y que conservaban por un par de generaciones la idea de ser diferentes —y mejores— a los nacidos en Chile; y, por otro lado, estos últimos, los criollos. Se trata de una capa que desde el punto de vista étnico no podría ser clasificada de mestiza, aunque, como se ha dicho, las fronteras entre lo criollo y lo mestizo eran difusas y porosas; intuimos esto, pues sería demasiado extraño encontrar una familia cuya genealogía haya tenido una existencia larga sin alguna combinación con los mestizos o con los indígenas, o con ambos.95 La palabra “elite” no le calza completamente, aunque en general identifica a estratos relativamente altos de la sociedad, si bien incluyendo a aquellos que, a falta de un mejor concepto, podríamos llamar “sectores medios”.96 Estos grupos no pueden ser asimilados ni a los pied noire (Argelia) ni a los colonos anglosajones en la antigua Rhodesia del Sur (Zimbabwe). Sobre todo, en este último caso no alcanzaron a ser masa crítica como para encabezar una autonomía; en Argelia pusieron su fe en la mantención de un statu quo imposible. La misma tensión original entre criollos y españoles puede ser extendida a otras regiones hispanoamericanas, aunque en la mayoría de ellas con toda probabilidad la distancia entre mestizos y criollos era mucho mayor.

Es claro que el origen de las repúblicas hispanoamericanas radica en las grandes oleadas que transformaron la vida política de Occidente entre fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, y que generalmente son resumidas en dos momentos: la independencia de Estados Unidos y la Revolución Francesa; se añade a esto algo menos global, pero de un alcance enorme, la expansión napoleónica y la crisis de la monarquía española. El fenómeno que está detrás de los dos primeros eventos corresponde al surgimiento de la política moderna, que desde luego no crece de la nada. Aún sin crisis de la monarquía española, en la manera como ocurrió —con ocupación por tropas extranjeras— se hubiera producido un remezón a la estructura de gobierno de lo que se llamaba Las Indias. La destitución en la práctica de los Borbones, más o menos tolerada por estos, muy indigna, les sustrajo ese halo mágico, intangible, que sustenta a todo orden político, en especial al monárquico. La esencia de la institución se había evaporado. Tenía entonces que surgir una pregunta por la legitimidad de cada una de las autoridades nombradas o dependientes de la Corona. Habrá de todas maneras que destacar que la estructura de poder en Indias tenía peso y fue una escuela de aprendizaje menor que la de las colonias anglosajonas. Con todo, efectuó un aporte a la posterior construcción republicana.

No obstante, es posible también preguntarse, efectuando una muy forzada hipótesis contrafactual, si las tendencias sobre emancipación acaso no hubieran existido de todas maneras, aún sin la formación de la política moderna y sin la crisis de la monarquía. Dejando de lado la primera, por ser quizás demasiado fantasiosa —Grecia y Roma por lo demás ofrecen ejemplos al respecto, en cuanto a que siempre había una posibilidad republicana—, la ocupación de España por Napoleón se presenta como causa muy poderosa para explicar la independencia y la formación republicana. Dicho esto, sin embargo, debemos atender a la tendencia de largo plazo de crisis del sistema político español, que iba en dirección de colisionar con las ideas políticas modernas, en un típico caso de adaptación que no se realizó en el momento necesario. Esta crisis tendría que arrastrar también a sus posesiones en América, si bien lo hizo de una manera diferente con respecto a los territorios que mantenía en otras partes, como las islas Filipinas.

Existe, sin embargo, en la historia de los imperios de colonización una tendencia que, a falta de un mejor nombre, se puede llamar “natural”, según la cual en el largo plazo estos se van acercando a una disgregación debido a las orientaciones autonómicas de sus posesiones.97 En la era de los Estados nacionales, los imperios fueron sometidos a una tensión adicional que tenía que erosionarlos; además, en América hispana España al final terminó formando naciones, no como un proyecto sino como resultado de su organización y de los tres siglos de período colonial.98 Salvo en algunos casos en donde por motivos particulares existe una adhesión que se considera vital al orden metropolitano, como es en la actualidad el caso de Gibraltar y Nueva Caledonia (quizás en las Malvinas, caso muy especial porque la república argentina jamás reconoció la legitimidad de su ocupación), lo que tiende a vencer es siempre la corriente que lleva a la autonomía o a la independencia. En este sentido, la independencia de los países hispanoamericanos constituía uno de esos hechos que lindan con lo irrefrenable, casi imposible de torcer, aunque no creo en la inevitabilidad en la historia. En algún momento, el asunto de quién nombra a la autoridad se volvió contencioso y originó la cuestión independentista, hubiera o no motivos que podríamos considerar reales.

Aunque las causas de la independencia hispanoamericana que se podrían llamar “locales” son múltiples y varían de país en país, no sería aventurero suponer que había algo común, que incluía a Chile. Esto es, que el estilo de gobierno de la Corona no permitía algún grado de representación política o de autonomía a los criollos; a esto se añadía un segundo presupuesto, el que los españoles desconfiaran sistemáticamente de ellos.99 No fue extraño entonces que desde temprano creciera una distancia —como siempre, acompañada de algún tipo de atractivo oculto— entre los criollos y la gama de funcionarios españoles cuya línea de mando culminaba en la Real Audiencia y en el gobernador mismo. Aquí había una semilla que no se iba a erradicar. Una segunda causa tenía que ver con las medidas de la Corona a lo largo del siglo XVIII. Por una parte, las reformas borbónicas supusieron un mayor control por medio de la verticalidad y de la eficiencia, aunque mermaron los usos y costumbres que en la práctica habían implicado algún grado de autonomía. Casi inseparable de todo esto fue también que las angustias financieras de Madrid, en síndrome parecido a tantas historias imperiales, llevaron a una intensificación tributaria que, racional o no, profundizó la distancia.100

Verbalización y acto de inicio

La aparición intempestiva del lenguaje de la política moderna le daría discurso y sensación de hallarse a “la altura de los tiempos”, aunque algunas investigaciones más recientes han mostrado cómo su lenguaje había comenzado a desarrollarse en la segunda mitad del siglo XVIII.101 Lo que sí se había formado en Chile, como en otras partes, era la conciencia, con leves toques de orgullo, de pertenecer a un país, de ser chilenos; como revelan las palabras finales, conservadas para la posteridad, del abate Molina en su exilio italiano, expresando su voluntad de beber por última vez las aguas frescas de las quebradas de Chile.102 Las historias que se habían escrito, el arraigo que denotaban criollos y mestizos, ya fuera como expresión de una cultura popular y de otra algo más sofisticada y elitista, todo esto en su conjunto había constituido una base de esta conciencia. Existía esa conjunción de paisaje e historia que creaba una realidad, un sistema social y las bases de eso que se ha llamado país o Estado nacional, aunque no se usen siempre en el mismo sentido.103 Sobre todo, como en los procesos de descolonización del siglo XX, existía un marco universal que favoreció la tentación independentista. En su origen el español había sido un “imperio misionero”, herencia o rescate de la unidad cristiana de la civilización occidental, que se había diluido desde el 1300. El mismo imperio, a raíz de su decadencia y de la gravitante transformación del mundo que se simboliza con el nombre y fecha de Westfalia (1648/49), significó el aminoramiento de la fuerza de la idea imperial en España y el surgimiento paulatino de la conciencia nacional. Esto llevaría a un cambio de legitimidad en las relaciones atlánticas que reforzó la impresión de originalidad del Nuevo Mundo, alimentado por el fenómeno difuso, pero no menos real, de la “ilustración española” y el debate por la decadencia —raíz de las “dos Españas”— que planteó un tema de larga y larguísima duración, a saber, la diferencia con otros países de Europa y la relación con lo “moderno”.104 La conciencia de lo original de los criollos se vio reforzada por la distinción entre “españoles” y “americanos”, y —esto es lo esencial— cuando se produjo el momento emancipador la tendencia era casi universalmente republicana y la palabra “democracia” no estaba demasiado lejos de su horizonte discursivo.

Si se piensa anticipadamente en las dificultades de la historia republicana, ¿cuál sería el obstáculo para su consolidación? No existía en Chile ni en otras partes de la América hispana esa tradición, aunque fuera limitada, de autogobierno y de cultivo de un lenguaje político que pusiera un acento en la representación, tal como había ocurrido en las colonias anglosajonas del norte del continente. Lo que más se le aproxima, en resonancia simbólica con la Carta Magna, es la “teoría del Pacto”, un fenómeno hispano pero análogo a las raíces democráticas: en el remoto origen habría habido un acuerdo entre el monarca y los súbditos, por medio del cual estos últimos le encargaban el gobierno a cambio de protección y otros derechos; al desaparecer el monarca, el poder retornaría a los súbditos.105 Tenía un origen que legitimaba el absolutismo de los Austria y Borbones; en la segunda mitad del XVIII fue progresivamente siendo reinterpretada con una dirección que se podría afirmar que era concomitante con el proceso democrático.

Sin embargo, la mirada retrospectiva no deja de sorprenderse por la prontitud con que se alzó la demanda, al menos de autonomía y potencialmente de independencia, apenas se produjo la crisis de la monarquía por la ocupación napoleónica. En Chile, al bienio de murmullos entre 1808 y 1810 le siguió una suerte de alzamiento, o quizás cabe denominarlo “golpe blanco”, que puso como marca de legitimidad el que los criollos eran los que nombraban a su propia autoridad.106 Es cierto que recibieron ayuda del azar, la muerte de un gobernador y el nombramiento de reemplazantes provisorios que experimentaron el rechazo de varios sectores, amén de tener legitimidad vulnerable. En otra época esto se hubiera dejado en manos o de la Real Audiencia o del Virreinato de Lima. Esta vez fueron los criollos los que, al sancionar por sí y ante sí la legitimidad de una Junta, aunque sea por medio de un procedimiento ya existente —un cabildo abierto—, de facto habían asumido el poder.107 Era la base de una tendencia a la democratización, aunque faltaban muchos otros elementos. Es una historia que seguiría sometida a esa tensión, más allá del hecho de que la democracia por sí misma implica asumir conscientemente la crisis como un hecho casi natural de la existencia.

El mismo fenómeno se estaba produciendo en esos momentos en varias partes de América, así como también sucedía en Europa, aunque bajo otras formas los acontecimientos sísmicos que la sacudían desde 1789. Es probable que una sensación parecida se haya producido muchas veces en la historia de los Estados, cuando un acontecimiento inesperado descabeza a lo que se veía como la autoridad natural y parecía cerrar las posibilidades a una sucesión ordenada y aceptada. Con esto, no nos referimos solamente a lo que se llama “la tradición republicana” desde su origen más remoto en Roma, sino que a una reacción entre actores que se consideran más o menos iguales y que, una vez rota la cadena de autoridad por ese accidente externo, en algún momento de corta duración podrían llegar a un acuerdo o consenso para reordenar las cosas. La sensación puede haber estado prefigurada, pero solo una vez existiendo esa tradición republicana, aun cuando poseyera en algunos casos una raíz de alto contenido oligárquico —el embrión casi siempre está en las sociedades donde los comerciantes ocupan un papel destacado—, podía desatarse ese proceso que conduciría a la democracia del mundo moderno.108

La teoría del pacto, que tenía raíz en la historia cultural de la Península, no podía estar desconectada del mundo de ideas de Occidente en su sentido más amplio. Es prudente suponer que hubo una cierta instrumentalización, que se recurría a este ideario como se manotea para esgrimir la herramienta adecuada, sin que antes esta hubiera sido parte integral de la vida cotidiana: la noción de reasumir el poder en sí misma no era del todo ajena a la cultura en la que se vivía y quizás en la cultura humana. La fuerza que adquiere la socialización de este principio quizás tiene poco que ver con la teoría misma de, por ejemplo, El catecismo político cristiano, ya mencionado. El mundo de sensaciones que reflejaba un lenguaje como este solo adquirió vigor porque las ideas que lo conectaban con el nuevo mundo político que emergía en las dos riberas del Atlántico, le proporcionaron el marco y la atmósfera en los cuales podían reproducirse y propagarse sin cesar.

Jaime Eyzaguirre, historiador que en la segunda mitad del siglo XX ayudó mucho a configurar la memoria del país sobre los siglos coloniales, pone énfasis en que la Junta de 1810 no fue una creación ex nihilo, sino que la continuación de una conciencia que se había cultivado en la tradición municipal española, después traspasada a las Indias. Los municipios habían sido un espacio de libertades locales antiguamente acariciadas, aunque sometidas y arrinconadas por el centralismo borbónico que se dejó caer con todo el peso en la segunda mitad del siglo XVIII. De esta manera, el movimiento juntista en América no habría sido más que un revivir del inconsciente colectivo.109 Si bien esto suena plausible, no hay que olvidar que la tradición municipal no es la fuente destacada de la democracia moderna, porque el cuerpo político de aquella no es una polis sino lo que devino, el estado territorial y después nacional, dentro, eso sí, de un paisaje con procesos de democratización. Se trata de instituciones que fueron utilizadas, en parte por accidente y en parte por el despertar de una nueva conciencia, para fines muy diferentes de aquellos que las habían originado en los siglos coloniales.110

No había habido ni revolución social ni habría después una polarización social marcada en los grupos dirigentes, salvo por el hecho de que, más adelante, cuando estalla el conflicto armado con los realistas, estos últimos reclutan una parte importante de su tropa entre indígenas y mestizos. La visión tradicional, que básicamente consiste en que la Guerra de Independencia se trató de un alzamiento de los criollos contra los peninsulares, en líneas generales sigue teniendo vigencia, siempre que no consideremos a los primeros como un grupo social muy homogéneo o coherente; los criollos estaban divididos, más que por una oposición organizada a la independencia, por los vaivenes de los sentimientos, tributarios del triunfo cambiante de las armas. Aunque la sociedad chilena no traducía toda la escala de clases con la que hemos estado acostumbrados a clasificarla, desde el curso del siglo XX hasta ahora subsiste el hecho de que toda sociedad humana más compleja que la tribu siempre estará articulada —entre otras posibilidades de clasificación— en tres grupos: alto, medio y bajo. Lo que cambia en la modernidad es que esta dota a la sociedad de una convergencia en estilo y de posibilidades hacia el centro o punto medio, cosa que llamamos movilidad social, masificación, a veces igualdad. Los criollos no constituían un grupo homogéneo, aunque —quizás forzados a colocarlos en categorías más nuevas— habría que decir que casi todos se hallaban en un rango que fluctuaba entre clase alta, media alta y también clase media. Como muchos grupos que han originado desarrollos nuevos, contenían en potencia una diversidad social que después se iría trasladando, en el curso de la primera mitad del siglo XIX, a espacios sociales más y más amplios de Chile.

El impulso no fue, como en tantos casos de la historia de estos países y de Chile en especial, una reacción exclusivamente interna, sino que vino del marco más amplio, el imperial. En un proceso largo, iniciado en enero de 1809 con el llamado formulado por la Junta Suprema Central Gubernativa, a que las distintas partes americanas del Reino tuviesen “representación nacional” por medio de un diputado —fórmula considerada insuficiente por los criollos, que se veían en inferioridad numérica ante los diputados peninsulares— y que dio lugar a la primera elección de diputados en la capitanía chilena (en la que no participó el cabildo de Santiago por descuido del presidente García Carrasco), cuyos resultados terminaron siendo anulados por un nuevo decreto de la Junta de enero de 1810, dos diputados, nominados más bien accidentalmente según un decreto del Consejo de Regencia de octubre de 1810, llegaron a las Cortes de Cádiz en representación de Chile: Manuel Riesco y Puente, comerciante chileno que residía en Cádiz, y Joaquín Fernández de Leiva.111 La ruptura de legitimidad aún no era un fenómeno claro y decidido. Había ocurrido, sin embargo, una situación completamente nueva en el devenir del Reino.

No fue un grupo homogéneo el que sostuvo la dinámica que llevaría finalmente a la independencia. En ninguna parte lo ha sido. Hay demasiados testimonios de las dudas, las volubilidades, las veleidades de ánimo y los cambios según la dirección de los vientos. El paso de la Patria Vieja a la Reconquista y a la Patria Nueva se presta para todos los ejemplos, como por lo demás ocurre en cualquier época de convulsiones, aun teniendo en cuenta que, en comparación a muchas otras partes de América hispana, la drasticidad de los cambios y el papel de la violencia física haya sido en Chile mucho menor.

Quizás siguiendo las huellas de la independencia de Estados Unidos o, si vamos más atrás, al concepto original de revolución, surgido de la astronomía, como retorno al origen de un ciclo, se ha llamado a veces a todo el período que seguiría como “revolución”.112 Por cierto, no lo fue en el sentido que adquirió el concepto en los siglos XIX y XX, sobre todo en torno a aquellos dos grandes paradigmas que fueron la Revolución Francesa y la Revolución Rusa. De lo que no cabe duda es de que en América hispana sus contemporáneos la vivieron como una gran alteración de sus vidas cotidianas. En Chile sucedió lo mismo, con menor violencia y quizás con menos percepción de sismo social y político. Es asunto de grado, comparado con otras partes de América.

En paradoja comprensible cuando la incertidumbre y el cambio adquieren presencia y pueden ser sostenidos como proyectos imprescindibles, también crece el deseo de estabilidad. El cambio y la permanencia pasan de constituir una evidencia de lo cotidiano a adquirir el carácter de lo que se anhela o se teme, y en algún grado depende de cómo configuremos la vida pública y la privada. Si en el caso de América del Norte la relación entre impuestos y representación fue lo que encendió la chispa, en Hispanoamérica hay algo parecido, aunque más vinculado con la representación política: no se quería reconocer la igualdad proporcional en la representación por parte de las Cortes de Cádiz.113 No había comenzado aquí la demanda de igualdad, sino que algo más elemental, quizás más evidente, que era el derecho a crear juntas, como lo afirmaba el mismo 18 de septiembre de 1810 el letrado José Miguel Infante: “Si se ha declarado que los pueblos de América forman una parte integrante de la monarquía, si se ha reconocido que tienen los mismos derechos y privilegios que los de la Península y en ellos se han establecido juntas provinciales, ¿no debemos establecerlas también nosotros? No puede haber igualdad cuando a uno se niega la facultad de hacer lo que se ha permitido a otros, y que efectivamente lo han hecho”.114

Los cuatro años de la Patria Vieja fueron un período muy breve como para juzgar su proyección política. Podemos decir que durante ella se manifestó la misma variabilidad institucional propia de muchos períodos de cambio acelerado y, cuestión no menor, del origen del resto de las repúblicas hispanoamericanas. Originada en la experiencia de 1808, a la desaparición —poco gloriosa— del centro fáctico y del gran símbolo de todo orden posible, el monarca, se respondió con un impulso en el cual no estuvo ausente la simple conversación de los súbditos acerca de lo que les depararía el mañana, impulso que se fue transformando en sentimiento colectivo, quizás aceptado o no con entusiasmo o resignación por una mayoría de la sociedad criolla-mestiza. Para sus contemporáneos, que habían formado parte de una sociedad en donde la alteración era solo la vida y la muerte de sus componentes, este trastorno de autoridad producto de la ausencia de su emblema mayor, el Rey, fue vivido como un cambio excitante y temible a la vez, con consecuencias que a ellos, claro, se les presentaban como revolucionarias.

De forma paralela, comenzó a desarrollarse la tensión contra las autoridades que habían representado directamente al antiguo régimen. Casi todas ellas eran peninsulares, las que, más allá de su propio lenguaje de la crisis, estaban sometidas también al nerviosismo acerca de a cuál autoridad española obedecer. Sin embargo, no les cabía ninguna duda de que estaban observando de parte de los criollos la práctica de desconocer la autoridad tradicional, aunque estos últimos invocaran a su vez “tradiciones”. Era una encrucijada que tenía mucha analogía con las revoluciones, ya que en estas juega un papel clave la invocación del derecho original y originario.

18 de septiembre de 1810

Un asunto, en apariencia formal, nos puede ayudar a comprender el carácter de lo que sucedía. La elección del 18 de septiembre de 1810 como fiesta nacional ha sido a veces discutida, ya que recién se reguló en la década de 1830.115 En el Chile actual, en medios intelectuales se quiere aludir a la “construcción” del país y de su memoria, en el sentido de artificialidad cuando no como medio de ocultamiento, y se compara la fecha de instalación de la Primera Junta de Gobierno con otros eventos que se supone más reales, como la Declaración de Independencia en 1818, aunque nadie se ha podido poner de acuerdo en el día en que sucedió.116 Otros ponen el acento en la historia militar y es indudable que el triunfo de las armas en Maipú el 5 de abril de 1818 la selló de forma definitiva.

Como muchas rupturas o hechos que consideramos fundamentales a posteriori, en el momento en que ocurren son relativamente pocos, o a veces ninguno, quienes están conscientes de la carga de cambio que existe en ciertos actos aparentemente inocuos. Es probable que este haya sido el caso del 18 de septiembre de 1810. Ese día se confirmó como la cabeza del Reino de Chile a una autoridad, el presidente Mateo de Toro y Zambrano, quien, de acuerdo a la más estricta legalidad vigente, había heredado previamente el cargo como el nuevo jefe político o gobernador.117 En apariencia, nada había cambiado. Sin embargo, había sucedido un hecho trascendental: la confirmación de la autoridad no solo suponía la participación de una junta de gobierno, sino también un acto soberano antes no conocido.118

Los nombramientos ejecutivos —y algunos más— habían procedido siempre desde una cadena cuyo último eslabón se hallaba en Madrid, en la Corona; todo ello, a nombre del Rey. Ahora, en cambio, las autoridades recibieron su cargo a partir de un grupo de vecinos egregios, confrontando de manera más o menos expresa el mando de otras instancias que representaban la legalidad vigente, mudas de discurso debido al vacío de poder producido en España. La crisis de legitimidad había alimentado esa dinámica potencial que casi siempre lleva a las colonias a la autonomía e independencia. Palabra y ocasión se fundieron bruscamente a partir de la crisis de 1808 y la ruptura del velo se hizo clara ese 18 de septiembre de 1810. La elección de este día como fiesta nacional, decisión que siempre tiene algún grado de arbitrariedad, es en este caso la menos caprichosa de todas.

¿Era una revolución, un golpe blanco, una revuelta exitosa, una restauración de la legitimidad originaria? Tenía algunos componentes de cada uno. Era el inicio de una revolución, si por tal se puede comprender una experiencia de tipo estrictamente político, que sería aplicable también a los casos de secesión o independencia, aunque faltaba el ingrediente de violencia, acompañante necesario para que empleemos el concepto; como se decía, para muchos contemporáneos fue vivida como un cambio trascendental.119 Nadie llamaría una revolución al caso de Brasil en 1822, ya que el sistema político siguió intacto, aunque luego vendrían algunos cambios.120 En América hispana, la analogía está más relacionada con lo sucedido en gran parte de los países que experimentaron la segunda gran oleada de descolonización en el mundo moderno, después de la Segunda Guerra Mundial. En ambos casos, la ruptura violenta o pacífica está acompañada por la asunción de un lenguaje común a una experiencia global, potencialmente global en el caso de los países hispanoamericanos, de manera que se crean sistemas políticos que siempre podrán ser asimilados a alguna categoría general de la época.

Era un golpe blanco, en cuanto se mantuvieron ciertas formas legales, aunque con una dinámica que muy pronto, aun suponiendo que hubiera perdurado el reconocimiento al Rey, habría llevado a un grado de autonomía que transformaría de manera bastante completa el tipo de gobierno español en América y en Chile. Al no existir una monarquía constitucional, no se podía distinguir entre jefatura de Estado (Rey) y gobierno, lo que hubiera permitido reclamar legitimidad a las juntas sucesivas en la Península. El hecho de haberse apoderado de la letra de la legalidad vigente, aunque más dudosamente de su espíritu, hizo que toda otra interpretación de los hechos, como aquella que sostuvieron la Real Audiencia o las causas que llevaron al motín de Figueroa, solo podía expresarse como revuelta, aunque no careciera de alguna base de legitimidad. En realidad, en esto estaban las raíces de una guerra civil, que es como se ha llegado a considerar las guerras que siguieron al movimiento juntista en América.121

Si bien en muchas partes las consecuencias de mediano plazo de las juntas fueron terribles conflictos que asolaron a varios países, se ha apuntado que es muy difícil considerarlos una revolución; no hubo un cambio social como el que, por ejemplo, se puede vincular al modelo de la Revolución Francesa, que aceleró varias transformaciones sin crearlas del todo. En cuanto al 18 de septiembre de 1810, los vecinos que conformaron el cabildo abierto eran algo más que lo que se llama un grupo de notables; representaban lo que con un lenguaje más nuevo podría llamarse grupos medio altos y altos. Las cabezas que emergieron como líderes del movimiento eran aquellas de los “notables”, aunque muy pronto el origen de cada uno sería más variado.122

Sin embargo, en el aspecto formal no existe una diferencia muy grande con el caso de Estados Unidos, donde granjeros y comerciantes y algunos manufactureros o fabricantes constituían la vasta masa del Congreso de Filadelfia y firmantes de la Declaración de Independencia. Los norteamericanos la han llamado “revolución” porque los mismos fundadores consideraban que efectuaban una de tal tipo, aunque en el sentido original con que la palabra se había empleado, como restitución de derechos olvidados, como rescate de un sentido original.123 Las comparaciones terminan ahí, ya que en esta América anglosajona habían existido prácticas de autogobierno y había más relación vital con el clima intelectual europeo. Lo que hay que rescatar, sin embargo, es que la democracia moderna no nació ni podía nacer de una manera que satisficiera a prácticas de dos siglos después, o de tres siglos, si perdurase. Es, en cambio, un proceso de acciones que nacen de manera más o menos consciente o más o menos espontánea, muchas veces sin prospección y que, con el paso del tiempo, al vivirlo y experimentar sus tensiones y contradicciones, va desarrollándose y ajustándose como lo que consideramos una democracia más perfecta o más posible. Puede derivar también en otro tipo de régimen moderno, aunque en ellos exista también apelación a la legitimidad que se considera más auténtica, la democrática. No por ello llegaron a ser democracias.

Todo esto estaba condensado en ese día cargado de transformaciones potenciales, que fue el 18 de septiembre de 1810. La mejor prueba de ello fue que, si bien es probable que muchos en Santiago no hayan tenido clara noción de lo que sucedía, a actores y a entidades hostiles no les cabía duda de que se desarrollaba algo que tendría que entrar en colisión con la práctica de la monarquía, tal como ella se había dado durante tres siglos.

Patria Vieja y maldición del origen

De todas maneras, el maleficio hispanoamericano (o latinoamericano) de la inestabilidad institucional parecía difundirse en Chile con la misma generosidad que en otras partes. A los cambios en la composición de la Junta seguirían lo que después serían llamados golpes. No fueron seguidos de hechos particularmente sanguinarios, aunque quizás a ello contribuyó el que solo en 1813 comenzaran las hostilidades y la violencia con las tropas enviadas por el virrey José Fernando de Abascal. Sería una auténtica guerra anticolonial. Como muchas de estas, no solo sería una guerra civil, sino que, al menos en su germen, también una guerra internacional, considerando que los conflictos en América ocuparon un papel relevante en el sistema internacional de comienzos del XIX.

La limitación de la violencia puede también haber tenido otro origen, cual fue el esfuerzo de las autoridades por dotarse de nuevas instituciones y conjugarlas con normas generales o aquello que llamamos constitución. Así apareció la primera de ellas, el “Reglamento para el arreglo de la autoridad ejecutiva provisoria de Chile”, sancionado el 14 de agosto de 1811.124 Le siguió el “Reglamento constitucional provisorio” de 26 de octubre de 1812.125 Hubo una clara excepción a este esquema: fue la ejecución de un jefe militar peninsular, el coronel Tomás de Figueroa —de aquí, el Motín de Figueroa—, quien se levantó contra la Junta de Gobierno el día en que debían efectuarse las primeras elecciones legislativas del país (1° de abril de 1811).126 Al ser derrotado en su empeño, enfrentó el expeditivo pelotón de fusilamiento en la madrugada siguiente y su cuerpo arrojado al foso de los delincuentes, trasladado a la Catedral tras la Reconquista.

Es natural que Figueroa no se considerara a sí mismo un amotinado, sino que tiene que haberse visto como una espada restauradora de los gobernantes de derecho. En esta acción había un germen de guerra civil y de tragedia. ¿Quién era el constitucionalista? Lo mismo podría preguntarse para 1973 en atención a la declaración de la Cámara y la respuesta de Salvador Allende. Por un lado, estaba el derrumbe de la autoridad tradicional, que hundía sus raíces en el tiempo y en normas que de allí habían emanado; estaba también todo el conjunto legal de las Leyes de Indias y, en la práctica, de tres siglos que Figueroa debió haber sentido que eran violados de un plumazo. Estaba también la caída vergonzosa de la monarquía que, al ser absoluta, ponía en crisis al Estado, lo que era también un llamado implícito a que los actores de las unidades básicas del Imperio quisieran asumir la responsabilidad por su propio fuero, tal cual se hizo al comienzo en la Península.

La Patria Vieja fue un período organizativo erigido sobre instituciones que, en su nueva existencia autónoma a la Corona, no dejaron de ser entidades extraordinariamente frágiles ni de estar sometidas a la intriga cotidiana y a los cambios de pareceres más o menos rápidos que caracterizan a este tipo de situaciones, aunque con escasa violencia en comparación a otros episodios revolucionarios. En estos lares, como en otras partes de la América española, el poder virreinal comenzó a moverse con las dificultades de comunicación y de recursos propios de la hora, portando la clara noción de estar confrontando una revuelta contra los poderes establecidos que, más allá de las declaraciones que reconocían a Fernando VII como la cabeza del reino, se proponía desconocer lo que la Corona miraba como el derecho legítimo.

Las operaciones militares en América por parte de las autoridades virreinales se encontraron con la resistencia criolla, lo que en muchas partes del continente llevó a largas y sanguinarias luchas, aquellas sin Dios ni ley. Las hostilidades ayudaron a crear los “partidos” de realistas y patriotas, cuyas composiciones no coincidían del todo con el binomio peninsular-criollo ni eran del todo claras en lenguaje programático. El conflicto poseía muchos rasgos de guerra civil, más que los de una pura guerra de descolonización.

Aunque en Chile la situación fue menos violenta, la definición final fue entregada a la suerte de las armas. Entre tanto, se dieron los primeros pasos del autogobierno que culminarían en una república, por lo demás caracterizada por todas las alteraciones y rivalidades que fueron emergiendo entre los diversos líderes o caudillos del proceso político-militar. La rivalidad clásica de este momento fue la que protagonizaron Bernardo O`Higgins y José Miguel Carrera, el primer “golpista” de la historia —aparte de la Junta de 1810, según se ha dicho— que tenía semejanza con la pugna entre el jefe político-militar vs. el caudillo revolucionario, además amante de la audacia y la aventura. Alcanzó a asomarse un desarrollo que echaría raíces a través del primer Congreso Nacional, en los Reglamentos de 1811 y 1812, y algunas instituciones educativas, inspiradas en un trasfondo de Ilustración que había entre los ahora patriotas.127 En 1812, el gobierno de Carrera, por intermedio del comerciante sueco Mateo Arnaldo Haevel, encargó una imprenta a Estados Unidos, desde cuyas prensas, enriquecidas por la prosa de Camilo Henríquez, salió La Aurora de Chile, el primer periódico del país.128 A medida que la democracia se iría desarrollando con sus vaivenes, estas parecían creaciones obvias; en su propio tiempo, constituían las primeras piedras de la práctica republicana. Desde luego, hay que evaluar cuánto y cómo calaron todas estas instituciones y referencias en la mentalidad y en la vida práctica de los criollos; aquí hay una disonancia con las raíces del mundo hispánico.129

Guerra y precaria reconquista

Muy pronto, esos primeros fundamentos perdieron su brillo inicial al estallar la guerra en 1813 y 1814. Al finalizar la ocupación de España por las fuerzas napoleónicas en 1813, la Corona reunió fuerzas para la reconquista de América que, en un principio y en términos puramente militares, fue un éxito casi completo, con la notable y vital excepción del Río de la Plata.130 La guerra en Chile detuvo el desarrollo institucional, aunque en un mediano plazo no alcanzó a dar pábulo a un caudillaje militar que impidiera la formación de una clase política republicana, si bien esta emergería más propiamente entre la segunda y la tercera década del siglo. Aparecen las figuras-tipo de O’Higgins y Carrera. El primero, hijo del exgobernador de Chile y exvirrey del Perú, Ambrosio O’Higgins, emergería después como la principal figura política y militar de todo este período.131

En la guerra chilena germinó un aspecto que tenía correlación con lo que ocurría en el resto del continente. Ambos bandos practicaron reclutamiento forzoso, pero con algunos importantes matices de diferencia. Mientras los criollos eran en su gran mayoría líderes insurgentes y propietarios que, en muchos casos, movilizaban a su propia gente del campo, las tropas realistas se reclutaban de manera más característica entre los mapuches y en lo que se denomina “sectores populares”. Se ha especulado que los sectores indígenas y, en parte, los mestizos veían en los criollos a los propietarios que se comportaban con la dureza del amo y de ellos esperaban maltrato, mientras que las autoridades propiamente españolas podían ser consideradas una instancia de intermediación. Se habría temido más a los criollos que a los representantes de la Corona.132 Es probable que esta sea una esquematización imprecisa. De lo que sí no cabe duda es que el conflicto terminó por adquirir un carácter de guerra civil, como se ha insistido. Para hablar en un lenguaje más contemporáneo, el conflicto se iniciaba tanto como uno de descolonización como de confrontación armada interna. Algunas de las conflagraciones de la segunda gran oleada de descolonización posterior a 1945 también tuvieron este rasgo.

La primera etapa de la guerra terminó a fines de 1814 con lo que parecía el triunfo absoluto de las armas realistas. De acuerdo a muchos análisis, este resultado militar no estaba preordenado, sino que, como lo implica la expresión “la suerte de las armas”, el azar habría cumplido su papel, en especial por medio de una falta de inteligencia entre Carrera y O’Higgins. Sin embargo, aunque soy reacio a compartir el determinismo histórico, es difícil mirar el triunfo realista como la posibilidad de un restablecimiento que perdurase. Se ha explicado que el factor predominante en el paisaje histórico es la tendencia a la autonomía o independencia de las colonias; y que la rebelión en toda América fue demasiado profunda como para después haber permitido una restauración sólida y duradera del dominio español. Para esto último, hubiera tenido que someterse a gran parte de los criollos a una especie de servidumbre o cooptación. Por ejemplo, la experiencia de Cuba demostró que había capacidad y, en todo caso, voluntad de persistencia en la Corona en conservar sus posesiones, a pesar de toda la experiencia política y social de una España en crisis a lo largo del siglo XIX. Para la cooptación, se requería de una plasticidad política de la cual la España de la primera mitad del XIX dio pocos ejemplos.

Por ello, a la caída de la Patria Vieja sucedió la Reconquista, al menos según el lenguaje posterior del recuerdo histórico de los chilenos. La momentánea victoria de la Corona no alcanzó a ser lo que pretendía, una especie de restitución monárquica tal como se dio a partir de fines del siglo XV, tras la recuperación de los territorios que habían estado en manos de los moros durante siete centurias, que supuso un sometimiento total incluyendo la fusión con los reconquistados. En Chile no podía ser así, más que nada porque no alcanzaban las fuerzas. Tampoco hubo asomo alguno de la posibilidad de que hubiera otra posibilidad, es decir, una coopción que implicara el planteamiento de una restitución del orden colonial, ni tampoco una estrategia orientada a, por ejemplo, una especie de Commonwealth ibérico. Parte de la población, como sucede frecuentemente en estas situaciones después de vivir tiempos revueltos, razonablemente anhela un orden, a veces cualquiera que este sea. Los dos años y medio que seguirían al “desastre de Rancagua” se identificaron con una suerte de estado de sitio permanente, blandido por las autoridades realistas tanto para luchar contra las conspiraciones y los asomos de guerrilla patriota desde el interior del Reino, como para prepararse ante la inexorable expedición militar que, en alianza con otras fuerzas antirrealistas de las provincias independientes del Río de la Plata, iban a dejar caer sobre territorio chileno los criollos que estaban allende Los Andes bajo el mando de José de San Martín y Bernardo O’Higgins. Salvo represalias y algunos casos sanguinarios y la presencia de una ubicua policía que hacía de las suyas, creando un ambiente hostil que ponía a muchos súbditos sobre ascuas, no se desarrollaron nuevas instituciones propiamente tales ni se revitalizaron otras antiguas. Por cierto, la Reconquista no duró mucho tiempo en perspectiva histórica y tras ella no quedó asomo de huella.133

El antiguo régimen se caracterizó por todo lo que a ojos modernos consideramos arbitrariedades, esto es, la carencia de la seguridad individual entregada por el habeas corpus y por el moderno Estado de derecho, aunque este se desarrollara con parsimonia en la república. Por cierto, de las alevosías de la monarquía no se libraban ni los mismos funcionarios españoles. Es extensa la lista de exgobernadores sometidos y humillados por el juicio de residencia y por las intrigas de rivales, ya en América o en el hervidero de confabulaciones propias a la vida de la Corte en Madrid. Sabemos que los partidos de corte, siempre invisibles, constituyen un motor de la vida política, a veces poco estudiado por la carencia de fuentes. Primero los hispanistas y, después, muchos historiadores actuales del período colonial han puesto énfasis en la existencia de un Estado de derecho al menos limitado.134 Destacan la diferencia entre el sistema autoritario de los siglos coloniales y una dictadura pensada en términos del siglo XX, que es lo que se viene a la mente con el uso del término desde fines del XIX. De hecho, en las protestas contra el gobernador de Chile, Francisco Antonio García Carrasco, algunos vecinos aludían a que se estaban desconociendo instrumentos legales que impedían las acciones arbitrarias, aunque en este reclamo puede haber habido un cierto embellecimiento del pasado, instrumento retórico y a veces convencimiento genuino que emerge en momentos de conmoción.135

El cuadro colonial, sin embargo, incluso teniendo en cuenta el carácter jerárquico en lo político y lo social, y por cierto dejando de lado los períodos de guerra con los mapuches, no podría describirse como una continua represión contra la población local, especialmente la que se veía a sí misma como la contraparte de los funcionarios de la Corona, es decir, los criollos. Existía, sí, una vigilancia sobre las ideas, la cual se acercaba a la asfixia. En cambio, en el período de la Reconquista hay un claro estado de tensión entre las autoridades y una parte de la población que, con o sin adhesión de la mayoría —esto es debatible—, se sentía representativa de una legitimidad superior y que ya estaba convencida de la necesidad práctica y moral de la independencia.136 En este sentido, el período se transformó, en la práctica, en una ocupación colonial ante una población en gran parte levantisca, aunque con un sector cooptado. Todo ello, surgido de un auténtico desgarro, como en todas las descolonizaciones, de grupos que antes simplemente obedecían y que ahora se inclinaban por las antiguas autoridades —no en actitud de lacayo, sino que existencial— y que no ha recibido la debida atención de los historiadores.

Las alternativas que abría el nuevo escenario de la pugna por el poder eran la independencia o la mantención forzosa de una colonia en estado perpetuo de semirrebeldía. Lo más probable es que la independencia fuese inevitable, dada la fuerza que la idea emancipadora de los estados nacionales adquirió en la modernidad. Ni la poderosísima Inglaterra había podido someter una rebelión impulsada por la mayoría de sus propios colonos.

Hay que añadir otros dos factores que inciden en el orden político y en el sistema internacional. Uno de ellos fue que al configurarse la derrota napoleónica entre 1812 y 1815, que va desde la retirada de las tropas francesas de Rusia hasta la abdicación de Fontainebleau y después en la batalla de Waterloo, en España se hizo posible la restauración sin condiciones ni concesiones del antiguo régimen en base a la cuestión, bastante falsa en realidad, del cautiverio del monarca. Ni siquiera hubo un intento de efectuar o aceptar algún tipo de síntesis con las transformaciones producidas por los acontecimientos sísmicos a partir de 1808, como al menos habían intentado los Borbones en Francia. El segundo fue que en el sistema internacional pos Congreso de Viena, con la formación gradual de las grandes potencias navales y modernizadoras de los siglos XIX y XX, Inglaterra y Estados Unidos respectivamente, predominó la oposición a que la Corona recuperase sus posesiones ya independientes. Se trata de un tema fascinante que nos aleja del propósito de este libro.

La Independencia: fenómeno nacional e internacional

La Reconquista en toda la América hispana reforzó el que Madrid no pudiera asumir un proyecto reformista que propusiera un nuevo pacto político. Podría haber sido un Commonwealth al estilo británico, que de haberse producido es de suponer hubiera seguido el curso de una creciente autonomía e independencia, aunque con un ritmo evolutivo. España a duras penas conseguía ofrecer apoyo logístico a las fuerzas y sectores que apoyaban la Reconquista en América. La falta de una respuesta adecuada se confundió con el inmovilismo y los estremecimientos que le eran propios a la situación revolucionaria y, en parte, se prolongaría en el desarrollo decimonónico de la Península en analogía con las conmociones hispanoamericanas. España no podía ofrecer una alternativa moderna a América, como tampoco surgía con asumir el mandato de la nueva empresa económica surgida de la Revolución Industrial.

En segundo lugar, por su debilidad intrínseca, España contaba con fuerzas limitadas para efectuar una reconquista de América amparada en el espíritu del Congreso de Viena. Sus fuerzas propias no bastaban y además estaban sometidas a las alteraciones internas, la seguidilla de rebeliones, guerras civiles y “pronunciamientos” del XIX español. Esta realidad también se conjugaba con que el concepto de mundo contenido tras los bastidores del Congreso de Viena era más ancho y ajeno que lo que una imagen estereotipada podría decirnos del mismo; estaba asimismo sometido a una evolución que comenzaría a desarrollarse. Uno de sus grandes actores era Inglaterra. Si bien Londres no ayudó activamente en la emancipación americana, sí recogió muchos de sus frutos y no miró con simpatía la reconquista. Representaba el paradigma de la economía moderna, mientras que el modelo español se hundía en la discusión sobre su decadencia, un tema por demás bastante antiguo. Y a pesar de la breve guerra entre Inglaterra y Estados Unidos entre 1812 y 1814, muy pronto se impondría una de las tendencias de largo plazo más arraigadas del sistema internacional moderno, el de la convergencia de los dos pueblos o, ya se les podría denominar así para esta época, las dos democracias anglosajonas.

El experimento político en que consistía la creación de la república estaría señalado por dos hechos. Primero, el surgimiento del típico caudillo de armas, que como en toda América hispana provenía de la microsociedad que inspiraba y organizaba el movimiento emancipador, José Miguel Carrera, de notable aunque indisciplinada capacidad militar. No hizo mucha escuela, mas dejó una leyenda detrás de sí, quizás reforzada por su ejecución antecedida por la de sus dos hermanos.137 Él representaba una posibilidad inherente a la política hispanoamericana, en cierto grado también a la política moderna; procedía de la necesidad del momento, esto es, el establecimiento de un sistema que al mismo tiempo pudiera enfrentar el vacío institucional que se estaba formando. Simultáneamente, su accionar osado profundizaba y daría un cariz más violento a las divisiones entre los independentistas.

Hay que resaltar un aspecto que tiene relevancia a comienzos del siglo XIX. La expedición realista dirigida por Antonio Pareja desembarcó en Ancud en 1813 con un número relativamente reducido de efectivos militares, debiendo reclutar a gran parte de la tropa entre indígenas y mestizos, que veían en los delegados del virrey a su autoridad natural. Es una de las tantas manifestaciones de que la emancipación en Chile y en América fue una toma de conciencia por parte de los criollos o mestizo-criollos, quizás con menos pasión o interés por el mundo mestizo-indígena. Es nuestra idea, sin embargo, que los criollos no consistían en una mera oligarquía, ya que albergaban diferencias notorias entre sí, ni eran tampoco una organización homogénea que estuviera formulando un programa orientado a resguardar intereses claros y concretos. Las mismas divisiones entre ellos prueban que se estaban desarrollando, sin demasiada autoconciencia, como clase política, la que, a su vez, a modo de un pilar del Estado que nacía, constituía un germen de la sociedad entendida como una nación. Prácticamente todos los procesos modernos de democratización han tenido una raíz similar.

El fracaso de los patriotas en el campo de batalla hizo asomar una primera crítica política acerca de la experiencia de un gobierno organizado según el consentimiento, que es la larga marcha de la democracia moderna. En efecto, fray Camilo Henríquez relacionó la derrota militar con la falta de entendimiento entre los jefes Carrera y O’Higgins y con las falsas nociones que circulaban acerca de lo que es un gobierno libre:

En medio del funesto imperio de ideas rancias, nació en Chile una idea nueva y perniciosa, causa principal de sus desastres. Ella envolvía el germen de la discordia: ella condujo armada toda la provincia de Concepción a las orillas del Maule, bajo el mando del finado Rozas, y al ejército que mandaba O’Higgins del Maule a las orillas del Maipú: ella como un contagio infesta otros pueblos revolucionados seguida de la anarquía, y es conductora de la servidumbre. Esta falsa idea es la del gobierno representativo, y la del federalismo. Siendo palpable la necesidad de que gobernase uno solo, se creyó que la suprema dicha del país consistía en el establecimiento de un gobierno representativo, compuesto de tres personas, elegida cada una por uno de los tres departamentos en que se imaginaba dividido el reino. Aquellos en cuyas cabezas bullía la legislación de Norte América no advertían que allí es solo representativo el cuerpo legislativo: ni conocían a los departamentos bárbaros y pobre de que hablaban, ni echaban de ver las semillas de la discordia que envolvía este orden de cosas.138

Camilo Henríquez —que después corrigió un tanto su opinión lapidaria— las emprende contra el sistema colegiado, que es lo que quiere decir al hablar de “representativo”. El modelo regulador se encuentra en Estados Unidos y, a saber, lo que está tácito en el texto es una reflexión que acompañará para siempre a la república, que la democracia es un aprendizaje, una experiencia, una educación. La democracia no creció como planta originaria de su propia experiencia, aunque a través de la teoría del pacto tenía alguna conexión con la cultura del mundo hispano. Cabe preguntarse si Camilo Henríquez se equivocaba al creer que el sistema colegiado es producto de una pura idea o si acaso lo era también del simple acuerdo, bien poco práctico, de jefes y caudillos para compartir las responsabilidades.

Sin embargo, el conflicto desatado hundía sus raíces en la sociedad chilena y en todas las de la América hispana. Solo una paz cartaginesa lo hubiera podido acallar, posibilidad que estaba vedada no porque España representara una noción de moral política superior (o inferior), sino porque la monarquía no tenía los recursos para un aplastamiento permanente de los sublevados —imponer la paz de los cementerios—, y a la vez afrontar la hostilidad inglesa y, más tarde, con mucha probabilidad la norteamericana. El sometimiento no se llevó a cabo en ninguna de las dos Américas, aunque, como se decía, fue increíblemente sanguinaria en algunas regiones y también lo serían los conflictos internos que continuaron después de la derrota de la Corona. La experiencia imperial del siglo XIX mostró algunos casos de exterminio masivo, aunque, mirada en su conjunto, estos fueron más bien excepcionales.139

La impresión podría ser que primó una tendencia civilizatoria que no permitía arrasar con los vencidos. Si hubo rasgos sanguinarios, se debió a que los conflictos entre fuerzas regulares e irregulares han sido, congénitamente, los menos susceptibles de ser limitados por los usos humanitarios y, más tarde, por la respuesta inicial del derecho internacional a este problema, contenida en el Primer Convenio de Ginebra en 1864. Se puede decir que afirmaciones como estas desconocen la violencia entre Estados: que junto a la lucha de fuerzas regulares, digamos dos regimientos que chocan hasta que uno es vencido, se producen las ocupaciones, los excesos, la guerra irregular. También se ha establecido que la limitación de la guerra se alcanza solo entre países que tienen nociones culturales comunes; fuera de ese espacio de convergencia existe “legitimidad” inevitable para cometer excesos. Los grandes genocidios políticos del siglo XX, comenzando en orden cualitativo por el Holocausto, no permiten efectuar afirmaciones muy seguras sobre esa evolución de la guerra moderna en el espacio europeo, o respecto de aquellas conflagraciones ocurridas fuera del Viejo Continente, pero influidas por las ideas y fórmulas europeas.

En Chile, se reitera, la guerra fue menos violenta que en otras partes de América y la represión ejercida por ambos bandos fue relativamente limitada. Sin embargo, hubo batallas que, vistas en conjunto, representaron varios miles de muertos. Aquí hay otro problema para clarificar. Al no ser una sociedad propiamente democrática, en su mayoría los muertos no tenían nombre, no dejaban atrás grupos sociales conocidos, familias, asociaciones o cualquier tipo de expresión más o menos plural de que ellos morían en tal o cual condición. En esto, la guerra todavía no era democrática en su legitimación. Pero fue sin duda la experiencia de la guerra la que crearía el foso definitivo que fortaleció el desacato a la Corona.140

La democracia en Chile

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