Читать книгу La democracia en Chile - Joaquín Fermandois - Страница 9
ОглавлениеPrólogo
A quienes escribimos sobre historia contemporánea nos persigue un fantasma que se aparece de cuando en vez. Las experiencias que se viven día a día nos hacen creer que debemos modificar la visión que presentamos del pasado. También el pasado nos enseña acerca del presente, en permanente dialéctica. Con todo, el principal peligro que nos acecha en ella es el de ser abrumados por experiencias del momento y considerar al elusivo presente como metro y meta de todo lo que sucedió, como si fuera la percepción de nuestro momento actual lo único significativo en la comprensión de la historia. Sin embargo, casi siempre se trata de una experiencia engañosa, si es que se la toma de esta manera. No solo para el historiador, sino para cualquier hombre o mujer de nuestros días, viene a ser una tarea vital mirar su presente, para no ser aherrojado en sus celdas y paredes, eterno prisionero de cada momento histórico que se inviste como ineluctable despotismo de futuro. Ver, en el sentido de vivirlo con la intensidad del pensamiento, y distanciarse de lo visto y vivido pertenece a la experiencia de todo historiador y de toda escritura, algo en línea de una célebre afirmación de Hannah Arendt, en cuanto a que esta “‘distanciación’ de algunas cosas y este tender puentes hacia otras, forma parte del diálogo establecido por la comprensión con ellas”, de apartarse del presente y tender puentes hacia el mismo en su dimensión del pasado.76
Digo esto porque, al finalizar la escritura del libro y habiéndolo ya presentado a la editorial, se produjo este acontecimiento magno y completamente inesperado, todavía creo que en gran medida espontáneo, al cual rápidamente se le bautizó como “la contingencia” y luego como “estallido social”. Las protestas y hasta el levantamiento masivo de una parte considerable de la población —como siempre, quizás en sus comienzos una gran mayoría— que a partir del viernes 18 de octubre del 2019 mantuvo en vilo al Gobierno y al país entero, y se nos aparece como el desafío más grande a lo que en el libro se llama la “nueva democracia” y no solo para el gobierno actual. Comenzó como una protesta contra un aumento mínimo y prefijado de las tarifas del metro y le acompañaron, en circunstancias no aclaradas, ataques y destrucciones simultáneas, paralizando a la ciudad de Santiago, y muy luego se transformó en una salida a las calles de multitudes enfervorecidas y enrabiadas, o que habían asumido esa postura por autosugestión, y saqueaban y vandalizaban todo a su paso.
En las semanas que seguirían, llegó a alcanzar a casi toda la ciudad, destruyendo innumerables locales comerciales, quemando o intentando quemar con fruición sucursales de grandes empresas, para seguir con los vestigios del pasado republicano y colonial, en especial a figuras de la Conquista del siglo XVI y con sevicia e intolerancia a los símbolos religiosos, destruyendo e incendiando iglesias en una reproducción de fenómenos que se vieron en las revoluciones del siglo XX en las sociedades de civilización cristiana, o de iras del monoteísmo musulmán en su versión más radicalizada, como el Estado Islámico en el 2014. Incluyó a museos y centro culturales, quizás decidor de otro tipo de primitivismo, en todo caso también de jactancia por ignorar la historia, en contraparte paradojal a la eliminación de los ramos de historia en los últimos años de enseñanza media. No se crea que este estaba alimentado por una creencia trascendental o metahistórica, aunque en el lenguaje con que se expresaban algunos traslucía una última huella deslavada, atomizada, de creencias milenaristas.
Mostraba los rasgos de fiesta o más bien de carnaval, uno de sus rostros más acusados, pero sin frontera con el empleo o lenidad ante la violencia. Tuvo un aspecto pacífico, quizás mayoritario entre manifestantes y protestatarios, con la característica eso sí que —quizás por este fenómeno especial de que no tenía ni dirigentes ni voceros y probablemente careciendo de jerarquías— no emergía de esta masa una diferenciación ni menos una condena de la violencia, salvo cuando se originaba en las fuerzas policiales. En todas sus múltiples manifestaciones, desde un primer momento demandaba la caída del Gobierno —electo con clara mayoría dos años antes— y un cambio institucional de cabo a rabo.
No fue solo un fenómeno capitalino, como principalmente ocurrió con el 2 de abril de 1957, sino que tuvo algunas semejanzas con lo que se verá más adelante en el libro, las manifestaciones del 2011 y otras análogas; las diferencias también saltan a la vista. Primero, se extendieron extraordinariamente en el tiempo y en la violencia con que paralizaron al país. Solo disminuyeron en intensidad después de la cuarta semana y recién en la sexta semana existía una normalización de las funciones del país. Segundo, porque precisamente, a partir del sábado 19 de octubre esto se replicó con extraordinaria rapidez a lo largo de todas las principales ciudades y en algunas localidades menores, de Arica a Punta Arenas. Se trató de una rebelión de alcance nacional, aunque se podría discutir acerca de la profundidad o transitoriedad de los humores colectivos, donde es fácil que mayorías se transformen en minorías y viceversa. Tercero, de manera mucho más explicita que en el 2011, hubo varios momentos en los cuales parecía que el orden institucional se tambaleaba y que el Gobierno podía caer en medio de una auténtica rebelión popular. La situación pareció aplacarse solo cuando todos adquirieron la conciencia, ya sea fundada o infundada, de que debía existir un cambio drástico en las políticas públicas, en especial en la creación de un Estado de Bienestar, mucho más marcado que lo que ha sido la estrategia hasta el momento; ello, porque si bien me sigue pareciendo una suerte de rebelión cultural, existe un componente de grieta social entre objetiva y subjetiva que se quiere manifestar. Y lo otro: surge la varita mágica del afán constitucional y, por eso, en gran parte para descomprimir la tensión que se hacía intolerable, se acordó un cambio institucional mayor, como es abrir la posibilidad a una asamblea constituyente, aunque se le dé otro nombre. Esto último es un proceso en marcha.
Cuarto, se trató de un alzamiento ciego, en el sentido de que, salvo una concertación inicial —de cuyo grado de preparación todavía no tenemos una información exacta—, no ha emergido ningún tipo de liderato ni de dirigentes, aunque multitudes de organizaciones y los gremios y sindicatos preexistentes han intentado ser sus voceros, si bien en realidad son arrastrados por esta marea. Existe, de todos modos, un discurso con algún grado de unificación, aunque tenga varios ejes: aquello que se podría llamar un hedonismo político o quizás “nihilismo libertino”.77 Eso sí, despojado de todo espíritu liberal y de liberalidad. Con más fuerza, lo que lo vincula es una especie de perspectiva anticapitalista o lo que se entiende por tal, en una clásica orientación primitivista del ímpetu revolucionario moderno, aunque soslaya el aspecto esforzado, disciplinado y austero de las organizaciones revolucionarias.
Quinto, una característica que en parte se ha escapado a los observadores es que la violencia no ha sido espontánea en el sentido con el que comúnmente se la refiere, sino que fue como aquello que surge de un verdadero estallido que después o se apaga o genera una reacción en cadena, pero en lo que no dejó de haber una reacción natural, de violencia contenida que puede o no manifestarse, lava que emerge o se mantiene en continuo hervir a medio fuego, algo de azar y algo de veleidad. Seguirá habiendo un debate sobre cuán organizado fue el estallido del 18 de octubre y sobre la sistematicidad que se ha visto después, en el intento en parte exitoso de destruir lugares estratégicos con la finalidad de paralizar al país. Lo que sí hay es un fenómeno no nuevo en la política moderna, ni siquiera en la historia de Chile, pero que alcanzó una densidad de toma de la calle que no tenía precedentes. Esta ocupación de los espacios se había visto en la Unidad Popular, pero entonces a una movilización y ocupación le respondió después de cierto tiempo la contramovilización, de modo que entre 1972 y 1973 hubo un relativo equilibrio.
En este caso hay algo nuevo y no solo porque todo pueda subsumirse en una voluntad, si bien compuesta de diversos y hasta contradictorios propósitos. Hay otro elemento, el que refleja una paramilitarización de la política moderna en una síntesis peculiar con los estilos de vida de contracultura activista y movilizada, que practica la violencia callejera más o menos organizada y no pocas veces con un claro sentido estratégico; ello incluía un estilo en la vestimenta y en los instrumentos, no pocos de ellos mortíferos, aunque no alcanzaban ni al puñal ni al arma de fuego. De todas maneras, se trataba de un instrumentario bélico y de un espíritu revolucionario que brinca a la acción. La paramilitarización fue siempre propia a una parte del espíritu revolucionario desde fines del siglo XVIII hasta fines del XIX. En esta última etapa se incorporó también una extrema derecha antirrevolucionaria cuyo contorno más claro en la primera mitad del XX fueron los movimientos fascistas, aunque no los únicos. En su conjunto, la paramilitarización no los ha abandonado, aunque tienen momentos de auge y otros de anemia, comparados con tiempos que consideramos normales en una democracia. No se trata de brigadas ni de una organización de jerarquías aparentes; funcionan, sin embargo, con una combinación de espontaneidad y estrategia que acompaña a estos fenómenos en la modernidad. Es casi seguro que no es solo un grupo u organización, sino que un número difuso de ellos.
Como sea, el cuerpo político del país reaccionó con la idea de un fin de mundo, con polos de alborozo, y de angustia o desazón. Ambas posibilidades a veces son intercambiadas por los mismos actores, inseguros sobre qué hacer. Está por verse si se trata de un fin de época o un tipo de explosión parecida a un estallido cultural, como un Mayo de 1968. El descalabro del Gobierno, de la clase política, de los poderes del Estado, y la sensación experimentada por tanta gente podría indicar hacia un desmoronamiento institucional de consecuencias imprevisibles. Las grandes conmociones, la raíz última de magnos conflictos bélicos como las guerras mundiales, o el origen y primer momento de las revoluciones simbólicas de la modernidad, a todo ello les es común una subjetividad de personas y momentos, que después se ven muy diferentes con la perspectiva del tiempo. La experiencia que se nos aparece como de efecto sísmico, una vez recuperado un sentido de la normalidad, puede ser reducida a unas proporciones más fáciles de digerir o canalizar. Por ello, es siempre sano intentar mantener alguna serenidad ante estos desbordes de sentimientos y acciones colectivas, por más que aparezcan investidas de fervor moral radicalizado. Si esto es posible, solo lo dirá el paso del tiempo.
En todo caso, aquí he resistido la tentación de modificar algunas afirmaciones del libro, porque no se puede escribir una historia contemporánea si se es prisionero de lo que está sucediendo. La libertad del observador, por emocionado que se encuentre, solo tiene sentido si se da esa combinación de distancia y participación que hace posible el conocimiento, según se decía un poco antes. No podía despachar el libro, sin embargo, sin una referencia inicial, ya que en la medida en que se puede divisar una voluntad y un propósito político en el estallido, se dirige contra una viga maestra de lo que en el libro se llama “modelo occidental” o democracia: el carácter de representativa que necesariamente debe poseer.
La democracia directa, aquella de colectivos, o de soviets, indefectiblemente culmina en el surgimiento del cacique, o del caudillo hispanoamericano, de un César, o del Comité Central, para con el correr del tiempo transformase en oligarquía. No solo fue la experiencia del siglo XX, sino que la de dos siglos del período republicano, y una posibilidad de la política moderna. Ello no hace a esta “experiencia chilena” —se añade a otras— menos extraña a la democracia. Suceden en todas las democracias, aunque nunca en las tan intensas y generalizadas democracias que en el libro se llaman consolidadas, y a período prerrevolucionarios, ambientes recurrentes en muchas democracias, aunque no culminen en una revolución efectiva de la que hay pocos ejemplos en la modernidad, por espectaculares y bastante decisivos que hayan sido algunos de ellos. Son probabilidades del proceso democrático.
En las semanas en que este libro debía ingresar a la imprenta, la pandemia del coronavirus (Covid-19) cobró toda su presencia en el país, el que entonces vio nuevamente trastornadas sus prioridades. Ahora lo hace encumbrada en una oleada universal que no ha dejado a nadie intocado y que, al momento de escribir estas líneas, en general ha afectado con más fuerza a los países desarrollados del globo, en los cuales además se da un debate más abierto y apasionado acerca de la eficacia de las políticas públicas para enfrentarla. En Chile, desde el 15 de noviembre del 2019 había existido una tendencia hacia la descompresión de las tensiones, que por momentos habían sido gravísimas. Ello en parte por el acuerdo en las primeras horas de la madrugada de ese día para convocar un plebiscito que abriera el camino a una nueva Constitución, como también por el natural desgaste pero no término de las manifestaciones y de la violencia extrema, en el sentido antes explicado, por todo lo cual parecía que se arribaba a una normalidad diferente a la anterior y el país se alejaba un tanto del abismo. Y en febrero, cuando se desataba —hay que insistir en que era un país cuyo rostro estaba cuajado de cicatrices— una campaña electoral en torno al plebiscito por entonces programado para fines de abril, se dejó caer el fenómeno planetario de la pandemia. Postergó todo y permitó al Gobierno retomar alguna dirección de los asuntos, especialmente en un campo en donde el Presidente ha demostrado capacidad, el manejo de emergencias, una de las razones de ser del Estado. Ha habido un grado de asentimiento ligero por parte de la oposición política a la situación de crisis sanitaria.
Sin embargo, por notorio que haya sido el cambio de panorama, en estos meses no parece haberse evaporado del todo el ambiente y la capacidad de disrrupción que revelaba el estado de ánimo de las protestas y de la violencia insurreccional que las acompañó. La oposición parlamentaria gira entre la cooperación por conservar el orden institucional y, a la vez, hallar la rendija para introducir una cuña que haga rendirse al Gobierno y erosionar las bases del manejo político y económico. Y la violencia aguda conserva brasas encendidas con la simpatía o indiferencia de una parte variable de la población. La vigencia del estado de emergencia y de la cuarentena, incluyendo toque de queda nocturno, ha tenido también que soportar la caída de la economía a grados que pueden llegar a ser comparables con 1982, 1975, o quizás más atrás, con la Gran Depresión. Ello, en manos de un gobierno caudillista o antisistema, podría ser la antesala de asolar las bases de la democracia representativa; lo mismo sucedería en época de legitimidad (relativa) de intervenciones militares, como ha estado jalonada la historia republicana de la región y también la de Chile, si bien en un grado distinto. El hecho de que exista un gobierno cuya legitimidad precaria pero real sea la de la democracia representativa, permite que este pudiese afrontar con posibilidades de éxito los embates de estas tormentas. Mucho depende también de la eficacia del aparato estatal. Es la ordalía del momento.
* * *
Las páginas del Preámbulo ilustran con bastante claridad una idea que cruza este libro. La historia de la democracia ha estado siempre impregnada de un debate sobre su carácter, su fuerza relativa y profundidad, su eficacia y alcance, su precariedad y quizás embuste; lo mismo, sobre el grado de verosimilitud, de la verdad, o no, en lo que tiene de apología de sí misma. Una pregunta crucial es si la democracia ha sido, por una parte, una forma de exponer la relación entre los intereses y los propósitos materiales e ideales de una manera visible al público; o si no es más que una forma de ocultar ese dilema o contradicción, por lo demás, inherente a la relación de los seres humanos entre sí. La historia de la democracia es y será la historia de la discusión —duda y afirmación— sobre ella misma. Es un debate que recorre la historia de Chile republicano y de su política, aunque no es, sin embargo, historia política pura ni, sin más, es una historia de Chile. Y, como se ve, desde siempre se ha planteado y planteará la pregunta de si Chile es o no un país que puede ser calificado de democrático. Desde 1970 y, sobre todo, desde 1973 esta pregunta no ha hecho sino redoblarse.
Un país es más vasto que su política o su vida republicana, más allá de su democracia. En estas páginas apenas son rozados algunos rasgos de la vida de los chilenos, amén que hay una referencia breve al período indiano, nada menos que la formación inicial de la sociedad chilena y de sus valores. Tampoco me refiero a vastas zonas de la realidad no tocadas como, por ejemplo, a lo que alude Gastón Soublette para mostrar la riqueza cultural del siglo XIX en los años de la independencia, plenitud que proviene de una esfera que no se puede explicar por completo desde el tipo de razonamiento que se ofrece en el libro:
Vivimos sobre nuestras raíces y no sobre nuestras ramas.
El árbol de la vida es la sabiduría.
Quien a sí mismo no conoce, a sí mismo se asesina.
Más vale saber que haber.
Si la experiencia es amarga, los frutos serán dulces.
El corazón no miente a ninguno.
Alaba lo grande y monta lo chico.
Cuida de lo poquito, que lo grande vendrá solito.
Para saber quién es, canta el canario.
La humildad es el hilo con que se encadena la gloria.
Más vale vivir sin alas que morir de un pechuzazo.
La flor más pobre y sencilla contiene una maravilla.
La soberbia de a caballo fue y volvió a pie.
Quien es lo que parece, cumplirá lo que promete.
Quien conoce su corazón, desafía a sus ojos.
El ojo verá bien siempre que la mente no mire por él.
El que sube como palma, cae como coco.
Donde reina el amor, sobran las leyes.
Lo ganado con el progreso a lo perdido no le hace peso.78
Nadie podría negar que aquí se encuentra hondura de civilización. Mas, una vez puesto en marcha el proceso civilizatorio —que tiene bastantes dimensiones—, este espesor solo puede adquirir el rango de meta de nuestros afectos, de cierta brújula de lo cotidiano, dentro de un sistema más amplio en el que se encuentra el orden político. Al final, la riqueza contenida en esos dichos alcanza su plena dignidad dentro de un sistema social, que incluye ese orden político, más complejo y fecundo, más caritativo y liberador; o más rudo y barbárico, o de aquel metal poscivilizatorio, que a veces es lo único que desata la nostalgia por la sabiduría contenida de la cultura popular, concretada en esas frases cargadas de sentido invocadas por Soublette. Finalmente, los seres humanos no se escaparán de la necesidad imperiosa de búsqueda de una civilización política que, con todas sus limitaciones y desengaños, es en lo que consiste la democracia moderna.
Por ello, nuestra mirada se vuelca para entender la evolución de la democracia chilena, sin afirmar ni mucho menos que el orden predemocrático, indiano, haya sido uno simplemente “autoritario”, un remedo de civilización. Todo lo contrario, es lo que nutrió el germen de ese orden nuevo, por lo demás de patente fragilidad y peligro. Sin embargo, los problemas que encierran estas afirmaciones reproducidas en el Preámbulo, lógicas, tentativas o quizá disparatadas y —solo en un sentido— contradictorias, podrían caracterizar la vida cotidiana de cualquier orden político a lo largo de la historia. Lo que distingue en especial a la democracia es que consiste en un intento de sacar a luz estos dilemas, y permite una forma de elucubrar en medio de la existencia histórica una figura y dirección de la sociedad humana. Es por lo mismo que con frecuencia se desmaya de ella.
En general, los historiadores que escribieron en el siglo XX, en especial los que conocen bien el período indiano o colonial, han tendido a destacar la continuidad entre las instituciones de la Capitanía General o Reino de Chile y las de las primeras fases de la república. Esta idea presenta mayor verosimilitud que la del quiebre radical entre una y otra experiencia, aunque las formaciones sociales a lo largo de la historia jamás cambian abruptamente del todo. La historia del siglo XX a lo largo del globo demostró la persistencia de factores de largo plazo. Sin embargo, en el caso de Chile e Hispanoamérica existe un plano en donde hay una novedad hasta cierto punto radical. Hay que poner énfasis en que esto es relativo, ya que jamás se hallan ausentes las continuidades ocultas. Con todo, la ruptura que se da en un aspecto es aquella que encabeza el objetivo central de este libro, el que los criollos hayan manifestado lo que en términos históricos es la creación de un lenguaje y de una aspiración, como siempre, más o menos honesta, de ensayar una nueva experiencia política que también requería de una cultura distinta. Fue la aparición del lenguaje republicano o republicano-democrático, que se presentó súbitamente a lo largo de Hispanoamérica, el modo como muchas formas modernas de identidad político-cultural surgieron en gran parte del globo en los siglos XIX y XX. La democracia moderna, más allá del continente de lo que iba a ser América Latina, fue una creación en base a experiencias anteriores, producto, con todo en especial, de eso que se llama modernidad.
A la democracia le es inherente la identificación de la esfera política con el debate en torno a ella, y otras condiciones que se explican más adelante. Lo fundamental parece ser la idea del preguntarse por el grado de realidad que alcanza, el grado de vigor moral que podría tener, o carecer del mismo. Como se verá y se puede deducir de los juicios bastante diversos y encontrados que se enumeran más arriba, la palabra misma y la realidad supuestamente definida por ella, llegó a alcanzar tal legitimidad en el curso de los siglos XIX y XX que, por lo mismo, las formas políticas comprendidas bajo su nombre pueden ser completamente contradictorias y hasta antagónicas, hasta el punto de que se puede pensar que el concepto de democracia perdió todo sentido. De ahí que la finalidad de este libro es pensar la historia de Chile, en especial el último medio siglo, desde el punto de vista de una pregunta que de hecho ha sido distintiva de su historia política, el grado de democracia real que ha existido en el país. Para no terminar en un camino ciego, callejón sin salida, en el Capítulo 3 se ofrece la definición que el autor —por cierto, aproximadamente aprendida de una falange de historiadores y pensadores políticos que me enseñaron a través de su escritura— considera la más adecuada para entender el fenómeno de la política moderna y el modelo al cual debe referirse el proceso democrático. No ignoro que esto puede ser cuestionable y pertenece a la misma historia de la democracia el discutir este planteamiento. El libro pretende ser una contribución a este debate, así como al conocimiento histórico.
A quienes estudian el funcionamiento de los sistemas democráticos les podrá extrañar la poca mención que se hace a la evolución del Poder Judicial, uno de los puntales de la misma y del Estado de derecho; o de las universidades, de donde surge en la modernidad el grueso de la clase política; o de la evolución y características de los medios, que es toda la comunicación que fluye con relativa espontaneidad, sin la cual no existe sociedad abierta. El libro no consiste exactamente en una historia de la democracia en Chile, sino en cómo el país encaró, pensó, sorteó o asumió los desafíos en la prosecución de un sistema democrático, o en la desesperación o apatía por el mismo; en un país donde la crisis ideológica caló profundamente a lo largo de su historia republicana, ello ha constituido una estructura fundamental de su historia republicana. El metro comparativo que empleo es tanto la idea de democracia analizada en el Capítulo 3 como la evolución de ese sistema en nuestro mundo en los últimos siglos.
Esta obra no pertenece en lo principal a lo que se conoce como investigación monográfica ni a un proyecto específico en término de investigación. Secciones del mismo corresponden a una vida de estudio y de discusión sobre la historia contemporánea; una que otra parte tiene que ver con trabajos de investigación realizados en el curso de mi vida académica. No he pretendido entregar una bibliografía acabada acerca de lo que se ha dicho en Chile sobre democracia, labor importante pero que en este caso podría haber distorsionado el fin que se persigue. No obstante, realicé un esfuerzo por efectuar referencias representativas y no pocas de las notas indican hacia autores que tienen visiones con matices distintos, o a veces completamente antagónicos, al menos en alguna parte de su obra. Es un libro distinto a otros que he escrito, pero que tiene también una consecuencia lógica con parte sustancial de mi trayectoria. Las notas se refieren en lo esencial a lo que los historiadores llamamos literatura o bibliografía, vale decir, otros estudios sobre la totalidad o parte del problema. Por allí y por allá aparecen también referencias a lo que denominamos fuente, es decir, el rastro original. Debo añadir, como lo hice en un libro mío de hace quince años, que por haber vivido, sentido, sufrido, angustiado y gozado una parte del período que abarca la mitad del libro, no se puede ocultar, como no debería hacerlo ningún historiador, que uno también es fuente. Esto no quiere decir que ni haya hecho un esfuerzo por escudriñar mis propias ideas y conceptos, ni tampoco que pierda la conciencia de que habrá más de una pregunta y una crítica al mismo, ya que en eso consiste la ciencia en esta esfera del conocimiento.
La idea de este libro se originó cuando hubo finalizado la redacción y publicación de mi libro La revolución inconclusa, en el 2013, y el entonces director interino del Centro de Estudios Públicos, Lucas Sierra, me sugirió que presentara un nuevo proyecto. Como desde el 2011 la discusión sobre el carácter de la democracia en Chile por doquier solo se incrementaba, cuando se aludía a la historia de Chile —remota y reciente— yo consideraba que existía una deficiente formación y poco criterio intelectual para evaluarla. Pensé suplir ese vacío con un libro breve sobre la democracia en Chile, su historia y los problemas fundamentales del presente. Como los historiadores tenemos la tentación de escribir extensamente, en el acto de escribir se me fue transformando en una historia de Chile, siguiendo la columna vertebral del logro e insuficiencia de la democracia en el sistema político del país. El nuevo director del Centro de Estudios Públicos, Harald Beyer, le dio un decidido apoyo al proyecto el año 2014; al asumir Leonidas Montes como director, el año 2018 confirmó la necesidad de sustentar el que llegara a su meta y me entregó pleno apoyo para finalizarlo.
La redacción, con todo lo que significa de reunir material y evaluar lo que se añade o no, no hubiera sido posible sin el auxilio de valiosas manos y mentes. En sus inicios, me acompañó por un año Diego Hurtado, y su sabiduría intelectual e histórica todavía me resuena para pensar algunas partes. Por varios años, Maximiliano Jara tuvo la paciencia y diligencia para asistirme en la redacción por la mayor parte del tiempo, a lo largo de prácticamente todo el año. Una vez entregada al Centro de Estudios Públicos una primera versión, en una última etapa de revisión, el ahínco y conocimientos de Milton Cortés ayudaron a las terminaciones finales para presentarlo al lector. Mariana Perry colaboró también en esta última instancia. Estos años fueron nutridos con las conversaciones sobre los temas expuestos en el libro con Luis Oro, en especial por su conocimiento profundo de la teoría política moderna. Joaquín García-Huidobro tuvo la amabilidad de comentar y efectuar sugerencias acerca del Capítulo 1. Leí atentamente los comentarios y críticas de un evaluador externo, que intenté asumir en la versión final. La Pontificia Universidad Católica de Chile, primero, y después la Universidad San Sebastián tuvieron la generosidad de aceptar que parte de mi tiempo de trabajo en esas instituciones fuera dedicado a la redacción del libro.
La publicación del libro ha sido posible por un esfuerzo conjunto del Centro de Estudios Públicos junto a Ediciones UC. La Directora de esta última, María Angélica Zegers, apoyó decisivamente el proyecto del libro y su idea que combina varios estilos. En intensos meses de edición, alterados marginalmente por los trastornos vividos por el país —que al final entregaron incentivo para proseguir con la idea central del libro—, se ha podido llevar a cabo el trabajo de afinamiento de su escritura a pesar de todas las dificultades ofrecidas por los tiempos que se viven. En este sentido Juan Rauld efectuó una ímproba labor. El esfuerzo de Ediciones UC da fruto pocos meses antes de que yo cumpla con 50 años de docencia en la Pontificia Universidad Católica de Chile.