Читать книгу La democracia en Chile - Joaquín Fermandois - Страница 14
Оглавление5. VERDAD Y MENTIRA DE LA ÉPOCA OLIGÁRQUICA
La mala fama del parlamentarismo
Gran parte de la construcción política del Chile de la Constitución de 1925 y de la democracia que se desarrolla entre el 1932 y 1973 se fundamentó en la crítica al sistema parlamentario y al mundo social que había predominado entre la Guerra Civil de 1891 y la intervención militar de 1924.295 El criterio regulador del sistema tenía que llevar a lo contrario de lo que había sido ese Chile. De la izquierda a la derecha se fortaleció la unanimidad en condenarlo como una suerte de decadencia del país. Esta mirada, como se verá, había comenzado en el propio seno de la época, en particular en lo que se ha llamado los “pensadores de la crisis”.296 La experiencia a partir de 1973 llevó a una cierta revaluación de ese momento, en especial en los años del régimen militar, cuando se asumió en general una visión más o menos positiva de la democracia chilena en contraposición a la crítica a la que fue sometida, primero por la Unidad Popular y después por el régimen de Pinochet. Entre otras cosas, los del parlamentarismo fueron años en los que se toma conciencia de temas que no habían estado en el principal escenario del debate público, pero que ahora ingresaban para no replegarse nunca más, no hasta el presente: es lo que aquí he llamado el proceso socioeconómico en cuanto acompañante de la democracia.
En primer lugar, surgió lo que pasará a la historia con el nombre de Cuestión Social, o el descubrimiento de la pobreza como una pesadilla esencial para la existencia de un orden realmente moderno y democrático. Esto incluye también la idea de las insuficiencias para alcanzar un progreso económico y una educación que incorpore a la sociedad entera.297 En otras palabras, se trató de colocar lo que después se llamaría el “subdesarrollo” como un factor central en la política chilena y en las decisiones del Gobierno y del Estado. Como en casi todo lo demás, este giro correspondía a un tema de la política mundial que se iba incluyendo en la sociedad chilena y pasaría a definir las grandes tendencias de las discusiones y dilemas públicos hasta estos momentos.
En segundo lugar, muy rápido se hizo paso a la idea de una frustración política, a primera vista alimentada por lo que aparecía un desgobierno, la impotencia del ejecutivo representado por presidentes percibidos como carentes de poder y voluntad, y por los continuos cambios ministeriales que reforzaban la sensación de falta de eficacia y dirección.298 La conciencia que llamamos subdesarrollo retroalimentaba esta frustración. La política fue apareciendo progresivamente desprovista de atributos para darle un sentido al país, otra recurrencia de la democracia. Despuntaba, por ahora como una noción vaga, el que a partir de lo político debía surgir la respuesta para superar el subdesarrollo, en consonancia con otras tendencias parecidas en los países latinoamericanos. Por supuesto, todo esto era impensable sin los desarrollos contemporáneos en Europa y en Estados Unidos.
Estos estados de ánimo fueron acompañados por una sensación creciente de que el país se encontraba en una decadencia, la que cada cual explicaba por causas distintas: por el parlamentarismo, por la pérdida de las virtudes que construyeron a la república debido al egoísmo de una aristocracia convertida en oligarquía estéril, por el surgimiento de una pobreza y en general de diferencias sociales que debían avergonzar al país, por la pérdida de un idealismo que se suponía había existido en sus orígenes.299 Gonzalo Vial, en una meditada pero discutida introducción a la historia del período oligárquico, califica a esta época, sobre todo en sus inicios, como el final de un consenso básico de la sociedad.300 Como se verá en lo que sigue, habría que pensarlo mejor como el advenimiento pleno de la conciencia de modernidad con su pluralidad de valores, y la construcción de una identidad en el acto mismo de buscarla, aunque en todos los actores la nostalgia por la unidad metafísica original sea también una constante humana.
Así como la conciencia de crisis es inescapable a la existencia de una democracia, al menos de tanto en tanto la idea de una fractura social sería característica del Chile del siglo XX, en una experiencia que vivieron todas las democracias en el siglo, aunque impregnó más y más a las democracias en los países subdesarrollados. En una época en donde todavía estaba muy viva la impresión de la competencia internacional y en especial de la “paz armada” en el cono sur, se apuntaba a que Chile quedaba atrás en la carrera del progreso y que el país debía ser sometido a una reforma profunda. No era una pura discusión económica y social, pues fue alcanzando gradualmente lo que en la historia de las ideas modernas se ha llamado “crítica de la cultura”, la pregunta de si esta modernidad a la que aparecemos impelidos no será sino un camino de perdición para el espíritu humano, o al menos en qué medida lo puede ser. Esto no germinará sino hasta el período entreguerras —claramente detectable, incluso en el continente latinoamericano— y que se va a encontrar en una forma rica, no sin contradicciones y matices, en los grandes poetas chilenos, Gabriela Mistral, Pablo Neruda y Vicente Huidobro. Las raíces fueron plantadas en la época parlamentaria, aunque, como aquí se insiste tanto, esto también corresponde a aprehensiones del mundo cultural de la primera mitad del siglo XX.
En términos políticos, estos años sin embargo no pueden verse como una decadencia absoluta, sino como una transformación inicial de un sistema orientado a una clase política restringida, para dar paso a otro en el cual las bases a las que apelan esta clase y las fuerzas que la constituyen son más amplias y tienden hacia una mayor contemporaneidad con tendencias mundiales, tal como por lo demás había sido la experiencia de la chispa republicana en torno a 1810.301 Con todo, es natural que a los contemporáneos les haya parecido como un momento yermo en lo político, y hasta inexplicablemente frívolo, en el aislamiento de un grupo de dirigentes más o menos pequeño. Por otro lado, que no se olvide que a toda democracia le viene por oleadas sucesivas, aunque distanciadas, la misma sensación de que su clase política está aislada del sentimiento general del país. Surgiría esta distinción, a la cual se alude mucho con diversos lenguajes, de que existe un “país político” extraño al “país real” y que este último o mantiene una distancia colérica con el establishment, cualquiera que este sea, o que representa a un sentimiento más auténtico de lo que es Chile. Nuevamente tenemos que insistir en que esto expresa uno de los fundamentos de la vida política moderna, urbi et orbi.
Los treinta y tres años del régimen parlamentario presenciaron a siete presidentes de la república elegidos por cinco años. Frente a eso una interminable lista de ministerios fueron sometidos a votos de confianza en el Parlamento, y más bien de desconfianza, es decir, a la censura parlamentaria que obligaba a los cambios, que no variaban mucho las cosas por lo que el desprestigio de todo el sistema no hacía más que incrementarse gratuitamente. Hubo 56 ministros de Relaciones Exteriores entre 1900 y 1924, más de dos por año. La sensación de frivolidad se imponía por sí misma a pesar de que, tal como se ha señalado para un caso muy famoso como el de la Tercera República en Francia, la administración mantenía una relativa continuidad que explica muchos elementos positivos en la gestión gubernamental de estos años. Es difícil medir el impacto que puede haber tenido esto en la política exterior de Chile; a veces, se diría que este presunto desorden llevó a que el país perdiera oportunidades que tuvo en temas territoriales. Parece ser una visión prisionera de imágenes distorsionadas de la realidad, ya que había un entorno internacional que iba siendo menos favorable a Chile, al tiempo que emergían problemas nuevos que debían acaparar la atención. Si algún reproche se le puede hacer a esta política exterior es el de no haber dado un epílogo político y diplomático más rápido a los temas limítrofes y a la posguerra del Pacífico; la duración de las recriminaciones, hasta 1929 en el caso de Perú, incidió mucho en la presencia del tema en el resto del siglo, y aun lo tenemos con nosotros.302
Más legendaria es la inestabilidad en los ministerios en lo que dice a las carteras de Interior y Hacienda (85 y 72, respectivamente). Las interpelaciones parlamentarias, las censuras de gabinetes y un mundo de intriga que se parecía al de una corte, en lo esencial en torno al mundo del legislativo, crearon una impresión de frivolidad mientras otros temas más apremiantes en las apariencias lucían descuidados. Esto fortaleció la tendencia a que se hablara mucho acerca de una nueva institucionalidad, de una reforma general, un ímpetu de regeneración que subía hasta la clase política desde otros sectores emergentes que terminarían por ampliarla, aunque su impacto solo se vería en la década de los 1920.303
Los presidentes parlamentarios constituirían después una leyenda en el Chile de la Constitución de 1925. Ejemplos históricos, caricaturas y chistes que circulaban los hacían aparecer como epítome de la inactividad de administraciones estériles, finalmente de indiferencia ante los requerimientos de ese país real, el cual era invocado con algún nombre parecido.304 La caricatura más común ha sido la de referirse a Ramón Barros Luco (1910-1915) y su comentario, seguramente apócrifo, de que “en Chile hay dos clases de problemas, los que se solucionan solos y los que no tienen solución”. Barros Luco, que dio origen a un célebre sándwich de carne con queso caliente todavía celebrado, era un hombre completamente anciano para las categorías de la época, político veterano y uno de los organizadores de la rebelión de 1891, con el mérito semitrágico de haberse salvado a nado después de ser torpedeado el Blanco Encalada en la rada de Caldera. Era experto en conciliar posiciones, la cual fue una de las razones por las cuales fue elegido de una manera consensual como candidato de la inmensa mayoría de esa clase política a estas alturas restringida.305
A fines de 1891, los triunfadores se pusieron de acuerdo en hacer elegir al comandante en jefe de la Escuadra, Jorge Montt, como Presidente de la República (1891-1896).306 Hay un detalle interesante, ya que en la selección operó un temor no confesado al caudillismo militar, que podría haber sido representado por el general Estanislao del Canto, otra de las espadas de la rebelión que probablemente tenía también un programa propio. Este Montt, pariente de los otros dos presidentes, daba confianza de que se sometería a la mecánica del sistema político y que no desarrollaría ambiciones personalistas. Así fueron las cosas. En un caso notable, después de dejar la Presidencia, fue Director General de la Armada hasta 1912. Al revés de Pinochet, no sería para protegerse sino por un sencillo asunto de vocación y de costumbre, quizás abusando algo del espíritu de la carrera, aunque en su institución dejaría una historia de aprecio que sigue viva en el presente. En todo caso, la imagen que proyectaba era de la modestia de las ambiciones y del cumplimiento del deber. De todas maneras, lo que se miró después como los males del parlamentarismo comenzaron casi inmediatamente con su período.
Los continuadores eran parte de lo que se podría considerar ya a estas alturas una oligarquía política y social. Ellos fueron Federico Errázuriz Echaurren (1896-1901), hijo del Presidente Federico Errázuriz Zañartu, y Germán Riesco (1901-1906).307 El mandato de este último terminó poco antes de un sismo de verdad, el gran terremoto de Valparaíso del 16 de agosto de 1906. Se le podría considerar una parábola que complementaba un panorama bastante tenso en toda una esfera del país. Quien hubo de asumir el desafío de este momento fue Pedro Montt, hijo de Manuel Montt, cuarto caso de hijo de Presidente que llegaría a ser Presidente. Llegó a La Moneda, utilizada como casa de gobierno desde 1845, con el impulso de un reformador político. No llegó muy lejos. Los altibajos económicos y sociales, las tensiones propias a esta década —cuyos grandes hitos fueron las huelgas de Valparaíso de 1903, la “huelga de la carne” en Santiago en 1905 y la matanza de Santa María de Iquique en 1907— le pisaron la cola.
Terminó su período en el año de celebración del Centenario en 1910, inmerso en una tragedia personal. Enfermo, se le otorgó permiso para irse a curar a Alemania (esto provoca sonrisas en la medicina actual), falleciendo un día antes de arribar a Bremen. Lo sucedió el vicepresidente, Elías Fernández Albano, quien debía encabezar los festejos pagados de sí mismo del Centenario. Este falleció días antes del 18 de septiembre y fue reemplazado por el ministro del Interior, Emiliano Figueroa, que hizo de dueño de casa. Terminados los festejos, se abrió el campo para el debate de la sucesión y las intrigas que le eran propias. A la mayoría le asustó un nombre posible, el de Agustín Edwards MacClure, de 31 años, aunque representando una aristocracia del dinero y de manera creciente de los medios, era un factor de incertidumbre en cuanto a sus inclinaciones; sus antecedentes le daban una libertad personal de la que carecían otros caciques políticos.308 Por ello, en medio de años relativamente inquietos, aunque no convulsos, los presidentes que le seguirían serían como prototipos de los sectores política y socialmente dirigentes del siglo XIX, el ya mencionado Ramón Barros Luco, y después Juan Luis Sanfuentes, el que por la ironía no extraña en la existencia histórica, era parte de los derrotados de 1891, ejecutando la práctica del parlamentarismo que le siguió y al que Balmaceda le había pronosticado funestas consecuencias.309
El período parlamentario se prolonga hasta septiembre de 1924. En sus últimos años, sin embargo, viviría bajo una cierta sensación de crisis, de calma antes de la tormenta, si bien no pocos repetirían lo que aparece de cuanto en cuanto como una constante de la conciencia en este país y en muchas partes, “si en Chile nunca pasa nada”. En todo caso, el último presidente parlamentario sería uno de los sepultureros, Arturo Alessandri Palma (1920-1925). De hombre del sistema se transformó a partir de 1915 en un caudillo de tonalidades populistas, bajo cuyo signo levantó una candidatura presidencial exitosa tras un arduo proceso en octubre de 1920.310 Después, hasta su caída en 1924, encabezó el mismo sistema sin mayor reforma, aunque denostándolo de una manera que lo socavó y se socavó a sí mismo. La coalición que encabezó llevaba una definición retórica de connotación de un nuevo tipo de izquierda, aunque no pocos de sus portadores eran los mismos actores del parlamentarismo, como el propio Alessandri lo había sido por lo demás. Sin embargo, la campaña de 1920 había cambiado el escenario político. Emergía un nuevo país y una nueva clase política que también era la ampliación de la anterior.311
Lo nuevo nace en el seno de lo antiguo
A todo el período parlamentario se le ha llamado a veces la “era oligárquica”, quizás queriendo denotar las características de una clase dirigente devenida en parasitaria, imagen muy querida por una amplia crítica social del Chile del siglo XX. Vicente Huidobro la impregnaría con un concepto (recién descubierto por Mario Góngora en 1981) que rápidamente se extendió. Chile habría sido el campo donde una clase dirigente provista de algunas virtudes había organizado un país que tenía destino, clase encarnada por los “apellidos vinosos”, para ser reemplazada por esa oligarquía estéril, entregada a los juegos financieros, cuando no a las estafas del mundo bursátil; esta sería encarnada por los “apellidos bancosos”.312 Así habría aparecido el Chile desprovisto de horizontes, de grandeza y de esperanza. Luis Orrego Luco ha dejado también una imagen imborrable en un testimonio literario, Casa grande (1908).313
Sin que esta imagen haya sido muy remecida, nuevos historiadores, a veces sin la intención precisa, han terminado por entregar una imagen más diferenciada de estos años, ya que en muchos sentidos creció un Chile complejo, y se hicieron notar nuevos actores y sectores sociales. Se respiró un aire de modernidad, de progreso en algunos aspectos bajo cualquiera definición posible, y apareció la conciencia de una realidad distinta. Se podría decir que incluso surge una clase intelectual que va a abarcar al Chile del siglo XX. El sistema parlamentario también fue un instrumento no del todo digno de ese orden. Para emplear nomenclatura más reciente, tuvo algo de un sistema semipresidencial y semiparlamentario. Los ministerios debían ser aprobados por la Cámara de Diputados y el Senado: por lo tanto, los presidentes eran prisioneros de una mayoría generalmente hostil. Esta no se formaba en base exclusivamente a patrones políticos, sino que con facilidad era juguete de veleidades personales y de grupos. La institución no fue complementada por la facultad presidencial de disolver el Parlamento, junto con anunciarse la convocatoria de nuevas elecciones en un plazo más o menos breve. Es el recurso que puede disciplinar a los sistemas parlamentarios. Se trataba de una mezcla no meditada, pero que en su origen no había registrado gran problema hasta los albores de 1891, ya que la práctica autoritaria de quienes vencieron en Lircay y de sus sucesores había sido sustentada por su impulso, aunque se aminoraría a partir de los 1860.
Como sucede en los países latinoamericanos, las cosas se invirtieron de manera brusca con el resultado de Concón y Placilla, sin modificaciones mayores a la Constitución de 1833.314 En lo básico se la reinterpretó, otorgándosele una característica más parlamentaria al obligar a que el ministerio fuera aprobado por ambas Cámaras del Congreso.315 Este tema perseguiría a todos estos años que también se llaman, además de oligárquicos, parlamentarios, por la misma razón. Sin embargo, contra lo que se sostiene, la idea de una reforma constitucional para acabar con todo rastro de parlamentarismo no sería finalmente una demanda muy unánime; el presidencialismo que le seguiría nació de un acto en cierta manera casual, aunque a su vez respondía a una corriente profunda de la historia del país y de la región. Los presidentes han representado en la imaginación algo que de alguna manera se parece a la figura del monarca depuesto. Caudillos y/o dictadores han avanzado con más autoconciencia en ese afán de sustitución, aunque sin atreverse a llegar a sus últimas consecuencias. La legitimidad monárquica, al ser interrumpida, fue desgarrada en su raíz.316
Las imágenes de la época que nos llegan en reportajes de los medios, o en la historiografía u otros productos de las ciencias sociales, destacan el contraste social y económico como el rasgo más característico de ese Chile, una suerte de rótulo de fracaso. Como se decía, fueron años de un desarrollo singular, aunque más limitado hacia el fin del período por los trastornos producidos por la guerra y en general un aminoramiento del ímpetu productivo. No falta la interpretación que ve una relación directa y hasta causal entre este cambio económico y social y los ingresos del salitre.317 De hecho, es casi una verdad matemática que el Chile entre 1880 y 1930 estuvo en su economía ligado en primer lugar a la suerte del salitre, que como promedio hasta 1924 alcanzó hasta un 40% de los ingresos totales del fisco, para bajar después, antes del abismo de 1930.318 Se produjo también una fuerte fijación política e intelectual al tema del salitre. Es francamente exagerado pensar que ese Chile era solo el salitre.319 Sin embargo, al meditar sobre su desarrollo económico, es inevitable que se nos aparezca en esta fuerte dependencia de un solo producto, mezcla de bendición y maldición. Surge de inmediato la pregunta de qué hubiera sido del país sin esta riqueza, que solo en un grado modesto era producto del esfuerzo nacional, si bien en el caso del salitre se puede decir que eran coproductores los miles o decenas de miles de obreros y empleados que trabajaban directa o indirectamente en torno a las salitreras, como se les decía a las explotaciones.
A mediados de los años 1920, asoma su cabeza el cobre, que iría a ser el sustituto del futuro a esta fuerte dependencia. En este sentido, existe otro rasgo que también le da alguna complicación y es que el salitre estuvo en el origen de la Guerra del Pacífico, lo cual, en cuanto a argumento, se convierte en un tema espinudo al pensar en las relaciones vecinales, ya que yacía completamente en las provincias anexadas después del conflicto. El cobre, a su vez, tal como se desarrolla en lo que más adelante se llamó la Gran Minería, era impensable fuera del horizonte de una inversión extrajera; si en el salitre hubo un protagonismo inglés, en el cobre fueron exclusivamente capitales norteamericanos. Esto no tiene nada de extraño teniendo en cuenta que su mercado era mundial, y su producción y exportación requería una tecnología inalcanzable para un país como Chile. Casi como en el salitre, más de la mitad de los yacimientos de cobre de los siglos XX y XXI se encontrarían en las provincias anexadas a consecuencia de la guerra. Todo este tema se convertiría en una fuente de largos debates hasta 1973, resurgiendo después con intensidad cada cierto tiempo.320 El problema que esto representa nos indica una fuente de inseguridad en torno a los problemas de cultura económica, y ello no está para nada desconectado de uno de los pilares de todo orden democrático, como es su vinculación con la modernización económica y social.
Para quien esté interesado en los procesos de desarrollo democrático, el caso de Chile en estos años debería presentar algún interés. Salvo que lo consideremos una exclusiva parálisis, que no es lo que aquí se sostiene, puede recoger la experiencia de desarrollo de una clase política en el salto de una época a otra, y también en la formación de partidos políticos que van cambiando gradualmente de temas de debate.321 En el siglo XIX, si nos podemos permitir esta generalización, la discusión se centra en términos políticos en la combinación de orden y libertad, del significado en este sentido de una república y en una gran parte del mismo, por la definición de aquello que es parte de los atributos de la fe religiosa y aquello que es del orden secular.322 Así, considerado esto en conceptos más o menos abstractos, no existe mayor diferencia con muchos pueblos latinoamericanos y Europa mediterránea, e incluso podría hacerse la comparación con Francia e Inglaterra. Los debates al respecto de estos dos últimos países tuvieron influencia intelectual y a veces penetraban en el lenguaje político de las discusiones chilenas. La particularidad que habían tenido era casi impalpable, aunque creemos que real, aquella de que el país austral representaba una estabilidad mayor dentro de una creciente actualización de la libertad política.
La era parlamentaria u oligárquica asumió entre queriendo y no queriendo un nuevo eje, que no va a reemplazar al anterior, sino que lo complementa. Se trata del tema del subdesarrollo, que es aquello que se quería decir con la “cuestión social”. Hacia el 2000, emergerá una tercera oleada que se verá más adelante, pero se puede adelantar que gira en torno al concepto de “derechos humanos”. Las oleadas no se suceden, sino que suman y también entremezclan.
La “cuestión social”, en cuanto que estaba en la conciencia de la gente, la sentía una parte del país, un sector de la clase política e intelectuales, a los que progresivamente se irían agregando otros actores, como gremios y sindicatos, el mundo de la creciente administración pública y, no en último término, los militares. En un sentido indirecto, estaba presente en la totalidad del espectro político para afirmarla, aunque dividiéndose en las formas de confrontarla; o para afirmar que se la exageraba de una manera desproporcionada. Y para repetirlo por enésima vez, esto se desarrolló de manera evolutiva, poco a poco, hasta que en la década de 1920 se haría incontenible.323 Es posible en torno al 1900 ver surgir otro fenómeno político-social, que es la presencia en Chile de una intelligentzia. Se emplea este concepto surgido de la Rusia del XIX, universalizado por la teoría y el lenguaje político desde entonces. Se refiere a un mundo discutidor que tiene sus raíces en sectores profesionales, intelectuales y artísticos que para estos efectos operan como un actor múltiple algunas veces de manera unánime, en los debates públicos y en algunas circunstancias con un efecto decisivo. Ha sido también un actor en la gran mayoría de los sistemas políticos del mundo y, en especial, ha antecedido a los movimientos revolucionarios y a las revoluciones, desempeñando un papel más visible en aquellos autoritarios, antes que en los más democráticos. Sucedió la paradoja de que cuando triunfan las revoluciones radicales y creaban sistemas totalitarios, la intelligentzia o era burocratizada o abatida. En Chile constituirá una presencia constante hasta el presente y para efectos de este libro a veces se la hace intercambiable con el concepto de “clase intelectual”, aunque en sentido estricto no es lo mismo.
Se cometería un error si se cree que esta perspectiva dominaba la conciencia del país y los juicios de sus contemporáneos o de los observadores extranjeros. Había una dicotomía entre el país que se celebraba a sí mismo y sus logros, reales, exagerados o imaginarios; y aquel país que elaboraba esta autocrítica con mayor o menor justicia, aunque siempre en base a un fenómeno real que, en lo básico, se lo puede decir que su rasgo fundamental era el alejamiento de lo que era el modelo en Europa y quizás Estados Unidos, que despuntaba por aquello de la “norteamericanización del mundo”.324 Nada ejemplifica mejor que las circunstancias de la celebración del Centenario, en 1910. Fue una festividad organizada con un boato extraordinario, celebración de los logros que se suponía fenomenales de la República en sus primeros cien años, de lo que no estuvo ausente una cierta soberbia de nouveau riche. El “balance patriótico” de Vicente Huidobro, escrito década y media después, le viene como anillo al dedo para estas circunstancias, por algún toque de vulgaridad, cursilería (siutiquería), todo ello como una dirigencia muy pagada de sí misma que también se filtraba en una parte no pequeña de la conciencia social.
Frente a las grandes celebraciones del Centenario se vivió un contraste representado por el nacimiento de un nuevo tipo de crítica acerca del estado del país que acompañó a la Cuestión Social, y que provenía de intelectuales o publicistas de un espectro de ideas más o menos amplio, que en lenguaje algo posterior se podía decir que iba de la derecha a la izquierda: Enrique Mac Iver, Tancredo Pinochet, Francisco Antonio Encina, Luis Emilio Recabarren, Nicolás Palacios. Y se verificaba también otro fenómeno no relacionado como causa y efecto, pero que estaba muy presente en ellos y de alguna manera en todo el país, los conflictos y confrontaciones sociales simbolizadas en especial en Santa María de Iquique en diciembre de 1907.325
¿Se trataba entonces de un país en el fondo enfermo, quizás sin remedio? Sería un juicio incompleto. Expresaba la maduración de voces y problemas que serían característicos de la sociedad del siglo XX, de la democracia moderna y de aquellas que han asumido el tema del desarrollo vs. subdesarrollo como un problema central de la vida pública. A pesar de todos los vicios del sistema parlamentario, toda esta corriente, en principio cargada de potencial explosivo, fue contenida por el sistema institucional, cuyo quiebre en septiembre de 1924 creó un paréntesis importante e imposible de ser ignorado al considerar la totalidad de la historia del país, siendo, sin embargo, muchísimo menos violento que el de 1891 o el de 1973. El desarrollo institucional de Chile mantenía algún grado de estabilidad, aunque propenso también a crisis, más allá de que la democracia es el sistema de la crisis (Capítulo 3).
Después de lo que comúnmente se llama la “crisis del Centenario”, el sistema siguió adelante de manera imperturbable a pesar de la crisis económica y social que llegó de manera abrupta con las vicisitudes de la Primera Guerra Mundial. Esta aceleró, como en muchas partes, la transformación en la cultura política. También contribuyó a una modificación en los espíritus al interior del país. Fortaleció en especial a la izquierda antisistema. Lo que en política más sobresalió fue la aparición del populismo, un fenómeno camaleónico en la política moderna, más asociado a la izquierda que a la derecha, aunque también tiende a aparecer por ahí y por allá en esta última.326 En ese Chile estuvo personificado en la figura política más característica de la primera mitad del siglo, Arturo Alessandri Palma.327 Un político del sistema, de las filas de la llamada Alianza, vale decir, con su tanto de exageración, de la centro izquierda; sin embargo, poco lo distinguía del promedio del político parlamentario. En unas elecciones a senador por la zona del norte de 1915, en un golpe de audacia, se hizo portavoz de la razón populista, de movilización política y de denuncia del sistema y de la oligarquía. Esta fue una transformación nada de extraña en la política latinoamericana del siglo y que en cierta manera todavía nos acompaña, es parte de un ir y venir de la democracia. Si bien el cuerpo electoral restringido no permitía una transformación demasiado súbita, no cabe duda de que el León de Tarapacá, como se le bautizó a raíz de este acontecimiento, se transformó en un líder popular, adorado por masas que se asomaban a la vida pública y que reclamaban lo suyo, creándose una situación que contemporáneos la percibieron como explosiva.
La misma situación se repitió en las elecciones presidenciales de 1920, de efecto decisivo en la historia política siguiente. Algunos han indicado que no fue mucho lo que cambió, ya que la clase política siguió siendo la misma del sistema parlamentario, que la participación electoral era restringida y que no se observó ninguna transformación institucional, ni siquiera legislativa.328 Cierto, pero se pasa por alto un decisivo cambio en la atmósfera que determinó que la legitimidad que todavía sostenía al sistema fuera diluyéndose hasta prácticamente desaparecer. Además, las elecciones anteriores habían sido disputadas en una fase previa, más en los corrillos de las agrupaciones, en los corredores del Congreso y de algunos clubes, antes que en lo que después se llamarían “primarias”. Siempre hubo un candidato apoyado por un consenso de antemano mayoritario, si bien la competencia creció desde 1896. Esta vez el candidato desafiante fue el que obtuvo el protagonismo y finalmente forzó su propia elección. En términos puramente políticos, se trató de un cambio bastante trascendental; inauguraba un nuevo tipo de reglas del juego y de legitimidad, en la cual la competencia, como en toda democracia robusta, pasa a ser determinante para constituirla como tal. Quedaba un camino y este no fue fácil, pues la resistencia institucional y la multiplicación de ideas y asomos de planes anarquizaban a las voluntades y llevó a la conocida paralización de la primera administración Alessandri (1920-1924). Por otro lado, el León había llevado a la calle a gente a la que antes solo esporádicamente había empleado como arma de presión política, especialmente en huelgas; ahora, en cambio, pasaría a constituir una presencia más o menos permanente del paisaje público.329 Las circunstancias excitadas de la elección contribuyeron a ello.
Los nuevos actores
El segundo elemento a considerar es que en estos años continuó creciendo una nueva persuasión política más o menos fragmentada, el de una nueva izquierda antisistema, si es que aceptamos que pipiolos, liberales y en su momento los radicales hayan ejercido la función de ser una izquierda. Esta lo era en cuanto correspondía a una voluntad revolucionaria inspirada aproximadamente en el socialismo, en lo básico según sus ideas de igualdad, y no era diferente de lo que sucedía en otras partes de América. Tampoco puede ser mirada como aislada de la evolución de las ideas y sentimientos políticos europeos. Adquirió un auge fuera de las instituciones políticas existentes, en algunos gremios y sindicatos, como en los trabajadores portuarios, en los ferrocarriles y en otros servicios públicos. Sobre todo, se dio en el ambiente obrero del salitre, no necesariamente entre los menos privilegiados, pero sí en donde eran más patentes las divergencias sociales y una cierta conciencia de existir un soplo universal, y ejerció gran impacto en la creación de esta izquierda. Era también una actividad económica investida de internacionalización, por estar vinculada a capitales extranjeros, en especial ingleses, lo que la haría pasto de las iras “antiimperialistas”, clave en la nueva izquierda, y por la importancia del salitre para una serie de actividades agrarias e industriales hasta que su misma utilidad fue desapareciendo de manera rápida.
Esta izquierda era parte del paisaje de movilización política y social antes de 1924, pero apenas tenía presencia institucional y a sus líderes se les hacía muy difícil ingresar al Parlamento. De una manera algo fragmentaria, había participado o tenido presencia en todos los sucesos espectaculares ocurridos en las primeras décadas del siglo, sobre todo en la huelga de Valparaíso de 1903; en la Huelga de la Carne en Santiago en 1905, con secuela de muertes; de manera más sanguinaria, en Santa María en Iquique en 1907, y de ahí hubo un salto a San Gregorio y La Coruña en 1921 y 1925. Por cierto, había creado una reacción, ya sea como temor o como la necesidad de buscar una salida a la situación de pobreza, atraso y conciencia de estancamiento. Sería lo que más adelante se llamaría tercera vía o tercera posición. Esta reacción adquirió contornos antirrevolucionarios y quizás no sería inexacto decir “anticomunista”, incluso antes de la existencia del comunismo real. Fue una persuasión política que tuvo continuidad a lo largo del siglo XX, entre que se veía un peligro latente, magnificado en su urgencia por la Revolución Rusa y el ambiente de la primera posguerra, o respondiendo expresa o tácitamente con una reacción universal, aunque con formas criollas, “en Chile nunca pasa nada”.
Quizás haya que efectuar una distinción entre dos conceptos que se usan a lo largo del libro, los de revolucionario y antisistema. No por lo categórico el de revolucionario es menos discutido, ya que se le usa en tantos sentidos. En el contexto ideológico moderno, implica una actividad subversiva ante un orden legal existente, o bien que se lleva un tipo de actividad política que va a conducir de manera inminente a una acción violenta, con o sin derramamiento de sangre —más lo primero que lo segundo— para destruir al sistema establecido. Antisistema, si bien muchas veces casi indistinguible del anterior, mantiene con este una diferencia esencial al menos para entender a la política moderna. Implica un rechazo del orden existente y una acción política, social y cultural para cambiarlo de raíz, generalmente con una meta que es casi idéntica o completamente idéntica a la del revolucionario. Tiende a simpatizar con los actos revolucionarios y a veces también ejerce la violencia, aunque en un terreno de lo que se llama contestación, protesta, movilización: sin uso de, por ejemplo, arma blanca o arma de fuego, aunque no pocas veces con armas mortíferas como piedras o palos, o desde mediados de siglo con bombas molotov que, por cierto, queman viva a la víctima. El revolucionario puede usar la legalidad combinada con la conspiración y la acción armada. La voluntad antisistema se mantiene de manera estratégica en los grandes rasgos dentro de la legalidad, solo sobrepasándola en pequeños espacios y estilos que muchas veces están aceptados o interiorizados por el orden vigente como un mal necesario. La huelga, por ejemplo, a veces adquiere el carácter de antisistema, y algunas veces en el mito de la huelga general revolucionaria adquiere connotación prerrevolucionaria.
Se ha dicho que estos sectores políticos que ahora emergían en Chile —ya sea que los consideremos integrantes de un mundo social o que se construyen a sí mismos como sus portavoces— estaban fuera de las instituciones políticas; no se encontraban, sin embargo, fuera de la legalidad, aunque a veces trataran de evadirla o a veces rumiaban contra ella por considerar que no los favorecía. No eran pocos los que consideraban que había que poner mano dura y reprimir con más decisión lo que miraban como focos revolucionarios, en especial a raíz de la Primera Guerra Mundial. Con todo, en lo básico se desarrollaban vinculados a un sistema institucional ordenado, asentido y en este sentido, legítimo hasta donde puede decirse. En la Guerra Civil de 1891, ese sector no tuvo un papel significativo. Esto cambó con el paso de los años. Algunos de sus dirigentes lograban llegar al Parlamento, sorteando un ambiente hostil y limitaciones en el sufragio, como resultado de la baja tasa de inscritos en los registros electorales y por la compra de voto o cohecho.330
A pesar de que los ingredientes para una explosión revolucionaria estaban ahí mismo, en la experiencia cotidiana de la vida social, no pudo surgir en Chile una persuasión abiertamente revolucionaria. El sistema no quedó lo suficientemente exhausto como para provocar una crisis que con justicia pudiéramos llamar terminal, más allá de la pregunta de si realmente existen crisis terminales. Las instituciones poseían una inercia que combinó alguna flexibilidad con la persistencia en los procedimientos. Hubo continuidad en esta democracia que se construía. La izquierda antisistema, provista de una voluntad en general revolucionaria como propósito final, no desarrolló ni una estrategia ni mayormente una técnica que con propiedad pueda ser llamada revolucionaria. Existió un factor de acostumbramiento que quizás acomodó en un largo plazo la actitud de la futura izquierda chilena, y de la dirigencia sindical, al sistema institucional que preexistía.331
Existió una posibilidad que finalmente quedó truncada hasta 1973: el desarrollo de una izquierda que, como en el caso paradigmático de Francia y sobre todo de Alemania, transitara desde un desafío al sistema de tonalidades revolucionarias, hacia una afirmación autoconsciente del sistema, aunque acentuando su virtualidad transformadora en el horizonte de su ímpetu, el de la mayor igualdad. En la política moderna esto generalmente se ha llamado una posición propia a la socialdemocracia. También se la ha llamado reformismo, aunque en general, y más todavía en la izquierda chilena de mediados del siglo XX, se la expresaba acompañada de un gesto despectivo. En Chile este fue el papel del Partido Demócrata, fundado en 1887 por una figura poco recordada, como fue Malaquías Concha.332 Su propósito era la reforma social y el gradual reconocimiento legal y participación del mundo obrero. Dentro de este antiguo padrón electoral alcanzó a tener hasta un 8% de los votos (hasta 1924 había obtenido como un 8,9%, y en 1925 obtuvo un 22%, para decaer a un 6% en las elecciones de 1932) y una pequeña presencia en las cámaras, que duraría hasta fines de la década de 1930. Ingresó a algunos gobiernos y fue parte del sistema. No logró, sin embargo, echar raíces duraderas y esto dejaría un vacío en lo que se puede llamar una izquierda democrática, vale decir, convencida de la legitimidad de su integración en el sistema. El auge de estos demócratas fue más breve que su caída.
De manera paralela a este desarrollo político que se da dentro del sistema, surge también una persuasión política de tipo revolucionaria casi idéntica a la izquierda antisistema, si bien en general no se prepara activamente para asumir una conducta revolucionaria. Adquiere notoriedad porque está relacionada —cuando no es una causa directa— con la agitación social producto del naciente movimiento obrero; fue parte de lo que se ha llamado la Cuestión Social, es decir, la conciencia y el debate acerca de la pobreza, del subdesarrollo y del atraso en general. Si bien había agitación en los puertos, los ferrocarriles, en especial en la zona del salitre, donde había una atmósfera distintiva, y en algunos otros sectores de los servicios, no se puede afirmar que sea lo mismo. Su fuente no estaba en ellos mismos, sino en la adquisición de un lenguaje político que tenía profundas raíces en la modernidad europea y que en algunos aspectos afincaba en una experiencia milenaria. Por cierto, quería expresar lo que se suponía, y muchas veces era, una especie de conciencia espontánea de los sectores que se encuentran en la base de la pirámide social, aunque tiende a comenzar en aquellos que tienen algún roce, o son tocados directamente por las innovaciones económicas y tecnológicas producidas en los tiempos modernos.
Existe una amplia corriente de diversos grupos anarquistas que van a imprimir el principal lenguaje político en este sentido hasta los años de la Primera Guerra Mundial.333 Como buenos anarquistas, su poder estaba bastante fragmentado, aunque imponían su presencia visual en el Chile en ese entonces comunicado. Hubo una representación de la Industrial Workers of the World (IWW). Ocuparon un lugar preeminente algunos inmigrantes españoles e italianos, a veces arribados vía Argentina, donde en el mismo tiempo constituyeron una fuerza de significación. España e Italia, junto con Rusia, fueron los países donde el anarquismo tuvo una presencia política más destacada en todos estos tiempos. Tenían prensa e influencia en los medios intelectuales y culturales.334 Lo que con algo de exageración podríamos llamar el naciente movimiento estudiantil —que tuvo un papel destacado en los hechos de 1920— fue otra caja de resonancia de este sentimiento.335 Con todo, no hay que menospreciar el papel de muchos obreros instruidos en la diseminación de este ideario, que también coincide con otras tendencias paralelas en América del Norte.
Con diferencias bastante imperceptibles con estos, emergía también en diversos cuerpos una tendencia socialista que orillaba sentimientos revolucionarios. Mientras el anarquismo fue barrido tanto por el poderoso influjo de la Revolución Rusa como —lo que es casi lo mismo— por la aparición del comunismo, todo ello aunado a la persecución más activa en la época de Carlos Ibáñez, el socialismo tendría larga vida en la historia de Chile. Casi desde un primer momento, al igual que en muchas partes del mundo, está afectado por la tradicional pregunta de todos los movimientos antisistema, ¿reforma o revolución? Hasta la crisis nacional de 1972-73 el dilema tras esta pregunta recorrería el alma del socialismo e incluso la de Salvador Allende; y tocó a las fuerzas de centro, que debieran haber estado más propiamente en el lado de la afirmación reformista.
Hubo una pluralidad de estos movimientos, aunque los ojos tienden a fijarse en la fundación del Partido Obrero Socialista en 1912, base sobre la cual se fundó el Partido Comunista de Chile en 1922.336 De esta forma, en el lenguaje político del siglo XX muchos verían a todos estos movimientos como precursores del comunismo, como vanguardia de la vanguardia. En parte, esto se debe a que en efecto están unidos por una historia singular, la de un líder que uniría las dos sensibilidades. Fue el papel relevante de Luis Emilio Recabarren (1876-1924), que unió el activismo sindical con la agitación política y fue el que quedaría en la memoria como el principal líder de una tendencia que, empleando métodos legales, poseía un ardor revolucionario y una meta revolucionaria, en la típica actitud antisistema.
En efecto, este último concepto no implica una actitud revolucionaria de hecho, es decir, provocar un cambio político más allá de la legalidad vigente, aunque no se aplicare la violencia. Emplea la legalidad del sistema como táctica, ya que se le ve como una especie de gran patraña de las clases dominantes, pero a las que no se puede ignorar. La meta en cambio, implica sepultarla, en general por métodos revolucionarios en pos de un orden radicalmente distinto. Hasta 1914, era una táctica empleada con reiteración, aunque de manera intermitente por Lenin, Trotzky y Stalin, teniendo en cuenta que se movían en un contexto en principio no democrático, y no pocas veces los jueces les aplicaban una interpretación benigna del derecho. Esta izquierda desarrollaba su estrategia antisistema manteniendo una visión del orden político y social como algo que no tenía legitimidad fundamental, aunque empleaba los medios y el espacio legal que desde hacía bastantes décadas ofrecía el desarrollo chileno.
Su espacio favorito fue el movimiento obrero y la experiencia de las demandas sindicales y gremiales, y el instrumento de la huelga.337 Esta última era una experiencia más o menos reciente en el país y por eso autoridades y los sectores que podemos considerar parte del sistema o establishment en un sentido bastante amplio, tendían a mirarlo como un procedimiento prerrevolucionario, cuando no claramente insurgente. Esto último parece haber sido la percepción predominante de la que partió la matanza de Santa María de Iquique en 1907.
En sí misma, la huelga puede ser mirada como parte de una negociación, o como un intento de paralizar a la sociedad y con esto poner en jaque a instituciones y leyes. En las experiencias del moderno autoritarismo y de los sistemas totalitarios, la huelga ha tendido a ser prohibida; en el último caso, de manera absoluta. La democracia moderna encontró una solución intermedia en clasificarlas de legales e ilegales, porque estas últimas no reciben un castigo jurídico, solo una desprotección material. ¿Generosidad, tolerancia irresponsable o concesión a un recurso legítimo, aunque límite? Como se ha dicho, habría que considerar a la huelga como parte de un proceso que tiene algo de lúdico y que es la traducción en el plano económico y social de lo que es la misma democracia, una sublimación del conflicto en una discusión o disputa regulada; el combate entre dos partes se transmuta en un juego de posiciones, en cuyo desenlace ninguna de ellas experimenta una derrota absoluta, solo un reacomodo. Al menos este es el comportamiento ideal que, dependiendo de las circunstancias, muchas veces ha coincidido con un desarrollo práctico y efectivo, nada incoherente por ejemplo con el desarrollo económico. También ha sido una de las caras del empantanamiento y de los momentos prerrevolucionarios, a los cuales solo si les sucede un Estado de derecho en correspondencia con la democracia moderna, puede darse un escenario de la huelga como posibilidad legal y legítima.
En una democracia limitada, como lo era la chilena —repetimos que en relación con las democracias anglosajonas y al caso francés, como tipos—, la presencia de la huelga constituía una situación ambigua. Estaba acompañada hasta la década de 1930 por un rasgo que casi podríamos llamar técnico, cual es que las fuerzas de orden no tuvieran mucha alternativa entre el uso de la presencia física y un garrote en el sentido literal —en Chile, la luma—, y el empleo de armas de fuego que podía conducir a desenlaces como el de Santa María y otros. Predominaba en todo caso una escasa integración entre el mundo de los movimientos sociales y las prácticas políticas y legales cotidianas, y quizás en parte no había mucha mala conciencia por estos regueros de sangre.
Es quizás el momento de efectuar una digresión. Es común hablar de este período como la época de la “oligarquía” que aquí también se ha adoptado por razones prácticas. El nombre es, con todo, engañoso. Sugiere algo que en la sociedad humana pasa constantemente, solo que hay períodos más acentuados que otros: el que una clase dirigente o a veces una clase revolucionaria se transforma en establishment de manera incesante. Es casi un fenómeno inherente a la vida social. Ello llega hasta el punto en que es desafiado. La clase dirigente, en parte clase alta, en parte elite, en parte alta burguesía, y alguna en parte al menos con aprestos aristocráticos —ninguna de estas calificaciones es suficiente por sí misma—, está acompañada ciertamente por otros grupos sociales. Al menos desde la existencia de la sociedad compleja, es posible que toda sociedad humana pueda encontrarse dividida en tres sectores sociales, o al menos es la forma más práctica para entenderla.338
Se ha dicho que en 1920 con Arturo Alessandri llega la clase media al poder. Se ha dicho que también esto fue una máscara y que la oligarquía siguió gobernando. Esto último es parte de la guerrilla política. Siempre existió algo así como una clase media, en toda sociedad compleja (civilizada), y a partir de estos años esta clase aparece premunida de conciencia y afán de autoafirmación. En lo de autoconciencia le siguen los pasos, casi al mismo tiempo, los sectores de la base de la pirámide, que luego en general querrían tener su metro en la misma clase media. Es la meta de la convergencia propia a la modernidad y uno de los grandes temas también de la historia social de Chile.
Sociedad y política, hacia la redefinición
Existe el problema también de cómo definir la relación entre los nuevos actores sociales surgidos en la segunda mitad del XIX y las instituciones políticas, porque no es lo mismo la aparición de estos nuevos sectores, de agrupaciones organizadas como sindicatos y de ciertas capas de la producción, por una parte, y, por otra, de un lenguaje al cual podemos llamar persuasión o ideología, que es el que generalmente se despliega, pero cuyos portavoces y cuyo origen mismo no ha sido históricamente de manera necesaria una expresión automática de esos sectores. En una etapa es lo que mejor se aviene, aunque no es lo mismo. A veces se parece al antiguo dilema del huevo o la gallina, que no se sabe qué es lo que viene primero. Aquí basta con decir que actor social y persuasión (o ideología) constituyen una especie de socios de extensa, aunque no indefinida duración. Ha sido una experiencia casi universal en el proceso político moderno. En Chile sería un fenómeno de larga data y ambos —actores sociales y persuasión— tienden a distanciarse, aunque no demasiado, en las últimas décadas del período que trata este libro.
Por último, la aparición de esta nueva izquierda —habiendo aceptado, suponemos, que la antigua izquierda estaba constituida por los que ejercían la función de tal, como pipiolos, liberales, radicales en algún momento— suponía un desafío particular que era propio de la aparición de demandas revolucionarias en la modernidad: en qué medida estos nuevos grupos van a emplear los instrumentos del sistema para modificarlos, también modificando alguna estrategia final de ellos mismos. La sabiduría del modelo occidental, aquí tomado como sinónimo de democracia moderna, radicó siempre en que los nuevos grupos podían modificarlo sin transformarlo en lo esencial, pues llegaban a ser parte de él. Para comprender la historia de la democracia en Chile desde comienzos del siglo XX hasta comienzos del XXI, hay que tener en cuenta este dilema como uno de sus problemas más fundamentales. Quizás las oportunidades no se dieron porque la representación política era más o menos cerrada y el cuerpo electoral bastante pequeño, a pesar de que en muchos de sus aspectos se cumplía con algunas reglas del juego básicas en la época respectiva. La representación de los demócratas, un partido que vale como ejemplo clásico de integración, terminó siendo relativamente escasa. Y la dificultad de líderes con manifiesta meta revolucionaria, aunque utilizando medios en general legales, como Luis Emilio Recabarren, para acceder a cargos parlamentarios es considerada como reflejo de lo selectiva u oligárquica que era la política de la época.
Para el caso chileno, es importante hacer notar que antes de 1917 ya estaban instalados en la cultura política un lenguaje revolucionario y una actitud antisistema, cuyos ejemplos se han referido mucho a las palabras de Luis Emilio Recabarren por su papel en la fundación de lo que sería más adelante el Partido Comunista. No era el único, mas antes de la Primera Guerra Mundial representaba muy bien un tipo de mentalidad que estaba impregnando a una parte todavía pequeña, pero preñada de crecimiento de la política del país. Lo que no se toma en cuenta muchas veces es que también se había desarrollado un discurso antirrevolucionario, que quizá todavía no podría denominarse contrarrevolucionario, suponiendo que este último posee una meta delineada e incluso algo de anti-utopía, que a su vez mostraba algunos rasgos de utopía. La presencia de estos dos lenguajes creó una posibilidad de crisis como una de las caras de la política chilena, que tendería a canalizarse en general por compromisos, inercias e institucionalización. Seguiría siendo cierto hasta 1970 que en el país la institucionalización precedía a la movilización.
Chile ha sido con gran vitalidad parte de sucesivas oleadas identitarias que han estremecido al mundo. Por esto, no serían algo menor las ondas arribadas con celeridad a nuestras costas, producto de la entonces llamada Gran Guerra y del período revolucionario y contrarrevolucionario desencadenado en su estela.339 Fue un fenómeno global, aunque con una manifestación directa por parte del país. En primer lugar, en todos los sectores alfabetos —y probablemente más allá de ellos— hubo una relativa simultaneidad de emociones con los acontecimientos en Europa, seguidos con fascinación y también con algún grado de pasión. Este fue el primer efecto de 1914 y que permanecería vivo por décadas. El segundo fue la repercusión económica, rápida, contradictoria y a la postre más bien dañina que le significó al país la alteración de la economía mundial a consecuencia del conflicto; fue más característico por traducirse en las intermitencias del precio del salitre, aun teniendo en cuenta que la aparición rápida del salitre sintético solo tendría un efecto aplastante en la década que seguiría a la guerra.340 Los efectos económicos fueron al mismo tiempo efectos sociales, en especial en el Norte Grande, una de las cunas del movimiento obrero y de la nueva izquierda.
Por ello es difícil separar la conmoción social de la agitación de las ideas, aunque se trata de fenómenos en lo esencial diferenciados entre sí. La guerra creó en muchas partes del mundo una tensión política que agitó luego las demandas sociales, aunque más marcadamente al identificarse a partir de 1917 con un modelo revolucionario. Surgió una posibilidad de alteración drástica del orden social que en un país como Chile dio fuerza a la noción de cambio de mundo, de crisis del orden político. Nada de esto había estado ausente en el país. No era el caso de una China, en la cual es el arribo de estas ondas lo que en lo fundamental crea el lenguaje revolucionario que luego, en sus diversas caras, va a impregnar la casi totalidad de su política. En la nación sudamericana, en cambio, esto significó una aceleración de algo que ya existía y quizás este mismo motivo es uno de los elementos que ayude a comprender por qué no resultó en una crisis radical. En fin, todo esto hace ver por qué lo que vendría a ser el período de las guerras mundiales tiene significación también bastante profunda en países como Chile, aunque este ya previamente era parte de una simultaneidad de experiencias y emociones con la política mundial.
La misma discusión central de la campaña presidencial de 1920 tenía como una referencia reiterada la idea de cómo adaptarse a un país que cambiaba.341 Bajo otras palabras, el dilema era cómo y en qué había que modernizar al país, sobre todo teniendo presente las experiencias revolucionarias. Esta no era la Revolución Mexicana, un magno acontecimiento, pero de anémica significación para la experiencia política del continente. Hubo analogías con ella en el curso del siglo que seguiría, pero no hay una transmisión directa. En cambio, la Revolución Rusa y la creación del comunismo pusieron en marcha formulaciones políticas e intelectuales que estaban latentes o balbuceaban antes de 1914, y que ahora adquirían una tremenda fuerza en Europa y en muchas partes del mundo, incluyendo a Estados Unidos en alguna medida, aunque con más presencia proporcional en los países sudamericanos.342 Sus consecuencias se harían manifiestas en la historia de la democracia chilena en el siglo que en ese entonces aparecía tan nuevo.
En la misma campaña de 1920, las dos principales candidaturas, cuyos portavoces expresaban plenamente la conciencia de crisis del establishment y del discernimiento discutido por una alternativa, tenían como referencia a esa Revolución Rusa.343 Un hombre del establishment como Arturo Alessandri se hizo portavoz de un cambio y fue un ejemplo del intento de conciliar a una parte de un establishment con un toque de antigua izquierda, y a nuevos grupos emergentes, como los demócratas, y con ello imprimirle el aliento de la socialdemocracia del siglo XX a estas fuerzas más o menos heterogéneas. Si nos detenemos en uno de sus textos famosos, podemos respirar algo de esa atmósfera:
Yo quiero ser amenaza para los espíritus reaccionarios, para los que resisten toda reforma justa y necesaria, esos son los propagandistas del desconcierto y del trastorno. Yo quiero ser amenaza para los que se alzan contra los principios de la justicia y de derecho. Quiero ser amenaza para todos aquellos que permanecen ciegos, sordos y mudos ante las evoluciones del momento histórico presente, sin apreciar las exigencias actuales para la grandeza de este país. Quiero ser amenaza para los que no saben amarlo y no son capaces de hacer ningún sacrificio por servirlo. Seré, finalmente, una amenaza para aquellos que no comprenden el verdadero amor patrio y que, en vez de predicar soluciones de armonía y paz, van provocando divisiones y sembrando odios, olvidándose de que ese odio es estéril y que solo el amor es fuente de vida, simiente fecunda que hace la prosperidad de los pueblos y la grandeza de las naciones.344
Tiene razón Mario Góngora cuando dice que sus discursos hoy día nos dejan helados.345 Es el tipo de lenguaje que solo nos es inteligible si nos adentramos por otras vías a la atmósfera de la época. Debe haber habido algo de su aparición, su estilo y su timbre que en este período diferenció claramente al León de una clase política tradicional. Estas palabras podrían ser consideradas como un dar a todos un poco para no comprometerse con nada. El asunto es que fueron tomadas como una innovación y tuvieron ese impacto de bola de nieve, no en una montaña, sino en un cerro modesto. Hoy día se le llamaría un populismo soft.
No está muy claro cuánta conciencia tenía el León de todo esto, pero a la antigua coalición en torno a la Alianza Liberal le hacía de cemento una retórica encendida contra lo que ya era una especie de mítica oligarquía a la que se suponía culpable de los males. O se aceptaba una reforma inspirada en estos vagos ideales y propuestas, encabezadas por el León de Tarapacá, o bien aquella oligarquía sería incapaz de contener demandas que una vez desbordadas provocarían una revolución de tipo maximalista (bolchevique).
La candidatura de Luis Barros Borgoño, generalmente vista como un ejemplo de lo más anquilosado de la oligarquía tradicional, sostenía su propio programa de reforma que fue apoyado, entre otros, por Guillermo Subercaseaux y Francisco Antonio Encina, voces de alerta acerca de los peligros que acechaban al desarrollo del país y que en muchos aspectos podrían ser considerados como muy modernos.346 En este sentido, la principal advertencia de Barros Borgoño era que la elección de un demagogo como Arturo Alessandri abriría apetitos que no podrían ser satisfechos, lo que terminaría en un proceso interminable de más y más demandas hasta transformarlo todo en una revolución sanguinaria.347 Si juzgamos por un estribillo entonces célebre, su campaña era fundamentalmente negativa, aunque resume bien un temor de época:
Contra el charlatanismo de feria, la labor silenciosa y fecunda. /Contra la revolución que destruye, la evolución que edifica. /Contra la anarquía y la arbitrariedad, el orden y la justicia. /Contra Arturo Alessandri, maximalista, Luis Barros Borgoño republicano y demócrata.348
La tercera candidatura tuvo una presencia exigua, casi nula, en la campaña y en el resultado electoral, aunque en su impulso general tendría larga vida en el siglo XX. Sería el caso de Luis Emilio Recabarren, que explícitamente se había identificado ya antes de 1914 con las tendencias revolucionarias rusas y que luego tomaría al modelo soviético como un paradigma para las fuerzas que él encabezaría. Esta sería una idea no menor en la historia de Chile que seguiría. En esto hay una continuidad, ya que Recabarren se había identificado en general con el espíritu del mundo revolucionario ruso desde 1905, aunque la fundación del Partido Obrero Socialista en 1912 no estaba pensada en algún modelo de esa tradición.349 En cambio, para la fundación del Partido Comunista en 1922 —que solo en parte era la transformación del antiguo POS— ya había efectuado el típico viaje de encantamiento con la experiencia bolchevique y no hay nada que indique que no se haya considerado sino como un brazo más de una oleada revolucionaria mundial, cuya vanguardia estaba en Moscú. También comenzaría a arribar luego ayuda económica.350 En 1918 había afirmado lo que repitió muchas veces:
Doy, sin vacilar, mi voto de adhesión a los maximalistas rusos, que inician el camino de la paz y de la abolición del régimen burgués, capitalista y bárbaro. Quien no apoye esta causa, sostendrá el régimen capitalista todos sus horrores.351
Hasta donde sabemos, esta no explica en absoluto la capacidad de presencia de este movimiento políticamente revolucionario que no efectuaba la revolución (Lenin tampoco la efectuaba en todos los momentos), ni tampoco explica al menos toda la fuerza que adquiere esta persuasión y otras parecidas en el Chile del siglo XX. Es indudable, sin embargo, que ser parte de una experiencia universal era un aliento importante en Chile, otorgándole un horizonte como paradigma.352 Este era el carácter de la presencia representada por Recabarren en esa fundamental elección de 1920; por pequeña que haya sido su presencia en términos de campaña y de votos, no constituía una candidatura ocasional.353
El fin abrupto, sin derramamiento de sangre, de este período en septiembre de 1924 nos hace pensar que todo el edificio constitucional y de prácticas políticas era como una casa de madera carcomida por las termitas, que de todas maneras se derrumbaría un día antes o un día después.
Esta es una imagen engañosa, ya que las fuerzas de conservación —o, más bien dicho, de inercia— quizás eran tan fuertes como para resistir los vientos de cambio, aunque no de manera indefinida. En general, hay que ser cuidadoso con aquellos aspectos del lenguaje de la política moderna que empleen el argumento histórico, una parte bastante constitutiva de su semántica. Esto es el creer que “los tiempos estaban maduros”, “el desenlace era inevitable”, “no daba para más”, “los hombres eran ciegos que no veían que todo había cambiado”, etc. No es que sea del todo falso. El problema es que no es indicación infalible para pensar la realidad, tanto desde el punto de vista de la posteridad como para el hombre que piensa y actúa como ser histórico, en su respectivo presente. La modernidad, que ha provisto a los seres históricos de este lenguaje, ha transcurrido lo suficiente como para hacernos ver que ni todo ha madurado ni todo ha sido exterminado para siempre, ni que la vanguardia ni la ortodoxia carezcan respectivamente de elementos arcaicos o radicalmente modernos, que hace que reproduzcan procesos, estructuras y atmósferas que se suponía debían aniquilar.
Estas reflexiones deben tenerse en cuenta para cualquier momento, ya sea para 1924 o para 1973, pues siempre existe la posibilidad de que las cosas evolucionen hacia un lado o hacia otro, aunque nunca de una manera completamente caprichosa e imprevisible. El sistema podría haberse mantenido hasta que se hicieron sentir los efectos plenos de la crisis de 1929, en ese catastrófico año de 1930. Es probable (pero no más que eso) que en ese caso lo abrupto de una crisis hubiese sido más explosiva de lo que fue en 1924 o 1931 y 1932. Pudo, sin embargo, haber ido por otros derroteros. Una actitud de experimentación moderada con atención a los hechos empíricos, habiendo incorporado lo que sí a todas luces tenía que venir, la modernización del Estado y el inicio sistemático de la legislación social, hubiera atenuado algunas presiones y hubiera habido ese cambio-continuidad asumido —y, por lo mismo quizás, digerido— que constituye una de las desideratas de la existencia histórica. Ciertamente, todo esto es especulación, hipótesis contrafactual, pero nos ayuda a tener una evaluación más ajustada del proceso concreto que ocurrió en la historia y también comprender mejor los fenómenos políticos. Estas fuerzas de la inercia se expresan en algo bastante común de la mentalidad colectiva, con ese tipo de expresiones como que “las cosas no cambian nunca”, “nada nuevo bajo el sol”. Una conciencia de este tipo convive con la idea también de un cambio sísmico, mirado ya sea de manera positiva o negativa.
Los últimos días del régimen que llamamos parlamentario u oligárquico, a falta de un mejor concepto, transcurrieron en eso que a posteriori se ve como una atmósfera de irrealidad. Debatían sobre la aprobación o no de lo que se llamaba la “dieta parlamentaria”, es decir, si los legisladores electos debían tener un salario.354 La idea original y originadora de la representación estaba vinculada a la voluntariedad de la participación y tenía por cierto una raíz aristocrática y propietaria, de que los mejores eran los llamados a dirigir la causa pública, de lejanos orígenes coloniales del “vecino”, lo que desde ya ponía límites a cualquier tipo de absolutismo; y que los que podían mostrar responsabilidad en la discusión de estos temas eran los que la habían mostrado en los asuntos económicos.
Entretanto, había ocurrido una larga evolución en Occidente. El argumento original tenía cada día menos defensores, al menos en público, y se había transformado en una suerte de ataque a los que defendían la dieta o sueldo, como si fuesen pícaros que quisiesen vivir a costa de los demás por medio de una retórica de halagos. La defensa de la dieta parlamentaria, que no era exclusiva ni de la nueva izquierda ni de lo que podemos llamar el mundo progresista anterior, aludía a lo que después sería un lugar común, que esto permitiría a representantes de un espectro social más amplio participar en la vida pública, y conferir más representatividad a las instituciones.355 La dieta parlamentaria venía, ya que iba contra toda lógica negarla. La mayoría se había inclinado por asumirla por una razón u otra, como estaba ocurriendo e iba a ocurrir con muchas leyes sociales. El problema es que, en los últimos días del debate para su aprobación, se le dio prioridad a costa de una discusión pendiente sobre el aumento de sueldos a los uniformados. Un grupo de jóvenes oficiales del Ejército que habían asistido a la sesión y contemplaban todo desde las galerías, enfundados en sus uniformes y provistos de sables, golpearon el suelo con estos en un acto de evidente provocación, al parecer producto de una reacción de malestar momentánea. Había algo más. Sería aquello que pasaría a la posteridad como “ruido de sables” y no sería pura casualidad.
La atmósfera y realidad, o que ahora nos parece tal, se ve más patética en las últimas palabras registradas por el boletín de la Cámara en su última sesión antes de la disolución del Congreso y que parecen resumir una tragedia no solo del llamado período parlamentario, sino que del drama de la democracia y de la sociedad discutidora: “No, señor: no, no. Ya va a ser la una de la mañana, y para oír latas, ya está bueno”.356