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Оглавление4. DE LA REPÚBLICA AUTORITARIA A LA SOCIEDAD DISCUTIDORA
Consolidación y plasticidad del Estado portaliano: su base social
Hasta 1891, existió un desarrollo institucional casi sin solución de continuidad en todo aquello que comúnmente se llama orden, donde se dio un proceso continuo, sin interrupción del mismo —no sin levantamientos aplastados— hasta ir creando el típico cuerpo político más moderno, es decir, el que se expresará en gran parte del mundo desde fines del siglo XIX hasta comienzos del XXI. Fue un proceso democrático. Estaban presentes las principales tendencias de identificación política y social que han caracterizado los procesos globales en el período que culmina en Chile en 1891. Su fruto más percibido fue la instalación, en la segunda mitad del siglo, de un debate de ideas con relación al horizonte del país, y la instalación o superposición al mismo de un pluralismo de posiciones políticas en un amplio sentido acerca del orden ideal.
En esta época, entre la muerte de Portales (1837) y la Guerra Civil de 1891, surgirá la noción de lo que se puede llamar el “excepcionalismo” chileno, es decir, que este país tendría una evolución más estable, más ordenada, más civilizada que el resto de los países latinoamericanos.248 Hay que decir que, por calificada que deba ser esta visión, corresponde a percepciones que se sentían en el curso del siglo XIX, a lo que la Guerra Civil de 1891, en también una recurrencia de la historia republicana de Chile, parecía darle un rotundo mentís. Por otro lado, se le sumaba la visión dominante que han tenido los chilenos acerca de su propia historia, en el sentido de que esta idea no solamente penetró en la mentalidad colectiva —con solo una disidencia en parte de la clase intelectual y de la clase política— y a pesar de algunos embates sigue todavía bastante viva en la segunda década del siglo XXI. Ilusión o realidad, ha jugado un papel en la historia del país y algo más modestamente en la visión de cómo se ha visto desde afuera. Es probable que juicios de un carácter o de otro seguirán reproduciéndose de manera indefinida. Aquí, como a lo largo de todo el libro, se efectuará un intento por definir en qué medida existió la república democrática o, al menos, una fase evolutiva de la misma en el corazón del siglo XIX.
Cada vez que muere un actor que consideramos fundamental se presenta la misma pregunta. En este caso, si Portales no hubiese sido muerto por el pelotón encabezado por el capitán Florín, ¿hubiera mantenido lo que aparece como su impronta personal para crear un sistema que funcionara por sí mismo, más allá de los hombres con funciones y plazos determinados? ¿O hubiese devenido por la fuerza de las cosas en un poder que hasta podría haber accedido al trono, transformándose en un clásico caudillo latinoamericano?249 Es probable que la respuesta sea más bien la primera, aunque no estemos seguros de ella y desde luego el famoso “peso de la noche” no tiene por qué afectar solo a algunos de los actores.250 La evolución de los países latinoamericanos ha hecho claramente que ellos no constituyan uno de los paradigmas de los sistemas democráticos modernos. Tampoco se puede decir que hayan sido solamente democracias fallidas.251 Hay una situación intermedia que debe ser considerada al momento de pensar a la democracia en el continente, y en esto Chile no está ausente. Existen también peculiaridades importantes en el país austral.
Los analistas contemporáneos, e incluso los representantes en los medios, han adoptado la expresión de las “elites” (con acento grave), para denominar de manera genérica todo lo que haya correspondido a una suerte de clase alta, o quizás clase media alta en lo económico, y se supone automáticamente en lo social; a veces se incluye en esta categoría y otras veces no, al mundo de la cultura.252 De la lectura de muchas obras que se han referido al siglo XIX —e incluso hasta el presente— se podría deducir que la elite correspondería a un grupo homogéneo, casi una suerte de logia extremadamente organizada y disciplinada, que opera como un club hermético, sin fisura salvo en los quiebres institucionales conocidos; se habría comportado como aquello que un actor denominó el “actor racional unitario”.253 Esto quiere decir que los actores —en este caso, un grupo de varios miles de personas— toman la decisión de acuerdo a una información perfecta, que sus intereses son fácilmente identificables más allá de toda duda y que existe una mentalidad compartida que incide en los más minuciosos cursos de acción hasta el último detalle. Como cualquiera puede adivinar, la realidad es muy diferente.
En todo este ciclo de formación y maduración de la república, que llega bastante más allá de mediados del XIX, antes de que emergiera la idea del cambio social como tema político relevante, es tentador pensar que con hablar de elite y sin efectuar ninguna distinción entre este concepto y otros, como “clase dirigente”, “clase alta”, “oligarquía”, “aristocracia” (también denominada “patriciado”), “clase política” o aquel bien certero de intelligentzia, no fuese necesario añadir ninguna puntualización ni definición que haga entender cómo operan realmente los hombres en historia.254 En realidad, los sectores dirigentes de los que nace principalmente la idea de la emancipación, como independencia, república y democracia, correspondían en general al sector letrado, existiendo sectores intermedios que se desarrollan en toda sociedad humana, aunque solo gradualmente van correspondiendo en el curso del siglo a la moderna clase media. Le falta a ese conjunto dirigente, como en tanta experiencia histórica a lo largo del mundo, un mapa exacto y completo acerca de sus intereses. Asume lo que en parte ya tenía en la sociedad indiana —teniendo como cimiento la vital noción de “vecino”— que ya contenía una relativa complejidad y estratificación.
Al dar este paso con la emancipación, se transforma de manera bastante rápida en una moderna clase política en donde los intereses se disciernen en base a una discusión pública y a una comunicación del universo de la modernidad tal como se desarrollaba en el XIX y con relativa rapidez teniendo en cuenta los tiempos de entonces.255 Si bien no se trataba de un sistema provisto de la movilidad social de la democracia moderna, definida como el paso constante de los sectores de la base de la pirámide social en dirección a las clases medias según el momento del desarrollo, el dinamismo económico y social crea una movilidad de una democracia social restringida, es decir, solo se desarrolla fluidez entre los sectores medios y los sectores altos y medio altos. Esta situación permanecerá más o menos constante incluso en una parte del siglo XX.
De esta manera, las llamadas elites del siglo XIX, en lo que a construcción republicana y democrática se refiere, deben ser consideradas como una clase política que, en principio, no se recluta en su totalidad de un sector social estrechamente definido, ni aparece de un día para otro, sino que evoluciona hasta hacerlo plenamente hasta mediados del XIX. Nadie pone en tela de juicio la estructura social del país, aunque sí muchas veces se discuten la organización del Estado y la atribución de los poderes, y, en la discusión pública, los valores culturales y espirituales. De ahí que, aparte de un análisis rigurosamente social o económico de los sectores aproximadamente comprendidos en los conceptos de elite o clase política, para comprender la evolución republicana en el siglo no se debe perder de vista lo central de las articulaciones políticas y de la mentalidad que representaban. No se debe olvidar la tesis acerca de la relativa homogeneidad del Chile antiguo, de la importancia del valle central, añadiendo los valles transversales, y de la alta conciencia de unidad que habría emergido de ello, sobre todo en comparación con otras naciones hispanoamericanas, lo que facilitaba la comunicación y el compartir preferencias y tendencias. Por cierto, esto no es una ley ya que conocemos las mortificantes divisiones al interior de pequeñas sociedades y países, incluso en las ciudades-Estado. Es un fenómeno persistente que llama mucho la atención a los visitantes extranjeros, de que en Chile todos se conocen, aunque esto no es válido solo a los que provienen de posiciones sociales encumbradas, si bien se le parece. En décadas posteriores en el siglo XX, este fenómeno ha tenido que ver con la concentración poblacional y de decisiones en la ciudad de Santiago, lo cual parece ser una tendencia de larga duración.
Polaridad política
Lo que existió en el siglo XIX fue la creación de una cultura política en la cual la dinámica fundamental, como en gran parte de América Latina e incluso en muchas partes de Europa, estuvo caracterizada por la pugna entre la conservación y el progreso, los conservadores y los liberales, los reaccionarios y los progresistas, y todos los matices que hay entremedio.256 No existió en Chile hasta la novena década del siglo un real movimiento político de lo que después se ha llamado antisistema, que influyese o constituyera uno de los polos políticos de la vida pública. Existía, pero era muy marginal. Con todo, fenómenos como las rebeliones de 1851 y 1859 y el desarrollo de un discurso de radicalismo político, como hasta cierto punto lo representaban la Sociedad de la Igualdad y otras, demostraban la potencialidad de una tendencia de este tipo. Como es común en estos casos, la rebeldía surge del seno de la elite entendida como clase política, una especie de extraña rebelión de los notables, que se da en el caso de Francisco Bilbao y su Sociabilidad chilena (1844), que llevaba a su consecución lógica la idea de soberanía popular para liberar a una clase social que estaría oprimida y marginada, amén de atacar acerbamente a la Iglesia Católica, siendo ese grupo el polo más radical de oposición que emergía.257
En América hispana del XIX, algunas rebeliones y guerras civiles tenían la posibilidad de transformarse en una revolución social, aunque sin arribar a una meta revolucionaria. Los movimientos o posiciones antisistema —con un matiz de diferencia con los movimientos revolucionarios— pueden existir en una sociedad, aunque no lleven a cabo una actividad de rebelión o revolucionaria propiamente tal. Este rasgo de ser pura posibilidad puede constituir o una curiosidad o un factor de quiebre y de peligro; puede ser también una forma de tránsito hasta convertirse en actor del sistema, transformando y siendo transformado. Esto sería un tema crucial en la historia política del siglo XX. Las perspectivas que niegan su existencia en el XIX chileno, de manera en general tácita, lo comparan con un metro lógico, cual es el desarrollo democrático contemporáneo en Europa occidental y Estados Unidos. Las conclusiones, sin embargo, no son lógicas porque, además de olvidar que la democracia, como tanto fenómeno histórico, es un proceso y no una aparición instantánea, el panorama de este país no es muy diferente al resto de los países latinoamericanos. Incluso en la región, como se ha señalado mucho, Chile era mirado, en realidad en especial por los chilenos, como una cierta excepción junto a Brasil en cuanto a un desarrollo más estable, más ordenado, si se quiere. En lo que se refiere a la idea del excepcionalismo chileno, tan criticada a partir de 1973 con argumentos que parecen muy contundentes. Si reducimos las palabras a una dimensión sensata, hay que decir que esta mirada positiva hacia el desarrollo chileno tiene algunos puntos a su favor, y ella sería la razón por la cual en el siglo XX, en algún momento u otro, todos los sectores acudieron a esta imagen como algo positivo, incluso de lo cual sentirse orgulloso.
En cuanto expresión de que se había formado una clase política moderna, es posible aplicar el concepto de derecha e izquierda como nomenclatura para comprender esta cultura política desde sus orígenes hasta casi fin de siglo. Derecha e izquierda son conceptos ordenadores y hay que aceptar que al concretarlos tienen algún carácter metafórico; además, los portavoces de una u otra posición van cambiando a lo largo del tiempo.258 En el siglo XX, conservadores, liberales y, hasta en algunas ocasiones, los radicales serían parte de la derecha. Se trata de nombres que permiten ordenar mentalmente los significados y las finalidades de los diversos actores políticos, y no necesariamente caracterizan toda su dinámica ni toda su acción política, ni la totalidad de la administración o proyectos públicos.
Derecha e izquierda son nombres que se ha otorgado a la antigua dinámica que se encuentra en casi toda sociedad humana, aquella de la dialéctica de fuerzas entre los representantes o voluntades de conservación, y aquellos de la transformación. En algún momento de la historia —imposible fijarlo con exactitud— esto se transformó en una referencia fundamental de los debates públicos acerca del orden social y político. Es el momento del surgimiento de la política moderna en la segunda mitad del siglo XVIII. En Chile, la huella original de esta manifestación emerge muy luego después de Maipú y se despliega en la década de 1820, incluso con el nombre de conservadores y liberales. En un momento la denominación fue de pelucones y pipiolos. No existía otra fuerza política que fuese influyente.
Con la aparición de la cuestión religiosa, las fuerzas clericalistas podrían ser consideradas como una manifestación de derecha y las anticlericalistas como de izquierda, pero ello solo es válido para este tema. En cada materia, las fuerzas se comportan como de izquierda o de derecha de acuerdo con las categorías de su momento o época. Miradas las cosas de una manera superficial, la alianza entre conservadores y radicales para la reforma electoral de 1874 no sería comprensible, sobre todo que ya desde 1858 se había forjado y que no se veía de mala forma, como indicaba El Mercurio, ya que alababa “la perpetua alianza entre el orden y la libertad”259. Mirado en un desarrollo histórico más detallado que aquí no podemos abordar, esto tiene su lógica, siempre y cuando entendamos que derecha e izquierda no implican la comprensión de la totalidad del fenómeno político ni de cada una de las iniciativas de sus actores.
Orden e instituciones
En primer lugar, hay una historia militar que tiene que ser considerada como parte constitutiva de este desarrollo político, al menos hasta 1859. El sistema institucional disciplinó a los militares sometiéndolos al poder civil, en parte con la herramienta paralela de las guardias nacionales, sin que estas en general se convirtiesen en pandillas arbitrarias, más o menos autónomas a las instituciones y procedimientos legales.
No es algo menor que los dos primeros presidentes de esta república, dos “decenios”, fueron militares victoriosos, lo que cementó el vínculo entre el espíritu de la Constitución de 1833 y los uniformados, con los accidentes o quiebres que se nombran. Sobre todo, por decenio y medio hubo una paz cívica impuesta ciertamente por la mano de carácter autoritaria. Cuando vinieron las rebeliones entre 1851 y 1859, el sistema institucional sobrevivió por una razón simple: las fuerzas gubernamentales aplastaron a los insurrectos en batallas campales con miles de muertos.260 No hubo en Chile en este período revueltas, levantamientos o desorden levantisco en las calles o campos. Hubo sí, en cambio, esta abundante sangre de algunas batallas. Este es un hecho no menor en su significación política y moral. El edificio institucional, sin embargo, mantuvo su funcionamiento de manera prácticamente intacta. Un par de autores ha destacado que en todos los años que van hasta 1861 en gran parte del tiempo el país estuvo bajo estado de excepción.261 El argumento militar y policial fue entonces un factor de este orden.262
Hasta las primeras décadas del siglo XX, la pena de muerte por razones de delito criminal común era bastante usual en Chile, como en muchas otras partes. En términos políticos, sin embargo, el número de las ejecuciones fue relativamente bajo, nuevamente teniendo presente la evolución latinoamericana. En sí mismo, es algo no pequeño, así como había poca o ninguna muerte por motivos de manifestaciones públicas. En este sentido, todo este período del XIX posee una ventaja sobre el XX, como en muchas partes del mundo, según ha señalado Simon Collier.263
En segundo lugar, el sistema constitucional que emergió y que está simbolizado en la interpretación original de la Carta de 1833 le entregó amplios poderes al Presidente de la República, que en los cuatro decenios de una primera fase, que va de 1831 a 1871, se asemejaban a facultades cuasi dictatoriales, por más que el último de los jefes de Estado de este período, José Joaquín Pérez, haya hecho escaso empleo de las herramientas discrecionales a su disposición. No solamente nombraba a las autoridades de un Estado unitario, sino que incidía muy directamente, y esto hasta 1888, en un grado cambiante en las elecciones parlamentarias y presidenciales. Hasta José Joaquín Pérez, los presidentes eran seleccionados por un procedimiento que tiene cierta analogía con el “tapado” mexicano de la era del PRI, con la diferencia de que no operaba exactamente la maquinaria del partido político ni el seleccionado era un desconocido. Incluso en un caso, a contrapelo de esta tendencia, el destacado ministro de Manuel Montt, Antonio Varas, no pudo ser presidente por la oposición más o menos abierta que se produjo y que parecía dividir las filas. Sin haber un partido político propiamente tal, la clase política que rodeaba al gobierno ejercía la función de este, aunque en la década de 1850 ya emergían las divisiones que articularían el sistema de partidos en Chile.
Tercero, se dieron elecciones regulares, aunque el Gobierno a través de los intendentes tenía una influencia decisiva al establecer la lista de los que serían elegidos. En 1841 ya había congresistas de oposición.264 Si bien el Congreso no fue exactamente uno de tipo rubber stamp, solo en los últimos treinta años del período (1861-1891) puede decirse que adquirió un grado de autonomía, aunque no en el momento de las elecciones.265 En la modernidad no existe un Parlamento con facultades de autonomía, aunque sea relativa, que no tenga como eco y sea eco, a su vez, de otro poder también con autonomía. En términos del siglo XX, hay que decir que en gran parte de este período no había libertad de prensa, aunque esto no significara que faltase todo tipo de libertad de la misma. Desde la independencia habían aparecido folletos y periódicos esporádicos que expresaban siempre alguna crítica a esto o a aquello.266
En general, esto no se interrumpió en la década de 1830 y 1840, aunque también había persecución a sus autores. Ha pasado a ser simbólica la prohibición y quema de la Sociabilidad chilena de Francisco Bilbao, hecho ya señalado.267 En realidad, este tipo de prensa expresaba poca o ninguna oposición política y podía, en cambio, manifestarse con ideas y propuestas que recibirán críticas de la Iglesia. Gran parte de las persecuciones a que fue sometida la prensa en las dos primeras décadas a partir de 1831 tenía más que ver con incitaciones eclesiásticas.
Solo cuando se instala la tensión entre clericalismo y anticlericalismo, en consonancia con un estilo de la cultura panamericana e ibérica, y en gran parte de Europa, se crea el espacio para que la tolerancia frente a lo escrito pase a tener un derecho en sí misma. La Cuestión del Sacristán en la segunda mitad de los 1850, que es una de las tantas pequeñas manifestaciones de una antigua diferencia originada en esa polaridad del Papado y el Imperio, traduciría ya no los fueros de una autoridad que no se consideraba menos religiosa que la Iglesia, sino que se colocaba en una clara afirmación de la autonomía de lo secular, y también en un escepticismo hacia lo religioso que, con el tiempo, llevaría a los grupos religiosos, también seculares, a defenderse exigiendo derecho a la autonomía.268
¿Fue un reinado del despotismo cultural? Como en otras partes del libro, hay que distinguir la represión postsociedad abierta —es decir, la que aparece cuando se perfilan los sistemas políticos modernos— de aquella que era la forma de control y pedagogía de los sistemas tradicionales y que traducían la unidad de poder y metafísica, como se podría también denominar el sentido unitario de la cultura y civilización, que siempre es la primera y fecunda fuente de la misma. Lo que en el siglo XX se llamó el integrismo católico es lo que, con su demanda de hacerse presente ante el público y de mantener un espacio en la esfera pública, ayudó a crear a esa misma clase discutidora que es un rasgo vertebral de la democracia.269 Esto fue el nacimiento de la polaridad liberal-conservadora que va a ser la primera manifestación acabada del pluralismo político.
Esta polaridad se fundamentaba en una estructura social en donde los grupos más o menos de elite eran los que nutrían a la clase política, en el sentido antes descrito. Sus componentes estaban asociados en general a sectores que tenían algún grado de propiedad, de educación y de capacidad de articularse al interior de una sociedad muy pequeña. En cierto sentido, eran una clase con intereses de la misma, pero con el grado de diversidad de toda clase, que hace difícil o imposible determinar más concretamente los intereses de clase. Esto en la vida práctica constituye una abstracción y una realidad. Lo primero por lo que se ha dicho, de que supone una suerte de cofradía organizada de manera jerárquica y con decisiones centralizadas. Lo segundo, por número, por educación, por las relaciones de una sociedad numéricamente limitada y geográficamente, relativamente unificada, amén de ser una sociedad donde lo agrario constituye la principal impronta, hace que la movilidad social sea pequeña y se mueva dentro de un horizonte limitado.
Las diferencias políticas corresponden, en general, a temperamentos antes que a posiciones antagónicas surgidas de una necesidad social, lo que vale también para muchas instancias de la sociedad moderna hasta el presente. Llama la atención porque aquí se trata de un número y un espacio limitados. De hecho, en la segunda mitad del XIX las principales diferencias existentes tienen que ver con la región, con la secularización y con el orden institucional. Cierto, son también agrupaciones de temperamento y sensibilidades diferentes; es casi imposible distinguir un “interés” específico aparte de los enumerados, y en la mayoría de ellos se comparte el temor a que una alteración política sacuda la base del orden que se estimaba indispensable.270
Solo lentamente va surgiendo el tema social. Liberales y conservadores expresan orientaciones no muy diferentes y estaban más compenetrados entre ellos que lo que dejan ver las discusiones políticas. La aparición del Partido Radical en la década de 1860 muestra diferencias territoriales o regionales, si se quiere, pero más débilmente el aspecto de nivel socioeconómico o los llamados intereses objetivos. Los nacionales o montt-varistas creen que los intereses ideales y materiales tienen que ver con un orden institucional, sin que lo demás sea una diferencia tan radical con lo anterior. Esta última sería una pequeña fracción, que persistiría hasta comienzos del siglo XX. Con todo, en este último siglo contribuyó a sostener una nostalgia por el período de consolidación de la república, es decir, la fase portaliana. La visión del excepcionalismo chileno alimentaría esta imagen, que no era cultivada únicamente por los portadores de esta tendencia política.
Se la puede llamar embrión de democracia o protodemocracia, por varias razones. Cumplía con la idea de crear una clase política que fuera mediadora de conflictos y portadora de la idea de país y de sus intereses.271 Su articulación, la principal entre liberales y conservadores, mostraba la influencia cultural de la evolución política del XIX en Europa y en América, por refractada que hubiera estado en muchos aspectos. Al estar limitada por una renovación y el mantenimiento de pautas constitucionales, no dio espacio a ningún tipo de caudillaje hasta el caso de Balmaceda, en la medida en que se le considere como tal. El principal debate institucional en las tres décadas transcurridas hasta la Guerra Civil de 1891 lo constituyó un reacomodo entre las facultades del Presidente y el Congreso, lo que envolvía en alguna medida la garantía de separación de poderes, a pesar de la capacidad gubernativa de influir en el resultado electoral. También los testimonios que existen del siglo XIX hablan de una relativa autonomía del Poder Judicial. De esta manera, las bases de la clásica división del poder se fueron constituyendo a pesar de todas las razones que se pueden dar acerca de la pequeñez de la base dirigente y, sobre todo, del reclutamiento de esta.
La misma homogeneidad tan relativa, por lo demás, de la clase política puede ser tomada como un argumento adicional acerca de la evolución en orden hacia una democracia moderna. A esta le es básico algún tipo de consenso, de modo que el sistema en su conjunto no se esté redefiniendo de manera indefinida o intermitente. La pregunta sobre en qué medida el consenso implica crear un sistema que simplemente se reproduce a sí mismo, manipulado por un mismo grupo, no se puede responder más que de manera relativa, es decir, viendo caso a caso y auscultando los temas que en cada período son relevantes para los contemporáneos.
La Guerra del Pacífico es quizás el acontecimiento internacional más importante de la historia de Chile, descontando la emancipación, que fue en realidad el parto. Aquí no interesa en cuanto a historia de las relaciones internacionales de Chile o del Cono Sur, donde ocupa, desde luego, un lugar destacado. En lo que sí se debe poner énfasis es en que, como hecho y como memoria —relato que quedó en un recuerdo vivo, que todavía juega un papel en la conciencia del chileno, así como en los países vecinos—, fue que terminó siendo un factor de magnitud en la creación de la cultura cívica de Chile, tanto que me atrevería a llamarla la última piedra fundacional de la república.272 A partir de este momento, la idea de país, de patria y de virtud cívica va a hacer cuerpo en la sociedad chilena, en cuanto a factor de integración y homogeneidad; fue también una fuente del proceso democratizador en cuanto a que, como tanta guerra, aceleró transformaciones. Estas fueron en la dirección de fortalecer la idea de integración social que desde el 1900 se va constituyendo como un norte de la discusión pública del país. En este sentido, el patriotismo fue un “cemento de la sociedad” que jugaría un papel en la conciencia democrática.
Prácticas electorales
A una democracia le son inherentes procedimientos electorales, competitivos y supervisados por una autoridad lo más independiente posible, que juzgue de acuerdo con criterios preestablecidos. El siglo XIX chileno responde más bien pobremente a esta demanda en comparación con las exigencias del siglo XX y de nuestros días. Sin embargo, no se puede decir que las elecciones hayan sido una simple farsa. Hay una fase del sistema portaliano más puro de completo control del ejecutivo, el que opera según un relativo consenso que se va agrietando después de dos décadas. Los gobiernos debían, eso sí, movilizar a su propia gente contra una oposición que desde 1841 ya estaba presente en el Congreso y podía molestar al gabinete de diversas formas.273 El control del ejecutivo sobre el proceso electoral sería fuertemente cuestionado en la segunda mitad del siglo, y ello fue posible porque en un momento bisagra entre la década de 1850 y 1860 se constituyeron agrupaciones políticas que escasamente podrían llamarse partidos según criterios más modernos, pero ya indicaban la ruta de su formación. En este sentido, hubo un proceso continuo de creación de una clase política y de una polaridad, con un electorado más o menos cautivo, que al final reflejaba el poder relativo de cada uno de los grupos. Incluso la trascendental reforma electoral de 1874 quizás destacó con más fuerza la importancia del control del electorado, al ampliar el derecho a sufragio restando los requerimientos de ingreso y dejando solo los de alfabetismo, bajo el supuesto de que el primero representaba un público culto y con algún vínculo de propiedad.274 El cuerpo electoral fue subiendo lentamente, aunque por mucho tiempo representó a un 2% de la población.
Por ejemplo, en las elecciones presidenciales de 1871, en las que triunfó Federico Errázuriz Zañartu, obteniendo 226 votos electorales de un total de 285, el total de votantes fue de 29.294 de 43.379 inscritos. Representaban, por lo tanto, aproximadamente un 1,5% de la población y quizás poco más del doble, en términos de electores potenciales. Eran años de sufragio censitario antes de la reforma electoral de 1874, y lo fundamental era la lucha entre las autoridades de gobierno y el aparato de las diversas candidaturas por las “calificaciones”, que eran las autorizaciones escritas de que tal o cual persona tenía derecho legal a votar. Sobre ellas había un tráfico importante de influencia que se podría resumir en la expresión de cohecho o de directa intervención electoral, para entregar tales habilitaciones solo a los votos en que se pudiera influir o que se contara seguro con ellos.275 La reforma electoral de 1874 eliminó el voto censitario, bajo el supuesto de que una persona que sabía leer y escribir tenía la cultura y la capacidad suficiente para ganarse la vida y tributar. No fue un paso adelante en la eliminación del cohecho, pero sí un aumento de la competencia en las elecciones parlamentarias y un avance en algunos aspectos de las elecciones presidenciales, amén de haberse reducido los períodos presidenciales a uno solo de cinco años. Como en muchos países del XIX que experimentaban el proceso de democratización política, esto fue favorable para un mayor papel del parlamento.276
Hasta fines del siglo XIX, la pugna electoral se daba en las elecciones parlamentarias, mientras en las presidenciales era una cosa segura el candidato vencedor, aunque no por ello dejaba de haber una campaña abierta. En el lenguaje del 2000, habría que decir que la competencia realmente se daba dentro del Gobierno, ya sea con un candidato impuesto por el Presidente o por un ministro que creaba una base de poder propia con que se imponía. Era una democracia entre delegada e indirecta, donde básicamente había un Estado de derecho dentro de lo que se ha llamado “oligarquía competitiva”.277 Como se ha dicho, el concepto de oligarquía tiene algo engañoso, ya que da la impresión de una clase social homogénea, cosa que rara vez ha existido, si es que alguna. En todo caso, había una variación constante en la idea de lo que eran los intereses, que es lo que siempre desarma cualquier interpretación de la política como pura traducción de la clase. El pluralismo de agrupaciones o partidos, y las pugnas a veces violentas como las de 1891, se explican pobremente con un interés de clase. A comienzos del siglo XXI es difícil comprender a una época dividida por clericalismo y anticlericalismo —o quizás no tanto, teniendo en cuenta el fundamentalismo islámico—, pero esto sublevó los espíritus en el XIX, aunque es difícil poder evaluar si empapó mucho al total de la sociedad o quedó instalado dentro de la clase política y en general del mundo de las instituciones. La correlación social no alcanza a explicar la totalidad de esa pugna, aunque los conservadores, defensores irrestrictos de la Iglesia, ahora un partido entre otros, era una agrupación principalmente de grandes propietarios agrícolas y a la vez es presumible que sus bienes no estuvieran exclusivamente determinados por la hacienda.
El consenso no significaba homogeneidad ni falta de ardor político. Una vivacidad en los debates es característica de todo el siglo XIX y habla acerca de la existencia de una sociedad abierta, aunque socialmente limitada. Las tendencias de ruptura y de caudillaje quedaban contenidas al interior del acuerdo tácito, el cual aparece fuerte en comparación con el resto de América Latina, donde también se desarrollaba un temor inherente a la democracia, al menos en algunos sectores, por la probabilidad de un cambio abrupto y desenlace incierto. La desconfianza ante la perspectiva revolucionaria se agita una y otra vez durante el siglo XIX, aunque a veces tiene el carácter de frase hecha antes que ser la expresión de una genuina posibilidad de su cristalización.
Sociedad, proceso democrático y nuevas pugnas
En la segunda mitad del XIX la evolución política del país fue acompañada de un cambio económico, un crecimiento que, junto a la posterior percepción de la pobreza de una parte de él, sería un debate que acompañaría de manera más o menos permanente al país. Muchos han explicado este crecimiento como consecuencia de un relativo orden, lo que se manifestaba ya antes de la Guerra del Pacífico. Una economía prácticamente sin restricciones de competencia, con pocas trabas aduaneras, habría permitido un crecimiento hasta comienzos del siglo XX que fue mayor al de gran parte de este último ciclo. Ciertamente, este proceso dio un brinco con los resultados de la Guerra del Pacífico que proporcionaron a Chile por cincuenta años una riqueza adicional que había que explotar con un costo relativamente bajo. Esta última fue la llamada “era del salitre”.278 El mismo cambio económico, así como los ingresos del Estado, los inicios de la industrialización y del cambio tecnológico que se palpó muy concretamente en la segunda mitad del XIX, ayudarían a modificar la base social del mundo político que afectaría su evolución posterior. Entonces, se complicaría el panorama cuando se percibe que había un atraso con respecto a lo que el país debiera haber sido.
Este sector que, para repetirlo, era en sí mismo diferenciado, se movía en un conjunto social que comenzaba a agitarse. La historia de movimientos de reivindicación, de reclamos y hasta de movilización comienza a desarrollarse con claridad en la segunda mitad del siglo XIX, aunque solo la última década es parte de un panorama social y político. Sin embargo, en algunos aspectos el fenómeno hundía raíces desde la década de los 1820. En las discusiones acerca del país había una manifiesta atención a la calidad del mismo, a sus aspectos considerados poco “morales” o “inmorales”, y emergía el problema de la pobreza como tema social, aunque sin el protagonismo que tendría desde el 1900. El concepto de moral no tenía que ver solo con temas de religión o de sexo: este último era aludido de manera indirecta, pero también muy constante. “Moral” tenía una connotación de las cualidades y actitudes necesarias para integrarse a la civilización moderna.
Estaba latente el hecho de que una parte importante del país no la poseía y que esto era un límite para toda transformación de Chile en un país que fuera digno de su tiempo. Esta idea convivía con una conciencia que se dio con intermitencia entre la década de 1860 y 1890, de que Chile estaba siendo poco a poco un país que iba mereciendo ser considerado como lugar civilizado. A esto lo podríamos denominar “optimismo histórico”, es decir, que la senda que se habría tomado conduce a un futuro mejor, y que era otra cara del excepcionalismo.
Aquí no se ha hecho mucha referencia a un tema central de la política moderna entre el XVIII y el XIX que tuvo particular expresión en la Europa católica y en Hispanoamérica: la polaridad entre clericalistas y anticlericalistas, como se la ha llamado. Comprender este problema es fundamental para aproximarnos a la naturaleza de la política chilena en el XIX, pues, como se adelantó en otra parte, al final contribuyó a hacer madurar el sistema de partidos sin provocar directamente una polarización radical. Vale decir, ninguno de los grandes conflictos donde la sangre llegó al río —el caso de 1891 es muy claro— tuvo que ver en relación causa-efecto con la polaridad clericalismo-anticlericalismo.279 La gran pugna entre ambas, y que tiene su cenit entre la Cuestión del Sacristán (1857) y las leyes laicas (1882-1884), pero cuyas brasas se irían apagando con lentitud en las décadas siguientes, constituyó una enorme grieta diferenciadora en la sociedad chilena y en los sectores que activamente participaban en el mundo público. Por otro lado, permanecían muchos rasgos comunes y las vinculaciones más extrañas que contradecían esta pugna —como tantos casos de marido masón o descreído y esposa católica observante—, de modo que la división constituyó en parte una polarización política, reproducción asimismo de una escisión que cruzaba al mundo iberoamericano y a la Península. En muchos cristianos del siglo XX se tendió a mirar esa división como superestructural, ya que en esta última centuria muy luego el tema dejó de ser protagónico y al final pasó a constituir una anécdota: se la miraba como máscara de otras fuerzas, siguiendo criterios en general inconscientes propios de un materialismo histórico, ya sea de raigambre marxista o liberal. Las experiencias de comienzos del XXI nos hacen ver que el fraccionamiento en torno a la religión puede poseer raíces profundas, y que no es solo una careta de otras fuerzas que se suponen más ocultas, de causa que se supone verdadera. La polaridad fue una de las demostraciones de que este sector relativamente pequeño expresaba la personalidad de una clase política, antes que a una simple clase social de manera exclusiva.
El desarrollo de este sistema político es aparentemente autónomo de tres tipos de conflictos con carácter bélico que se desarrollan en estas décadas. A la vez, tendrán una profunda influencia en la cultura cívica chilena desde entonces hasta el momento en que se escriben estas líneas, aunque en diferentes grados y a veces en momentos muy distintos. Los tres conflictos resuenan hasta nuestros días, aunque emergiendo y sumergiéndose, y se han combinado con la discusión acerca de lo que es el país.
Colonización sin democracia: la Araucanía
El primero de ellos es lo que se denomina la incorporación de la Araucanía al territorio chileno. Culmina en 1881. En su época se le llamó la Pacificación de la Araucanía, y así fue reproducido en textos de estudio en el siglo XX. Con la aparición en la política mundial después de la Guerra Fría del tema de los pueblos indígenas como un “tema de la agenda”, esto también se desarrolló en Chile y venía siendo preparado como en todas partes por corrientes intelectuales y académicas. Se transformaría en el principal problema de conflicto entre partes en el país hasta el momento de escribir estas líneas y podría ser considerado como una de las revanchas de la historia; como toda vuelta de mano, con justicia al menos ambigua. El término “Pacificación” y el de “araucano” han sido reemplazados en corrientes intelectuales por los de violencia, imposición, anexión, invasión; el de araucanos ha sido reemplazado con mayor o menor razón por el de mapuche.
El hecho mismo y el proceso ocurrido en el siglo XIX no fueron sino la consecución de la estructuración territorial del Estado nacional en su última fase, lo que estaba sucediendo en varias partes del mundo y en especial en América, o sucedería poco después.280 El mundo mapuche al sur del Bío Bío había conservado una importante autonomía en su modo de existencia y organización. Nominalmente era parte de la antigua gobernación de Chile, pero es probable que para la conciencia de los mapuches —nombre que solo se generaliza en la etnia en el XVIII— esto no haya sido percibido de esa forma. El uti possidetis o el principio territorial que los países hispanoamericanos se adjudicaron de respetar los límites antes establecidos por la Corona, incluía esta zona. Esta era la opinión de los chilenos, pero al parecer no la de los mapuches. Entre la independencia y la época de la Pacificación, por darle un nombre histórico, se produjo un continuo proceso de exacciones, al parecer mayor que el que se habría producido después, hasta mediados del siglo XX. La Pacificación, sin embargo, no fue concebida como una forma de protección, aunque a veces era invocada como motivo secundario o excusa. Más bien se intentaba colonizar y expropiar las tierras de los mapuches, para finalmente “reducirlos”, aunque sin expresarlo con este concepto surgido de la historia norteamericana.
En un comienzo se había planteado ya este problema de si los mapuches eran parte del país o no. En las discusiones por la Constitución de 1828, en proporción uno de los debates más amplios de la historia constitucional, se difundió más de una interpretación. Predominó la idea de que no eran chilenos en cuanto tuvieran derechos de ciudadanía, pero que sí habitaban la tierra que era propia de Chile y que por lo tanto eran parte del país; la etapa de posibilidad ciudadana vendría cuando fueran introducidos a la vida administrativa del país, confiando en el proceso de mestizaje. La redacción del artículo que implicaba este tema era: “la nación chilena es la reunión política de todos los chilenos naturales y legales”, y, por lo tanto, los que vivían al sur del Bío-Bío no estaban sujetos legalmente, pero eran parte del país.281 Fue la visión predominante de la república hasta la Pacificación. Existía el impulso a la unidad administrativa, lo que era propio al Estado nacional; había temor por intromisiones extranjeras en la época del imperialismo, a pesar de las buenas relaciones y admiración que se sentía por las potencias que excedían en esta empresa, Inglaterra y Francia.282
Envolvía a ambos argumentos la idea de que se estaba en una empresa civilizadora frente a la barbarie y, dependiendo del concepto de civilización que se emplee, no faltaban motivos para esto, ya que en la modernidad —o quizás en cualquier época— un grupo más débil que entre en contacto con el fuerte requiere adquirir algunas de sus técnicas y entender el trasfondo de su organización para poder confrontar los desafíos del momento, aunque la noción de civilización en el siglo XX, como se vio, sería sometida a una fuerte crítica. Por último, para una zona mirada en gran medida como virgen, se la quería entregar a grandes grupos de inmigrantes europeos, y así fue.
Aquí descollarían los inmigrantes alemanes, aunque no fueron los únicos. No pocos chilenos también fueron adquiriendo una presencia, transformándose en habitantes de la región y después en nativos.283 Sucedió lo mismo que en zonas de colonización de la empresa imperial europea del XIX (y en otros tiempos), que el Estado de derecho que imperaría en la sociedad no se trasladaba automáticamente a la zona de frontera; aquí funcionaban más por un tiempo las rudezas y barbaridades de las conquistas y de ley del más fuerte, en las que a veces descollaban los propios indígenas. Quizás unas preguntas difíciles de formular en tiempos como los actuales, en donde esto se ve con ojo apasionado, serían cuánto duró, si se fue aquietando en un tiempo razonable y si las víctimas fueron numerosas.
Para los mapuches, las autoridades de la época hallaron que la mejor solución era una agrupación análoga a las reservas de Estados Unidos. Se dividió la tierra entre los pueblos y familias mapuches, y lo que se consideraba abierto se repartió entre inmigrantes chilenos o extranjeros.284 Nació así un nuevo sentido de tierras fronterizas, o quizás una segunda etapa de la frontera para el curso de finales del XIX y una zona con matices propios para todos los chilenos, pasando ellas en el curso del siglo XX a ocupar un papel más y más fuerte en el imaginario de la totalidad de la población. Además, llegó a ser una región económicamente importante del país. La población mapuche quizás sufrió menor pérdida en el siglo que le seguiría que en el período anterior; este último sería el que va de la independencia a la Pacificación. A la vez, la integración y el mestizaje aumentaron, pero persistió una condición de marginalidad económica y social, a veces también étnica. Una fuerte persistencia de los rasgos culturales sería una característica que le otorgó fuerzas al mundo mapuche, aunque no jugó de manera especialmente favorable al momento de la integración. El carácter más o menos estático de la pobreza sería un rasgo común hasta el presente, a pesar de que este tema mantuvo alguna presencia nacional, e incluso a lo largo del Parlamento hasta 1973 hubo nueve diputados mapuches. En general, en el chileno medio predominaba la visión de que el mundo mapuche sería una rémora, lo que era respondido desde este como que más bien habría segregación y a veces ocultamiento. Por otra parte, en el XX la mayor parte de la población de origen mapuche se desplazó a la zona central del país, superando con mucho —las estadísticas están lejos de la perfección— a la que habita en la zona donde radica el conflicto desde fines de siglo.
En el curso del siglo XX, con la ampliación del sufragio, la participación del mundo mapuche no respondió a un patrón muy claro, aunque al parecer se repartía en varios sectores; hubo algunos diputados mapuches conservadores. Algún tipo de violencia latente se mantenía y a veces estallaba, pero es difícil distinguirla de la de movimientos sociales. La rebelión de Ranquil en el Alto Bío-Bío en 1934 tuvo como actores a una población pehuenche, en otros tiempos sometidos por los mapuches, y el conflicto que tuvo como resultado un centenar de muertos parece radicarse tanto en temas sociales como de tierra e ideológicos, y no alcanzó el grado de una rebelión propiamente indígena. Con el incremento de la izquierda en el cuerpo electoral, apareció el discurso de la emancipación de los mapuches, aunque escasamente pasó más allá de proclamaciones de los partidos de ese sector. Como decía, en el comportamiento electoral no se detecta un patrón muy característico en las comunas mapuches, pero los pocos indicios apuntan a que los candidatos que no pertenecían a la izquierda en pueblos predominantemente mapuches obtenían buenos resultados.
Del orden al conflicto
Lo que llama la atención en la segunda mitad del XIX, una vez pasado el incidente de la quema del libro de Bilbao, es la gran libertad y, acorde con el desarrollo mundial de la época, la enorme cantidad de publicaciones que reflejaban en la práctica una libertad de prensa casi absoluta. Junto con esto, las discusiones parlamentarias podrían engañarnos por su violencia retórica y hacernos creer que el nuestro era un país pronto a caer en conflictos sanguinarios. La palabra escrita y los discursos formales combinaban un formalismo marmóreo a veces rico en vocabulario, con una odiosidad que apunta al antagonismo irreconciliable. En muchos casos el orden social en democracia se parece a situaciones como estas, aunque en los hechos la gente también vivía con una sensación de normalidad. Y en otras, los actores caen presos de sus retóricas y solo identifican lo que los enfrenta, y ese es el camino a una división aguda. Esta segunda posibilidad fue lo que se desarrolló gradualmente hasta la precipitación final en el gobierno de Balmaceda.285
El apasionamiento adquirió el rostro de una confrontación entre un jefe del ejecutivo que quiere reinterpretar una práctica constitucional como parte de una polarización, y una confrontación, primero larvada y luego más abrupta, con el grueso de la clase política que defiende sus fueros. En un par de años previos, se creó una atmósfera que un autor ha definido de “odio político”, para señalar el ambiente cargado de odiosidad que podría definirse también como polarización.286 En José Manuel Balmaceda existió una transformación no completa, pero sí lo suficiente en la dirección a encarnar la figura del caudillo refundador, en una forma no extraña a la historia latinoamericana del Jefe de Estado que tiende a un estilo de porfiriato.287 Era una tendencia, ya que aunque no sabemos qué hubiera sucedido, de triunfar en un último momento al hacer elegir como sucesor a un hombre de su equipo, Claudio Vicuña, esto podía transformarse en una suerte de dictadura indirecta o bien seguir con esa tendencia al tapado propio de los años más claramente portalianos, aunque en las condiciones muy diferentes de fin de siglo.
Los orígenes de la guerra civil llegaron a ser parte de la historia política de Chile en el siglo XX. Como se decía, los nacionalistas de tendencia conservadora tomarían a Balmaceda como ejemplo positivo de un rescate al “Estado en forma”. Lo mismo haría la izquierda chilena y en la historiografía marxista —en especial, como lo que veían en la actuación inglesa— lo hacían encajar perfectamente en la teoría leninista del imperialismo.288 Balmaceda pasó así a ser una víctima de una alianza entre el imperialismo y la oligarquía nacional entregada o enredada con el capitalismo transnacional. Salvador Allende se refería continuamente a Balmaceda y no es improbable que el suicidio de este —un acto político que al final ayudó a rescatarlo— haya estado también en la base de su decisión final en La Moneda, preparada psicológicamente muy de antemano. Es probable que esta discusión siga siendo parte de la conciencia política del país, a pesar de tanto esfuerzo historiográfico que hace ver la complejidad del tema.
Aquí se le ve más bien como un ejemplo de la relativa propensión a la crisis que ha tenido el proceso democrático chileno, y como un caso que muestra la autonomía de la clase política como un fenómeno propio. Aquella era un agente dado a la controversia y que se apasionó por una dimisión que fue paulatina, en la cual la política sobre el salitre solo tuvo una importancia muy marginal, si es que alguna. Puede ser que los intereses del salitre hayan financiado al ejército del norte, antibalmacedista. La base del quiebre estuvo en una sensación muy parecida a la 1924. Por una parte, había la impresión de una inacción general en el país por la progresiva parlamentarización de la práctica política, al irse interpretando de una manera diferente la Constitución de 1833, fenómeno muy típico de la historia de Chile y de muchos otros países.289 Ello hizo nacer aprestos caudillistas en el presidente Balmaceda, quien se fue convenciendo de que por la salvación y progreso del país tenía que pasar a una política de los hechos, una frustración propia de varios presidentes de Chile del siglo XX.290 Al mismo tiempo, la clase política más tradicional, a la cual se sumaron también algunos actores representativos de la izquierda que nacía, empezó a formar un sólido bloque para detener lo que consideraban la llegada de una dictadura, concepto que adquiría día a día una tonalidad más negativa. Todo esto era también señal de una debilidad política compartida, aunque quizá en grado menor con el resto de América Latina. Es un problema de cultura política.
En síndrome inevitable, los actores comenzaron a posicionarse en torno al poder armado. Y lo hacían directa o indirectamente convocándolo a tomar posición, al igual que en 1924 y en 1973. Balmaceda comenzó a hacer gestos militares, que en las formas podían ser inocuos; o no. Lo mismo que De Gaulle en 1968. El chileno hizo ingresar al general José Velázquez como Ministro de Guerra, algo que se consideraba inusitado o cosa del pasado, incluso en 1890 había trasladado unos regimientos a Santiago como una manera tácita de presión. Esta es una maniobra-tipo que generalmente da inicio a la politización de los oficiales y eso sería lo que pasó.291 La rebelión de la mayoría del Congreso deja ver, sin duda, que había conversaciones de ya cierto tiempo con oficiales de la Armada, a los que se unirían después oficiales de alto grado del Ejército, quienes luego constituirían el núcleo del ejército congresista. El casus belli estuvo constituido por la decisión de Balmaceda de circunvalar al Congreso, haciendo valer el presupuesto del año anterior sin aceptar una mayoría parlamentaria, en realidad de estrategia obstruccionista, que quería manejar los recursos fiscales con el propósito de derrotar políticamente al Presidente. Esto ocurrió en los primeros días de 1891, a lo que la mayoría del Congreso respondió abordando la Escuadra alojada en Valparaíso, y deponiendo al Presidente por colocarse “fuera del régimen constitucional”. Por cierto, Balmaceda sostenía que la legitimidad constitucional estaba representada por él. La decisión final fue así entregada a la suerte de las armas.
Se caracteriza mucho a la guerra civil quizá acertadamente como una división de clase política, pero no exactamente como una fractura de la sociedad al modo como lo fue 1973. Abona esta impresión la misma rápida incorporación de los vencidos al sistema triunfador, y la continuidad de la pugna por medio del debate público en una democracia, así como la casi inexistencia de represión propiamente tal, salvo como siguió inmediatamente al triunfo de los llamados congresistas o “revolucionarios”. Sin embargo, es difícil que una pura dinámica llamada oligárquica hubiera sido suficiente para provocar esta sublevación de los espíritus. Hubo una penetración más profunda en el cuerpo social, aunque este último no alcanzó a experimentar en toda su intensidad los conflictos. Por lo demás, esto es relativamente parecido a lo que sucedería en 1924 y todavía después, aunque solo en 1973 se puede encontrar una polarización que llega a lo profundo de la sociedad, si bien jamás a su totalidad.292
Al igual que en 1924 y 1973, se llegó a la intensidad del conflicto porque este penetró a las Fuerzas Armadas, el Ejército y la Marina, más en el primero que en esta última, aunque en ambas instituciones hubo divisiones. Los oficiales se debatieron entre dos interpretaciones de la Constitución, pero en lo básico respondían al sentimiento que en algún momento se presentó como lo máximo que los impulsó. La confrontación armada que le siguió no puede ser descrita en muchos sentidos como una auténtica guerra civil, en cuanto que en esta se supone algún grado de reclutamiento de sectores que, en tiempos normales, civiles, no están armados ni proyectan estarlo. En otras palabras, la clase política, tanto la rebelde más mayoritaria como la otra, no corrió a los cuarteles respectivos para alistarse, como incluso sí sucedió en parte en 1851 y 1859. La Guerra Civil mostró el mismo tipo de ejecuciones sumarias propias de estos conflictos; sobresale Lo Cañas con cuarenta jóvenes antibalmacedistas fusilados por estar reunidos para una conspiración contra el Gobierno. También con el triunfo de los congresistas al final de la guerra civil se produjeron desmadres con decenas de asesinatos y ejecuciones, en realidad a veces confundidos con el simple saqueo.293 El grueso de los muertos ocurrió en dos batallas campales y en ellas cayeron oficiales y tropa, poco más de 7.000.294 Los vencidos solo fueron excluidos del Ejército, aunque a los pocos años reincorporados en general por motivos de pensión. Hubo, eso sí, enganche más o menos forzoso, lo cual hace inevitable la pregunta de acerca de la moralidad del conflicto, extendido a muchas situaciones de la historia de Chile y el mundo. Esto último es un elemento insoslayable, en parte desde la Guerra de la Independencia, pero por sobre todo en Lircay y las breves, pero relativamente sanguinarias, confrontaciones de los 1850, dada la cantidad de población.
El triunfo final de los congresistas fue en parte determinada por la debilidad y la falta de espíritu de cuerpo del ejército de Balmaceda. La Marina y el ejército del Norte, parecían más motivados, aunque no necesariamente mejor apertrechados. Se ha debatido el factor internacional, que sería el apoyo inglés o, mejor dicho, del capitalismo británico. Es posible que los intereses salitreros en Chile hayan contribuido con recursos a los congresistas, pero lo que se puede establecer desde la historia internacional es que las potencias extranjeras resguardaban sus intereses frente a cualquiera que sea el vencedor. De todas maneras, la imagen de Balmaceda como víctima de una conspiración de intereses económicos tendría una larga vida en el siglo XX. También tuvo vida la otra imagen de Balmaceda, como la esperanza de una reacción portaliana que hubiese cambiado positivamente la historia del país. La primera visión llegó a ser más propia de la izquierda y aún conserva presencia; la segunda era reconocida por sectores nacionalistas de la derecha del siglo XX y de otros grupos que se veían a sí mismos sobre la pugna de izquierda y derecha. El profundo desengaño con el llamado período parlamentario contribuyó de manera bastante decisiva a esta segunda imagen. El desarrollo político y cultural de la izquierda chilena en el XX fortaleció la primera.