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Оглавление2. PREFACIO A LA REPÚBLICA: ENTRE LAS PERSONAS Y LAS INSTITUCIONES
Dirigentes, caudillos, herencia y cambio
Las alternativas de la guerra y la experiencia de los patriotas al otro lado de los Andes, así como después el triunfo relativamente rápido de sus armas entre Chacabuco y Maipú, tendrían consecuencias importantes para la institucionalidad chilena si aceptamos una explicación personalista del proceso en esta fase. Esta fase de la guerra hasta Maipú duró poco más de un año, entre febrero de 1817 y abril de 1818, con batallas sanguinarias y algunas ejecuciones posteriores, nada sin embargo al lado de lo que se vio en otras guerras de América hispana. Tras la toma de Valdivia siguió lo que podríamos decir una guerra sucia contra bandas realistas inevitablemente derivadas en montoneras semidelictuales en el sur de Chile y, finalmente, la toma de Chiloé. Con todo, era un resto. La ahora república había obtenido su independencia definitiva con la batalla de Maipú el 5 de abril de 1818.
José Miguel Carrera y sus adictos perdieron protagonismo y emergió la figura de Bernardo O’Higgins como la personificación del esfuerzo chileno. Algo interesante de este, en una época como en la que escribo, donde todo se adjudica a las “elites” como un ente omnisciente y todopoderoso, O’Higgins tenía algo del outsider como del representante del sector más consciente de los desafíos de su tiempo. Hijo natural —no muy extraño en la época, no era tan “impresentable” como lo sería más adelante, en los años victorianos del país, que en este sentido duraron hasta casi fines del siglo XX—, educado en parte en Inglaterra y expuesto directamente a las fuentes políticas modernas, no era el “típico criollo”. Ello explica no poco de su trayectoria y desempeño. Aliado a quien sería el principal caudillo porteño, José de San Martín, el general O’Higgins se catapultaría, especialmente después de consumada la victoria, como dirigente militar y político. Asumiendo el riesgo que conlleva efectuar una afirmación de este tipo, parece plausible sostener que de su relativo autocontrol en el ejercicio del poder quedaría una huella en el Chile republicano. O’Higgins se veía a sí mismo como parte de las instituciones que se desarrollaban bajo su égida y no como el creador carismático que las encarnaba.
Existieron dos rasgos sumamente marcados en los años de O’Higgins. Por una parte, se llevó a efecto el restablecimiento de instituciones y de un aparato administrativo que no consistía en mucho más que en la transformación parcial de antiguas reparticiones del orden colonial. Por otro lado, comenzaría la discordia dentro del grupo dirigente, toda vez que la victoria militar lo privó del enemigo común que los había aglutinado durante la guerra. Los principios políticos y constitucionales no alcanzaban para dar vida a la autodisciplina de seguir procedimientos preestablecidos. De esta manera, el poder, que se le entregó de manera informal y total, convirtió a O’Higgins en un dictador, epíteto usado en tono acusador por sus detractores contemporáneos y por la vertiente liberal de la naciente historiografía durante la segunda mitad del XIX. Su gobierno, no obstante su férrea dirección, se posó sobre una interminable disparidad de fuerzas que chocaban entre sí.141 En términos modernos, fue una dictadura; comprendiendo a la historia como hechos o etapas, fue parte de un proceso en donde se buscaba encauzar el poder asumido con un sistema de relativo consenso; era parte de una transición no acabada.
De la dictadura surgida de la guerra —del poder militar— y del apoyo de los patriotas emergió un dictador en forma, aunque a veces reacio a ejercer sus omnímodas facultades hasta las últimas consecuencias, salvo quizás en el oscuro episodio del asesinato de Manuel Rodríguez.142 Es importante recordar que se replicó el síndrome de muchas otras revueltas exitosas, en las que sus caudillos, sin perjuicio de mantenerse en el poder, no abandonaban las marañas conspirativas y levantiscas, en franco testimonio de lo costoso que les resultaba adaptarse a las prácticas procedimentales. Asimismo, fue el caso del destino trágico de los hermanos Carrera y su odio inextinguible, recíproco, con O’Higgins. Empeñados en capturar por asalto el gobierno de Chile por enésima vez, los Carrera se enredaron inextricablemente en la guerrilla de Argentina y los combates de gran violencia entre diversas facciones que la caracterizaron. José Miguel Carrera alcanzó a mostrar en su breve pero intensa trayectoria política (1811-1821) que confluían en él todas las peculiaridades del tipo del caudillo del siglo XIX hispanoamericano y que, en algunos sentidos, se verifica incluso en el presente: la audacia, el coraje, la capacidad de oratoria, el personalismo y el espíritu de lucha a todo trance. Aunque su vida fue segada tempranamente, la trama a la que dieron luz sus acciones no escapó a lo que llamaremos la “maldición” del caudillismo latinoamericano, incapaz de determinar cuándo comenzaba la paz que inevitablemente significaba convivir con la normalidad que marchitaba el eros de la victoria.143
En cambio, Bernardo O’Higgins a regañadientes entendía perfectamente que no podría conducir el curso de la política en la dirección de un sistema ideal tal como él lo entendía. Atrapado en esta urdimbre se erosionaron las bases de su permanencia, que sin exagerar podría haber sido indefinida.144 Finalmente, ante la continua presión en demandas y exigencias con que se le espetaba, renunció al mando supremo el 28 de enero de 1823. Este acto, adornado de laureles por la posteridad, se conoce como la abdicación de O’Higgins. Quizás, durante su exilio en Lima entre 1823 y 1842, no perdió la esperanza de volver al poder. No enarboló este propósito al precio de incitar a sus partidarios a una actitud de rebeldía indefinida y estéril, ante las instituciones y autoridades que irían ejerciendo el poder tras su caída. La influencia de quien luego sería denominado Padre de la Patria sería solo simbólica hasta su muerte.145
En pequeñas pero representativas y simbólicas minorías ha permanecido el recuerdo de una polaridad entre O’Higgins y Carrera. A esta dicotomía original se le añade un héroe popular, Manuel Rodríguez, ubicado quizá con más propiedad en la estela política de Carrera; en realidad, lo heroico provino en gran medida de una memoria política que exaltaba la rebeldía y el arrojo del valiente guerrillero, muerto alevosamente. En general, los grandes caudillos han sido asociados a significados más decisivos. O’Higgins ha sido visto como el representante de las instituciones; Carrera, como una voz del alma nacional, más espontánea. Durante el siglo XIX y en parte a lo largo del XX la división entre o’higginistas y carrerinos se volvería un estereotipo de la historia política de Chile. A partir de los comienzos de la República, el binomio identificaba a algunos eruditos y, sobre todo, cimentaba el recuerdo nostálgico de sectores sociales encumbrados, casi como preciosismo de clase alta. En el siglo XX sectores académicos reprodujeron este sesgo, algo facilitado por el ambiente de que los proveía una democracia política más desarrollada, lo cual no quitaba que O’Higgins fuera aceptado, a veces con entusiasmo, por todos los sectores políticos como el principal Padre de la Patria. El Allende ya presidente firma el decreto que cambió el nombre de Parque Cousiño por Parque O’Higgins, como parte de la batalla por la historia.146
Los dolores de parto del autogobierno, si se nos permite la imagen, se expresaron desde el primer día. En el gobierno del Director Supremo O’Higgins, el dictador, en suma, primero aplaudido y consentido, después vituperado, las apelaciones a un servicio superior se harían en nombre del “pueblo de la nación”, idea que mentaba que a las autoridades establecidas les debía acompañar una instancia de consentimiento, de legitimidad delegada por un pueblo o nación que le entrega la confianza. Esta idea es más antigua que la política moderna, pero se vuelve protagónica con esta experiencia y nuevamente Camilo Henríquez lo expresaba con bastante claridad:
¿Qué es el pueblo? Nos parece que bien definida esta voz, se resuelva con facilidad todas las cuestiones relativas a sus facultades. El pueblo es la universalidad de los ciudadanos. Ninguna población, ningún cuerpo particular, ninguna reunión de individuos puede arrogarse el nombre de pueblo, o a lo menos con respecto a la autoridad, que debe ejercer, que es el único sentido en que aquí lo consideramos. El pueblo es la sociedad entera, la masa general de los hombres, que se han reunido bajo ciertos pactos. Si una corporación por más distinguida que sea, se llama el pueblo, además de decir una mentira absurda, comete una gravísima injusticia, porque priva del derecho de sufragio al resto de los ciudadanos, que componen una mayoría inmensa. En una palabra, el pueblo es la nación. Cuando las sesiones electorales de París aumentadas con las cuadrillas facciosas, que ávidas de sangre, y de despojos habían volado a la capital, se apellidaron el pueblo francés, y cometieron en su nombre las atrocidades, que llora, y llorará la Europa por largo tiempo, el origen de tantos desastres que fue la mala inteligencia, y el abuso de la palabra pueblo. La gramática es una ciencia más importante de lo que vulgarmente se cree.147
La definición de pueblo que subyace en este texto, esto es, la de la totalidad de los habitantes y no la de la representación emocional de una parte de ellos, es quizás la más verdadera, pero también la menos mentada en forma explícita. Apunta a la experiencia de frustración por la aparición de numerosas pretensiones de representar o de actuar en nombre del pueblo, lo que, dicho sea de paso, es una de las características de la democracia moderna, tal como se ha desplegado en los países con regímenes de este tipo. En su reverso, los despotismos contemporáneos abusaron (y abusan) de la regla, toda vez que para mantener su poder requieren de la legitimidad con que solo la democracia puede dotarlos, aunque esta referencia en boca de dictadores la mayoría de las veces no sea más que un discurso vacío. Se apela a esa parte de la experiencia de hombres y mujeres de “la base” de no ser partícipes plenos de los derechos ciudadanos.
Los seis años del gobierno de O’Higgins se consumieron en la empresa de completar la independencia, intentando eliminar los residuos de resistencia no extinguidos o que podían resurgir y, ante todo, en la preparación estratégica y el recaudamiento de fondos para la onerosa expedición libertadora al Perú. Esta fue, tal vez, la obra que el Director Supremo más acariciaba como meta de vida. Hacia 1820, aún se transitaba por una etapa transnacional de la empresa emancipadora, de lo cual daban vívido testimonio este afán libertador y su alianza con el prócer argentino José de San Martín, casi la única coalición permanente en estos años de oscilaciones en las adhesiones personales y partidistas. Varios factores, que se irían complejizando a lo largo de la tercera década del XIX, completaron el escenario al que tuvo que enfrentarse O’Higgins: el paulatino aumento del bandidaje rural y una guerrilla realista más o menos confundida con la anterior, tendencia tantas veces repetida en guerras irregulares cuando la causa original se va perdiendo en el olvido.148
La expedición libertadora del Perú no solo consumió el erario público, esfuerzo que luego dejaría sentir todo su peso en las finanzas del país, sino que también la energía política de O’Higgins. Asimismo, fue el escenario donde el Director Supremo conquistó un éxito pleno, aun si se considera que los frutos de este laurel se desdibujarían en las décadas siguientes por la sostenida rivalidad entre Chile y Perú, que desembocó en la Guerra del Pacífico —de la que también tomó parte Bolivia— entre 1879 y 1883. Una vez obtenidos los primeros triunfos militares, el estrellato americano recaería sobre San Martín. El Director Supremo tendría que desgastarse en la lucha interna y en la guerrilla de intrigas en que se convertiría Santiago. En 1818, aconsejado entre otros por Camilo Henríquez, O’Higgins dictó una Constitución provisoria, que fue sancionada el 23 de octubre de dicho año. Ante la imposibilidad de que un Congreso de diputados se reuniera a la brevedad, el texto constitucional disponía un Senado de emergencia, cuyos diez miembros (cinco vocales y cinco suplentes) serían escogidos por el Supremo Director.149 Cuatro años después, en medio de los crecientes reclamos contra el autoritarismo o’higginiano, el Director Supremo aprobó, tras la labor de una Convención Preparatoria formada por 33 diputados, una nueva Constitución (30 de octubre de 1822). El artículo 80 prescribía que el Poder Ejecutivo sería “siempre electivo, i jamás hereditario” y limitaba su duración a seis años, aunque permitía una única reelección por cuatro años. El artículo 84, en la práctica, extendía el mandato de O’Higgins por al menos seis años más, al señalar que “se tendrá por primera elección la que ha hecho del actual Director la presente legislatura de 1822”.150
En cierta manera, la Constitución de O’Higgins anticipaba algunos aspectos de los proyectos constitucionales de lo que más adelante llamo “democracia postergada”, aunque en un contexto más legítimo desde el punto de vista de las instituciones políticas modernas. La prolongación del mandato de O’Higgins fue un acicate más para las críticas y el levantamiento de un nuevo caudillo militar avecindado en Concepción, ciudad que desde siempre y hasta mediados del XIX disputó la primacía política con Santiago, el general Ramón Freire.151 Lo que lo diferencia con la transición de las dictaduras militares del siglo XX latinoamericano es que O’Higgins se hallaba en aquella etapa inaugural en que las sociedades occidentales —Europa y América— se movían entre el antiguo régimen y las formas políticas modernas. Salvo el caso de Estados Unidos —y aún esto podría discutirse por tantas razones por el tema de la esclavitud—, todas ellas naturalmente mostraban rasgos de ambas etapas y no podía ser de otra manera. El lenguaje de O’Higgins traslucía tanto un ideal republicano y democrático como la conciencia de que, si no se era prudente, no habría una organización civilizada posible.
Prontamente acaeció la abdicación de O’Higgins el 28 de enero de 1823. Al aceptar su derrota política, el Director Supremo reconocía explícitamente que los triunfos militares y el logro de la independencia, de la cual él junto a San Martín habían sido los grandes artífices, no constituían prerrogativas suficientes para instaurar un régimen personalista. Vistas las cosas desde este ángulo, es justificable que también se haya reconocido en O’Higgins a un padre del espíritu democrático, el que por cierto cobijaba una clara orientación al orden, tal como era entendido en esos momentos.152 Hundido el naciente orden, se desataría algo parecido a un proceso político según el espíritu democrático, pero que no desembocaría ni en el imperio de reglas del juego compartidas por todos los actores, ni en un aquietamiento anímico, características fundamentales de lo que entendemos por Estado de derecho.
En fin, O’Higgins, el Director Supremo, ¿fue un dictador? Estuvo lejos de un despotismo arbitrario o cruel. En términos de categoría, si se quiere, técnicos, fue una dictadura si esta significa la concentración del poder político y público en una sola mano. No fue una situación remotamente distinta a la del general De Gaulle en 1944 —y en potencia en 1958—, una clásica reproducción del tránsito del antiguo régimen a los modernos sistemas políticos, teniendo lo que hoy llamamos democracia como horizonte a alcanzarse, aunque la palabra aparece poco en el general.153 Este dilema se reprodujo y se reproduce infinitamente en la modernidad a lo largo de gran parte del globo; define ese estar entre dos legitimidades de los sistemas autoritarios: el democrático y el del dictador soberano que crea un sistema arreglado para sus fines personales, en parte porque no tiene alternativa. Sin embargo, al revés de los dilemas del siglo XX, la dictadura era parte de los dolores de parto del paso del antiguo régimen a un sistema político moderno; buscaba un orden republicano y tanteaba lo que después se llamaría democracia en el sentido descrito por este libro, con el frescor de la creación y no con la experiencia de haber tenido ya un orden considerado normal, como Ibáñez en 1925/27 y después, o como la Junta y Pinochet en 1973.
Durante la década de 1820, el sistema político chileno, con todas sus particularidades, estuvo inmerso en este devenir latinoamericano. Los siete años corridos entre la caída de O’Higgins y el triunfo de las fuerzas conservadoras en Lircay, pasaron a la posteridad en la narrativa conservadora como la época de la “anarquía”, aunque la palabra “caos” parece más adecuada, como sugiere Mario Góngora.154 En años más recientes, los historiadores chilenos han discutido acerca de si los males de este período han sido exagerados.155 Algunos, como Gabriel Salazar, lo han apreciado como un conjunto de experiencias en que se intentó practicar una democracia verdadera, con tintes populares o populistas, “desde abajo”.156 ¿Sería como considerar al 18 de septiembre de 1810 como un ejercicio soberano “desde abajo”?
Sea cual sea el prisma que adoptemos, es preciso destacar que a los contemporáneos no les cabía ninguna duda de estar en presencia de un mundo en crisis, al que después sucedería un orden. Incluso quienes más tarde clamarían invectivas contra el despotismo y las costumbres inculcadas durante los años de la república autoritaria, entenderían que después de la caída de O’Higgins el estado de las cosas se había ido desintegrando. En realidad, lo que se engendró fue el despuntar de una lucha de caudillos y fuerzas encontradas. Las reyertas políticas contribuían a trazar un paisaje general que, hipotéticamente hablando, perfectamente podría haber devenido en un proceso de desquiciamiento institucional no muy diferente al de los restantes países hispanoamericanos. Por otra parte, como ha señalado Simon Collier, la abdicación de O’Higgins marcaría el final de la relación directa de Chile con el proceso de emancipación hispanoamericano, con la parte anárquica del mismo.157 Con toda el agua corrida, es imposible no ver como un hecho positivo el no haber desembocado en una sempiterna contienda de personalismos. Desde luego, no se puede olvidar que, de la imbricación de Chile con la región y la inestabilidad política con que se habían contagiado los procesos particulares de sus países vecinos, resultó un coletazo bélico que dejaría sus huellas. Me refiero a la guerra contra la Confederación Perú-Boliviana entre 1836 y 1839.158 Fue combinación de guerra civil extendida y despunte de conflicto internacional; solo después de 1879 pasaría a significar —me parece que engañosamente— una primera fase de enfrentamiento con los países vecinos.
La política de los notables y las reglas del juego tendientes a favorecer la aparición de caudillos militares, más o menos efímeros en la práctica, caracterizó solo parcialmente a la época con Ramón Freire, la que después se consideró como una etapa con identidad propia de la evolución institucional, hasta 1830. En primer lugar, se constituyó una Junta Gubernativa formada por Agustín Eyzaguirre, José Miguel Infante y Fernando Errázuriz y que había sido nombrada por O’Higgins con el pretexto de entregarles su renuncia. La Junta organizó una “asamblea provincial” de cuya representatividad es difícil poder decir algo. A fines de marzo, esta confirmó el nombramiento de Ramón Freire, el caudillo militar levantado contra O’Higgins, como Director Supremo. A fines de 1823 se promulgó una nueva Constitución en línea con una parte al parecer inextinguible de la cultura hispanoamericana.
La principal cabeza de esta Constitución fue Juan Egaña, una combinación de conservador con elementos ilustrados y hasta utópicos: “Cuanto hubo de bueno en el admirable gobierno de los incas y cuanto contribuyó a la prolongada permanencia del de Lacedemonia e imperial de la China, todo se debe a este gran principio de transformar las leyes en costumbres”.159 Curioso, aunque no único caso de un conservadurismo utópico, más aún que el liberalismo que le seguiría.
Es común considerar al binomio de pelucones y pipiolos como el molde exacto de conservadores y liberales. Hay alguna semejanza, poniendo énfasis en que se trata de conceptos absolutamente relacionales, casi meros nombres para ubicarse en el mapa político específicamente chileno, no exactamente como ocurría en la Europa contemporánea, si bien no radicalmente distinto. Como sea, aquí tomamos la dicotomía entre conservadores y liberales como un hecho fundamental de la historia de Chile y del mundo, que emergería bajo el signo de la política mundial en los modernos sistemas políticos, y la simultaneidad emocional y verbal de los hechos que se desarrollaban. Esta distinción básica entre liberalismo y conservadurismo ya asomaba la cabeza en los 1820, para más adelante, a lo largo del siglo XIX, ir definiendo las diversas posiciones y los límites de la realidad política.160
El general Freire, más preocupado de liberar Chiloé, de donde tuvo que regresar sin conseguir su objetivo en junio de 1824, no manifestó ni un apego muy pronunciado ni un rechazo absoluto hacia la Constitución diseñada por Juan Egaña. Independientemente de ello, la agitación política tuvo en un segundo plano la existencia de una Constitución. Freire, de regreso en Santiago, convocó a un nuevo Congreso Nacional, en teoría elegido en sufragio universal, que a fines de 1824 declararía “insubsistente” la Constitución recientemente promulgada. Se desarrollaría una lucha entre diferentes asambleas provinciales que muchos contemporáneos observaron como anarquía, pero hay que repetir que más se parecía a un caos. Entre otras acciones, Freire disolvió la asamblea de Santiago que le era afín y partió nuevamente a Chiloé dejando a un Consejo Directorial encabezado por José Miguel Infante, convertido ahora en un ardoroso federalista. Después de someter a este último reducto español —en la isla quedó un dejo de lealtad a la Corona que todavía era audible en ciertas manifestaciones verbales a fines de siglo XX, además de ser hasta el XXI una zona especial, tradicional de una forma que no tiene el resto de Chile—, convocó a un nuevo Congreso, que a su vez eligió, en términos nominales, al primer Presidente de la República, el almirante Manuel Blanco Encalada. Clase militar y clase política estaban sumamente imbricadas en la fase inaugural de la república, tal como sucedería en el resto de América hispana y en la fase de descolonización tras la Segunda Guerra Mundial.
Al parecer sin ambiciones personales, ni siquiera las indispensables para otorgar estrategia y sentido a un desarrollo político, en la práctica Ramón Freire, más que ser un liberal de tomo y lomo, poseía cierta liberalidad. Su contraparte era José Miguel Infante. El diputado federalista era un revolucionario no solamente sin armas, sino que sin ningún afán ni participación en sucesos sanguinarios; por cierto, su imperativo categórico personal no le dejaba apreciar que el país se encaminaba claramente al desgobierno crónico. Más temprano que tarde, el ímpetu federal comenzó a retroceder.161
Tras la nueva renuncia de Freire (5 de mayo de 1827), la elevación del vicepresidente Francisco Antonio Pinto y el receso autoinfringido del Congreso federalista con el afán de consultar a las asambleas provinciales la forma de gobierno que debía adoptar la nación, se formó una Comisión elegida por el Congreso saliente y las asambleas, cuya principal función fue elaborar el reglamento de las elecciones que darían lugar al Congreso Constituyente de 1828, el tercero desde la caída de O’Higgins.162 De este organismo surgió la Constitución de 1828, promulgada en agosto de ese año por el vicepresidente Pinto. Intentaba ser un camino intermedio entre el liberalismo y el federalismo. Fue redactada bajo la inspiración del gaditano José Joaquín de Mora y encarnaba la esencia del experimento de una república liberal, solo que estaba desconectada de la capacidad de traducirla en esa síntesis de acción, práctica y orientación en que consiste la creación institucional.
Hablando desde una perspectiva general, por una parte, los jefes políticos de la década de 1820 tenían pocos arrestos de caudillismo, pocas ambiciones personales. Quizás primaba la obediencia a la ley, aunque sea una actitud que se confunde con un acto semiautomático. Porque, por otro lado, existía un país ideal que era tocado solo mediante los documentos oficiales y las discusiones públicas, de todos modos, escasas, mientras que el país real, es decir, la vida cotidiana misma de los individuos y las familias, se desgranaba en disolución, además muy encrespada por las rabias que se comenzaban a acumular. En ese ambiente fermentaría al interior de la clase política un estado de ánimo que deseaba organizar un orden funcional a las necesidades de un Estado moderno, aunque no le ponían esa palabra y hay varios grados y versiones de esa modernidad. Quienes darían voz política a ese estado de ánimo serían los “estanqueros”, subsumidos pronto bajo el nombre de Diego Portales. En ese entonces, el grupo de Portales representaba a la típica reacción conservadora que, con o sin éxito, emerge siempre en los procesos conducentes tanto a una disolución como a una revolución, que establece nuevas formas de adquisición, circulación y/u orientación del poder.163
De todas maneras, bajo los apelativos de pipiolos y pelucones —esto último dicho al comienzo en forma burlesca y luego adoptado por aquellos—, o liberales y conservadores al modo de whigs y tories en Inglaterra, o del burro y el elefante en la política norteamericana, la visión del espectro político que podríamos ofrecer según tales denominaciones es sumamente difusa e incompleta. Si bien al interior de esta clase política existían tendencias que podrían ser reconocidas una como liberal y la otra como conservadora, considerando que sus motivaciones se conectaban con las corrientes generales de la política moderna —la polaridad entre libertad y orden, o la más visible de orden e igualdad—, ninguno de ambos polos tenía expresión organizativa alguna, y los congresos y grupos eran pasto del individualismo más exacerbado y del cambio constante de posiciones. La justificación más reiteradamente pronunciada por los liberales era de índole moral: había que luchar contra todo tipo de despotismo. No consideraban que el cambio permanente produce una sensación de despotismo del azar en la percepción tanto del hombre común como en la de muchos miembros de la clase política de turno. Es altamente posible que un trastocamiento de tal magnitud haya condenado a esta breve república liberal al estrépito, sin perjuicio de que tuvo la oportunidad de madurar e ir creando su propia versión de “Estado en forma”, y haber sido la base de la democracia chilena moderna. Como en toda América, tardaría en arribar.
En todo caso, se debe acoger la idea de algunos historiadores, como Ricardo Donoso, Julio Heise y Sergio Villalobos, que sostuvieron que este período, preludio del colapso de la república, fue un momento de experimentos. Dicho esto no solo para destacar el sentido negativo de la irresponsabilidad política imperante, sino que también con el objeto de poner de relieve el aprendizaje que implicaba, siendo el necesario paso previo a una organización más autocontenida. Se ha insistido aquí que sobre todo para la primera mitad del XIX se produce en Chile, como en muchas partes, ese proceso de cambio con mezcla y mezcolanza entre el antiguo régimen y la política moderna; las sociedades en términos de organización y de técnica incorporan lo moderno, pero el arte de autogobernarse parece esquivo la mayoría de las veces.164 Se repetía también un tema latinoamericano, que el liberalismo político tenía escasa densidad, pero no se puede decir que no existía. No mostraba vigor para fundar democracias, acorde con la época, y a la vez no era simplemente una planta exótica, sino que se erguía en valla para la perpetuación de los despotismos en lo que había devenido el orden político autoritario en la modernidad, el que también mostró una persistencia en la historia latinoamericana en los siglos que vendrían.
La violencia política hasta la batalla de Lircay —en la medida en que se pueda evaluar— fue comparativamente baja, si tomamos como metro las muertes debidas directamente a esa violencia, aparte del bandolerismo en que devinieron antiguas guerrillas realistas. Esta imagen es la que quizás hace posible que desde el siglo XXI se puedan idealizar esos años como los que tuvieron una posibilidad cierta, y tal vez única, de erigir una democracia real, surgida del pueblo, cualquiera que sea el fenómeno que designe esta última palabra.165
Por cierto, decayó el nivel de gobernabilidad del país. Cedieron tanto la capacidad administrativa del Estado de hacer cumplir las funciones como el orden social indispensable para que las normas sirvieran de contención. El debilitamiento parejo del Estado y el tejido social se sucedían simultáneamente, algo nada de raro en este tipo de circunstancias críticas. No era una situación excepcional en América Latina, en que hubo una especie de explosión por la exigencia de “libertad”, el grito de la época. Hay interpretaciones que sostienen una explicación plausible. En ellas se afirma que la demanda liberal era la exclamación de una aristocracia que rechazaba toda interferencia de la sociedad en la vida individual, proviniese de los representantes de la corona o de un dictador al estilo de O`Higgins.166
Se parte de la base de que existe la racionalidad del interés de clase que se expresaría en un tipo de lenguaje y de construcción políticos. Dado que la clase política se reclutaba principalmente de aquello que se llama aristocracia o elite —conceptos escuálidos para designar la realidad—, uno se preguntaría con extrañeza por qué esta clase en cuanto tal, sin demasiadas presiones ni apuros por arrostrar la cuestión social, no hubiera perdurado más tiempo íntegra en ese estado de libertad. Es decir, no alcanzó a escapar del dilema entre automutilarse y, a la vez, estabilizar el funcionamiento del Estado. Este período, que se ha llamado indistintamente pipiolo, liberal o federal, fue después denominado, no sin injusticia, como anarquía. No hubo, sin embargo, la perpetuación de una verdadera oligarquía impermeable a los cambios. Precisamente porque también se había constituido como clase política casi idéntica a una clase dirigente, hizo que surgiera una estructura nueva dentro de esta especie de proto-democracia que se iría construyendo. Existe una distinción entre los sectores altos y la clase política que los representa. Ello no quita que ambos provenían en general de un grupo homogéneo en lo social, pero que al momento de expresarse en la lógica política desarrollaba un tipo de política que era distinto a un simple automatismo, que expresaría los intereses indubitables de los sectores encumbrados, los “vecinos” de la época colonial.167
Por ello, el ideario sobre la libertad, que tanta adhesión ganó dentro de la imaginación colectiva, puesto que solo tenía sentido para una parte de la población, hace surgir la sospecha de que, enunciando la libertad, habría sido un mero acomodamiento de clase. A pesar de ello tenía también su propia fuerza, no obstante estas dudas más de hoy que de ayer. El imaginario federal fue una de esas explosiones cuya intensidad nos engañan; se acercaba más a un lugar común —el grito de última hora— que a una pasión demasiado fuerte. Rafael Vicuña afirmaba con candor o con retórica de moda que lo importante era siempre limitar el Poder Ejecutivo y que con el sistema federativo se había proporcionado a Chile “una lei ante la cual deben temblar los tiranos”.168
Esta desafiante postura se empalmaba con una lucha que, desde sus orígenes, ha acompañado a la historia de Chile y de muchos países de América Latina: la pugna entre las provincias y la capital, que en la primera mitad del siglo XIX chileno se verificó principalmente entre Concepción y Santiago, aunque Coquimbo también desempeñó un papel en varios momentos.169 Las disputas entre el centro y el sur llegarían a presentar un cariz en algún sentido cercano a la trama de la “descentralización” a comienzos del siglo XXI. La persistencia de este embarazoso problema se debe a factores más bien estructurales, no al simple acaparamiento de autoridad administrativa por parte de Santiago. En este sentido, es muy razonable que haya surgido la pregunta por el poder relativo de cada zona del país al momento de pensar la república. A pesar de ello, al asumirse las banderas de la federación destacaba con más fuerza una cierta liviandad utópica, incluso en alguien como José Miguel Infante, que en su cruzada por esta finalidad expresaba una personalidad que no era leve. En una sesión de la Asamblea de Diputados de Santiago de 1825, apuntaba que “las provincias siempre se han quejado de que, en la capital de Santiago, hai un espíritu de capitalismo”; [“capitalismo” se refiere aquí a un modelo de gobierno centralista] “yo creo que injustamente ya hieren al pueblo de Santiago, porque el espíritu de capitalismo solo ha existido en los gobernantes i sus prosélitos i no en Santiago”.170 Más enfático, Infante proclamaba que “la unidad tiende solo a la opresión de los pueblos i la federación a su libertad”.171 Se debe añadir que sobre los partidarios del federalismo ejercía un especial embrujo el ejemplo norteamericano; se creía que una reproducción idéntica del mismo llevaría a resultados similares.172 Las divisiones político-administrativas han tenido siempre un grado de arbitrariedad, de lo cual no se sigue su contrario, esto es, que en todo tiempo deban perseguir representar a una unidad perfectamente homogénea, ya que este horizonte termina siendo una utopía. En el contexto del desarrollo moderno, han devenido siempre en la creación de un nuevo Estado y no en entidades autorreguladas más allá de la política entendida como el control del orden.
El general Luis de la Cruz articulaba un racionamiento opuesto que comenzaba a emerger desde el temor a la anarquía. Utilizaba el mismo símil que más adelante haría pasar a la posteridad al presidente de Estados Unidos, Abraham Lincoln: “Si una familia se divide, sus miembros, que disfrutaban antes de los bienes en común, ¿harán más fortuna separados? Los que tengan menos bienes i menos medios de subsistir, serán los que más se resientan de la disolución de la familia. He aquí los efectos del federalismo”.173 En 1829, un periódico aparentemente liberal era portavoz del hastío que surgía con esta sensación de desgobierno:
La república goza de la más perfecta tranquilidad. La Provincia de Coquimbo está en revolución, y la de Aconcagua se ha levantado en masa.—…En Colchagua se han ahorcado las autoridades federales.—En el Maule se ha declarado el gobierno fuera de la ley.—En Valdivia se ha resuelto marchar sobre la Capital (camino tendrán que hacer)…174
El relato y la valoración de este período no son compartidos en unanimidad por los historiadores actuales. Se complica porque el presente de Chile, y no solo el régimen de Pinochet como espejo, se proyecta a ese pasado de los 1820. Puede ser que, como muchas constituciones utópicas, en la medida en que la de 1828 sea considerada como tal, la Carta liberal haya contenido los suficientes elementos para evolucionar acogiendo las enseñanzas de la vida práctica, tal como, por ejemplo, la práctica forjada sobre la Constitución de 1980 tuvo que recoger las experiencias del desarrollo democrático a partir de los plebiscitos de 1988 y 1989; y así continuó.175
Portales y la república autoritaria
El período que siguió al quiebre civil ha estado estrechamente vinculado en la memoria al nombre de Diego Portales, produciendo la impresión de que su paso por el Estado se trató de un caudillaje voluntarioso que transformó a la sociedad chilena por completo. Del cuadro hagiográfico en torno al personaje ha sido fácil dar el paso hacia su imagen contraria, como el déspota o la mano ejecutoria a las órdenes de oscuros intereses. Esta disyuntiva de extremos a menudo no nos ha permitido darnos cuenta de que el fin de la era liberal, bautizada como anarquía con criterio parcial, estuvo precedido de un hastío que fue alimentándose de la combinación entre la frustración por los cambios constantes y el estancamiento objetivo, y que era fruto de la discordia permanente de las autoridades. Hoy diríamos que el Estado estaba paralizado, si bien se trataba de un tipo de entidad mucho más rudimentaria que el complejo montaje del Estado contemporáneo a nosotros. Como país nuevo, fruto de esta primera ola de descolonización, la organización del Estado en todo lo que no fuera continuidad con evolución de las instituciones coloniales fue lo que derivó de los años de Portales; logró la síntesis entre una energía cinética indiana y la dinámica de mediados del XIX.176
Este sentimiento se densificó en el grupo de los estanqueros liderados por Portales; ellos fueron el Gran Elector de Chile. Desde aquí emergería la gravitación política individual del Ministro, aunque todavía para comprender el decisivo tránsito entre 1829 y 1830 hay que reconocer el peso considerable de los caudillos militares, los generales Joaquín Prieto y Ramón Freire, si bien solo este último se acerca más a la hechura de un real caudillo análogo a esa figura emblemática de América hispana del XIX, que todavía reaparece como pesadilla del pasado, con alguna efectividad política hasta el XXI. A los dilemas de política interior se añadía la conciencia de un Chile que podía quedar a merced de intervenciones extranjeras —el peligro era casi exclusivamente Inglaterra, la gran potencia marítima y agente “globalizador” del siglo— debido a la falta de ordenamiento interno.
En un periódico fundado en 1828 con el objeto de examinar el pacto que debía constituir a la nación, se escribía:
Pero entre nosotros ¿qué es lo que puede dejarse subsistir de todo lo que constituye nuestro cuerpo social? Nada, porque nada de lo que poseemos nos conviene como pueblo libre i nación soberana. Esto es lo que agrava i hace más crítico el difícil problema de constituciones. No solo nos es urjente organizar los altos poderes, sino todos los ramos inferiores de la máquina política. Careciendo absolutamente de leyes civiles i criminales, necesitamos a los menos que nuestra Carta fije las barreras en que ha de detenerse la autoridad, cuando se halle en contacto con los intereses privados. La imprenta no tiene ni límites señalados ni garantías positivas. La Constitución debe establecerlas o dejarnos espuestos a todos los peligros que trae consigo el abuso de un arma tan poderosa. La responsabilidad es entre nosotros una palabra sin sentido. No sabemos quién responde, de qué se responde, ni ante quién se responde. Las relaciones entre las autoridades supremas i las inferiores están sin definir ni clasificar: la escala de la subordinación carece de apoyo; si se perpetúa esta incertidumbre, es imposible que el servicio público se haga con regularidad i con honradez.177
La sensación de cansancio que trasuntaba la línea editorial del El Constituyente era un estado de ánimo que envolvía a una parte considerable de los chilenos políticamente despiertos, lo cual no significaba que todos ellos compartieran el resultado de la reacción conservadora que se produjo. En esta visión crítica y pesimista había sentimientos y expresiones contrapuestas sobre el estado de las cosas. Mariano Egaña, el principal redactor de la Constitución de 1833, llegó a hacerse portavoz de un sentimiento que, confeso o no, traducía algunas reacciones latinoamericanas que han estado en muchas persuasiones políticas ulteriores:
Esta democracia, mi padre, es el mayor enemigo que tiene la América, y que por muchos años le ocasionará muchos desastres, hasta traerle su completa ruina. Las federaciones, las puebladas, las sediciones, la inquietud continua que no dejan alentar al comercio, a la industria y a la difusión de los conocimientos útiles: en fin, tantos crímenes y tantos desatinos que se cometen desde Tejas hasta Chiloé, todos son efectos de esta furia democrática que es el mayor azote de los pueblos sin experiencia y sin rectas nociones políticas.178
En otras circunstancias se podrían citar palabras del mismo Mariano Egaña que son contradictorias con las de esta epístola a su padre Juan, obligando al estudioso a añadir un análisis acerca de lo que entendía por democracia. En fin, el cansancio o el temor con la democracia es consustancial al establecimiento de esta y ha sido manifestado de izquierda a derecha. Esta atmósfera perfiló el fin de la anarquía o semianarquía, quizá. Aparecería la conjura que quería eliminar de raíz todas las conjuras. En el sur, el general Joaquín Prieto junto a su sobrino, el coronel Manuel Bulnes —que para el caso eran representantes del bando o’higginiano—, unieron la espada a la política dejando huella indeleble en el desarrollo institucional de Chile. Se apoyaron en un sentimiento difuso, pero fuerte dentro de la clase política, para establecer un marco de acción que no estuviera sujeto a los vaivenes de las luchas políticas. Los estanqueros, encabezados por Portales, los pelucones y los epígonos de O’Higgins que esperaban su restauración les proporcionaron el lenguaje para que la sublevación fuera políticamente fecunda.
A la batalla de Ochagavía el 14 de diciembre de 1829, de resultado impreciso, siguieron unos meses de indecisión e incertidumbre en los que Ramón Freire, rostro del frágil consenso que pronto se quebraría, pasó de ser árbitro del conflicto a un actor más del mismo al enemistarse con Prieto, líder de las tropas conservadoras. La suerte se decidió en la batalla de Lircay el 17 de abril de 1830 en favor de las fuerzas antiliberales (hay que repetir que este epíteto no debe tomarse muy en serio). Por un lapso muchos seguirían creyendo que el nuevo gobierno, presidido sucesivamente por Francisco Ruiz-Tagle (pelucón) y José Tomás Ovalle (estanquero), y del cual Diego Portales asomaría rápidamente como el hombre fuerte, haciéndose de los ministerios del Interior y Relaciones Exteriores y Guerra y Marina, no duraría mucho más que los anteriores. Sin embargo, ya sea reverenciado, reconocido u odiado, lo que se llegaría a conocer como el régimen portaliano ha pasado a constituir una referencia fundamental al pensar el Chile republicano e inevitable al considerar la democracia.179
Todavía hoy es materia de discusión si fue la persona de Diego Portales Palazuelos (1793-1837), una clase social con conciencia política o una fórmula de un grupo de poder lo que contribuyó decisivamente a definir el futuro político de Chile por, al menos, treinta años; ello, toda vez que es válido conjeturar que las huellas de ese influjo fueron incluso más duraderas que el período de tres decenios. Siempre que algún acontecimiento o proceso está relacionado con una figura que califica como emblema o hasta signo totémico, se plantea el mismo problema de si es el hombre, el elenco, en un sentido amplio de la palabra, o lo que con acierto se ha llamado las “fuerzas profundas” de la época, lo que se debe imponer como el hilo conductor de la trama que contamos los historiadores.180 Nunca podrá haber certeza absoluta para definir una verdad que en apariencia es muy simple. Aquí uno se juega por creer que la realidad política ofrece una variedad bastante limitada de alternativas y que esta es la hendidura por donde pueden emerger los “grandes hombres” que definen un momento, un proceso o un sistema. Es el caso de Portales.
Este ha sido considerado alternativamente uno de los padres de la patria o un déspota, o un dictador, en un lenguaje levemente más neutro.181 Más que los vítores o las vindictas a las que retrospectivamente se somete al estadista —es seguro que merece este nombre— lo problemático de Portales es que tanto su obra política como la concepción de democracia en que aquella se encuadra tienen un cariz ambiguo, si es que se quiere mostrar la existencia de una democracia. Si, en cambio, sostenemos que la democracia es un proceso, un aprendizaje, un desarrollo inacabado que sin excepciones está acompañado de avances con simultáneos retrocesos, y si aceptamos que a la democracia le es inherente el que dentro de su cuerpo político convivan usos e instituciones democráticas con otras no democráticas —pero integrando un Estado de derecho—, entonces podemos comprender por qué con Portales existe el comienzo de una cierta singularidad chilena en el contexto hispanoamericano y, de una manera tenue, también en el panorama mundial. Para resumirlo, no fue democracia, pero sí una fase de su establecimiento o, lo que me atrevo a calificar para una parte importante del siglo XIX, una protodemocracia. En ello también influyó esa potencia caprichosa que denominamos azar.
Veamos. Durante el ministerio de Portales e incluso después de él se vivieron períodos bajo continuos estados de sitio, con escasa o nula representatividad de los opositores en los organismos públicos, aunque era una facultad prevista en la Constitución de 1833. Al mismo tiempo, hasta el motín de Quillota en 1837, que finalizó con el asesinato de Portales, el ambiente estuvo plagado de intrigas e intentos civiles y/o militares de levantamiento, insurrección o golpe. Hasta mediados de siglo no existió una verdadera libertad de prensa, aunque las comunicaciones públicas tampoco eran orquestadas lisa y llanamente por el aparato de gobierno.182 La principal herramienta punitiva del Ejecutivo fue la censura, una expresión típica del antiguo régimen, de los tiempos inmediatamente precedentes a los procesos de democratización. Las ejecuciones de opositores políticos y de conspiradores o de los que se acusó que eran tales, fue intermitente (no mucho). Los debates se daban en el seno del Gobierno o entre conversaciones de los adictos, otro síndrome autoritario. En este sentido, el así llamado sistema portaliano fue una especie de autoritarismo consultivo y en lo político se sostendría, amén de introducir cambios socioeconómicos que prepararían su liberalización posterior, inalterable hasta fines de la década de 1850.183
El estudio de la Constitución de 1833, en el marco de la historia constitucional del país, no sería revelador del carácter del sistema portaliano, no al menos en su totalidad.184 Es cierto que ponía un énfasis mayor que su predecesora, de 1828, en el poder presidencial. Esta orientación también se impuso en la Carta de 1925, sin negar que en el funcionamiento de este sistema, al menos a partir de 1932, había en líneas generales un genuino proceso político democrático, y un Estado de derecho que se fue consolidando gracias al pluralismo de fuerzas políticas y la tradicional división de poderes del Estado. No era así la práctica que rodeó las primeras décadas del desarrollo constitucional bajo la Carta de 1833. Las concepciones de Portales y del mundo político colindante, refiriéndonos con esto a algo más que a los partidarios reconocidos del Ministro, coincidían en un punto capital. La tarea de la hora —en este discurso— residía en lograr una democracia postergada mientras se creaban en un tiempo razonable todos los hábitos y procedimientos para alcanzar un estado de genuina condición democrática, quizás lo que en esa época se llamaba con acierto civilización. Así era el “proyecto”, realizado en cierta medida.
La promesa del advenimiento de un futuro utópico ha sido el argumento principal de los regímenes autoritarios en la modernidad —por lo demás, mayoritarios en número durante los últimos dos siglos si consideramos al globo por completo—; entre otras cosas, dicha propaganda les ha permitido hallar un equilibrio u orden interno, erigido sobre el discurso de estar conduciendo a sus países a una condición que se supone perfecta, y que aproximadamente se refiere a los ejemplos de las democracias europeas y de Estados Unidos. Es el caso del lenguaje franco del mismo Diego Portales y que está contenido en la célebre carta que envió a su socio de negocios, José Manuel Cea, desde Lima en marzo de 1822, valga la precisión, mucho antes de que el empresario se convirtiera en un verdadero líder político:
A mí las cosas políticas no me interesan, pero como buen ciudadano puedo opinar con toda libertad y aún censurar los actos del Gobierno. La Democracia, que tanto pregonan los ilusos, es un absurdo en los países como los americanos, llenos de vicios y donde los ciudadanos carecen de toda virtud, como es necesario para establecer una verdadera República. La Monarquía no es tampoco el ideal americano: salimos de una terrible para volver a otra y ¿qué ganamos? La República es el sistema que hay que adoptar; ¿pero sabe cómo yo la entiendo para estos países? Un Gobierno fuerte, centralizador, cuyos hombres sean verdaderos modelos de virtud y patriotismo, y así enderezar a los ciudadanos por el camino del orden y de las virtudes. Cuando se hayan moralizado, venga el Gobierno completamente liberal, libre y lleno de ideales, donde tengan parte todos los ciudadanos. Esto es lo que yo pienso y todo hombre de mediano criterio pensará igual.185
En efecto, en las palabras de Portales se apela a una democracia postergada hacia el futuro, que debe ser vigilada para que no se vuelva lo contrario de sí misma. En esencia esta no es una actitud necesariamente antidemocrática, considerando que no han sido pocas las legislaciones de auténticos Estados de derecho que han contenido algunas limitaciones. Los mismos estados de excepción constitucional pueden contarse como una de esas restricciones. La dificultad e inestabilidad de la formación de los nuevos Estados poscoloniales en los siglos XIX y XX, de aquellos que emergieron del cambio de una legitimidad tradicional a otra moderna durante el siglo XX, o de aquellos que surgieron después del derrumbe de la Unión Soviética o de Yugoslavia en los 1990, ha demostrado hasta el cansancio lo pedregoso del camino de la democracia. Se trata de un ejemplo de cómo el argumento de la crianza de ella —los ejemplos precedentes ratifican que el caso se da para un arco bastante amplio y divergente de estructuras sociales—, perdura largo tiempo, cuando no es sempiterno.
O bien se produce la inversión orwelliana del lenguaje y los regímenes no liberales pasan a referirse a sí mismos como democracias superiores, extrayendo más directamente su legitimación de lo que se llama, en cómoda jerga generalizadora, el pueblo. Esta deformación, muchas veces encubierta, proviene del lenguaje de los diversos populismos de los siglos XX y XXI o, ya desembozadamente, de la transmutación de la palabra democracia en una entidad que ha hallado la perfección en un montaje característico de los totalitarismos del siglo XX.186 Al momento de escribir estas líneas, uno de los grandes dilemas universales es la dirección que tomarán en las próximas décadas grandes Estados, como Rusia y China, que básicamente corresponden a modelos autoritarios —un autoritarismo moderno—, aunque escasamente arriben (quizás, todavía) a lo que aquí se llama democracia postergada.
La postergación de la democracia es el contexto amplio en el que se coloca la experiencia portaliana o lo que se ha considerado como tal. No alcanzó a ser una dictadura (comisarial) mucho más allá de la vida de Portales, entre otras razones porque se estaba todavía bajo el influjo del antiguo régimen y, al revés que la Junta de 1973, no tenía detrás de sí una experiencia democrática de cierta madurez, si bien con tendencias suicidas. Dentro de este esquema sobresale, además, el acto fundacional mismo de Portales, el ministro todopoderoso que impulsó y organizó la estrategia general del país en los 1830; aún dentro de la antigua discusión entre el personaje y la fuerza profunda, es difícil imaginar este momento creativo sin un impulso como el que le infundió Portales. A la vez, se ha visto la supuesta indiferencia ante el poder formal por parte del Ministro por el hecho más que extraordinario —y en apariencia no una simple maniobra— de haber renunciado a sus responsabilidades ministeriales en 1831 (si bien el Ministerio de Guerra lo abandonó al año siguiente) y radicarse luego principalmente en Valparaíso, ciudad de la que asumió la Gobernación a fines de 1832, hasta su regreso al gabinete en 1835. La desafección del poder se interpreta como un eslabón que constituye una parte fundamental de su meta anhelada, el logro de la “impersonalidad”, aspecto este que ha sido lo más destacado por la fuerte apología del sistema que llega hasta nuestros días.187
A este rasgo, acentuadísimo en la obra de Alberto Edwards, se contrapone otra característica del “Estado portaliano”, resaltada por Mario Góngora en su Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX. El Gobierno se apoyaba en un sector social que, aunque no era carente de ideas, y con la salvedad del equipo bastante extraordinario que acompañó el desarrollo del orden impulsado por el Ministro en los años que seguirían, al obedecer en general con casi unanimidad a la autoridad del Ejecutivo, mostraba un instinto de conservación que constituyó la base real del régimen. Formaban esta clase los propietarios agrícolas y grupos encumbrados que confesaban una conciencia de minoría dirigente, algo que se daba especialmente en Santiago, una constante de la historia del país.188 Como se ha dicho, este sector dirigente, notorio desde los orígenes de la independencia, debe ser considerado para este caso como una clase política, término que nunca calza completamente ni con los actores con más recursos dentro de ella, ni con la llamada clase alta. Ciertamente hay una conciencia de unidad del mundo de los propietarios y antiguos “vecinos” —noción fundamental— surgidos del sistema de hacienda y de la relativa homogeneidad del valle central; esto es lo que recogió y acrecentó el sistema o estado portaliano.
Uno de los ingredientes principales de la acción política de Portales durante sus años como Ministro —que fue, en parte, sustancial al recuerdo póstumo de su obra— era la pedagogía disciplinaria. Me refiero al afán de asegurar el acatamiento de la población a las normas de convivencia política y social, y al funcionamiento del Estado en el horizonte en que aquellas se realizaban, obediencia sobre la cual podría elevarse una elite de la clase política a la que, una vez llegada la necesidad, le estaría permitido al Gobierno abandonar la ley, quizás “interpretándola” o recurriendo a los estados de excepción, y la separación teórica de los poderes y definir, a partir de esa falta de controles, qué se debía hacer con la soberanía. El propio Portales lo dijo, con su característico estilo procaz, en otra carta que envió desde Valparaíso a su hombre de confianza en los círculos santiaguinos, Antonio Garfias, en diciembre de 1834:
A propósito de una consulta que hice a don Mariano relativa al derecho que asegura la Constitución sobre prisión de individuos sin orden competente de juez, pero en los cuales pueden recaer fuertes motivos de que traman oposiciones violentas al gobierno, como ocurre en un caso que sigo con mucho interés y prudencia en este puerto, el bueno de don Mariano me ha contestado no una carta sino un informe, no un informe sino un tratado, sobre la ninguna facultad que puede tener el gobierno para detener sospechosos por sus movimientos políticos. Me ha hecho una historia tan larga, con tantas citas, que he quedado en la mayor confusión y, como si el papelote que me ha remitido fuera poco, me ha facilitado un libro sobre el habeas corpus. En resumen, de seguir el criterio del jurisperito Egaña, frente a la amenaza de un individuo para derribar la autoridad, el gobierno debe cruzarse de brazos, mientras como dice él, no sea sorprendido infraganti. Con los hombres de ley no puede uno entenderse; y así ¿para qué ¡carajo! sirven las constituciones y papeles, si son incapaces de poner remedio a un mal que se sabe existe, que se va a producir y que no puede conjurarse de antemano, tomando las medidas que pueden cortarlo? Pues es preciso que el delito sea infraganti.
En Chile la ley no sirve para otra cosa que no sea para producir la anarquía, la ausencia de sanciones, el libertinaje, el pleito eterno, el compadrazgo y la amistad.
Si yo, por ejemplo, apreso a un individuo que sé que está urdiendo una conspiración, violo la ley. ¡Maldita ley, entonces, si no deja al brazo del Gobierno proceder libremente en el momento oportuno! Para proceder, llegado el caso del delito infraganti, se agotan las pruebas y las contrapruebas, se reciben testigos, que muchas veces no saben lo que van a declarar, se complica la causa y el juez queda perplejo. Este respeto por el delincuente, o presunto delincuente, acabará con el país en poco tiempo. El gobierno parece dispuesto a perpetuar una orientación de esta especie, enseñando una consideración a la ley que me parece sencillamente indigna. Los jóvenes aprenden que el delincuente merece más consideración que el hombre probo; por eso los abogados que he conocido son cabezas dispuestas a la conmiseración en un grado que los hace ridículos. De mí sé decirle que con ley o sin ella, esa señora que llaman la Constitución, hay que violarla cuando las circunstancias son extremas. Y ¡qué importa que lo sea, cuando en un año la parvulita lo ha sido tantas veces por su perfecta inutilidad! Escribí a Tocornal sobre este mismo asunto, y dígale Ud., ahora lo que pienso. A Egaña que se vaya al carajo con sus citas y demostraciones legales. Que la ley la hace uno, procediendo con honradez y sin espíritu de favor. A los tontos les caerá bien la defensa del delincuente; a mí me parece mal el que se les pueda amparar en nombre de la Constitución, cuya majestad no es otra cosa que una burla ridícula de la monarquía de nuestros días. Hable con Tocornal, porque él ya está en autos de lo que pienso hacer. Pero a Egaña, dígale que sus filosofías no venían al caso. ¡Pobre diablo!”.189
En el mediano plazo, no sería esta deformación lo que iba a predominar al interior del sistema portaliano, aunque había algo del “garrote y zanahoria”. Sin embargo, calza demasiado bien con la dinámica de los países hispanoamericanos y de su clásica inestabilidad política. Comienzo de ella es la autointerpretación, por parte de los detentores del poder, de hallarse en un estado de excepción, en una historia que se repite y se repite.
Si bien Portales no aspiraba a lograr una inmunidad política para sí mismo, en la práctica el equipo liderado por el presidente Joaquín Prieto no podía prescindir del Ministro. No resulta sorprendente la existencia de la sombra tras el poder, aunque esta imagen le viene escasamente a un personaje de tanto relieve para sus contemporáneos. Sin embargo, a la postre, el manejo desde la segunda fila, que se da hasta 1835 cuando vuelve al gabinete, o terminaría por eclipsar la autoridad de Portales o lo obligaría a emerger a la primera fila. Hacia 1837 parecía que la segunda posibilidad iba a imponerse. El asesinato que truncó su trayectoria nos impide saber en qué medida iba Portales a asumir un protagonismo aún mayor, o si realmente tenía la intención y tenía la disposición de ánimo de dejar una maquinaria funcionando sin su presencia. El motín de Quillota y sus consecuencias probaron que no era el hombre indispensable de ahí en adelante —quizás se produjera todo lo contrario—, aunque nada indica que el estilo político que continuaría en las dos décadas siguientes fuera distinto a la intención central del Ministro. Tal vez su asesinato el 6 de junio de 1837 consolidó el programa de acción que él había inspirado; además, por tres lustros el sistema institucional que ayudó a levantar resistió los desafíos de rebelión que se produjeron.190
Una guerra internacional, seguida no con mucho entusiasmo por el país, ayudó a consolidar esta organización. A pesar de las dudas que existían, la empresa bélica hasta la batalla de Yungay el 20 de enero de 1839, y el establecimiento de una política internacional que terminaría por ser reconocida por las potencias de la época —nos referimos a los colosos europeos y, en menor medida, a Estados Unidos— constituyeron no solo un cemento para la supervivencia, sino que un combustible de prestigio interno. El derrocamiento de Andrés de Santa Cruz, el líder de la Confederación Perú-Boliviana, situaba la política de Chile en una urdimbre que no se podría describir exclusivamente como internacional. Es indiscutible que la carta escrita por Portales al almirante Manuel Blanco Encalada para nominarlo como jefe militar de la expedición contra la Confederación, y reflexionar sobre la amenaza que constituiría para Chile la unidad de Perú y Bolivia, y acerca de la necesidad de establecer la superioridad chilena en el Pacífico, perfilaba con claridad la posición del Gobierno en el concierto político continental:
La posición de Chile frente a la Confederación Perú-Boliviana es insostenible. No puede ser tolerada ni por el pueblo ni por el Gobierno, porque ello equivaldría a su suicidio. No podemos mirar sin inquietud y la mayor alarma la existencia de dos pueblos confederados, y que, a la larga, por la comunidad de origen, lengua, hábitos, religión, ideas, costumbres, formarán, como es natural, un solo núcleo. Unidos estos dos Estados, aun cuando no más sea que momentáneamente, serán siempre más que Chile en todo orden de cuestiones y circunstancias. En el supuesto que prevaleciera la Confederación a su actual organizador, y ella fuera dirigida por un hombre menos capaz que Santa Cruz, la existencia de Chile se vería comprometida (…) La Confederación debe desaparecer para siempre jamás del escenario de América. Por su extensión geográfica; por su mayor población blanca; por las riquezas conjuntas del Perú y Bolivia, apenas explotadas ahora; por el dominio que la nueva organización trataría de ejercer en el Pacífico, arrebatándonoslo; por el mayor número también de gente ilustrada de la raza blanca, muy vinculada a las familias de influjo de España que se encuentra en Lima; por la mayor inteligencia de sus hombres públicos, si bien de menos carácter que los chilenos; por todas estas razones, la Confederación ahogaría a Chile antes de muy poco. Cree el Gobierno, y este es un juicio también personal mío, que Chile sería o una dependencia de la Confederación como lo es hoy el Perú, o bien la repulsa a la obra ideada con tanta inteligencia por Santa Cruz debe de ser absoluta (…) (las) fuerzas navales deben operar antes que las militares, dando golpes decisivos. Debemos dominar para siempre en el Pacífico: esta debe ser su máxima ahora, y ojalá fuera la de Chile para siempre.191
Sin perjuicio de esta dimensión del conflicto, la intervención en lo que por lo demás no era otra cosa que una seguidilla de contiendas civiles, tocaba también al equilibrio en el poder y al ordenamiento interno de ambos gobiernos. Continuaba, desde este otro punto de vista, la desgarradora retahíla de sanguinarios combates entre los diversos dirigentes que habían surgido de la emancipación o de los que les habían sucedido. Por ello, la guerra contra la Confederación Perú-Boliviana fue a la vez una conflagración internacional y un combate entre fuerzas políticas antagónicas, “un algo” de guerra civil. De la primera fisonomía estuvo ausente una de las principales características de las guerras decimonónicas: las transferencias territoriales a favor del victorioso. Simultáneamente, sin embargo, cumplía con otra cara de los conflictos internacionales del siglo, como es el cultivo de una conciencia de país y “nacional” que envolvía no solo al cuerpo político, sino que a todos los grupos sociales. Por cierto, esta crianza de identidad es parte de una evolución cultural que anima al sistema internacional moderno. En todo caso, la Guerra contra la Confederación reportó apoyo popular al proceso político chileno una vez que se ratificó el triunfo militar.192
Siguiendo las ideas del escritor más influyente sobre el tema, Alberto Edwards, lo que habría resultado de toda la obra portaliana habría sido la constitución de un “Estado en forma”, expresión de ascendencia spengleriana.193 Considero este egregio apelativo demasiado ambicioso, teniendo en cuenta la fragilidad esencial de la democracia moderna y los mismos vaivenes de su evolución de Chile. No obstante esta reserva, es indispensable hacer hincapié en algunos elementos de esta visión que a nuestro juicio destacan por sí solos. En primer lugar, no parece del todo inexacto llamar a la evolución política ocurrida hasta la década de 1860 como una suerte de protodemocracia o, en todo caso, como república autoritaria, aunque en estado evolutivo. Había república en cuanto procedimientos, acatamiento a los mismos y la indispensable despersonalización; faltaban otros elementos de la democracia. Se desarrolló una relativa “impersonalización” del poder, perceptible por el hecho simple de haberse sucedido cuatro períodos presidenciales ininterrumpidos de diez años (los decenios de Prieto, Bulnes, Montt y Pérez), por cierto, con reelecciones muy poco competitivas, aunque teniendo al frente una creciente oposición legal. Hasta 1891, los gobiernos tuvieron una injerencia destacada y, desde el punto de vista de la democracia moderna, inadmisible en los resultados electorales, tanto sobre los de los presidentes como los del Parlamento. La fuerza del intervencionismo no quita que el procedimiento fuera causando cada vez más resistencia. La Guerra Civil de 1891 fue, en gran medida, fruto de esa malformación democrática precisamente porque tardaría en ser superada.
El desarrollo de los cuatro decenios entre 1831 y 1871 aportó a la formación republicana elementos imprescindibles, como la estabilidad y la previsibilidad del juego institucional, a la vez que propició una evolución marcada hacia una cultura política pluralista. Como en historia las cosas están envueltas en paradoja, una de las causas más importantes de la estabilidad fue que los varios intentos armados de insurrección, algunos resueltos después de sangrientas batallas campales y miles de muertes, fueron derrotados, aunque los hados pudieron ser distintos. Ejecuciones propiamente tal hubo pocas, menos de una docena en Curicó, pero sí en Lircay hubo varios centenares de muertos, lo que también se debe mencionar en estos casos. Los sucesivos gobiernos ganaron la puja. Después de 1859 no hubo una revuelta seria, sino hasta 1891. La paz con pluralismo político y una cierta mayor participación general se prolongarían durante casi treinta años; es difícil definir la calidad que estos elementos alcanzan, en este o en cualquier otro sistema.