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3. ¿POR QUÉ EL MODELO OCCIDENTAL?

Cómo definir democracia

A lo largo del libro se habla bastante acerca del “modelo occidental” como un concepto intercambiable con democracia. No se tratan exactamente de lo mismo, aunque conviven en estrecha relación. Quizás podría hablarse de “sociedad abierta”, según la terminología generalizada por Karl Popper, como lo más íntimo y definitorio de la travesía del modelo occidental.194 Más que un análisis de Occidente, al que también se alude, se quiere hablar de la democracia como una de las propiedades que le ha llegado a ser más característica y que también desde el XIX comenzó a extenderse como paradigma global. Por esto es necesario definir lo que en este libro se entiende por democracia.195

Se caracteriza porque, habiendo aproximadamente un grupo de definiciones teóricas o del lenguaje político de relativa convergencia, el concepto ha admitido también significados distintos y subentendidos que pueden chocar con cualquier unanimidad supuesta. Añade al problema el que se le extiende a otro tipo de campos cuando se habla de democracia económica o social, o a veces en la educación. Este último empleo no toca lo sustancial, aunque no es arbitrario; refleja una proximidad de procesos que se desarrollan en la sociedad humana y que han sido concomitantes con la democracia, al menos con aquella que es tomada como modelo. Su utilización práctica, sin embargo, entraña propuestas polémicas y muchas veces ha llevado a extender el nombre a sistemas completamente antitéticos con la democracia, y no pocos intelectuales asumieron esta última visión. Se trata en todo caso de un debate de la modernidad. Hay otra, no menos moderna por lo demás, que se refiere a si la versión de los últimos siglos —en la medida en que se trate de un mismo proceso de continuidad o desarrollo (o crecimiento)— proviene de los rasgos que asomaron en Grecia y Roma, o si se trata solo de una similitud formal para fenómenos históricos muy distintos, y sin que ambos ejemplos de la antigüedad pudiesen siquiera ser comparados como si tuvieran parentesco o analogía.196 Más adelante se retorna a esto.

Se debe emplear una definición que en primera instancia sea instrumental. Esto, en el sentido de que se explican los criterios que en su conjunto permiten calificar un sistema político como democrático, en lo esencial en su acepción moderna con raíces en la antigüedad. Se parte de la base de que la democracia es parte de ese fenómeno humano que llamamos lo político, un área de nuestro existir que constituye y distribuye formas de poder mediante actos e instituciones que llamamos políticos en el marco de un cuerpo social. Es allí donde se moverá la definición que aquí se establece. Sin embargo, la discusión sobre la democracia es inseparable del papel de la sociedad y de la relación de los grupos sociales entre sí. En este sentido, el bienestar relativo de estos últimos pasará a ocupar un papel protagónico en el proceso democrático y nunca dejará de serlo. Con todo, esto no puede abolir el carácter fundamentalmente político de la democracia como sistema.

Rasgos fenoménicos del proceso democrático

Existe un trasfondo al proceso democrático que no se deja traslucir si enumeramos solo instituciones, actores y prácticas. Es un ambiente que se desarrolla como parte de la evolución civilizatoria, y que casi se confunde con el mismo fenómeno al que denominamos historias o existencia histórica.

1.- A la democracia le corresponde un autogobierno, dentro de la idea de autonomía; es un cuerpo político el que se gobierna a sí mismo, no solo lo constituye un individuo o una cadena de mando, un aparato que solo responde a sí mismo, sin ningún tipo de asentimiento del cuerpo social; algún tipo de participación de este le es sustancial.197 En teoría, el cuerpo podría ser la humanidad entera, pero la existencia histórica articuló a los hombres en sociedades, la base del cuerpo político198. Una de las traducciones más comunes de esta idea es la de la “soberanía popular”. Se trata de una legitimidad que se construye “desde abajo” o, como preferiría decirlo, sobre un consentimiento deliberado y renovado con periodicidad.

2.- La democracia supone algún grado de participación igualitaria u homogénea en el proceso de autogobierno.199 A quienes se define como miembros de ese cuerpo poseen, en al menos una instancia, derecho efectivo de tipo igualitario en relación con todos los demás seres humanos comprendidos en el mismo. Esta participación puede ser una de tipo completo, vale decir, en todas las decisiones participan todos los miembros del cuerpo político cuando este último está compuesto por una muy pequeña comunidad, lo que solo puede darse a un nivel de familia o quizás, aunque muy difícil, a un nivel de un clan u organización intermedia. Es discutible que esto pueda constituir un cuerpo político, salvo en un sentido metafórico. La democracia ateniense, la única de Grecia que en verdad tuvo ese rango de manera destacada, aunque en el estilo bastante diferente a la moderna, no duró mucho. Además, la democracia supone un grado de abstracción en las relaciones humanas. Me explico. En un entorno familiar —la familia misma, un clan, una aldea— es difícil que aun con total participación pueda existir una democracia que suponga deliberación; esta es exigida cuando en una comunidad existencial en “sociedad” se yergue una distancia entre seres que se saben pertenecientes a un sistema, un colectivo si se quiere, pero no se conocen y la necesidad de comunicación —y la sospecha— los hace demandar un tipo de igualdad o derechos en decisiones que los afecten. Quizás no se trata de una condición para juzgar si está o no dentro del campo que se puede llamar “democrático”, pero sí que el surgimiento de la democracia tiene que ver con la percepción de esta realidad, sobre todo a partir de la experiencia romana, en la medida en que se la considera como tal. Es también el momento del surgir de la masa, con talante más o menos consciente, como fenómeno. No es lo mejor de la democracia; sí su compañera inseparable.

3.- La democracia exige la capacidad de renovar, revisar o anular las decisiones ya alcanzadas; y que esa capacidad sea formalizada en principios escritos y en una práctica que se repita con regularidad, en principio sin límite de tiempo. La permanencia y continuidad es un supuesto tácito del sistema. La democracia no consiste en un sistema cerrado, regulado de una vez para siempre. Se está revisando constantemente a sí mismo, entregando plasticidad e incertidumbre, esperanza e inseguridad, mejoramiento e inestabilidad. Escoge ser peligrosa y, sin embargo, donde arraiga crea sociedades más dinámicas comparadas con las no democráticas (estas no constituyen una categoría única), aunque ello no sea garantía de supervivencia. Lo que no puede hacer la democracia es elegir no seguir siendo sí misma y mantenerse como democracia; es un absurdo de la misma una elección libre que tenga la cualidad de ser la última como tal.200 Tema crucial y siempre debatido cuando se arriba a los casos concretos. Los críticos radicales de la democracia, o de quienes más contemporáneamente defienden una “democracia radical”, o contesting democracy, aluden a esta consideración como un límite antidemocrático de la misma.201 Es uno de los corazones del debate democrático. Quizás también se podría definir a la democracia con una expresión chilena, como la institucionalización del “derecho a pataleo”. Esta transformación de lo que podría ser un reflejo condicionado a una manifestación legítima y legal, sí que es una de las manifestaciones de lo moderno.

4.- Como la toma constante de decisiones por la totalidad el cuerpo político es imposible o impracticable, el derecho a tomar decisiones es delegado en representantes. De ahí lo de democracia representativa.202 Los representantes están sometidos a las mismas reglas de renovación y de acceso igualitarios definidos según la formalización escrita, una Constitución casi siempre. Por cierto, lo que es la totalidad de los que tienen derecho a elegir se ha sido definiendo de manera distinta en cada época, en general con la tendencia a la ampliación; y, por lo mismo, crece la contracorriente, la sensación del ciudadano de a pie de que no está representado. Esta representación en alguna fase de su toma de decisión debe hacer pública su deliberación, de modo de exponer un flanco esencial al debate público; de allí lo de democracia deliberativa, atributo que le es también esencial.

5.- La democracia no extiende obligatoriamente su principio a otros campos de la actividad humana, aunque las diversas esferas se influencian entre sí. La democracia es un fenómeno fundamentalmente político, entendiendo que ninguna esfera de lo humano (lo político, lo social, lo económico, lo cultural, lo espiritual) constituye un compartimiento estanco. Los seres humanos en sociedad lo viven en su totalidad a lo largo de su existencia cotidiana. Los procesos económicos y sociales solo expresan la democratización de manera metafórica, lo que en general quiere decir que son modernos, productos de la modernidad. Sin embargo, cuando se habla de una democracia “consolidada” (concepto siempre relativo) o, mejor aún, democracia “modelo”, es porque esos procesos se han desarrollado de manera contigua a la evolución política. La relación entre democracia, por una parte, y economía y sociedad, por la otra, no es de causalidad, sino de contigüidad. Cuando no se da esta relación, la democracia se vuelve precaria por bien que funcione en lo puramente político. Con todo, no es la democracia en sí misma la que necesariamente produce el llamado desarrollo económico y social.203

Esta consideración es de extrema importancia para el caso de la historia de Chile. Por ahora, lo formulo señalando que la democracia es un fenómeno político y será vital en la medida en que se entienda de esta manera. Reitero: ella carecerá de vitalidad y muchas veces de legitimidad si no está acompañada por lo que en un tiempo la sociología política denominaba la modernización social y económica. Me parece que en el fondo de los hechos esto sigue y seguirá siendo igualmente válido en un futuro predecible. Aunque en lo esencial se trata de un fenómeno únicamente político, sucede que la razón deliberativa, un rasgo de la democracia, pone bajo su lupa al orden social en toda su configuración: en su economía, en sus grupos y clases sociales, en la cultura y en los usos y tratos.

En este sentido, como lo insiste mucho Tocqueville y se señala aquí, existen costumbres democráticas diferentes a las que, por ejemplo, existen en el trato mutuo en una sociedad aristocrática. Surge la imitación, una afinidad democrática entre diversos órdenes de la existencia; lo que no significa que toda la existencia deba responder a un ordenamiento democrático, que sería con alta probabilidad un pasaporte para el conformismo y la crisis. Los debates políticos en la modernidad no demoraron mucho en transitar desde los derechos políticos a propugnar o a negar —que, para el caso, es lo mismo— la necesidad de reformular los vínculos económicos y sociales entre los seres humanos. Al ponerlo como un rasgo esencial de la democracia, pareciera que ello debiera ser un elemento definitorio de la misma, lo que, examinado más de cerca, parece ser un error.

A esta contigüidad le acompaña otra, aquella del acceso relativamente igualitario a la justicia por parte de todos; y no solamente se refiere al acceso al sistema judicial, sino frente a la criminalidad corriente, organizada o dispersa que la persona puede encontrar en las calles o en su propia vivienda. Por ejemplo, aunque en un país, como hay varios, aunque funcionase relativamente el aspecto de distribución de poder, de prácticas electorales, de pluralismo y de libertad de información y opinión, si existe una alta cuota de asesinatos —una cifra mensurable, por eso se la menciona— su calidad de democracia queda al menos en entredicho. En un caso extremo, no tan raro, se trata de esos países o lugares donde para el individuo es más seguro entenderse a plegarse al sistema de la mafia y criminalidad que acudir a la policía o a los tribunales de justicia. Es la naranja mecánica, sobre lo que se volverá más adelante en el libro.

6.- A la democracia le es completamente sustancial un grado alto de transparencia en la información y de posibilidad de deliberación pública más o menos espontánea, aunque urgida por las circunstancias.204 Un fundamento de la misma es que exista previamente el dinamismo provisto por la opinión pública, el espacio público; o donde actores individuales o colectivos de la sociedad civil se manifiestan ante el resto y ante el Estado, se instalan en un escenario donde ambos constituyen audiencias. La democracia solo ha existido históricamente cuando asoma la distinción entre el cuerpo político y la experiencia social; dicho en palabras modernas, cuando los seres humanos actúan como si ya supieran o saben que existe la distinción entre Estado y sociedad, aunque no emplearan estas palabras, pero en general entienden su significado, aunque adaptándolo a sus propias expectativas.205 Es el territorio donde se mueve la opinión pública.

7.- La democracia coexiste con otras formas tradicionales y quizás no racionales de legitimidad, pero convive en una tensión inacabada; esas formas no racionales de legitimidad tienen que atravesar el cedazo de la deliberación o convivir basados en una tolerancia que no dañe lo fundamental del autogobierno; tienden a vivificar la cultura y espiritualidad humanas, alimentan el lenguaje de la política, una de cuyas formulaciones son las ideologías.

8.- A la democracia le es inherente una competencia por la distribución de poder que, más que la participación igualitaria, es lo que le entrega dinamismo y posibilidad de supervivencia; existe un elemento dramático que, si sucumbe a la rutina, debilita a veces con fatalidad a todo el sistema. No por nada la democracia emerge cuando se debilita la legitimidad trascendental —o tradicional— de los sistemas políticos y surge la legitimidad relativa —o racional— de esta esfera; es la característica de la modernidad que en principio o en germen radica en toda sociedad humana.

9.- La democracia opera según el principio de que su resultado dependerá de un balance adecuado entre los intereses de la comunidad como cuerpo completo, y la libertad entendida como la de los individuos, de todos los que caben en esta categoría.206 Su novedad en la historia es que precisamente su objetivo declarado es el resguardo de la persona individual. En lo retórico, se expresa en que “pone en su centro a la persona, al hombre”, y a veces en los “derechos humanos”. El esfuerzo por definir y vivificar el Estado de derecho tiene mucho que ver con esto. Tácito —en el mejor de los casos—, el polo de la definición de los deberes es como otro cimiento de la definición de una sociedad animada con vida espontánea. Ese punto de fuga cae de inmediato bajo el fuego cruzado cuando se dice que la libertad del individuo viene a ser solo la de una minoría privilegiada. Los que llegan a ese grupo de ser conscientes de representar a la “persona” son más que una minoría, pero el argumento de fondo —la conciliación entre el bien común y la autonomía personal— deviene central al debate democrático.

10.- La democracia es un proceso inacabado no tanto porque queden espacios de vivencia sin ser tocados por ella. Lo que sucede es que los seres humanos en su existencia histórica van modificando sus ideas acerca de lo que debe ser comprendido dentro de la democracia, amén de la fragilidad de las instituciones humanas. La democracia estará siempre insatisfecha de sí misma, lo que es parte de su ser mismo y quizás decide a lo que obliga en deliberación repetida una y otra vez.207

11.- Tanto por naturaleza como por los procesos, la libertad es un rasgo inseparable de la democracia y tiene expresión tanto dentro del cuerpo social como una sola realidad, como en los individuos.208 La definición misma de libertad tiene las acepciones positiva y negativa, cuya formalización más célebre es la Isaiah Berlin, según la cual la libertad positiva es la capacidad de desplegar la iniciativa sin coacción mayor y la negativa, para él la más decisiva, es la capacidad de impedir coacciones externas.209 La libertad no es simplemente un hacer voluntarioso, caprichoso o desenraizado, sino que se levanta en un contexto previo. No se debe olvidar también una acepción existencial que la identifica como ligada no solo a la experiencia democrática, sino a la de cualquier sistema político, la libertad como la posibilidad y la disposición a poder decir que no aun contra una marea que parezca constituir el grito mayoritario del momento, ya que precisamente “no es el hombre mero reflejo de las cosas externas (…) espacio infinito, pero interior”.210 Esto muestra una raíz de la libertad que sigue siendo igualmente válida en la democracia, referida a que ni en el régimen más democrático que pueda concebirse la libertad está garantizada si no va unida al valor y al riesgo de actualizarla, al menos por parte de una “minoría creadora”, al modo en que la entendía Arnold Toynbee.

12.- La democracia está muchas veces asociada a la crisis porque es el sistema de la crisis, que la pone delante de los ojos e incluso a veces es casi la única que le puede otorgar vida y también la puede destruir.211 Este, por supuesto, es un rasgo que se conoce a través de la historia y no podría ser puesto como condición de democracia; es casi un conocimiento melancólico acerca de los límites de la democracia. Parte de su legitimidad es incitar a poner el dedo en la llaga, acción que debe efectuarse en gran medida delante de un público; puede ser la única garantía de que también se efectúe de forma privada por cada persona, cada miembro de la sociedad. Como en tantos fenómenos, en un momento de la historia —me parece, en Grecia— el hombre pone a la política y a la sociedad delante de sí mismo, contemplándolas y evaluándolas, en una especie de autoconciencia —desdoblamiento y despliegue—, momento en donde deberá dirimir acerca de su ser y deber ser. No escapará jamás a la realidad de crisis que se dio a luz con ese acometido.212

13.- Ahora se van a enumerar los rasgos formales de la democracia. Se trata de las instituciones, actores y usos legales y consuetudinarios que definen con un grado de concreción aquello que se llama democracia. La idea de la soberanía popular institucionalizada está en la base y se desprende como concretización de las reflexiones fenoménicas ya identificadas, y que quizás se puedan resumir como aquella de la distinción entre Estado y sociedad civil, aparte de la soberanía popular en cuanto autogobierno. Aquí me referiré a los rasgos más concretos, instituciones, actores y modos de coexistencia que en algún grado u otro deben coexistir en un sistema democrático para ser calificado de tal.

14.- La primera de todas es aquella de la división de poderes iniciada en la teoría por Bodino y Montesquieu.213 Muchas veces se le ha dado por superada por perspectivas críticas de la democracia o directamente antidemocráticas. La autonomía recíproca o independencia, si se quiere, de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial constituye y constituirá una base inamovible para la existencia de la democracia. Existen vinculaciones entre ellos porque su desempeño se mueve dentro de un mismo orden social, una misma unidad política. De todas maneras, los países donde existe esta división se distinguen perfectamente de aquellos donde no existe. Ningún observador se engaña a sí mismo, salvo que quiera ser engañado, atendiendo que haya algunas situaciones de democracias incompletas y, como se dice más adelante, en términos históricos ha habido un proceso, un movimiento de la misma sociedad en búsqueda de la democracia. Existirán siempre algunos países semidemocráticos y otros a los cuales solo les calza el calificativo de dictadura, despotismo, Estado patrimonial, o sociedad de señores de la guerra.

15.- La democracia se desarrolla a través de una práctica que es inseparable, y que en lo cotidiano es casi idéntica a las prácticas electorales competitivas articuladas según un sistema legal que en principio propenda a dar igualdad de oportunidades políticas, como parte de su carácter representativo. La regulación de los actores políticos, en especial de la existencia de los partidos políticos, ha sido un corazón de la política moderna, y un punto de referencia contencioso por la tendencia casi inexorable de que la clase política tienda a caer en el descrédito. Lo mismo se puede decir de la existencia de medios de comunicación de masas autónomos: la mentada libertad de prensa, hoy día referida muchas veces como libertad de los medios.214 Esto incluye hasta cierto punto la libertad para difamar, ya que donde está el bien también prospera el mal, puesto que ambos no pueden separarse fácilmente; además está lo de la búsqueda de la verdad de las cosas a través de la deliberación que salió de los recintos teóricos y pasó al debate público. Por cierto, todo esto supone ese elemento fenoménico de la opinión pública.215 La deliberación y el sopesar los conflictos de valores de manera abierta, comprobable, le pertenece de suyo; la ética de la responsabilidad debe ser sobresaliente, aunque parte de la libertad podría ser elegir —casi tentación de suicidio— a la ética de la convicción como horizonte.216

16.- Lo dicho hasta ahora no cubre todas las condiciones de la democracia y jamás todas ellas se encuentran presentes con la misma fuerza en cada sistema democrático. Existe una condición que casi siempre es la primera en debilitarse, el interés por participar en la política; o llámesele pasión, vocación, gusto, interés profesional, impulso por defender o promover un interés especial con un toque de generalidad. El decaimiento de este interés, que se refleja en el desplome recurrente del prestigio de la clase política, o “los políticos”, que es casi lo mismo, es la traducción de este fenómeno; la intelligentzia en torno a la política muestra un cuadro opaco. Se la conoce también como “malestar con la política” o decadencia de la política. Es una amenaza genética e inextinguible a la democracia.

17.- Y algo más que es difícil de clasificar, que además no puede desarrollar —ni menos inventar— un sistema político a partir de sí mismo, pero que a la democracia casi siempre le acompaña y es casi indispensable, es el “espíritu liberal” y las “costumbres democráticas”, estas últimas tan destacadas por Tocqueville. El primero es un talante que lleva al autoexamen, a la tolerancia —junto con la personalidad para sostener con persuasión y persistencia opiniones razonadas, fundadas— y al don de la conversación en un sentido de ideal social.217 Se le entiende como con-versación, el principio de versación mutua llevado a los grandes temas políticos, que son los públicos pero que también competen en cierto grado a la vida privada, en su rostro de lo cotidiano, llegado el caso, a la disposición de aprender de corrientes distintas o rivales. Las costumbres democráticas se refieren en lo fundamental al trato más igualitario entre los ciudadanos —o más, entre los habitantes— de un cuerpo político, dicho primero para destacarlo de las herencias del antiguo régimen; y después en relación con una relativa igualdad social en el trato. Su némesis no son los remanentes de ese antiguo régimen, sino que la vulgarización de la sociedad de masas, que también acompaña a la democracia. Como se sostiene aquí, pertenece más bien a lo contiguo a la democracia, pero que en términos políticos le es indispensable. El interés más o menos espontáneo por la política y el surgimiento de una minoría creadora en lo político, lo que muchas veces llamamos clase política, pasan a ser factores igualmente insustituibles para el despliegue de la democracia y para que esa clase tenga algún tipo de legitimidad y estima en la opinión pública, en los electores potenciales.218

Raíz histórica y naturaleza de sociedad humana

En germen, lo político existe en la sociedad arcaica, aunque la inmediatez de las relaciones y el conocimiento entre todos sus miembros, o que tendencialmente sea así, le sustrae un marco de abstracción en las relaciones de poder que le es propio. Por eso, la existencia de la esfera política ha tenido que ver con la sociedad compleja, vale decir, aquella caracterizada por fenómenos como la distinción campo-ciudad, la escritura, el instrumentario y el Estado, entre otros; es decir, aquello que llamamos civilización. Al Estado casi siempre le es propio el monopolio de las armas o violencia legítima, aunque habría que decir, para que esta definición sea transhistórica, es decir, que valga para diferentes épocas y lugares, que se debe poner un matiz de que en caso necesario el Estado posee en potencia la posibilidad de imponerse por las armas. Esto, porque hay que tener en cuenta que en muchas experiencias históricas la posesión de las armas por parte del cuerpo social hasta cierto grado es un hecho básico. Nos referimos a la posesión legítima de las armas por los habitantes de un cuerpo político y no aquella de la delincuencia que también puede marcar a algunas democracias. Por lo demás, la extensión de la capacidad de adquirir armas de manera legal y quizás legítima ha llegado a ser un problema en la democracia moderna.

Todo cuerpo político en el marco de un Estado —o “soberanía política”— posee un sistema de distribución y de renovación de poder. Los detentores de la autoridad no actúan por sí solos ni su capacidad de dictar órdenes, de poseer autoridad en el sentido de que se cumpla una instrucción como algo natural, está asegurada por la sola personalidad.219 La organización y el lenguaje ocupan un papel relevante tanto como equipos de trabajo o como burocracia que asume la conservación de la rutina. Desde luego, hay un cuerpo provisto de armas organizado de forma jerárquica. Esto funciona incluso en un sistema como el feudal, donde la idea de un Estado tiene carácter altamente metafórico, aunque no es del todo falsa, por lo demás raíz del Estado moderno. Existe un sistema de autoridad que facilita el cumplimiento de las disposiciones de los detentores del poder. Tampoco hay sociedad humana en donde no exista otro cemento, expreso o tácito, aunque es raro en realidad que no asome en algún tipo de lenguaje, y que es el de la legitimidad, aunque al observador le aparezca extraña o aun a veces repugnante. Las sociedades delincuenciales también lo tienen. Asimismo, la legitimidad desarrolla su propio lenguaje, que adquiere fuerza propia y puede saltar de una experiencia social a otra.

Las experiencias históricas que caben en esta descripción son múltiples; son casi todas del advenimiento del mundo moderno. La asunción y distribución de poder es un proceso que solo se concibe desde lo alto, aunque es raro que el parecer de equipos y subordinados no haya nunca pesado; siempre tuvo alguna participación constante, salvo en momentos de emergencia que al prolongarse pueden cortar un lazo vital entre la cabeza y el cuerpo. Además, en toda corte que acompaña a la monarquía (v. gr.) como la absoluta, o mucho más en torno al círculo de un déspota, existen los “partidos de corte”.

Lo que sucedió con el cambio quizás trascendental que se produce al nacer la democracia, no fue en la comunicación y alimentación entre la masa del cuerpo y la cabeza, sino que el cómo organizar la distribución de poder pasó, en una medida cualitativamente nueva, a depender de la base misma de ese cuerpo, por estrecha que haya sido definida en su momento inicial. Esa forma de definición conlleva un cambio radical de legitimidad que solo los muy modernos —vale decir, los que hemos conocido acerca de la experiencia de poco más de dos siglos— podemos aquilatar en toda su dimensión. Comenzaba a deteriorarse la idea de una legitimación trascendental. Ello estaba quizás vinculado de manera íntima a que el don deliberativo del hombre enfocaba al poder político y, más adelante, a la sociedad como un objeto de su pregunta o inquisición, o de su voluntad. La constitución de una entidad humana, de un tipo humano con autonomía flotante, una clase discutidora pero que quiere tomar las cosas en sus manos, esto es, una clase política de nuevo cuño, es un elemento consustancial a toda democracia; su surgimiento a veces súbito, otras de largo larvado, pasa a ser otro supuesto del funcionamiento de la democracia.

La experiencia democrática solo tiene continuidad en el marco del mundo moderno, la de los pueblos anglosajones y la que ocurre alrededor de la Ilustración continental, por cierto, en especial en Francia a fines del XVIII. Esto no quiere decir que no hubo experiencias históricas anteriores según se ha dicho, a veces balbuceos, pero también grandes creaciones, aunque limitadas en el tiempo. En lo básico, se trata de la polis griega, la república romana y —muy limitado— las ciudades renacentistas.

Democracia antigua y experiencia moderna

Se podrá discutir el carácter democrático en el sentido moderno del término de estas tres estructuras políticas. Sin embargo, las tres tienen que ver con una forma de organización del cuerpo político que pasa por algún grado de deliberación y de legitimidad relativa. Esto último es muy limitado en las ciudades renacentistas, donde a lo sumo se puede decir que eran similares a una república, medidas según el parámetro de la dicotomía monarquía/república, y tenían un fuerte sabor aristocrático y/u oligárquico. En Grecia y Roma hay un impulso político que se puede decir que se origina en la sociedad y culmina en las formas de gobierno. Este es un tránsito decisivo en la historia de lo político. No es por casualidad que la teoría política democrática, o que enfoca la democracia como un tema central —aunque sea a veces desesperando sobre ella—, ha tratado de reconocer una continuidad desde Aristóteles, aunque también de tanto en tanto se pone en tela de juicio la continuidad misma. Se puede señalar que la democracia existe como problema con relativa persistencia, si definimos a Occidente en un sentido amplio, cuando se le añade la experiencia griega, la romana y quizás la judío-cristiana en su fase inicial. Si definimos a Occidente en un sentido más limitado como la experiencia europea desde fines del primer milenio después de Cristo, hasta el desarrollo de la modernidad en estos últimos siglos, la democracia está vinculada desde su nacimiento al desarrollo de un tipo de sociedad que tiene un rasgo, que podríamos llamar la singularidad occidental.

Las experiencias del mundo helénico —es decir, la de Grecia y Roma— constituyen un salto descomunal en la historia de la humanidad en términos de raíz de la democracia. La conciencia moderna sobre esta no sería posible sin esa apertura a la sociedad abierta, que en Grecia fue el tránsito desde una política clausurada en torno a una institución que se basta a sí misma, hacia la apertura a que la sociedad constituya una forma de elección, selección, discusión, en sus instituciones, en la huella en el surgimiento de la primera teoría política formal, coetánea con la “creación” del pensamiento. Sobre todo, sucedió un desacoplamiento, un des-encadenamiento de eslabones, una apertura que puso la responsabilidad en la libre elección y, a la vez, un peso sobre lo humano del cual muchas veces se quisiera escapar. Sobre todo, en Grecia, tanto en el pensamiento como en la cultura, el desatar colocó al hombre como parte autoconsciente de la sociedad como una obra abierta y con sus límites.220 Mientras en Grecia la experiencia de la democracia fue breve, en Roma las instituciones republicanas persistieron por siglos, desde luego con estremecimientos y con su crisis final. Las normas institucionales y el manejo del conflicto entre grupos con cambios regulares de funciones permitieron el aprendizaje republicano y con no pocos elementos de la discusión democrática y un asomo de opinión pública. Con todo, es en Grecia donde propiamente despuntó la experiencia democrática y ese encontrarse del hombre frente a sí mismo en su potencia, acompañado de otros, de esa pluralidad de ser en que consiste la relación social y nuestro mundo; y en relativa soledad. En Homero, en los trágicos, en la teoría y filosofía política y en la esclarecedora escritura de Tucídides reside un conocimiento de sí misma de la humanidad que da cuenta de origen y fin.

Se discute entre los especialistas si la democracia antigua es antecesora de la moderna y la respuesta es más bien negativa, sobre todo porque se destaca el significado diferente. En Atenas se trataba de participación, de toma de decisión, pero no de algún equilibro de poder y menos de representación, y en Roma res publica era la referencia a un ámbito y no a instituciones. Con todo, me parece que estos juicios miran con celo su campo y allí le asiste la razón. Sin embargo, si lo enfocamos de otra manera, se ve diferente. Los sistemas políticos de las ciudades-estado de la Hélade resistieron poco el paso del tiempo en lo que tenían de democrático; más duradero fue el caso de Roma, lo que llamó la atención ya en la antigüedad. Con todo, aquí reside mi primer argumento, es que, en relación con los sistemas políticos ajenos a este orbe, y ello hasta el siglo XVIII d. C., estos dos sistemas de la civilización helénica se parecen más entre sí y también a las democracias modernas —o los procesos democráticos modernos— que estas y los helénicos a los otros sistemas. Es aquí donde aparece la primera pista del profundo parentesco. La segunda es la particular vinculación entre la antigüedad judío-cristiana y lo que se llama Occidente, una cierta continuidad, identidad cultural, fuente de aprendizaje del segundo bebiendo conscientemente en las fuentes de la primera, una peculiar relación en la historia humana. El mundo cultural de Occidente estaba consciente de la existencia y del atractivo —y del problema— de las instituciones antiguas.

La sociedad de autonomías relativas

Aunque existe una extraña continuidad discontinua con la experiencia de la antigüedad, hay que establecer primero que el carácter del desarrollo del proceso democrático moderno surge de una experiencia originada en la historia de Occidente, o aquello que habría que denominar quizás el modelo occidental. Ello no hace de la democracia un simple producto de Occidente —en un sentido amplio, aunque la fuente europea sea insoslayable— que sería intransferible a otras experiencias.221 En este libro se parte de la base de que lo que se llama un artefacto cultural —y esto es en lo que consiste un modelo político— y siempre queda una posibilidad humana que va a provocar la tensión, la curiosidad, la imitación, la mímesis y finalmente la apropiación por otra sociedad, por ajena que le haya sido. Es así, si se cree, como sostengo, en la universalidad y fundamental analogía de la sociedad humana en sus múltiples manifestaciones, en la sociedad arcaica o en las civilizaciones. Se trata de una posibilidad y no de un camino seguro. Hablamos de un tipo de creación humana que tiene que ver con la manifestación de valores, más allá de la técnica y las técnicas. Es donde la cultura y la civilización se funden y, por lo mismo, la reacción de los seres humanos frente a ellos es tanto de identificación como de extrañeza. No se trata tanto de aprendizaje como de una técnica, sino de la incorporación de una fórmula de modelar valores —en el sentido de valoraciones— en torno a experiencias concretas de relaciones, plasmadas en instituciones y fórmulas. En suma, como en tantas instituciones y sistemas hay una universalidad inherente a la cual, sin embargo, no le es fácil traducirse en una expansión concreta a lo largo del mundo.

El primer rasgo que llamó la atención a quienes creyeron detectar un carácter especial o singular de Occidente fue el pluralismo de soberanías combinado con una pluralidad de actores al interior de ellas. La sociedad feudal convivía con la institución monárquica, aunque esta última debilitada. Este poder político disperso —solo en relación con el Estado, que surge después— coexistía con el llamado poder espiritual, más bien las instituciones relacionadas con la Iglesia.222 Eran dos instancias distintas definidas con bastante claridad; al mismo tiempo, estaban vinculadas por la idea vital de una creencia, una fe. Esto se resume muchas veces como la dualidad Papado-Imperio, las dos espadas de Cristo. Aquí hay una diferencia con el cristianismo oriental, en donde la religión institucionalizada quedó subordinada al poder político; al mismo tiempo, tendencialmente solo en los Estados pontificios podría haber habido algo así como una teocracia. En el cristianismo occidental hubo en algunas partes una orientación hacia el césaro-papismo; fue más una diferencia de grado que una realidad.

Un papel no menor estuvo dado por la secularización en la cultura.223 En parte, es un movimiento espontáneo, gravitacional desde la unidad original metafísico-religiosa como expresión cultural de valores e ideas, lo que preside a todas las altas culturas. También, como señalaba Max Weber, las grandes religiones crean un aparato racional para explicarse a sí mismas, pero este adquiere fuerza propia y autonomía, cuyo momento inaugural puede considerarse el instante en que surgió la idea de que lo verdadero en teología puede no serlo en filosofía, y a la inversa. Fue una especie de efeméride que simboliza el paso de una referencia trascendental a otra intramundana. Si a ella se le añade algo quizá único en la historia de la cultura, la recepción consciente y pletórica de entusiasmo de la herencia clásica incluyendo al pensamiento político —adopción adelantada por algunos Padres de la Iglesia con respecto a la herencia de la antigüedad—, encontramos un arsenal de ideas muy rico para colocar al orden social como un fenómeno a pensarse. Incluso una auténtica revolución religiosa, como lo fueron la Reforma y Contrarreforma, suerte de retorno consciente a la fuente como reacción hacia la mundialización de lo religioso y quizás hostil a la secularización, no escondía lo que hoy podemos calificar también como un fundamentalismo cristiano frente a la amenaza de trivialización de la fe. Como todo retorno consciente, supone un diálogo con un mundo no religioso que no era necesariamente antirreligioso. De hecho, el mismo combate por la tolerancia religiosa en cuanto resultado de las sanguinarias guerras de religión se tradujo rápidamente, de un siglo a otro, en el principio de la razón de Estado y luego en aquel de la tolerancia. Esto, sin embargo, no era suficiente si no se insertaba en el otro ambiente que era el de la sociedad de las autonomías relativas.

A este trío del mundo de la religión institucionalizada, el poder político limitado pero real de reyes y príncipes, y aquella vasta área del mundo feudal —una vasta red de fidelidades/dependencias en pequeñas soberanías— se añade un cuarto elemento de esta pluralidad original, que fue el desarrollo del mundo burgués en las ciudades más allá de una clase social, aunque este haya sido su punto de partida.224 No era la meta, pero sí un vehículo de comunicación y flexibilidad que en el transcurso de los siglos fue empapando el carácter general de la sociedad hasta, creemos, fundirse con ella en la modernidad. Por sí solo, este factor no hubiera creado la peculiaridad, ya que sociedades comerciantes cuya importancia es difícil de exagerar han existido, sin embargo, a lo largo de la historia. Es la coexistencia con todas estas otras áreas de poder y de existencia lo que creó el pluralismo de esferas.

Las autonomías relativas crearon una sociedad pluralista como un fondo de sus estructuras. Son relativas porque no crean límites infranqueables, sino que conviven íntimamente con el todo de la sociedad respectiva. No se trataba de una sola sociedad y aquí radica el otro pluralismo, aquel de las soberanías. Se trataba de varias sociedades, de varias soberanías políticas de antes del desarrollo del Estado moderno. Con el advenimiento de este, aquello quedó consagrado. No se trata solamente de la creación del sistema internacional de Estados europeos, que de por sí entregó un espacio de seguridad y, más adelante, de hegemonía. Más que eso, y en algún parecido con el mundo de las ciudades-estado griegas, crea un sistema vital múltiple, de ágil dinámica, de competencia de ideas y sentimientos, en el cual el cristianismo es un elemento común pero que ya no define ni toda la cultura, ni en el curso de los siglos de la modernidad va a definir las creencias existenciales en su totalidad. De esta manera, a la sociedad pluralista en su estructura se le agregó una pluralidad de soberanías que se reforzaron mutuamente, todo ello dentro de una civilización común, altamente comunicada al interior de sí misma.

La historia aquí referida está acompañada por la raíz del constitucionalismo y de la representación. El mundo feudal, devenido en un lugar común como arbitrariedad jerárquica, era todo lo contrario de ello ya que fijaba una serie de relaciones mutuas de derechos y deberes que, allí donde realmente poseía una representación, era muy diferente a aquellos lugares en donde dominaba la servidumbre; a veces, también los sistemas se combinaban. La tradición constitucional, una suerte de formalización de reglas del juego, era un destello de punto de referencia, pero también de surgimiento de puntos de vista acerca de su significado.

No operaban en el vacío, sino que al interior de un desenvolvimiento que tiene que ver con el llamado “milagro europeo”, que es la manifestación de una creatividad que tiende a romper con límites anteriores con todos los riesgos que ello conlleva.225 Se trata de la distinción entre Estado y sociedad civil como dos almas de un mismo cuerpo que conviven en tensa e intensa relación, en medio de un despliegue material y en extensión global a lo largo de la tierra. Fue un punto de partida de la idea de la vida privada y su autonomía, como parte integrante de la libertad al interior de un orden político. También gozaba de una compañía que hasta fines del siglo XVIII no se puede probar fehacientemente que le era indispensable y, sin embargo, se puede sospechar que ejercía una influencia indirecta. Se trataba de la apertura hacia una visión racional y al despliegue de la ciencia cada vez más provista de prestigio inatacable en una carrera vertiginosa que, a pesar de tantas prevenciones y abismos, no cesa hasta el XXI.

Y otro proceso, al que muchas veces se le ha bautizado de capitalismo, no parece sin embargo haber constituido un real cemento del desarrollo social, aunque sí un elemento insustituible. Ello, porque solo se puede explicar como parte de todo el sistema social que aquí se ha caracterizado a grandes rasgos. Muchos de sus aspectos, como el dinamismo del comercio y la actitud racional en torno a los precios, o sobre todo la existencia de un mercado local y otro mundial —entendiendo que otros sistemas sociales tenían un “mundo” geográficamente más restringido que la economía mundial contemporánea—, habían existido a lo largo de toda la historia de las grandes civilizaciones. Lo que aporta el capitalismo, o más bien el momento específicamente capitalista de los procesos económicos, es una autoconciencia de esta esfera y que ella se plantee ante un público con legitimidad e, incluso, con afán y pretensión de hegemonía, aunque es difícil señalar una circunstancia en donde esto se haya logrado de una manera real. La teoría económica encarnada en un nombre como el de Adam Smith constituye un momento estelar, aunque no es el único puntal de la realidad. Lo mismo se podría señalar de la recepción del pensamiento y la filosofía del cambio cualitativo que la Revolución Industrial significó en la historia de la organización humana, cuyo momento más estelar fue el desafío que arrojó la obra de Marx.

Lo acompaña otro elemento, el desarrollo que venía de la Edad Media, la aparición de la realidad abstracta de la economía encarnada en el mundo financiero, desde las letras de cambio a la banca, lo que crea dinamismo, vértigo, turbulencias, extrañeza y hasta repudio. Mérito y culpa residen quizás en aquello que un economista moderno llamó la “destrucción creativa”.226 En una reacción moral y política se recogía la antigua prohibición del interés ya que era inmoral que el dinero creara dinero.227 Sin embargo, fue más decisivo el que esta abstracción —una, entre otras, de la modernidad— se convirtiera en un alma del impulso de transformación económica y social que caracteriza al mundo moderno, y posea un rastro de continuidad con la antigua contraposición entre el campo y la ciudad. De todas maneras, contribuyó a este pluralismo de autonomías, que es la base del desarrollo de la moderna democracia.

Ya al interior del antiguo régimen se podía leer la dinámica que significaba este desarrollo. A su vez, la tradición constitucional que tenía algún vínculo con el mundo feudal, y la gradual distinción entre Estado y sociedad junto con el desarrollo de la economía moderna —capitalismo, si se quiere—, crearon la base de la opinión pública que va a constituir el sustento del mundo más propiamente político de la democracia. Se la puede definir como el momento en que actores individuales o colectivos de la sociedad civil se manifiestan desde el seno de la sociedad civil, como público —esto es, “públicamente”— ante un público que es o puede ser testigo, tanto frente a la sociedad en su conjunto como ante el poder político.

Los actores de la sociedad civil comenzarían a pugnar para incidir en el curso que tomaba o que podría tomar la sociedad en su conjunto, en especial referencia hacia el poder político. Su parte integrante más caracterizada sería lo que se podría llamar la clase discutidora, aunque no dicho en tono peyorativo. Historiadores y cientistas sociales de los siglos XIX y XX mayoritariamente identificaban esta realidad con aquella de la “burguesía”. No cabe duda de que lo burgués es un rasgo fundamental en la vida del Occidente cuando transita entre Edad Media y lo que se llama la época moderna. De algún modo, continúa y continuará existiendo. No alcanza, sin embargo, a definir a una civilización. Mejor dicho, quizás su sensibilidad y sus inclinaciones políticas dejan de adscribirse a una clase social definida en sentido riguroso, para caracterizar a un mundo social de lo que podemos nombrar como civilización o a una parte considerable de esta, bastante más allá de la capa social de su origen. No todo en ella es lo que se llama normalmente burguesía. Esto se ha hecho más patente en la segunda mitad del siglo XX y ahora en el XXI, y es lo que hace que historiadores y teóricos sociales hayan ido dejando de lado, casi como ocultando, el concepto de burguesía que para un historiador todavía tiene un sentido en determinadas referencias.

Se deben anotar tres elementos importantes que se encuentran en la trayectoria a la moderna democracia. Uno, son las ciudades-república renacentistas que poblaban el paisaje de la península italiana, en donde el autogobierno, que no alcanza a ser suficiente para una democracia pero que es uno de sus rasgos, jugaba un papel. Una república no es necesariamente una democracia, y harto se vio al respecto en el siglo XX hasta ahora. Con todo, el que haya distribución de poder y competencia de facciones entre iguales constituye un principio de selección que, por la fuerza mimética de la sociedad humana, al final plantearía la apertura del proceso democrático. El segundo es que el pensamiento político comenzaría a plantear la distribución de poder como una base de todo orden constitucional mucho antes de Montesquieu en el XVIII, aunque este ha sido su formulador más preciso e influyente. Y tercero, que es un error del lenguaje corriente homologar el absolutismo europeo con la dictadura moderna. Por el contrario, fue un camino en el desarrollo y alumbramiento de los sistemas constitucionales que culminarían en el modelo occidental, amén de crear la estructura del Estado moderno (el cual no es necesariamente democrático). Uno de sus frutos es la monarquía constitucional, una de las síntesis posibles entre lo antiguo y lo nuevo.228

Los sistemas políticos modernos y la democracia

A partir de este momento —momento que se extiende quizás por un par de siglos— existe una discusión sobre lo público, y la legitimidad tradicional comienza a ser erosionada por la introducción de una legitimidad racional que nunca se completa ni se completará; puede llegar a una síntesis con algún tipo de sustento no racional. La clase discutidora más conocida es la de la Ilustración, siempre que bajo esta no entendamos solamente a quienes normalmente se les conoce como los ilustrados, ciertamente una fuente crítica de este o aquel aspecto del antiguo régimen. Se ha dicho que la Ilustración es la primera izquierda; se olvida que también con rapidez se le contrapuso una derecha que, por la fuerza de las cosas, llega a ser parte inestable pero sostenida de esa totalidad, es decir, parte del fenómeno “ilustrado”, pues sus argumentos hubiesen sido incomprensibles para el público de antes de la Ilustración. El discurso ilustrado, en la medida en que se puede decir que era un cuerpo, admitía también una suerte de juego entre esos proyectos de derecha e izquierda, vale decir, un centro que solo tiene sentido con la existencia de las anteriores. Todo esto ya estaba prefigurado o hasta configurado antes de 1789. También se había formado, aunque no con todas las características, en la experiencia política inglesa del XVIII y en la construcción de Estados Unidos que en algún grado era hija de esa discusión.

La política moderna surge de este proceso que es el nacimiento de la democracia, aunque también del desengaño de la misma, o de la idea de que ella no es más que una marcha hacia un destino superior. La Revolución Francesa en este sentido es una gran experiencia de fundación de extremos, que tras una larga evolución se consolida en la democracia moderna en la segunda mitad del XIX. De ella se originó la revolución radical, ya sea en un acto puramente político con Robespierre o en un salto cualitativo con la Conspiración de los Iguales de Babeuf. Si se quiere, aquí había una apertura hacia lo que será la experiencia totalitaria del siglo XX y en todo caso estaba la aspiración a una revolución radical, tan típica del XIX y del XX.229 Estuvo también otra experiencia como régimen establecido: el sistema autoritario moderno, que es aquel que ya ha conocido el desafío revolucionario y que lo asume, a veces positiva, a veces negativamente. En otros casos, lo hace como síntesis. La Francia bonapartista ha sido el gran modelo del autoritarismo moderno, quizás hasta el momento de escribirse estas líneas, incluyendo aquí el autoritarismo del segundo Bonaparte (“imperio liberal”). De esta manera, teniendo como eje al 1800, se da el surgimiento de la democracia, del autoritarismo y, en potencia, del totalitarismo. Es casi simultáneo a las grandes matrices ideológicas de la modernidad, liberalismo, conservadurismo y socialismo, formas que resultan de una influencia entre sí, surgidas del choque y síntesis entre estas persuasiones.

El nacionalismo surgirá a la cola de ellas, aunque se coloca en otra dimensión. Fue más común un nacionalismo liberal primero y después uno conservador, y menos explícito, pero quizás no menos significativo, ha sido un nacionalismo socialista en los siglos XX y XXI, y además no ha habido experiencia totalitaria que no haya recurrido a algún grado de nacionalismo. Todo esto, quizás algo disminuido en el albor del siglo XXI, incluyendo a la díada izquierda-derecha, sigue siendo parte integrante de lo que comúnmente llamamos democracia y, por disuelto que esté en algunos casos su carácter explícito, es muy difícil que deje de ser parte insustituible del sistema sanguíneo de la misma.

Ideología y lo ideológico

¿Qué es ideología? No es casualidad que el término haya sido acuñado a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX; y tampoco lo es que desde Marx en adelante se le haya asociado con triquiñuela verbal, falsedad, mentira, pensamiento mendaz o “falsa conciencia”, como se sostuvo en la teoría social. Y viene de inmediato la respuesta cortante, casi siempre un sofisma, de que la crítica a las ideologías o el desmarcarse de una idea cualquiera es en sí mismo una expresión ideológica. “¿A partir de qué ideologías estás hablando?” es el recurso retórico para excluir a todo argumento de crítica. En otra parte me he extendido acerca de este problema.230 Por ahora y para lo que se emplea en este libro, es suficiente decir que lo ideológico es parte del lenguaje de toda sociedad histórica, aunque más bien vinculado con lo público y con aquello que toca al poder político. Es un error —aunque es parte de las artimañas de la política— identificarlo con el lenguaje público en general o, más radicalmente, con toda la cultura de una época.

¿Cómo distinguir lo ideológico de lo no ideológico? En las formas, es indistinguible. En lo sustancial, es posible ponerlo en un contexto de significación y de intenciones. En especial para establecer la diferencia entre ciencia e ideología, el criterio es más o menos sencillo si se quiere ser práctico. Se trata de distinguir entre la finalidad de sumar a posiciones de poder, o a la de conocer. Esta última siempre está abierta a la réplica, al reconocimiento de los límites del lenguaje de las tesis e interpretaciones, como a aquello que los especialistas llaman “falsación”, en alusión de la tesis de Karl Popper de que hasta la mejor de las teorías debe pasar la prueba de la refutación, que siempre va a mostrar los límites del conocimiento y de su verdad particular. Esto es fácil de definir; más difícil es sortearlo en la cotidianidad de la vida del estudioso, ya que hablamos de un tipo de lenguaje que es inseparable del análisis y de la elección de valores. Esto no es lo mismo que ideología, pero la fuerza que lleva a la confusión es escurridiza y hay retorno en cada recodo. En fin, lo ideológico en un sentido muy amplio es parte de la historia de las civilizaciones, aunque es un rasgo más característico y autoconsciente en el mundo moderno o modernidad, por el carácter discutidor de su política y por la apelación a ganar voluntades y adhesión. Por eso cuando en el libro se habla de “ideología” será en su contexto moderno, salvo que por ahí y por allá se le adjudique a otros períodos, y se explicará con claridad. Por último, no es por casualidad que en el último medio siglo se observe un cierto eclipse en el empleo de la palabra ideología: ello está asociado al tema de la “crisis de la política”, recurrencia inacabable en la historia de la sociedad abierta.

Izquierda y derecha

Las ideologías no surgieron del vacío. Lo hicieron desde una articulación que les da sentido como vehículo entre las posibilidades y las aspiraciones, que son las que pasan a ser objeto del debate público más allá de las discusiones de los partidos de corte; es uno de los puntales de la democracia moderna. Se trata de la díada o polaridad izquierda-derecha que tradujo para la modernidad la antigua y sempiterna tensión entre el cambio y la permanencia, entre lo estático y lo dinámico, entre lo nuevo y lo antiguo, entre la vanguardia y la tradición. El dilema permanente entre renovación y conservación, que pertenece de suyo a la conciencia de toda sociedad humana —diferencia fundamental con la sociedad animal— se convierte en la modernidad en un tema de legitimación de la opinión pública y de la articulación de esta en persuasiones y posiciones políticas, es decir, se trata de aquellas que tengan que ver con la organización del cuerpo político y de muchos rasgos de la sociedad. Esto no es sencillamente que la derecha corresponda a la permanencia y la izquierda a la renovación, aunque quizás todo surge de una primera toma de conciencia en este sentido.

La polaridad izquierda-derecha se hace presente en la historia política de la humanidad cuando podemos detectar que una fuente de legitimidad esencial del poder tiene que ver con el hecho de que se ha instalado en el corazón del sistema la pregunta: ¿qué es y qué debe ser la sociedad? Lo que primero emerge es la segunda parte de la pregunta, que ante la constatación de que ha sido constituida de tal o cual manera, debería encaminarse a tal o cual nueva situación que se supone de una categoría claramente mejor. Las sociedades humanas siempre evolucionaban, pero todo estaba dentro e inmerso en una conciencia del ser de las cosas, aunque en instancias como la democracia ateniense y la república romana algo destelló el dilema de la modernidad. Sin embargo, es solo con el advenimiento de esta última que el deber ser se identifica con una voluntad de transformación. Esto sucede con la Ilustración, que en algunos sentidos podría ser considerada la primera izquierda y que ya mostró rasgos más moderados y otros más radicales. También en esos momentos posibilitó una prefiguración de lo que iba a ser la derecha.231

Así como la izquierda fundía el deber ser con un futuro ser más o menos estable, emancipado, autocreativo, y se suponía que no era cambio por el cambio, sino que el camino a una meta ineludible, la derecha surgió no como una mera defensa de lo estático, de lo que simplemente está ahí, sino como una respuesta a la izquierda destacando la razón de ser de lo que es. En esto también la derecha puede formular una suerte de deber ser, que no es simplemente la conservación rutinaria de la situación establecida. Adelantemos que las democracias consolidadas —lo que aquí se llama el modelo occidental— tiene como rasgo esencial algún grado de combinación entre ambas posiciones. Con Norberto Bobbio hay que aceptar que son dos almas de un mismo cuerpo, aunque en nuestra época en muchas partes esta diferencia parece disolverse, y mientras exista lo que conocemos como política moderna ella tendrá que permanecer con una visibilidad variable y una presencia real más emboscada.232

La política moderna incluye versiones que no son democráticas, como la totalitaria y la autoritaria, conceptos a veces algo rígidos que pueden desconocer una multiplicidad de situaciones. La historia del mismo Chile en la segunda mitad del siglo XX da para descripciones mixtas en este sentido. Con todo, permanece un sustrato. Mientras en la democracia el poder político se legitima a través de la interacción con la opinión pública, cuyo rasgo fundamental es su basamento en la sociedad civil, y en el totalitarismo el poder político tiene un afán de reoriginar a todos los ámbitos de la sociedad, desconociéndoles una autonomía fundamental, en líneas generales el autoritarismo consiste en el monopolio del poder político subsistiendo en diversos grados otros ámbitos de la vida social, con un grado suficiente como para denominarlos autónomos.

Olas de democratización y límites de la democracia

La creación de la política moderna dio lugar a un primer impulso de oleadas democratizadoras que se expresó en la expansión de esta aspiración política en Europa; y otra más en esa Europa a medias que es el mundo iberoamericano, una suerte de hijo natural de aquella. En el XIX no siempre los europeos la consideraban como parte de su civilización y los que después se llamarían latinoamericanos han debatido interminablemente acerca de esta filiación, ya que es justamente el nudo de su identidad. Las oleadas de democratización que siguen a cada una de las guerras mundiales y, sobre todo, la que rodea la Caída del Muro, plantearán también de manera inagotable la pregunta acerca de si la democracia es un fenómeno occidental o en potencia. Como aquí sostengo, puede ser un paradigma universal, aunque sea difícil —para no decir imposible— que su realización alcance a todos los rincones de la tierra.233 Esta discusión se parece a aquella que por tanto tiempo se planteó, y que a veces vuelve a asomar por allí y por allá, de si la democracia tal como la conocemos ha sido un fenómeno burgués y si pudiese existir alguna de tipo diferente basada en un sustento social (o nacional) distinto.

La democracia es un fenómeno político. En sí mismo, no surge de lo social o de lo económico, aunque estos últimos ámbitos son los que más se constituyen en objeto de intenso debate en su vida pública. Las sociedades en donde primero y de manera más paradigmática se desarrolló el proceso democrático fueron aquellas donde también más se amplió el llamado proceso de modernización económica y social, o el despliegue de la economía moderna, como preferiríamos llamarla. La experiencia del siglo XX hasta el presente muestra que no existe una democracia paradigmática si no va acompañada de un desarrollo económico y social: aquí estuvo, por lo demás, un talón de Aquiles de la democracia chilena de mediados del XX. Esto no quiere decir que lo contrario sea verdad, que el desarrollo social y económico conduzca necesariamente a la democracia, aunque sí es una fuente de vitalidad. Los sistemas autoritarios han soñado muchas veces con crear desarrollo económico sin democracia política, aunque ninguno de ellos supera el problema de legitimidad. La mejoría material, muchas veces, incita el surgimiento de situaciones inestables. En otras ocasiones los autoritarismos se justifican como un estadio intermedio para construir desarrollo económico que desemboque en una democracia. Generalmente, lo que se llama dictadura de desarrollo ha consistido en esta perspectiva, en especial en América Latina, incluido el régimen de Pinochet. En fin, la democracia ateniense se desenvolvía en una situación económica estable, aunque en la república romana el tema de la distribución ocupó un papel de relevancia.

El modelo autoritario, que ha sido uno de los obstáculos a la formación de la democracia moderna, posee dos fuentes fundamentales. Una es el carácter que adoptan sistemas políticos a lo largo del globo al ser puestos en contacto con la expansión europea, debido al hecho de que la historia de Europa devino en historia mundial o, como lo señalo en mis clases, en la “universalización de Occidente”. Estos sistemas entre que no pueden o no quieren asumir las implicancias de la democracia y se aferran a las tradiciones no democráticas, aunque inevitablemente se vean cruzados por elementos del mundo democrático en lo político, en lo social y hasta en lo económico. De esta forma, no existe un autoritarismo que exprese en forma pura lo que es una tradición premoderna. Los caudillos de la independencia del período de la descolonización posterior a 1945 asumieron un lenguaje político hijo de la historia ideológica de Occidente. Muchos de sus instrumentos y técnicas de gobierno —desde luego, sus fuerzas armadas— reflejaban la adquisición de medios de origen último europeo. La dificultad de la democracia ha estado muchas veces relacionada con una raíz propia, endógena, que viene de lo profundo de la historia. Con todo, los sistemas autoritarios modernos a veces tienen algún elemento de la democracia política y, ya sea en su evolución o en su transición, son y serán hijos de la experiencia moderna, y todos ellos, como se dijo, están ya adelantados en el primer bonapartismo, reproducidos en el segundo bonapartismo, de rasgos cuasidemocráticos. Es la reedición del César, prefigurado en la experiencia de la república romana y que está siempre a la vuelta de la esquina de la crisis de la democracia.234

Los otros sistemas no democráticos se pueden englobar como modelo totalitario, el cual figura como el mayor desafío que tuvo la democracia moderna y que en su versión marxista afirmaba que respondía a una verdadera democracia, demostración más del prestigio y legitimidad del término, aunque no por cierto de su realidad. Solo en los movimientos fascistas —quizás más francos en estos asuntos—, salvo una que otra expresión suelta por ahí, había un repudio expreso a la democracia considerada como un agente que corroía a la insustituible tradición propia o lo que se creía tal. Aún si se rechaza el término de totalitarismo, que aquí se asume, somos los primeros en reconocer que es problemático, nos referimos a dos grandes vertientes. Una es el tipo de configuración política establecida siguiendo el modelo del régimen bolchevique instalado después de la Revolución Rusa en 1917. El segundo, desde el punto de vista teórico, es el fascismo italiano, que se crea a sí mismo en los años que siguen a 1922 cuando Benito Mussolini fue nombrado Primer Ministro, cuya versión más radical y un foco de atención política e intelectual es naturalmente el nazismo alemán entre 1933 y 1945. Aunque no perteneciesen a un sistema que pueda ser englobado en un solo concepto de totalitarismo —creemos firmemente que sí, con calificaciones, eso sí—, pocos negarán que ambos representaron la ruptura más extrema con el proceso democrático ocurrido en la modernidad. En sus raíces sociales, emocionales e intelectuales son vástagos de la experiencia moderna, aunque también pueden ser interpretados como rebeliones ciegas y enceguecidas contra la modernidad. Por añadidura, no se podría afirmar con total seguridad que son posibilidades que han desaparecido del horizonte histórico.

La democracia es un sistema eminentemente frágil, vulnerable. Además, le es difícil combatir fórmulas con finalidades no democráticas sin desfigurar algunos elementos del Estado de derecho y el mismo sentido de la democracia.235 Su quintaesencia consiste además en que la crisis, que es siempre compañera de las formas políticas, es expresada y colocada en la conciencia de la sociedad como un problema a veces terrible o truculento, aunque la mayoría de las veces no lo sea tanto. El debate, que es otro corazón de la democracia, intenta justamente ir develando, por buenos y malos motivos, cuál es la grieta que amenaza el funcionamiento óptimo y los valores que se sustentan o dicen sustentar en el conjunto social. ¿Cómo es posible entonces que haya subsistido la democracia?

En primer lugar, porque subsistió o se desarrolló en lo que podemos llamar sociedades paradigmáticas. No se trata solo de potencias militares y de economías fuertes, sino que su estructura social es considerada de alguna manera más “avanzada”, más compleja, mejor que la de otras. También —un punto no menor—, constituyen sociedades que son al mismo tiempo el corazón de ideas, sentimientos e imágenes que se expanden y en la modernidad se universalizan. No solamente son imitadas, sino que existe una apropiación de las mismas, apropiación que con legitimidad puede ser asimilada a una recreación de la Magna Grecia, a la que consideramos parte integrante de un gran foco civilizador. Esta es la importancia del triángulo noratlántico, aunque no pocos lo ven como un centro de hegemonía carente de legitimidad para otras regiones del mundo. Esta última visión contestataria surge también del mismo corazón de ese triángulo; es parte de él, quizás creación suya.

En segundo lugar, porque el dilema que representaba la democracia se expandió a lo largo de todo el globo, aunque con una presencia a veces tenue, pero real en la inmensa mayoría de las sociedades del mundo. Esto reforzó la referencia a la democracia como un elemento central de la política, aunque asumida a veces bajo un ropaje semántico particular. Constituyó también una fuente de debilidad, ya que fue una prueba de lo arduo que es desarrollar un sistema político democrático siguiendo al modelo occidental cuando se tienen presupuestos distintos en lo político, en lo económico, en lo social. No es imposible, aunque parece siempre una tarea incompleta, y precisamente en este libro se trata de uno de esos ejemplos, el caso de Chile, que a veces aparece como una confirmación de la democracia como una suerte de necesidad, y otras veces como una experiencia reiteradamente fallida. Los mismos actores han usado uno u otro argumento de una manera que en el fondo es intercambiable. Aparecerán también varias soluciones acerca de una experiencia cultural muy diferente, que es el caso de la India, con un sistema democrático casi sin discontinuidad desde 1947 hasta el presente, aunque careciendo de muchos presupuestos o —preferiríamos decir— acompañamientos económicos y sociales (y étnicos).

La fortaleza económica, y el desarrollo social y material no bastan para explicar la persistencia de la democracia en las sociedades fuertes y en las grandes potencias. Los desafíos no democráticos o abiertamente antidemocráticos, sobre todo estos últimos, nacieron del propio seno de la historia occidental y moderna. Marxismo, fascismo y la persuasión autoritaria, cuando son más que simple gobierno de facto, están relacionados con la historia de ideas y sentimientos sociales y políticos de la modernidad, y van más atrás de ella también. Incluso uno podría preguntarse en qué medida viene a ser una clara rebelión antimoderna, como el fundamentalismo islámico lleva consigo rasgos inconfundibles de la modernidad.236 Existe otra cualidad en este modelo occidental que le ha otorgado fuerza sin desconocer que uno de sus fundamentos ha sido aquello que comúnmente llamamos el desarrollo. La creación política de la sociedad occidental, al ser capaz de sacar de sí misma una autocrítica, incluyendo a una radical, antisistema, y poder convivir con ella con la condición, eso sí, de que esta podrá influir, pero no dominar, demostró una mayor flexibilidad y una capacidad de afrontar el cambio de una manera más creativa que los modelos no democráticos. Un sistema que contiene a lo que lo pretende destruir, y logra, sin embargo, que este agente de insurgencia pase a ser parte del sistema sin diluirse del todo, es más fuerte y posee más consistencia al final de los finales que un sistema cerrado que debe excluir todo tipo de crítica.

La crítica a la democracia, entendida como lo que aquí se llama modelo occidental, alude tanto a la desigualdad social que la haría una frase vacía de contenido como a la tendencia autodestructiva que habitaría en ella, como si no fuese compatible con la naturaleza humana, incluso si aceptamos que esta es de una consistencia variable. Por eso es que a la democracia política le llegó a ser tan importante —que es lo que puede ser— estar contigua a la modernización económica y social, o desarrollo. Es lo único que puede ofrecer la igualdad posible, entendida al menos como igualdad de oportunidades y un mínimo civilizado en lo material, al menos en el contexto de la sociedad abierta. En cuanto a lo segundo, la ahora relativamente larga historia de la democracia —si tomamos a Occidente en el sentido amplio antes definido— nos permite afirmar que al menos la democracia coincide con algunos rasgos de aquella, en su naturaleza política. Quizás comenzando con los consejos de ancianos o de guerreros, una suerte de autoritarismo consultivo, donde en este último carácter existe algo evolutivo: algo de ello se deja ver en el tenso diálogo entre Creonte y el anciano en Antígona, cuando el consejo es ignorado, desencadenando una fatalidad. La democracia sería así una probabilidad que es difícil que se olvide, precisamente porque también ha sido un autodescubrimiento de lo humano.237

El modelo occidental puede ser considerado como una especie de sociedad de síntesis porque lo nuevo se integra a lo antiguo y modifica la totalidad, y a la vez es modificado por esta. Muchas veces esto es percibido como una traición a un papel —como el odio al “reformismo” en el marxismo revolucionario— o como una cualidad demoniaca del sistema para desarmar y anular una verdadera crítica. El problema radica en que el triunfo de una crítica radical no conduce al establecimiento de un sistema crítico, sino a la necesidad práctica de la nueva jerarquía de abolir la crítica. Solo en una atmósfera política de la sociedad abierta es posible que surja la amistad cívica como acompañante a los debates, a las intrigas e incluso a las difamaciones. Los procesos de paz siempre han estado vinculados a un tipo de amistad cívica que solo puede producirse en el marco de un Estado de derecho propio del modelo occidental, o en una atmósfera que lo posibilite. Cierto: hay una elección sacrificial en torno a un derrotado que no tendrá jamás perdón.

La política jamás podrá abolir la distinción amigo-enemigo, aunque la llamemos partidario-adversario, en un tono de aceptación de las diferencias o por un gesto de cortesía entre inevitable y necesario. Se puede ilustrar al modelo occidental con el símil del duelo, que transformó la violencia ilimitada en un gesto ritual por medio del acto lúdico. Más recientemente en el XIX, la paulatina legalización (o “naturalización”, si se quiere) de la huelga cumple la función de canalizar un conflicto divisivo por vías de conciliación y mutuo ajuste, en operación que tiene también mucho de lúdico, “negociación” a veces. La política moderna, dentro de este marco, es inseparable de la adición del juego a la vida pública expuesta ante un público, que la distingue de manera sensible de los partidos de corte y en general del mundo de las maquinaciones cortesanas de otros tiempos. La competencia dentro del marco del Estado de derecho, y otras condiciones antes descritas, es lo que más ha seguido caracterizando al modelo occidental, un autogobierno con límites, pero sometido a estas pruebas formales, amén de las que acaecen en el curso de la historia.238

De los muchos desafíos a que está expuesto el modelo occidental, el principal quizás sigue siendo el riesgo de la exacerbación de la crisis, por lo mismo que consiste en sacar a luz las fracturas y factores críticos del sistema social y político. En la modernidad, esto tiene que ver con la posibilidad de transformación social y económica, que se ha convertido en una meta justamente porque la producción moderna ha demostrado la capacidad de cambio de las condiciones materiales.

Por ello, la objeción cotidiana más recurrente, aunque creemos que no es la básica, es que la democracia no puede ser solamente política, sino que también económica y social. Todas las persuasiones no democráticas han insistido en este punto, pese a que ninguna de ellas ha creado ni la sombra de una democracia política, no al menos de acuerdo a su propio presupuesto. Permanece, sin embargo, una crítica que puede ser resumida por Marx y el marxismo del siglo XX, cual es que la democracia occidental en lo básico es una protección de los grupos sociales favorecidos por el desarrollo, necesariamente los menos en una sociedad.239 Por otro lado, las revoluciones sociales y económicas han podido crear colectivismos y en algunos casos un cierto desarrollo económico y social, pero no una democracia (y tampoco desarrollo pleno). Las persuasiones autoritarias generalmente se han explicado a sí mismas como una transición a la democracia o han acudido a una explicación de tipo nacionalista —en sí misma, una energía universal— de que su sistema representa tradiciones únicas, y que sería una democracia adaptada a esas condiciones.

La democracia después de la Guerra Fría

La Caída del Muro en 1989 constituye el símbolo del fin de la Guerra Fría, y el que lo sea no es algo casual. Tuvo que ver con el proceso rápido y en cierta manera inexorable de que sociedades como los sistemas marxistas, organizados en torno a un paradigma en un momento dado, comenzando por la misma Unión Soviética durante la Perestroika, desecharon su propio paradigma para asumir el del adversario. La evolución de Mijail Gorbachov de proponerse una reforma al sistema dentro del comunismo, a inclinarse después en un proceso de algunos años —rápido, considerando la historia del siglo XX— al asumir posiciones socialdemócratas identificándose plenamente con el modelo occidental ilustra este fenómeno.

De esta manera, en el espectro político del mundo después de la Guerra Fría, que no tiene nombre porque somos incapaces de coincidir en uno de ellos —el de “globalización” me parece muy insuficiente y hasta mendaz—, lo que definió en una primera instancia a la nueva realidad era la supervivencia del modelo de la democracia o modelo occidental como la única persuasión de alcance global. Es la única que mantiene una legitimidad casi indiscutida en las sociedades donde está asentada. Es cierto que la realidad global es distinta y se podría afirmar que la mayoría de las sociedades del mundo poseen un sistema político que difícilmente se pueda llamar democrático. Lo único que resta de democrático es que la palabra mantiene un relativo prestigio y, salvo algunas pocas excepciones, no existe un tipo de persuasión o de legitimación en la cual se postule de manera expresa la hostilidad hacia la democracia, como ocurrió con los movimientos fascistas y los dos sistemas constituidos como tales en el período entreguerras, que alguna sombra arrojaron sobre la posteridad.

Sin embargo, la práctica política autoritaria predomina en la mayoría de los países del mundo en grados diversos. No sería ni justo ni inteligente desconocer una amplia gradación entre los sistemas autoritarios según sea que reflejen o no, y en qué medida, elementos democráticos del modelo occidental. Esta práctica, sin embargo, no significa que asuman una persuasión de ambición global, como lo fueron los autoritarismos conservadores de Europa Central y Oriental en los años de entreguerras; o los sistemas de la ideología del Tercer Mundo durante la Guerra Fría, y como hasta cierto punto lo fue el nacionalismo árabe inspirado por Gamal Abdel Nasser. En general, las legitimaciones de la práctica autoritaria actual tienen que ver con una mentada transición hacia una democracia en un futuro más o menos incierto, o se las pretende por respeto a tradiciones que se consideran como inalienables de un país o de una cultura. Esta última noción es, por lo demás, parte del lenguaje político de la modernidad e inseparable de la experiencia del modelo occidental y de su radio de cultura donde apareció.

Existe la idea de que potencias emergentes puedan constituir un caso aparte. Rusia y China pertenecerían a este intento de resistir “la era del neoliberalismo”. Sin embargo, examinados más de cerca, el sistema político y la legitimidad dominante que apareció en la Rusia poscomunista posee más semejanza con la derecha o, más bien, la extrema derecha de las dos últimas décadas del zarismo, antes que con el período comunista. En el caso de la China pos-Mao, se dio una fusión entre nacionalismo y comunismo, junto a la transformación política del país en un sistema autoritario muy parecido al de Chiang Kai-shek, o de la misma Taiwán o China nacionalista hasta la década de 1980. Ello se dio al mismo tiempo en que se transformó en una potencia económica con todas las características modernas, aunque reste todavía un grado importante de integración social. Incluso se podría decir que, por lo demás, al igual que en Vietnam, en China hubo un triunfo póstumo del proyecto de Chiang sobre el de Mao, habiendo sido, sin embargo, los continuadores de Mao los que asumieron esa tarea. En un caso pequeño ante la formidable masa demográfica de la República Popular China, aunque parece indicativa de la llamada ley de probabilidades en la vida social, Taiwán ha ido marchando de manera consistente hacia el modelo occidental, en la plenitud posible de una sociedad confuciana. Con todo, la amenaza sobre su futuro en cuanto Estado pone en entredicho esta posibilidad.

En las últimas décadas apareció en algunas regiones lo que puede ser un despunte de un universalismo distinto, también enraizado en la misma tradición histórica de la modernidad, los movimientos y gobiernos neopopulistas o de corte “nacional-popular”. Esto se da en lo básico en América Latina, cuyo ejemplar más potente ha sido la Venezuela de Hugo Chávez, originada a fines de la década de 1990, en una forma muy parecida a la manera como nació lo que podríamos llamar quizás una fórmula madre de la época de la Guerra Fría, el Movimiento Justicialista de Juan Domingo Perón en la década de 1940. Sin embargo, el caso de Chávez consistió en una versión más radicalizada de la segunda, en dirección a un sistema marxista, como sin atreverse o sin poder alcanzar esa meta. Sin embargo, en el curso del 2015 se dio un salto cualitativo hacia un punto de no retorno en la vía de la dictadura revolucionaria. Parece haber una reproducción de lo mismo en el mundo europeo y mediterráneo.

Aquí basta con decir que, aunque muestran características de un universalismo en potencia, todas ellas nacieron en sistemas en donde la tradición liberal y la democracia política habían tenido algún arraigo junto a una falta de consolidación, en el sentido de la confluencia del modelo occidental con la modernización socioeconómica. Hay que añadir que hay muchos matices en cada una de estas manifestaciones. La evolución en la Grecia moderna ha sido una demostración palpable del arraigo, del carácter de síntesis de la modernidad política, de acoger a lo nuevo transformándose y transformándolo. En América Latina existieron también enormes diferencias entre la Venezuela de Chávez y Maduro, y la Argentina de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, y entre medio un elenco más o menos variado. El Brasil de Lula debe ser excluido de esta lista ya que, en términos puramente políticos nuevamente, es un ejemplo de ese carácter de síntesis antes aludido. Por último, la aparición del fenómeno Trump en EE.UU. y de Bolsonaro en Brasil, le otorgaron nueva espectacularidad en un panorama de futuro incierto, aunque en el caso del norteamericano la fortaleza de las instituciones es garantía —hasta ahora— de que el sistema político de la sociedad abierta va a resistir el embate. El caso de Brasil desmiente la interpretación de que el populismo en Europa y EE.UU. proviene más bien de la derecha y el latinoamericano de la izquierda de tonos marxistas, que el mismo autor antes sostenía. Estamos en su momento inaugural y poco se puede aventurar de su despliegue en terreno. Para los observadores, existe una crisis de la democracia.

Paradoja, surgió una suerte de nacional-populismo de derecha en países de la ex Europa Oriental, en particular en Hungría y en Polonia, aunque no se puede decir, como en los casos anteriores, que sean representativos de una totalidad. Este no es, sin embargo, un argumento porque nunca persuasión alguna lo ha sido. La democratización en Europa Central —denominación de la pos Guerra Fría— en ambos países era un fenómeno pos 1989 y las raíces de entreguerras escasas, con todo en el radio de influencia de la modernidad europea desde el XIX. En una versión menos fuerte, mucho más aguada, aunque de existencia real, este fenómeno ocurre en Francia, en Alemania y en Inglaterra, aunque solo en el primero esto podría tener alguna consecuencia antidemocrática, quizás.

La otra región reacia al proceso democrático que existe en el mundo actual es el amplio espectro de sociedades identificadas con la fe islámica. En las sociedades árabes las tradiciones liberales, uno de los corazones del modelo occidental, han sido extremadamente débiles, infinitamente más que en América Latina, donde ya su debilidad ha sido un factor de crisis. El arribo del fundamentalismo islámico, primero en Irán, pero transformando en grado mayor o menor el paisaje de la cultura política en todas partes, constituyó un poderoso ariete antidemocrático, si bien en esa nación existe un pluralismo muy limitado, que podría constituir la base de un proceso democrático. En el país islámico más poblado de la tierra, Indonesia, ha existido una democracia política desde 1998 y en comparación con Pakistán, por ejemplo —para no hablar de Irán—, ha sido un caso de coexistencia relativamente exitosa entre el espíritu democrático y la fe islámica. Con todo, sus presupuestos democráticos no alcanzan a dos décadas y existe todo un pasado milenario no democrático. Turquía constituye un caso de estudio de un sistema autoritario que, en el curso del siglo XX, evoluciona no sin sobresaltos —reiterados golpes militares y extremismo político de derecha y de izquierda— debido a su tradición secular, aunque en un contexto islámico. En la última década, de la mano de un fundamentalismo amortiguado y de una voluntad autoritaria que muestra un parecido con los casos de Europa Oriental y de América Latina, parece existir una tendencia que va a limitar la apropiación del modelo occidental. Nada es seguro, ya que Turquía, desde que consolidó sus conquistas como gran potencia a mediados del segundo milenio, operó desde Estambul como un puente entre Oriente y Occidente. Este es su presupuesto más profundo para una consolidación democrática, puede ser.

Mientras que en la primera década de la pos Guerra Fría predominó la idea de un triunfo creciente de la democracia en el sentido del modelo occidental, en esta tercera década se habla más bien de las limitaciones de la democracia y la dificultad en expandirla. Al momento en que se escriben estas líneas, existe una idea de crisis potencial de la democracia que desespera en Europa y América. Poco se compara en cambio otro hecho, y es que en una parte significativa de Asia confuciana se han desarrollado sistemas democráticos que no carecen de los elementos fundamentales de un Estado de derecho. Japón, Corea del Sur y Taiwán constituyen este núcleo, el primero con un presupuesto limitado hasta 1945, teniendo en cuenta que se trataba de un país situado más allá del alcance occidental hasta hace casi dos siglos, y que tiene un sistema que es homologable a una democracia desde 1946.

Porque este es el asunto. La democracia está consolidada en el sentido antes expuesto en cuanto el modelo occidental de tipo político, acompañado de los procesos de modernización socioeconómica en lo que se ha llegado a llamar Europa Occidental y en algunas de sus creaciones o reproducciones, las democracias de raíz anglosajona, y en una situación incompleta en gran parte de América Latina. La única otra zona en donde se divisa un enraizamiento es la mencionada Asia Oriental y el caso, en el fondo espectacular, de la India desde la independencia que me atrevo a comparar con el caso de Chile. Mirado con lupa, en la vastedad de un territorio y sociedad multiforme, en el país asiático el grado de la democracia política podría ser cuestionable. Todo este cuadro es el que hace pensar en una antigua experiencia, cual es que las creaciones culturales dependen en gran medida de su arraigo y pervivencia en el espacio en que fueron creadas, y ello resalta la importancia de la resolución de crisis en Europa y Estados Unidos. Sin embargo, no hay escapatoria al “modelo occidental”.240

Cuando se habla de la “crisis de nuestro tiempo” debemos recordar que es una expresión más que centenaria. Es la simple traducción del hecho destacado aquí acerca de que la sociedad humana —a diferencia de la sociedad animal— es propensa a los desórdenes y a las crisis creadas por la libertad consciente o instintiva de los mismos hombres. La democracia es, por excelencia, el sistema de la crisis. Este es el elemento que verbaliza y que a veces por lo mismo lo profundiza, y que, sin embargo, de alguna manera que no siempre podemos racionalizar le da fuerzas para poder superar los desafíos inherentes al tiempo histórico.

La idea de civilización y de desarrollo

Ninguna civilización constituye una panacea, incluyendo la civilización moderna, y esta “civilización universal” que emerge ahora tampoco lo es. Ese paraíso perdido no se encuentra en el horizonte de la historia y está bien que así sea. El concepto de “civilización” en los siglos XVIII y XIX tenía una resonancia optimista, casi mesiánica. Desde Freud, por citar un nombre, el uso común en las artes y en las letras lo ha identificado con la “represión”, especialmente en la retórica autodenominada “postmoderna” y “constructivista”.241

Me permito enunciar un segundo supuesto. No cabe duda de que una civilización o sociedad compleja constituye una fuente de problemas y contradicciones, un asomarse al abismo y a lo sublime, una revelación de lo humano.242 Es lo que hace de ella origen de tensiones, un equilibrio precario entre valores y sistemas que en su amplitud y contraposición enriquecen la vida; asimismo lo esgrimen con amenazas, grandes o pequeñas. Todo sistema social en la historia es una promesa y una trampa, y la modernidad no lo iba a ser menos. Aquellos lenguajes que ponen el acento en la “dependencia”, la “hegemonía” y la “crítica” no constituyen menos una creación de la misma modernidad, como los que llaman a una celebración indefinida de la expansión material. Vienen de un tronco común, aunque puedan mostrar autonomía. Para colmo, también estos lenguajes que pretenden monopolizar la idea de crítica se han asociado a desenfadadas persuasiones represivas que enarbolaron el más sofisticado aparato conceptual y las más exquisitas disquisiciones estéticas y filosóficas. Con todo, hoy por hoy en la vida académica tiende a dominar la visión negativa del concepto de civilización, por una autoidentificación que se ve a sí misma —con mucha benevolencia— como antihegemónica y, al mismo tiempo, antioccidental. No puede haber nada más occidental que una visión de este tipo, ya que ha sido la civilización a la cual la autocrítica le es más inherente.243

¿Qué se entiende por civilización? Un sistema que se asimila a la llamada sociedad compleja, contrapuesta a la sociedad arcaica o primigenia o “salvaje” u originaria, tal como se usa hoy en un contexto más polémico. Pertenezco a la generación que todavía le llamaba prehistórica, hasta que un erudito exiliado en Chile, Julius Spinner, nos convenció en los años sesenta con el término de paleohistórico, ya que pertenece perfectamente a la historia.244 Me quedo con la idea de lo arcaico que emplea Mircea Eliade, entendida con el mismo espíritu de mi profesor austro-judío, de que era una primera y originadora fase de la historia humana. Se trata de la base de la humanidad, y la civilización constituye la complejización de sus supuestos. Significó la construcción del Estado, la distinción entre campo y ciudad, la agricultura, el alfabetismo, la especialización, la formalización religiosa, etc., con un ancla finalmente asida a los mitos originales. Y, como nos enseñó Max Weber, en las civilizaciones —él no emplea este concepto— aparecen los valores, mejor dicho, las valoraciones, inseparables de experiencias existenciales, de una herencia y de una proyección. Se relacionan con el mundo de la cultura. La civilización, en cambio, se refiere a algo que le está íntimamente relacionado, pero que se orienta a las formas organizacionales y estilos de vida. Las características de las civilizaciones y aquellas que podemos llamar “grandes”, son aquellas sociedades que logran hacer coexistir estos valores, el máximo de ellos, entre sí. De suyo esto es una inestabilidad y una fuente de temores e inseguridades abismales. Porque, como en especial al pensar el tema de la política en el siglo XX lo señalaron Max Weber e Isaiah Berlin, inconmensurables, queriendo decir que los valores no calzan completamente entre sí como piezas de un rompecabezas: se le parecen y dan la impresión de que se ajustan, pero al final es inalcanzable la perfección de jerarquías y lugares, la que no da debida cuenta de lo que realmente significan. La civilización es lo que precisamente hace coexistir a los valores. Ello es sólido cuando las bases de la coexistencia son prácticamente invisibles. La tendencia, sin embargo, es que la situación se puede caracterizar de fragilidad. Quizás eso ayuda a que se hable a veces de “grandes momentos de la humanidad”, cuando la coexistencia es la más fecunda de todas.245

El desarrollo, ¿es una tabla de salvación o, como tiende a decirse ahora, una maldición que amenaza la supervivencia? La transformación de la naturaleza por la acción humana quizás comenzó antes de la agricultura, de la minería y de la forja del hierro. Existen no pocos ejemplos acerca de la depredación humana antes de la era industrial. Nadie podría poner en duda de que esta última, producto de una larga evolución que eclosiona hacia el 1800, presenta un desafío de enorme magnitud que no estamos seguros de sobrellevar. Por otra parte, esta transformación material es la única hasta el momento en la historia de la humanidad que, en el marco de las civilizaciones, puede cumplir con otra demanda de la modernidad que se ha expandido hacia todo el mundo: la orientación hacia una igualdad de oportunidades y hacia un horizonte de igualdad mínima en aspectos básicos, que en otras partes de este libro he llamado estilo de clase media de un país desarrollado. Que se logre en todas partes del mundo podría ser casi imposible. Para que se renuncie a ello, tendrían que esfumarse los supuestos básicos de la política moderna, pluralismo y participación, representación, debate sobre ser y deber ser de la vida social. Podría suceder esto último, pero no ocurriría sin algún elemento catastrófico de la experiencia histórica. Las tensiones inherentes al ser humano y la conciencia de las mismas se desenvuelven en medio de estos dilemas. El que se refiere a la existencia de nuestro planeta me parece que se puede resumir de una manera muy simple, en cuanto a que el desarrollo y la ciencia desatadas pueden eliminar la vida sobre la tierra, pero el desarrollo y la ciencia son indispensables para no caer en la trampa de la autodestrucción. Como utopía pesimista de fin de la historia, es dable pensar en un regreso a un tipo de sociedad arcaica que necesariamente carecería del frescor de aquella. No sería más que un espectro de la historia humana, una reproducción de un pathos de la modernidad, el mito posracional.246

De las tensiones de la modernidad han surgido persuasiones diferentes de lo que debe ser una civilización, diferentes en relación con el sistema central, que nace en Europa Occidental y América del Norte entre los siglos XVIII y XIX. Basta con recordar al marxismo y al nazismo. El primero tuvo alcance global y el segundo era más “europeo”, pero en algunos rasgos aislados, aunque potentes, se reprodujo mucho en el Tercer Mundo. Es decir, provenir del centro de la civilización no constituye garantía de alcanzar el “orden deseado” o “perfecto”, ni en lo material ni en lo moral. A lo largo del siglo XX, en regiones culturales muy remotas al nacimiento de la modernidad, se acogieron con delirio persuasiones de la modernidad de increíble pasión homicida, como el Gran Salto hacia Adelante y la Revolución Cultural del maoísmo, el genocidio acometido por Pol Pot en Cambodia y la guerra de extermino desencadenada por Sendero Luminoso en el Perú.

Primo Levi, en su libro, Si esto es un hombre, en un momento de olvido de la “lucha por la vida”, dice que “en efecto, un país se considera tanto más desarrollado cuanto más sabias y eficientes son las leyes que impiden al miserable ser demasiado miserable y al poderoso demasiado poderoso”. Lograr “el desarrollo” parece ser la suprema meta de la civilización moderna, y no tiene nada de extraño. “Desarrollo”, “desarrollismo”, “vía no capitalista de desarrollo”, son expresiones que pesaron mucho en la historia de Chile. Los chilenos han tenido que sobrevivir a las promesas no cumplidas, porque es ilusorio que algo así como “desarrollo” sea comparable con planificar una nueva red caminera. Pero ¿de qué estamos hablando?

Toda época tiene su metro. La era moderna ha entregado la posibilidad de crear un Estado de derecho que cumple uno de los requisitos establecidos por Primo Levi, que nadie “se arranque con los tarros” y adquiera un poder desmesurado, que el débil tenga una voz y las garantías mínimas. La democracia moderna se asienta en este pilar y tiene otro, lo que al comienzo de la Revolución Industrial se llamó “mejoramiento”, es decir, que las posibilidades materiales y físicas de cada ser humano iban en aumento hasta alcanzar a la inmensa mayoría, mientras que hasta entonces la pobreza era el destino de la multitud. Eso que con imperfección muchas veces se llama capitalismo.

Así, se podría definir como sociedades desarrolladas a las que han logrado trasladar a la mayoría de su población, en proporción siempre creciente, a una condición de “clase media” como estilo de “oportunidades de vida”, según una clásica definición, aunque ejerzan oficios que en algunas estadísticas por tradición los hagan pertenecer a la clase baja o base de la pirámide.247 Esta tendrá educación e ingresos más o menos comparables a las que se consideran “desarrolladas”, aunque la medida va cambiando de generación en generación. Si se da una concentración de la riqueza, existe un elemento de equilibrio al crecer la clase media y su estilo de vida llega a ser el patrón general. Para que sobrevivan, como es necesario que lo hagan, los valores “aristocráticos” y “populares” deben fundirse con ese sustrato de “clase media”.

Para que el desarrollo sea “civilización”, se requiere además Estado de derecho. No se trata solo de elecciones, de parlamento y de partidos. El ser humano promedio debe tener fe en que los tribunales lo ampararán, que no solo sea más seguro acudir a la policía que a las mafias (lo contrario sucede en algunas partes de América Latina y quizás en alguna de nuestras poblaciones). La violencia en las calles no puede ser más alta que determinado grado, o entonces el país no es “civilizado”. Tiene que existir un cierto grado de dinamismo en el debate público. Lo mismo, en la posibilidad de eficacia del reclamo de la persona común y corriente. Si existe crisis de la política, que la hay, también se ha extendido el ámbito que pertenece a lo público, que se relaciona con seres individuales, con la vida cotidiana, y con las pequeñas agrupaciones y asociaciones de interés (legítimo). Se podrían enumerar muchas condiciones necesarias. La unión de esta esfera pública y la vida material hace el “desarrollo”, añorado pocas veces de manera tan ansiosa como por Levi. Se ha dicho que nuestra América se encuentra “entre la barbarie y la civilización” y me cuento entre quienes no nos atreveríamos a desmentir esta afirmación.

La democracia en Chile

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