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PRÓLOGO

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Masindi, Uganda, finales de febrero de 2011

Ambos contuvieron la respiración y cerraron los ojos, como si el silencio y la oscuridad los pudieran convertir en seres invisibles.

«Esto es el fin», pensó él al abrazarla.

Miró a través de la ventana. Los tres hombres armados, vestidos de uniforme, habían desaparecido. Ya no estaban donde los había visto poco antes, junto a las primeras zahúrdas del bazar.

Ella percibió su temblor, la mirada inquieta, el sudor frío que le empapaba todo el cuerpo. Ongodia intentó articular alguna palabra, pero Arnau la detuvo sellando sus labios con el índice.

De repente, se oyeron pasos. Con cada zancada, las paredes retumbaban presagiando el rápido ascenso de los hombres por la desvencijada escalera.

«Me lo advirtieron», pensó Arnau al recordar las palabras del sargento Palau pocos días atrás. «Deben protegerse. Irán a por ustedes. No cejarán en su empeño». Sin embargo, aunque también se lo había planteado, no hizo excesivo caso de aquella advertencia y se limitó a dejarse invadir por una incertidumbre que lo había llevado a comportarse de manera extraña y distante. Nunca imaginó que ocurriese allí, en un lugar donde se sentía tan indefenso.

Desesperado, revisó el apartamento en busca de una salida. No había tiempo. Echó un vistazo al exterior. El cielo amenazaba tormenta bajo un manto plomizo.

Se oyeron unos chasquidos metálicos. Reconoció el sonido al instante: habían montado las armas. Ella lo miró con pavor en el rostro.

—¿Qué está pasando? —preguntó, aterrorizada.

Sonó un fuerte golpe. Tras el sonido sordo de otra patada, se resquebrajó el marco de la maltrecha puerta, que se abrió dejando un revoloteo de astillas en la penumbra.

Bajo el quicio, a contraluz, se recortó la silueta de tres hombres uniformados. Detrás apareció la figura de otro individuo. Este era blanco, gordo y de menor estatura.

Los policías avanzaron mientras el civil, con indumentaria de safari, permanecía fuera de la habitación, junto a la escalera, controlando que nadie interfiriera en la operación.

Llegaron hasta ellos y los separaron con brusquedad.

—Pero ¡qué hacen! —exclamó Arnau—. ¡Déjenla en paz!

A culatazos y empujones, los policías los inmovilizaron sin pronunciar ninguna palabra, pero esbozaron una sonrisa cruel.

El hombre blanco entró, entornando tras él la puerta destrozada. Pese a la escasa iluminación, Arnau pudo verle la cara. No lo reconoció. Mascaba un caramelo mientras jugueteaba con el envoltorio enrollándolo.

—Señor Miró —dijo con sorna—, por fin volvemos a encontrarnos.

Identificó su voz de inmediato.

—Marest —murmuró mientras un escalofrío le recorría todo el cuerpo—. ¿Qué haces aquí? ¿Qué es todo esto?

—No insultes mi inteligencia —dijo sin inflexión, y desvió la mirada hacia Ongodia—. Sabes perfectamente lo que quiero.

Uno de los individuos uniformados empezó a manosearla.

—Tienes buen gusto con las hembras —añadió Marest, entornando los ojos—. Si colaboras, a lo mejor no tienes que compartir a esta con mis hombres.

—¡Soltadla! —voceó Arnau, enfurecido.

Aun sin entender una sola palabra de español, los policías comprendieron las intenciones del patrón que había alquilado sus servicios. Uno de ellos se relamió los labios con gesto obsceno. El que sujetaba a la mujer le palpó descaradamente un pecho, la rodeó con sus brazos, le dio la vuelta de espaldas y la empujó contra la pared. Su compañero se aproximó y la encañonó en la sien.

—¡Dejadla! —aulló Arnau mientras forcejeaba contra su captor.

Entonces, un policía lo golpeó con brutalidad mientras los otros se agitaban impacientes. Ongodia, con una mueca de repugnancia, hizo ademán de apartarse. Con un solo brazo, el hombre la agarró por la cintura con mayor violencia. Enfundó el arma y le introdujo una mano entre los muslos. Ella levantó la cabeza con dignidad y, en busca de una oscuridad que le proporcionara alivio, cerró los ojos.

—¡Tengo dinero, puedo daros mucho dinero! —gritó Arnau—. ¡Soltadla y os daré todo el que queráis!

Uno de los hombres le apuntó con un revólver.

Marest observaba imperturbable la escena jugueteando sin cesar con el envoltorio del caramelo. Cual explorador de opereta, cubría su cabeza con un salacot y vestía una camisa beige, con amplios rodetes de sudor bajo los sobacos, y un chaleco mimetizado que apenas podía abrocharse debido a la prominente barriga.

—Decídete, ¿vas a colaborar sí o no? —preguntó.

Ongodia abrió de nuevo los ojos y vio que apuntaban a Arnau. Lo observó con dulzura, con una mirada cargada de amor. Dejó de ofrecer resistencia a los abusos. Por experiencia, sabía que era peor. Tras haber ejercido once años atrás como esclava sexual en las filas de Lord Resistance Army, nada de aquello le resultaba desconocido.

Arnau percibió su rendición y asintió con un leve cabeceo.

Pero el policía rasgó la túnica azul que cubría a Ongodia. Sus esbeltas piernas color azabache quedaron al descubierto.

—¡He dicho que colaboraré! —repitió Arnau a gritos.

Ongodia mantuvo la mirada clavada en su salvador, en su amor, en el hombre de su vida. Con el vestido desgarrado y su belleza cada vez más desnuda, permaneció en silencio mientras el hombre, sin soltarla, se desabrochaba los pantalones y hacía cimbrear la cintura hasta que logró que cayeran por su propio peso.

—¡No! —se desgañitó Arnau.

Marest se aproximó hasta él. Ladeó la cabeza.

—No sé si te he oído bien —dijo—. Todo esto parará cuando me convenzas de que vas a colaborar. Si me entregas lo que he venido a buscar, nos marcharemos tal y como hemos venido, sin más. —Respiró hondo y, con voz gélida, añadió—: Si no, te aseguro que no sabes lo que le espera a tu hembra.

Arnau sintió su aliento, el hálito dulzón del caramelo.

—Por favor, Marest —rogó—. Ordénales que se detengan. Colaboraré. Dime lo que quieres y lo tendrás. Tienes mi palabra.

—¿Tu palabra? —se burló—. Mira, señor Arnau Miró, mi señor, creo que no me he expresado con claridad y ella...

—¡Ya te he entendido! —interrumpió, furioso—. ¡Solo dime qué quieres de una maldita vez y te lo daré!

Sorprendido por su ira, Marest retrocedió un paso.

—¿Ni siquiera lo intuyes? No lo hagas más difícil.

—Me tienes a mí, dejadla en paz —insistió, abatido.

Una lágrima recorría la mejilla de Ongodia y Arnau siguió su curso con la mirada a lo largo de su piel morena. Detrás de la mujer adulta siempre había vislumbrado a la niña con la infancia quebrada. El de ahora solo era otro sufrimiento más en una cadena convulsa de amargos trances sufridos a lo largo de su existencia. Entrecruzaron una mirada cargada de significado mientras ella canturreaba, casi ronroneaba, una canción.

Al reconocer la melodía, se estremeció de emoción.

Era su canción: una canción popular de Ishasha, el poblado que la vio nacer veintinueve años atrás; la canción con la que se conocieron y que se susurraban en tiempos de guerra, bajo el silbido de las balas, entre el suspiro del filo de los machetes al cortar el aire. La misma que le solía cantar para regalarle dulces despertares.

Una canción de amor.

La cruz de Saraís

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