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Prólogo

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La cultura es, en primer lugar, expresión de una nación, de sus preferencias, de sus tabúes, de sus modelos. En todos los niveles de la sociedad global se constituyen otros tabúes, otros valores, otros modelos. La cultura nacional es la suma de todas esas apreciaciones.

Frantz Fanon, Los condenados de la tierra.

Si sociopolíticamente el año de 1968 fue decisivo para la historia de México, no podía serlo menos para la cultura cinematográfica, para la actitud de los cineastas hacia su obra y para la concepción que nosotros mismos teníamos del cine.

Desde hacía varios años el cine imperialista norteamericano veía descender su hegemonía cultural. En Brasil, en Canadá, en Checoslovaquia y un poco por todas partes del mundo, las pequeñas cinematografías nacionales emprendían un rescate de su identidad nacional, entendida estéticamente como una reapropiación de sus bienes culturales y de sus propias imágenes. El fenómeno del nuevo cine cercenó los sueños neocolonialistas en el campo cultural a mediados de los años sesenta. Empezaron a derribarse los mitos imperiales. El cine de géneros cumplió su ciclo histórico: del saludable juego deportivo de Douglas Fairbanks padre, a la saña sanguinolenta de La Pandilla Grisson y al humor para excombatientes de Vietnam estilo M.A.S.H., pasando por la decadencia y caída de la perfección del relato clásico, ya posible de codificar tanto en sus leyes internas (mediante el psicoanálisis, la ciencia marxista y la antropología estructural) como en la fenomenología de sus etapas de crecimiento y vicisitudes decenales; el cine de géneros, convertido en su perverso mediatizador y en cine de consumo para moradores de suburbia y en sucedáneo espiritual para espectadores con cincuenta mil horas viendo espurias series de televisión, se volvió un enemigo artísticamente irrelevante.

El mito del “cine de autor”, de factura y sistematización más recientes, tarda más tiempo en derrumbarse. Sobre todo porque escondía un rito ambivalente: interioridad poética e individualismo egoísta, lenguaje de encuentro o huida, demiurgia estéril y reconocimiento del yo y el otro en la misma circunstancia histórica. En rigor, ¿puede decirse que, aplicada con la mayor severidad, y aislado del beato culto cinefílico-castrado, pueda destruirse totalmente el concepto de autor? ¿Alguien puede permanecer impasible ante la belleza que alguien pueda descubrir en las imágenes deformantes que aparecen en el interior de los espejos que a todos nos reflejan? ¿No es la inadmisible belleza un lúcido rechazo crítico a la realidad histórica que padecemos, y una anticipación del mundo tal como debería ser?

Hincado quincuagenariamente ante el melodrama, ante las aclimataciones serviles de todos los géneros neocoloniales existentes y ante sus domésticas series o temas preferidos, y siendo el cine de autor un proyecto siempre frustrado, el cine mexicano desde el año crítico de 1968 se busca a tientas. Entre mercaderías y convenciones nostálgicas ya inaceptables. Realizando hallazgos inmediatamente convertidos en convenciones. Aceptando, persiguiendo o desechando viejos vicios y nuevos modelos, tan combativos como los de la no-estética del cine del Tercer Mundo.

La coyuntura histórica parece favorecer contradictoriamente esta búsqueda. Sin renunciar a la fabricación de un cine sobrerrepresivo, hecho ya sin convicción ninguna, pero todavía con gran eficacia masiva entre un pueblo alfabetizado para leer las historietas de Lágrimas y risas, la industria cinematográfica del nuevo régimen da una oportunidad de expresión fílmica a toda una generación de cineastas (cosa inusitada en la historia del cine mexicano), pero al mismo tiempo limita de mil maneras esa expresión. Precensura, poscensura, autocensura y censura por omisión (protección financiera y legal del gobierno á la perpetuación de los vicios de la industria cinematográfica establecida), siguen dominando el panorama creativo. ¿Qué puede una pequeña idea incipiente en contra de intereses incontrolables? ¿Qué pasa cuando una gota de agua —prístina, diáfana, tal vez con un sutil reactivo en solución— cae en una tina de agua sucia donde se han bañado varias generaciones de errores, mistificaciones y falsas respuestas a los problemas creativos del cine? Todo se pierde, se enturbia, se descompone, se pone al servicio irresponsable del odiado contrario y forma con él una nueva sustancia. Rastrear excepciones y señalar caminos equivocados es una de las tareas de este libro, más que hundir barquitos de papel a cañonazos. Lo único que podemos evaluar son las obras y sus repercusiones.

Al lado de esa industria nacional corrupta y artificialmente sostenida, surge precariamente un cine independiente, también con numerosas contradicciones en todos niveles. En la actitud de los cineastas: desde el que filma una cinta “heroica” como tarjeta de presentación para la industria y es de inmediato devorado por ella, hasta el que hace cine como una forma de militancia revolucionaria. En terrenos difíciles de difusión: el monopolio paraestatal del cine impide la exhibición de estas películas “piratas” fuera del gueto de los cineclubes, de lujosas salas de arte privadas o de auditorios de sindicatos, por ejemplo. Todo lo cual impide cualquier posibilidad de recuperación económica del cine independiente en nuestro país, limitándose en la actualidad, casi exclusivamente, al cine estudiantil universitario y al de los equipos que filman en Super 8. Pero aun refugiado ahí, o por eso mismo, este cine independiente surgió a raíz de la politización de ciertos núcleos de clase media como consecuencia del movimiento estudiantil de 1968. Con vocación de testimonio contrainformador y de conciencia politicosocial. Antes de 1968 este tipo de cine era prácticamente nulo o por lo menos excepcional; hoy es una necesidad, aun cuando la independencia creativa tenga que pagarse con la escasa difusión. Este libro consigna los avatares de las más importantes manifestaciones de estas experiencias.

¿Nuestro método crítico? Las seguridades que nos amparaban en nuestro anterior libro sobre el tema, La aventura del cine mexicano (Editorial Posada, 1985), publicado originalmente en 1968 por Editorial Era, se han alterado y desmoronado. Ahora nuestro camino, como diría Machado, se hace al andar. Han cambiado, ineludiblemente y con numerosos tropiezos, nuestros hábitos mentales, nuestras estructuras de relación con la realidad cotidiana e histórica, nuestro entusiasmo por lo nuevo y la modernidad, nuestra capacidad de cuestionamiento y nuestro sentido de responsabilidad acaso. Si toda crítica implica una teoría, la que da origen a este libro es la que hemos elaborado a posteriori y paulatinamente. Este libro es, como producto personal inevitable, el testigo de nuestra mutación, de nuestra evolución constante, aun cuando el texto y el sentido de cada nota publicada al hilo de los días hayan sido revisados (reescritos) desde una perspectiva más meditada. La conciencia crítica, en constante estado de alerta, se modifica y se afina al contacto vivo del presente y de cada obra, sin temor a las alteraciones radicales dentro de la plataforma, porque trata de no ahogar la singularidad de una producción artística genuina bajo el peso de las ideas recibidas. De ahí procede, creemos, la violencia, la pasión y el “fondo bestial del entusiasmo” (Cioran) de muchas de las siguientes páginas.

Digamos algo sobre cada parte del libro, a título de advertencia. En la primera parte de este ensayo intentamos responder a la pregunta: ¿Qué pasó con la vieja generación de cineastas mexicanos, los que dieron sus principales obras en los treintas o los cuarentas y aun hoy siguen filmando? En la segunda parte retomamos literalmente la estructura fundamental de La aventura del cine mexicano —la que se refería a los temas y series característicos que dominaron al cine nacional entre 1931 y 1967— con el objeto de estudiar metamorfosis significativas, evoluciones y regresiones sustanciales, en el seno de cada uno de esos diez temas y series que todavía canalizan la mayor parte de la producción nacional dentro y fuera de la industria: en uno y otro caso la que interesa discernir es la diferencia y sus engaños. En esta segunda parte se insertan abusivamente los estudios de tres películas extranjeras filmadas en y sobre nuestro país: México, revolución congelada, El peyote. En busca de la vida y La pandilla salvaje. Razones: las dos primeras presentan enfoques temáticos aún inéditos en nuestro cine; la tercera contribuye a esclarecer el tema de la violencia, ciertas políticas de la censura oficial, y la imagen de México que difunde nuestra Metrópoli neocolonial. Por extensión de estas razones, en la cuarta parte del libro se analiza también una muestra de cine chicano. En la tercera parte describimos fenomenológicamente las personalidades cómicas que generaban los placeres masivos más intensos del rudimentario público del cine mexicano. En la cuarta parte hablamos de las películas que directa y explícitamente se refieren a la historia objetiva que hemos vivido en México desde 1968 a 1972. En la quinta parte hacemos un repertorio satírico de los equívocos estéticos más ejemplares en que ha incurrido el llamado nuevo cine industrial. En la sexta y última parte se consignan las experiencias fílmicas, de debutantes, más avanzadas desde el punto de vista formal: las que apuntan hacia una nueva estética, las que organizan nuevos modos de sensibilidad, las que requieren para su comprensión un enorme esfuerzo específico (Sontag). Una conclusión esquemática, a manera de repertorio de categorías ideológicas, clausura estas seis partes. En todos los casos en que cuestionamos los productos del cine industrial debe entenderse que consideramos impugnable no la industria como idea sino su funcionamiento real: su incapacidad y rutina técnicas, la actitud e intereses de quienes la manejan, y los imperativos de sus procedimientos manipuladores y obsoletos.

La búsqueda del cine mexicano es, pues, triple: buscamos al cine mexicano; el cine mexicano busca su identidad; nos buscamos en el cine mexicano, a riesgo de perdernos.

Antes de empezar quiero rendir un tributo de reconocimiento a Pedro Álvarez del Villar y a Carlos Monsiváis, que me han permitido ejercer públicamente una independencia crítica ante el cine mexicano en todo el periodo estudiado.

La iconografía que ilustra el volumen sólo ha podido reunirse con el concurso de Otaola y diversos cineastas no industriales.

La búsqueda del cine mexicano

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