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Ismael Rodríguez a) A Pedro Infante le sienta el luto

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No, esta novísima refutación del tiempo no es la observación de un mexicano extraviado en la metafísica, como diría Borges, sino la simple constatación de que la desventurada ausencia de hoy es tan real, mágica y tenaz, como la dichosa presencia de ayer.

Encaramada en la cima de una enorme cripta familiar, una señora vigorosa, prieta, de movimientos toscos y voz que parecía resonar dentro de sus pulmones como en un inhóspito cubo de vecindad agrietada, pidió, demandó, exigió enérgicamente silencio a los centenares de ilusorios deudos que, desde los primeros rayos luminosos de la soleada mañana del 15 de abril de 1970, se habían congregado alrededor de la tumba, “su” tumba, la sencilla tumba del Panteón Jardín, en el lotecito de actores, donde podían leerse discretas letras que invocaban apaciblemente el nombre de Pedro Infante Cruz, nacido en Guamúchil, Sinaloa, en 1917 y muerto allá en el sureste de la República a los 39 años de edad.

Los circunstantes —una amorfa multitud formada por eso que los cronistas displicentes llaman la gente del pueblo— guardaron el silencio requerido. “Pedro Infante, aquí está todo tu pueblo; México se cimbró como en un cataclismo, en un terremoto, al saber hace trece años que habías muerto; todo tu pueblo se consternó y lloró; nadie lo creyó, pero desgraciadamente habías volado al cielo”. Todos los signos externos y acústicos de la emoción patética, clamorosamente elegiaca, habíanse confabulado para que la exclamación proclive al grito imprecatorio se quedara suspendida, como si el tiempo hubiese perdido su índole sucesiva y de nuevo la muchedumbre, en pleno motín de histeria colectiva, aplastara materialmente a los deudos, en cuanto descendiesen a la última morada los restos carbonizados del actor cantante, rescatados de su avioneta accidentada y traídos en vuelo directo desde Mérida, Yucatán.

Los circunstantes —mujeres, con trenzas que rezaban sin interrupción rosario tras rosario, viejecitas que musitaban tristemente: “Mi Pedrito-Mi Pedrito”, fortachones en camiseta tatuados en los brazos como sucesores privilegiados de Pepe el Toro, rostros anónimos que sintonizaban en sus radios de transistores la estación de Pedro Infante, chorreadas con delantal y peinado de raya en medio al estilo Blanca Estela Pavón que se estremecían hasta la parálisis al oír los arrumacos musicales de “Amorcito corazón”, adolescentes despistados, muchachas de humilde minifalda, niños traviesos y compungidos— prorrumpieron en estentóreo aplauso, olvidando que se hallaban en un acto luctuoso de pesadumbre obligatoria.

Coronas de las viudas con horas de visita escalonada desde muy temprano, ofrendas de los admiradores y de los diligentes publirrelacionistas cosindicalizados, listones y mantas que agredían con la altisonancia de sus lemas: “Eres el ídolo único”, “Sigues siendo insustituible”, “No fuiste sucesor de nadie ni tendrás sucesor”; maestros de ceremonia que hablaban con la misma solemnidad con que narrarían la deificable transmisión de un eclipse solar, oración fúnebre a cargo de una estrellita representante de la ANDA (Carmelita González) renaciendo de sus cenizas, mariachis cuyo nombre constituía una promoción viviente al centro turístico para el fin de semana de moda (Cocoyoc), canciones eternizadas en las radiodifusoras cerca de su corazón ranchero en pleno arrabal barrido por las obras del Metro, flores, mucha consternación, océanos de nostalgia, desatención a los discursos, más flores, ambiente de romería criolla o de ahorcamiento westernista, tensión de día de los muertos en un Mixquic desecado, llanto sólo reprimido por la autoexcitación, Pepe Infante cansado de imitar a su hermano en la oscura plaza de Zitácuaro, rosas, nardos, jazmines, gladiolas y claveles, flores silvestres, tumbas contiguas pisoteadas, acto de presencia del Club de Admiradoras de Pedro Infante, oficiales de tránsito que se sintieron inmortalizados hace veinte años en el escuadrón acrobático de A.T.M.,6 inextinguibles muestras de cariño necrofílico, exposición de fotografías en parabrisas asaltables, solicitud de autógrafos a los herederos, damas vestidas en inoportunos trajes de ceremonia, capellanes institucionales del panteón, coplas multicolores.

El firmamento fílmico mexicano acogía complacido los estragos de una Época Dorada que había sido ignorada incluso por quienes la vivieron, pero que querían prolongarla en un absoluto sin tiempo, sin traición ni engaño. Tal vez, si un “borrego” periodístico difundiera el esperado rumor del hallazgo del ídolo a salvo en la jungla lacandona, planeando su retorno estelar en la película El regreso del nieto de Pepe el Toro o Nosotros los hijos de Sánchez también somos pobres, magna joya de la cinematografía azteca que se exhibirá verticalmente en las dos docenas de cines que integran la vistosa y homogeneizada cartelera capitalina, nadie quedaría sorprendido. El paréntesis de una muerte supuesta, calumnia alimentada por la torpeza vendida de la gran prensa, se cerraría sobre la invulnerabilidad del pasado.

Pedro Infante sigue siendo el ideal del estereotipo mexicano y el objeto inobjetable de su enseñoreado proceso mental, detenido y consumado en el cine de barriada. Pedro Infante ya es nuestro Rodolfo Valentino, prometido a las viudas vicarias de fidelidad octogenaria. Pedro salió de la nada; era de naturaleza y destino superiores a los de Aquiles que (así sería bueno) era hijo de una diosa y tenía managers olímpicos. Pedro está despojado de asociaciones morbosas. Pedro es el milenario culto a la muerte que renace como fantasma del inconsciente. Pedro había derrotado por fin a Jorge Negrete y a su adinerada jactancia charra en el pugilato librado dentro de la entraña masiva. Pedro es la promesa de obtenerlo todo, mujeres, fama, simpatía, madre masoquista, padre autoritario, fortuna, amigos, por el envidiable hecho irrefutable de ser prototipo del macho querendón. Pedro es el milagro de un periodo historicosocial más allá de las impertinencias del tiempo y del desarrollo. Pedro se agiganta como mito producido y reforzado por un fanatismo a la altura de las circunstancias axiológicas. Pedro es la garantía de la movilidad social ascendente (de Necesito dinero a Ahora soy rico) sin perder el sentido del arraigo y las virtudes innatas de la pobreza. Pedro es el abogado de los más caros imposibles. Pedro es la abnegación de la virilidad enternecida en un mundo hostil.

Pedrito seguirá siendo la última entraña.

La búsqueda del cine mexicano

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