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b) El excremento y la gracia

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De los rascacielos de la gran Ciudad de México pasamos a los muladares de una de sus “ciudades perdidas”. Un niño tuerto acusa a otros chicuelos que veían a dos canes copular, corriendo el riesgo de que les salieran perrillas. Dentro de una casucha, una niña enciende una veladora ante una pequeña estatua de San Martín de Porres, que está junto a una cama en donde un niño se encuentra muy enfermito. Es la casa de Pancho (Alberto Vázquez), hombre joven, honesto y trabajador que se dedica al juego para olvidar, sin conseguirlo. Olvidar que se casó con una Chole (Ana Martin) de vestido rotísimo, que lo hizo víctima de la “explotación panzográfica”. Olvidar que, por la irresponsabilidad ciudadana de no haber hecho a tiempo su servicio militar, carece de cartilla, y eso le impide sacar la licencia de primera que necesita para progresar en su trabajo como chofer de overol. Olvidar que la columna vertebral se le está deshaciendo y pronto lo dejará reducido a la invalidez en la mejor edad de su vida. Olvidar la existencia miserable que obliga a llevar a su familia

Veintidós años después de su primera aparición, la fatalidad de Nosostros los pobres y Ustedes los ricos se abate contra el hogar de Faltas a la moral (Ismael Rodríguez, 1969), y el jefe de la casa está anulado de antemano; incapaz de presentar mínimo combate, ínfima resistencia. La pequeña madrecita Evita Muñoz Chachita, insuperable en el monólogo arrastrante de inmediata eficacia chantajista sentimental, ha crecido monstruosamente, hasta convertirse en una lavandera gritona a quien apodan La Pulques, de doscientos kilos, delantal, capita tejida y calcetines oscuros, que apenas puede acompañar a Chole en su desgracia, en la inversión de roles laborales que la joven madre debe hacer para combatir la fatalidad que llama a las puertas del hogar.

Pero todos los esfuerzos de Chole están condenados al fracaso. Va a buscar a su hermana, prostituta de cargadores (Katy Jurado), con la sana intención de pedirle dinero prestado para la curación de su niño, y la mujer la hará también prostituirse en los brazos de un orangután humano que le recomienda condescendiente “si no le gusto, nomás cierra los ojitos y ya”. Regresa con el doctor para que vea al niño enfermo, y el facultativo le cobra ochenta pesos por certificar la muerte del pequeño. Recurre a su ex novio Juancho (Juan Miranda) cuando necesita sacarle dinero a quien sea para comprar el uniforme escolar de su hija, y el musculoso tarzancito de playera se trata de cobrar el favor seduciéndola en un mirador de la carretera desde el que contempla la ciudad “cada vez más grande”, dando motivo para que se les conduzca a la comandancia de policía por “faltas a la moral”. Trata de ocultarle lo ocurrido a su marido e intenta disuadirlo de que no pelee, cuando el Juancho va a provocarlo aventando botellazos contra su puerta, pero el muchacho casi inválido sale a dar manotazos de rabia impotente, mientras el otro abusivamente le rompe la cara.

La culpa de tantas calamidades la tiene el populismo barroco de Ismael Rodríguez, tratando de recuperar las virtudes innatas de Nosotros los pobres, en su más pavorosa y proterva decadencia. La regresión franca y siquiatrizable concederá respiros de vida indigente a las infelices criaturas de Faltas a la moral, artificiales y estereotipadas, porque estamos ante una película conmovedora como el entierro de un chavito con las piernas dobladas porque no cupo en la caja y padres berreantes (“no le pegues tan duro”, dicen a quien clava el féretro) y música de organillero al pie de la fosa, una película litúrgica como un clavel puesto en una botella de refresco y una tumba rociada con agua bendita, una película instintiva como los acercamientos toscos a personajes que dramatizan la obviedad de un espíritu en el límite de lo pedestre sentimental, una película generosa como el perdón ilegal de una agente del ministerio público en un arrebato de complicidad femenina, una película sublime como los menesterosos sorprendidos en un terreno baldío por dos tipos que se rompen la madre a golpes y botellazos, una película significativa como la realidad miserable que quiere describir en calidad de acusación siniestra, una película tan aventada como demostrar que el “amor verdadero “ puede finalmente más que la “deslealtad desesperada”.

Y también: es Ismael Rodríguez y el vigor primario de su mundo de bolero sentimental, es Ismael Rodríguez sacudiéndose las utopías sordomudas de El hombre de papel (1963) y la escalofriante ineptitud de la farsa técnicamente más defectuosa de la historia del cine mexicano (Autopsia de un fantasma, 1966) y la viscosa complacencia alburera de Isela Vega y Andrés Soler comiéndose un pollo de doble sentido (Los cuernos debajo de la cama, 1968), es Ismael Rodríguez-Anteo que retoma fuerzas al contacto del quintaesenciado melodrama de barriada, es Ismael Rodríguez y su Corte de los Milagros puesta al día con melenudos “contrarios a nuestra idiosincrasia' y niños que lanzan un speech cuando van a entregar la ropa lavada y cruzadoras de supermercado (Josefina Olguín) y comisarios catarrientos y ornados jipis que al fin aprenderán “a ser hombrecitos”, es Ismael Rodríguez que desafía lamentablemente al paso del tiempo y se niega a extender el acta de defunción a su cine desahuciado aunque le ofrezca un té de yerbas hervidas como único alimento y tenga que decapitar a San Martín de Porres en un rapto de desesperación, es Ismael Rodríguez y esa incontaminada ingenuidad que es capaz de amalgamar la crueldad de un calvario miserable y el infantilismo disneyano de los niños que miman “los cochinitos ya están en la cama / muchos besitos les dio su mamá” antes de dormirse.

El realismo es inverosímil, el pathos no ahorra ningún efectismo dramático y el relato escapará hacia un plano descarnado en que los signos se mueven al desnudo. Domina en las motivaciones fundamentales y en los momentos culminantes el signo del excremento. En las tres formas en que lo estudia la antropología estructural: como simple caca, como oro (sol podrido) y como muerte que da vida.7 El hijo más pequeño de Pancho y Chole caga sangre en su baciniquita y morirá sudando cuando la vida haya terminado de salírsele por el ano. La terrible pelea entre Juancho y el marido semilisiado la vemos desde la perspectiva de dos menesterosos que están zurrando con todo lujo de detalles escatológicos entre las matas de un terreno baldío, a la luz de un farol para entretenerse leyendo el periódico con que habrían de limpiarse. Y toda la dinámica existencial de los personajes gira alrededor del oro convertido en billetes de banco: Pancho se juega el poco dinero que gana sólo para quedar completamente desvirilizado, desamparado, humillablemente dependiente y proclive a “perdonar la infidelidad'' cuando pasen su ira y su rabia impotente; Chole en cambio irá en busca del oro “faltando a su moral” de total sumisión, voluntaria o involuntariamente, primero para pagarle al doctor que debería devolverle la vida al pequeño, luego para vestir a sus hijos y finalmente para proporcionarle una faja ortopédica a Pancho, que lo aliviará de los dolores y hará que una nueva vida de esperanza se abra ante la pareja.

Es éste el momento del optimismo renaciente que esperaba Pancho para decirle a Chole, como algún día soñó Pepe el Toro exclamarle a su Chata: “Te juro que todo va a cambiar, me cae de madre si no”, y el final feliz resplandece sobre las aguas negras del melodrama tremebundo, con close ups sonrientes, canciones de Alberto Vázquez sobre el verdadero amor que perdona hasta el engaño, niños abrazados como esposos y elipsis de imágenes celestiales. La gloria se abre; las pruebas a la familia Job han concluido. Como al final de Ustedes los ricos, en que todos los vecinos celebraban por celebrar y la ricachona Mimí Derba iba a pedirles un poco de calor humano a los pobres, la pareja vapuleada de Faltas a la moral se ha hecho acreedora al regocijo, la purificación y el éxtasis sentimental al término del pedregoso camino. La prueba de la Gracia está menos en la lógica de una síntesis que en la eficacia de la reconquista interior. Es porque estas criaturas han experimentado una angustia ante el enigma del designio y el sufrimiento por lo que reconocerán en este mundo miserable otro mundo. Las fantasías infantiles en torno del excremento se alían a las fantasías melodramáticas del mundo de la necesidad y se subliman en fantasías de un vitalismo místico. “La vida empieza en lágrimas y caca. . .”, empieza un verso de Quevedo citado profusamente.

El estado de beatitud estaba alcanzado, pero la regresión esencial se transformó en simple regresión insulsa. Poco antes que Galindo filmara Pepito y la lámpara maravillosa, Ismael inició un ciclo de cine infantilista, supuestamente para niños, “con argumentos blancos, aunque con una trama que también puede interesar a los adultos” porque “estamos cansados (Ismael y un grupo de señores respetables del Pedregal de San Ángel, sic) de ir al cine con nuestros hijos y tenernos que salir ante la invasión de violencia y sexo que hay no sólo en las películas extranjeras, sino también en las mexicanas”. La decisión estaba tomada; desde 1970 el realizador de Faltas a la moral se dedicó a dirigir y coproducir películas para niños, según la particular idea que tenía de ellos.

Comenzó con dos coproducciones guatemaltecas que rodó una inmediatamente después de la otra: Trampa para una niña (1969) y El ogro (1969), dos “cuentos de hadas realistas” en contexto de clase media acomodada en los que hijos de Ismael, Cui y Xanah, ajustan cuentas con los adultos usurpadores del lugar de sus progenitores, conviven con tarántulas y alimañas como la Tucita en Los tres huastecos y tienen horribles pesadillas seudosurrealistas con cuadros de Sofía Bassi. Alentado por el fracaso total de estas películas, el director emprendió una tercera, Mi niño Tízoc (1971), concebida como dramatización de las penalidades que esconden los murales sobre posadas indígenas del Hospital Infantil. La película es un melodrama inenarrable, arbitrario, ingenuo y sensiblero hasta el delirio. Una especie de fantasía oligorridícula o subproducto de las chinampas fotogénicas de María Candelaria y del indito solitario Tizoc que hacía retobos de ¡hum! cada vez que hablaba con ladinos.

Alberto Vázquez es ahora un xochimilca viudo que compra una piñata en forma de puerquito de María Candelaria para que la rompa su hijo, pero el niño se indigesta y el indígena falsificado tiene que transportar al pequeño moribundo, ya verde, envuelto en un petate, deshaciéndose del intestino como su antecesor de Faltas a la moral, por todas las calles de la ciudad y a cuestas, rumbo al hospital donde el indio será asaltado por un pillo, se pasará cinco noches en la prisión sin dormir gritando que lo dejen ver a su niño, y sólo se salvará de los loqueros, que se acercan a él con una camisa de fuerza lista, gracias a su buena idea de tirársele a los pies del agente del ministerio público pidiendo clemencia. Así, el amor entre padre e hijo sobrevivirá a las acechanzas de la sociedad blanca y el lirismo intimista-xochimilca superará incluso las tentaciones que sufra el padre de parte de alguna guapa vendedora de flores. Y los dos familiares entrañables seguirán bogando en el lago de colorines porque hay que haber probado el excremento para poder saborear la gracia, que aparece siempre, providencialmente como debe, al cabo de la más irredimible trama paranoica. Pero los designios de la beatitud rodriguezca son inescrutables.

La búsqueda del cine mexicano

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