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Emilio Fernández a) El amor trágico
Оглавление“El amor admirable mata”, reza un aforismo del poeta surrealista Paul Éluard. Ese aforismo podría figurar como premisa mayor de cualquier película iberoamericana sobre la pasión amorosa, desde La mujer del puerto de Boytler, hasta el enloquecido primer episodio de Lucía de Solás, triple homenaje cubano al Senso viscontiano, al cine febril afrobrasileño y, tal vez inconscientemente, al melodrama romántico mexicano. ¿Melodrama romántico mexicano? Sí, en efecto, existió una fuerte tradición amorosa en el viejo cine nacional. Con base literaria en folletines románticos decimonónicos europeos, en sus variantes historicistas de Vicente Riva Palacio, en las paisajistas sentimentales de Ignacio M. Altamirano y en las tonalidades realistas de José López Portillo y Rojas, partiría del defectuoso Enemigos de Urueta (1933), y acabaría como imposibilidad en el grotesco Pedro Páramo de Velo (1966) y en los acartonados Recuerdos del porvenir de Ripstein.
Pero este melodrama representó una corriente imperiosa, de violencia rural, de exaltada emotividad populista. Participó a la vez del fresco épico y de un supuesto lirismo de Gran Amor de Antaño, haciendo la apología del amor sin dejar de oponerlo al contexto histórico pasado, siempre poco propicio al libre desarrollo de la pasión. Los sentimientos altivos que impulsan al rebelde idealista se contagian a la mujer pasiva y tiemplan sus ánimos para la consecución de sus deseos eróticos, arrasando diferencias sociales, prejuicios de clase, facciones en pugna, persecuciones, ofensas y atentados a la intransigencia del amor inocente.
Por injustas que sean las amenazas, por insuperables que parezcan los obstáculos, un ideal transgresor social y el amor neocaballeresco aliados vencerán equívocos, fatalidades y corrupciones, haciendo resplandecer, en cierta excitación inefable de la muerte, un fulgor soberano, que prevalece sobre los accidentes de la existencia, más allá de la razón y los rigores de la tragedia, en un cántico incontenible, pacificador, glorificante, a la unión condenada de los cuerpos.
Éste es, se entiende, el arquetipo que podemos deducir a partir de treinta esbozos distintos y un solo tema inalcanzable verdadero, inaccesible como el cielo en que se proyectan frustraciones sublimadas, represiones, figuraciones adolescentes de hace varias décadas, ensoñaciones colectivas, mistificaciones, evasiones necesarias y transposiciones soberanas sin final feliz ni referencia aceptada; el cielo que es una zona lisa y profunda hacia la que emigran los sentidos y los ideales heroicos de transgresión amorosa.
Ha sido un género melodramático que añoraría tener la cadencia del cine désuet hollywoodense, la sensible dirección de actrices de Cukor, el pudor desvaído de Clarence Brown y las vibraciones de Cumbres borrascosas filmada tan artificiosa como farragosamente por William Wyler. Pero el cine romántico mexicano floreció en el goloso banquete folletinista nacional de los cuarentas, y se hizo memorable con la voz de barítono de Jorge Negrete y el misterio gris de Gloria Marín. Rehúsan desaparecer la noche que pasa el fugitivo escondido en la alcoba de la hija del jefe militar en Una carta de amor de Miguel Zacarías (1943) y el árbol que graba con una navaja el joven pobre mientras crece la Historia de un gran amor de Bracho (1942).
Mas conservemos también las entrevistas clandestinas en la ermita, el puente en llamas que cierra la fuga a los amantes, el duelo de los pretendientes rivales por el cuerpo exánime de María Félix, el gesto de agradecimiento de Negrete al saber que pronto se reunirá con su amada en el más allá, y la caída al vacío en long full shot de René Cardona llevando en brazos a su prima muerta, todo ello cerca del abismo de El peñón de las ánimas de Zacarías (1942); asimismo, la despedida de Pedro Armendáriz y Dolores del Río en una guanajuatense fuente colonial de Bugambilia (Fernández, 1944), las intolerantes familias exterminadas hasta el último de sus miembros para separar a Negrete y Miroslava en La posesión de Bracho (1949), la rebelión de Luis Aguilar contra las tropas resguardadoras del orden que injustamente se ensañan con la familia campesina de Alicia Caro en Un capitán de rurales de Galindo (1950), el honor incólume del atildado oficial Emilio Tuero entregándose para ser fusilado después de haber cumplido su palabra empeñada a Gloria Lozano en La sentencia de Gómez Muriel (1949), y muchos testimonios galantes más, antes de que los culpables de encarnar la imagen idealizada del Amor que desemboca en la Rebelión y en la Tragedia, transformen la nobleza de la relación ilícita —ilícita según esquemas del tiempo de los chinacos o de la etapa prerrevolucionaria— en una lucha perdida contra las tinieblas.
Así, entre La canción del Plateado y El camino de los gatos, entre la insinuación glamorosa y la pureza amatoria original, entre la desdicha mayor sobre la tierra y la bestia del amor capturada antes de caer en la trampa de su propia autodestrucción, ha transcurrido este cine descendiente a la vez del romance español y de la novela de aventuras en todos sus niveles, y acaso precursor del western mexicano. Pero hemos hablado de caracterización genérica, impulsos netamente melodramáticos y afinidades temáticas. De ninguna manera puede interpretarse esto como un deslinde estético. Hay en todas las películas mencionadas cualidades aisladas de tempo y ambientación, cierta “elegancia aristocrática” (A. Garmendia), pero el viaje indispensable, que confirmaría el aforismo de Éluard que antecede estas observaciones, jamás se realiza en un plano que rebase apenas el espectáculo discursivo, un concepto plebeyo de la elegancia, la distorsión semicaricaturesca de la pasión, la futilidad del amorío ampuloso, los placeres de lo extemporáneo.
Conocemos un solo caso en que el cine mexicano ha estado cerca del amor trágico, de la pasión amorosa en lo que tiene de devastadora, de vida que se afirma hasta la muerte. Se trata de Una cita de amor, cinta prácticamente desconocida y catalogada como menor en la obra de Emilio Fernández. Fue filmada en 1956, después de que el realizador hubo rodado en Cuba una escolar biografía dé José Martí (La rosa blanca, 1953), y de que hubo pergeñado todavía en el extranjero dos secuelas de sus mejores obras: en España una reedición de La red, llamada Nosotros dos (1954), y en Argentina una transposición de Pueblerina, risiblemente titulada La Tierra de Fuego se apaga (1955), delirio plasticista en donde un temido solitario pampero se enamora de una moza rubia en desgracia y debe enfrentarse a la adversidad, materializada en los moradores de esa tierra violenta.
Con Una cita de amor el Indio intentaba resarcirse ante la voluntad de los productores que ya abiertamente lo boicoteaban. Para conseguirlo reunió de nuevo a su antiguo equipo: Figueroa, Magdaleno, Díaz Conde, y confió dos papeles centrales a sus hermanos Jaime y Agustín. La película, sin embargo, tuvo poca resonancia: pertenecía a un espíritu cinematográfico ya fechado. Sufrió además dos cambios de título (se eliminaron Bramadero y El puño del amo), fue enviada a competir en desventaja anacrónica al Festival de Berlín y, pese a que era la más depurada y tensa de las obras póstumas de Fernández, nadie percibió que era dentro del marco y de acuerdo con las jerarquías específicamente mexicanas que hemos descrito como podrían encontrarse sus valores, con todos los sistemas de convenciones implicados. La decadencia del Indio empezaría a acusarse a raíz de este fracaso.
Para autentificar la pasión absoluta se necesitaba una plástica absoluta, una retórica absoluta, un estilo absoluto. Y dentro del viejo cine mexicano, de ningún otro cineasta, aparte de Fernández, es posible hablar en estos términos, a pesar de que la contrapartida de ellos sea el más absoluto ridículo, a menudo inextricablemente involucrado en sus obras.
Aunque Una cita de amor se basa en la misma novela que había inspirado catorce años antes Historia de un gran amor (El niño de la bola del granadino Pedro Antonio de Alarcón), las verdades prácticas de ambas películas son radicalmente opuestas Lo que en Bracho era verborrea conceptuosa, en Fernández es verbo entrañable. Lo que en Bracho era un conjunto de rodeos dramáticos, en Fernández es contundencia. Lo que en Bracho era hermoseo marchito a ultranza, en Fernández son matices insospechados del duelo luctuoso.
Una cita de amor es la obra con mayor violencia en los contrastes y contraluces plásticos de Fernández-Figueroa. Visualmente se percibe como una especie de ascetismo infausto, una suerte de tremendismo oscurecido que no es otra cosa que vehemencia contenida. Su construcción dramática aumenta en intensidad a medida que la intriga se cierra y asfixia a la pareja amorosa. Progresa siempre en tintas fuertes, asediando a los personajes en los puntos climáticos de su locura y su destrucción, eludiendo señalar con evidencias el proceso involutivo que los aniquila, remitiéndonos indirectamente a las causas mediante los signos exteriores culminantes de ese proceso, con una simplicidad radical.
En un periodo semifeudal difuso, presumiblemente a principios de siglo, Román (Jaime Fernández) ama a Soledad (Silvia Pinal, morena) que es hija de su enemigo y vecino, el señor Amo (Carlos López Moctezuma), quien, con ayuda de sus secuaces legales (el comisario José Elías Moreno), funge como cacique en la región y se propone despojar al héroe de las pocas tierras que le restan, las pobres hectáreas de Bramadero. Durante la fiesta del pueblo Román apuesta todos sus bienes para bailar con Soledad, pero el pretendiente oficial de la muchacha (Guillermo Cramer) desborda la suma apostada gracias a los refuerzos monetarios del Amo. La alegre Soledad se refugia en la hacienda, moralmente destrozada, y Román mata a su rival en un desafío de cantina. Su cabeza se pone a precio y la cifra se eleva cuando la peligrosidad del fugitivo es apoyada por peones soliviantados de otras haciendas que lo siguen para formar una gavilla.
Un año después, de nuevo en la noche de la fiesta del pueblo, los papeles se han alterado: la taciturna Soledad ha enloquecido de amor durante la espera, el representante de la autoridad que la pretende (Agustín Fernández) acaba de morir baleado por Román en una callejuela oscura, los participantes de la fiesta han huido, y al subir el forajido el tablado para bailar con su amante, y ordenar a los músicos que toquen “El palomo y la paloma”, todo se ha consumado. Román sangra de la cabeza y se desploma a los pies de Soledad al iniciarse solemnemente el baile solitario. La muchacha inclina sobre el cuerpo del hombre su vestido blanco, con un rictus de terror en el rostro, sin darse bien cuenta de lo que ha sucedido, ni atreverse a acariciar a su amado, mientras se hace el silencio, pesadamente.
Las convenciones del melodrama —el amor trágico provocado por la imposible ruptura con la familia y con la estirpe— se han asumido con vigor y delicadeza. Predomina un lenguaje a base de imágenes puras que jamás compiten con la belleza autónoma de La perla, ni con el folclorismo hierático de Pueblerina, ni con la asombrosa sensualidad de La red. Es otro el registro fernandezco de Una cita de amor: más narrativo y funcional. Acentúa menos las dimensiones y resonancias cósmicas, dovjenkianas y eisenstenianas del relato visual. El cielo de tormenta deja de ser una figura exótica prefabricada para ser un verdadero espíritu. De ahí deriva la sensación fatal que se desprende de los movimientos del film; su silencio decantado. Los amantes padecen su pasión en la sombría transparencia de las imágenes.
Fernández seguía siendo el mismo realizador, con sus altas y sus afectaciones, sus desesperantes ideas fijas y su generosidad repetitiva de gran primitivo. Pero aquí no había mancha de demagogia, ni existía mínima complacencia por la fiebre brutal y el goce de la venganza. Por el contrario, a Una cita de amor lo que le importa es la sugerencia de cópula entre magueyes con que se inicia la acción. Lo que importan son las botas y el inmenso jorongo bordado de López Moctezuma dominando en primerísimo término las carreras insignificantes de los peones. Lo que importa es el intercorte de las manos del Señor Amo temblando al tomar las de su hija, cuando va a visitarla de noche y sin saber cómo aproximarse a su intimidad. Lo que importa es la silueta de Jaime Fernández irguiéndose con grave dignidad sobre la montaña, o el hombre enunciando con sus carnosos labios la solidez de sus derechos y pasiones. Lo que importa es el opulento, retador vestido blanco de la inconsolable Soledad.
Abundan los encuadres de cuerpo entero con la cámara en el suelo. Como en los mejores momentos de Flor Silvestre el folclor rural desempeña una función ceremonial. Cuando Silvia Pinal canta a grito pelado el dolor de su abandono, a dúo con la Tariácuri “A los cuatro vientos”, ahogadas de borrachas en el desayunador de la hacienda; o cuando Agustín Fernández arrostra las maldiciones que pesan sobre aquel que pretenda a la enlutada llena de encajes, y sube a los portales a solicitarle una pieza, estamos sumergidos ya por completo en el tumulto de los sentimientos extremos de los personajes, acostumbrados a un escepticismo rígido que sólo se preocupa por acariciar sus reminiscencias abruptas, como si constituyesen una magia sutil, intermitentes como las ondas de la música orquestal pueblerina, con la energía trémula y áspera de una canción espontánea que comunica con el vértigo.
Una cita de amor no es ni una cinta de intelectual ni una cinta de esteta ni una cinta de macho ni una cinta de gigante. Es algo más que todo eso, es una película de hombre, un hombre dispuesto a la pasión, a la ternura viril, a la confidencia íntima, a la furia rápida, a la condición trágica y a la nobleza personal. Un hombre que combate dentro de su propio campo de batalla, sombrío y crispado, con una crueldad y una dureza de expresión poética que se hacen sensibles a través de los sufrimientos y las vicisitudes inhumanas de sus héroes. La más extraña película pasional del cine mexicano es una obra para la que el erotismo más ardiente es un impávido erotismo negro.