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DEVOCIÓN Y SACRILEGIO EN POPAYÁN
ОглавлениеLa primera mención escrita que se hizo de este proceso se encuentra en una de las actas de reunión del cabildo catedral de Popayán, con fecha del 11 de mayo de 1609, que iba acompañada de una carta del deán Montaño en la que hizo referencia a los continuos rumores que desde el año anterior (1608) se habían extendido por la ciudad debido a las entradas continuas al convento, y a horas indecentes, de algunos frailes dominicos, cuyo convento colindaba en una esquina con el de las monjas agustinas. A pesar de las reconvenciones del deán y sus capitulares, las monjas habían decidido no obedecer, pues los frailes dominicos les habían explicado que no eran monjas profesas, sino mujeres recogidas y no sujetas a religión, y que solo el provincial de su orden podía juzgarlas y sentenciarlas. Esta inicial rebeldía obligó a Montaño, el 8 de agosto de 1608, a apostar espías en ambos claustros para comprobar si eran ciertas las entradas furtivas al convento y si había religiosas que se dirigían al convento de Santo Domingo a comer y merendar en altas horas de la noche. Esta explicación brindada por las monjas bien permite apreciar que, en términos de jurisdicción eclesiástica, los conventos femeninos estaban sujetos o a la autoridad de sus émulos masculinos o, en el caso de las fundaciones conventuales que se presentaron después del Concilio de Trento, a los obispos y arzobispos15. A pesar de estas consideraciones, los argumentos de las monjas revelan: 1) que no consideraban estar sujetas al ordinario, es decir, a la jurisdicción del obispo o de su correspondiente cabildo catedral, sino al provincial de la orden agustina, desconociendo con esto que su fundador había sido un anterior obispo de Popayán; y 2) que al no estar presente un provincial o, en este caso, el obispo, la profesión de fe de varias de ellas no se había realizado, por lo que no eran religiosas todavía y, por ende, no debían seguir la regla de clausura que por obligación debían acatar y respetar.
Así, frente al aviso de la presencia dominica en la Encarnación, llegó el deán a las puertas del convento, siendo recibido por la priora, quien le confesó que había dos frailes en el interior del espacio claustral, en la huerta, por lo que Montaño, junto con otros clérigos y el notario, entró al convento para apresarlos, momento aprovechado por las monjas para esconder a ambos frailes debajo de los colchones de una religiosa que se encontraba enferma. Esta situación dio inicio al primer proceso que juzgó a las monjas de la Encarnación y en el que se empieza a denotar su desafío a las autoridades eclesiásticas y su doble defensa, por un lado, de la pertenencia jurisdiccional de su convento y, por otro lado, de su rol como religiosas. Por no haber obispo —para 1608 aún no había sido nombrado nuevo prelado para Popayán— le correspondió a Montaño servir de juez al ser el provisor en sede vacante, encontrando a tres religiosas culpables de violar la clausura, a las que sentenció a seis años de cárcel, privadas del velo negro y del voto perpetuo. Respecto a los frailes, el cabildo eclesiástico no podía juzgarlos, dado que no tenía jurisdicción eclesiástica sobre las órdenes religiosas masculinas. Montaño mencionó que en general existían en el obispado 11 conventos que vivían en continua relajación, derrochando dinero y viviendo en el total escándalo al no guardar la clausura de forma debida. He aquí una primera clave que nos permite ir entendiendo la vida disoluta en la que se encontraban los claustros payaneses16, pues el encontrarse lejos de sus provinciales, ubicados en una zona geográfica que a principios del siglo XVII se caracterizaba por la dificultad de comunicación y la debilidad de las autoridades civil y eclesiástica, pudo haber permitido que la disciplina y la regla eclesiástica conventual fueran debilitándose poco a poco.
Como medida preventiva se colocó en la puerta de la iglesia del convento un auto en el que se señalaba la prohibición de visitas y conversaciones ordinarias entre las monjas del convento y cualquier persona seglar o eclesiástica de la ciudad, aunque fuera familiar de alguna de las religiosas. Sin embargo, el cabildo eclesiástico tenía la leve sospecha de que las religiosas mantenían sus vínculos con los frailes, pues se supo que ante los castigos que impuso el deán corrían las monjas a ser absueltas de las censuras por los dominicos.
Hablemos de las tres monjas acusadas: la priora del convento, María Gabriela de la Encarnación, y las monjas profesas, Margarita de Jesucristo y María Magdalena de la Purificación, quienes, en voz de la primera, por ser su priora, manifestaron en el primer interrogatorio que recusaban a su juez por no corresponderle la jurisdicción regular sino la ordinaria. A pesar de este recurso brindado por el derecho, el deán, junto con su cabildo eclesiástico, levantó 17 cargos de rompimiento de clausura, vida disoluta y relajamiento de las costumbres religiosas a las tres monjas —la mayor parte de los cargos recayeron en la priora—, ante lo cual fueron declaradas las siguientes sentencias:
1. Para las tres monjas mencionadas: despojo y privación de su hábito, quedando con el velo blanco; privación de voto activo y pasivo, con lo que no podían elegir ni ser electas en ningún cargo en el convento; pérdida de la antigüedad en el convento, coro y refectorio; prisión y aislamiento por seis años en una celda cuya puerta estuviera tapiada con lodo y con un torno para que pudieran comer; y, terminado este presidio, quedarían en condición de donadas, haciendo los oficios de la cocina.
2. A la priora y a todas las monjas del convento, por sus desobediencias con el cabildo, se les ordenó ayunar los miércoles y viernes con pan y agua; rezo los viernes de los salmos penitenciales con sus letanías; y prohibición para ser electas como prioras por un tiempo de seis meses.
3. A todas las monjas se prohibía por dos años la entrada al locutorio y entablar conversación con cualquier persona sin licencia episcopal; además de no permitírseles el tocado con copete ni ningún tipo de ornamento más allá del blanco y negro, ni que criaran cabello alguno. Aquella que fuere pillada con tocado o con cabello recibiría un castigo por seis meses continuos en el cepo17.
A pesar de estos evidentes castigos, las tres monjas habían continuado con sus apelaciones, dirigiéndose al cabildo catedral de Santa Fe, gracias a fray Antonio Badillo, prior del convento de san Agustín en dicha ciudad, quien presentó su caso ante esta corporación, que dio la orden de que fueran liberadas de sus prisiones18, dado que se consideró como insuficiente el derecho jurisdiccional del deán y se aceptó el argumento de no profesión por falta de provincial presentado por las religiosas. Este primer momento da cuenta de las continuas tensiones que se podían gestar por la falta de claridad y la incomprensión de la potestad jurisdiccional en los claustros femeninos, pero también indica la posibilidad que tenían las religiosas de pedir la procuración de cercanos que pudieran abogar por sus procesos.
Así, el electo obispo de Popayán, fray Juan González de Mendoza, encontró libres en 1610 a las religiosas de la Encarnación, iniciando con la llegada de este personaje reformador y autoritario un capítulo nuevo dentro del juzgamiento de las monjas, quienes le habían ganado el pulso del proceso al deán Montaño al ser liberadas. Llegado el obispo, como lo dispone el derecho común, este se dedicó a corregir, visitar y castigar a las monjas y a los dominicos implicados, dada la ausencia del superior regular de ambas órdenes19; además envió diversas cartas a la Audiencia de Quito y al rey, pidiendo ayuda para avanzar en el proceso judicial contra los implicados y excomulgó a aquellos vecinos que apoyaban a las monjas o a los que se comprobó que habían ingresado, como los dominicos, al convento.
Todo el proceso liderado por el prelado contó con dos interrogatorios realizados por el obispo a las monjas; un juicio civil ejecutado en 1611 por Diego de Zorrilla, juez pesquisidor enviado por la Audiencia de Quito; y una investigación hecha por el general de la provincia dominicana de Santa Catarina contra los frailes dominicos culpados de violar la clausura conventual y de sembrar ideas heréticas en la profesión de las monjas. ¿Por qué, dado el argumento de las monjas sobre la jurisdicción y la sentencia del cabildo eclesiástico de Santa Fe, continuó el obispo con el proceso? Porque el 7 de abril de 1611 el prelado recibió una carta del prior del convento de San Agustín de Cali, que sería, según los argumentos de las religiosas, su provincial, en la que le autorizaba y daba licencia para castigar a las monjas de la Encarnación20; y porque, según se da cuenta en un documento que revela el largo proceso cursado por los vecinos de Popayán contra el prelado en la Audiencia de Quito, en 1611, González decidió “resucitar las cosas antiguas del sacrilegio que diferentes personas así seculares como eclesiásticas habían cometido en el convento de monjas”21. Solicitó entonces a la Audiencia de Quito un oidor que revisara el caso y sirviera de juez, y presentó un informe en el que daba cuenta de los “desórdenes pasados” que se habían presentado en el convento y que eran conocidos por el virrey en Lima22.
No obstante, el primer pulso entre González de Mendoza y las monjas de la Encarnación se dio en 1610, año en el que el obispo había decidido visitar el claustro para investigar los sucesos de sacrilegio y quebrantamiento de la clausura, encontrándose con que la priora suspensa le impidió la entrada al claustro porque ella, junto con varias de las religiosas del convento, no reconocían su autoridad. Tras esta visita, el prelado decidió castigar con el cepo a la priora suspensa María Gabriela de Salazar y a la profesa Isabel de Jesús, ambas hermanas de sangre, quienes no obstante la autoridad de su juez quemaron el cepo hasta que quedó hecho ceniza y se liberaron de su prisión. El administrador provincial y vicario general, Diego Rengifo, quien había quedado encargado de los asuntos del obispado en ausencia del obispo, fue informado de tal suceso, por lo que pidió entrar al convento para reconvenir e interrogar a las dos monjas. A la pregunta del porqué habían desobedecido la orden de su obispo, María Gabriela de Salazar contestó que no le conocía ni reconocía como tal, y que tampoco reconocía al provisor ni a la nueva priora encargada del convento, María de los Ángeles, lo cual iba en público desacato de la autoridad episcopal. En uno de los interrogatorios hechos a Salazar por el obispo, esta confesó que la quema del cepo fue un accidente, puesto que la primera noche de su castigo había hecho frío en el refectorio, por lo que pidió junto con su hermana les trajeran unas brasas para calentarse, pero quemaron el cepo accidentalmente, el cual abandonaron para salvarse.
La priora encargada por el prelado, en su testimonio mencionó que su convento se encontraba dividido entre quienes seguían y obedecían al obispo, y quienes, además de no obedecerle, lo recusaban como su juez, como ya habían hecho con el deán Montaño. Con esto se decidió poner presas a ambas hermanas, junto con Andrea María de la Encarnación, Juana de Ávila y Brígida de la Concepción, haciéndose la salvedad de que María Gabriela e Isabel llevarían el peso de los grillos en sus pies. No obstante, fue aumentando el número de prisioneras, extendiéndose el encierro perentorio a Isabel de San Juan, Isabel de San Agustín, Catalina de San José, María de la Encarnación, Catalina de Santiago, Michaela, que era donada, Ana de los Reyes, Ana de la Cruz, Catalina de San Pedro, Francisca del Espíritu Santo y Juana de los Ángeles23. No sobra decir que además de la prisión habían recibido pública excomunión por sostener la idea de ilegitimidad del prelado.
El escenario permanente de encuentro entre las obedientes y las desobedientes llevó a las monjas a enfrentarse continuamente en el coro del convento; tensión que obligó a la priora María de los Ángeles a llamar a las segundas impertinentes y rebeldes. A pesar de esto, meses después, el 2 de agosto de 1610, aún sin saber bajo qué argumentos, las desobedientes decidieron escribir una carta al obispo aceptando y reduciéndose a su jurisdicción y competencia dando inicio a los interrogatorios y torturas que el obispo Juan González de Mendoza les aplicó, antes de desterrarlas a otros conventos de la Audiencia de Quito. No sobra anotar que este cambio de decisiones, así como la división entre las religiosas, se presentó en varios momentos de su proceso de juzgamiento, como signo inequívoco de que la colegialidad, es decir, el grado de consenso y cohesión de un grupo de personas pertenecientes a una corporación24, se había roto, afectando por obvias razones su vida en comunidad.
González de Mendoza retomó y fortaleció las acusaciones de devoción amorosa, embarazo, relaciones carnales y rompimiento de la clausura conventual hechas contra las monjas, quienes se veían enfrentadas a merecer la pena de destierro; pero cabe anotar que también era una actitud sacrílega de parte de las religiosas no cumplir con su voto de obediencia y no aceptar la jurisdicción episcopal25. El voto de obediencia estaba referido a la “renuncia de la propia voluntad y la subordinación incondicional a la autoridad de los prelados y a la abadesa del convento”26, mientras el voto de pobreza aseguraba la renuncia de los bienes materiales y el voto de castidad se refería a “la pureza en cuerpo y alma”27; los tres debían ser cumplidos en los claustros femeninos, pues aseguraban la disciplina de las monjas y novicias en el enclaustramiento —seguido solo por los conventos femeninos28—, que fue el mejor mecanismo para lograr una adecuada profesión religiosa. En el caso de las agustinas payanesas, el rompimiento de los votos de obediencia y castidad connotaba graves faltas que el obispo capitalizaría rápidamente con el destierro. ¿Quiénes fueron las monjas culpadas? ¿Es posible tener acceso tanto a sus nombres de profesión como a los terrenales? La tabla 1 relaciona el nombre de las monjas agustinas habitantes del convento de la Encarnación en el momento de los sucesos, lo que permite empezar a brindarles rostro a las protagonistas de estos hechos sacrílegos.
TABLA 1. Listado de las monjas del convento de la Encarnación, 1610
MONJAS PROFESAS | |
María de los Ángeles | Francisca del Espíritu Santo |
Leonor de la Trinidad | Margarita de Jesucristo |
María Gabriela de la Encarnación | Catalina de San Joseph |
Brígida de la Concepción | María Magdalena de la Purificación |
Isabel de Jesús | Andrea de San Pedro |
Beatriz de Santa Clara | Catalina de Santiago |
Elvira de Santo Domingo | Jacinta Lara de Jesús |
Juana de los Ángeles | María de la Encarnación |
Isabela de San Agustín | Isabel de San Jacinto |
Juana de Ávila del Espíritu Santo | Ana de la Cruz |
Mariana de Aguirre y Jesús | Juana del Santísimo |
Ana de San Juan Bautista | Inés de Jesús |
Blanca de Jesucristo | Catalina de San Pedro |
Barbola de San Miguel | Juana de San Antonio |
Ana de los Reyes | Isabel de San Juan |
MONJAS DE VELO BLANCO PROFESAS | |
Barbola de San Francisco | |
Michaela de Santa Ana | |
NOVICIAS | |
Mariana de San Lorenzo | |
Ana de Santa Cruz | |
Francisca de San Ildefonso | |
Juana de San Nicolás |
FUENTE: tabla elaborada por la autora a partir de la información contenida en el Archivo General de Indias.
Este castigo final recibido por las monjas provocó una fuerte oposición de los vecinos payaneses, quienes se enfrentaron al prelado para evitar el alejamiento de sus hijas y parientes, enviando a Quito a tres representantes: Francisco de Vega, escribano del cabildo, el capitán Pedro Sánchez Trigueros y Cristóbal de Mosquera, quienes iban con documentos en los que se probaban los desmanes obispales y la posibilidad de que el prelado quisiera vengarse en las monjas de las prominentes familias payanesas que se habían opuesto a sus medidas. No obstante, para marzo de 1613, el obispo González de Mendoza retornó de Quito con las provisiones de la audiencia que aprobaban la condenación final de las monjas, llamando de nuevo a los testigos para que ratificaran sus acusaciones y profiriendo la sentencia final contra las culpadas: destierro a los conventos de la Concepción en Pasto; Santa Clara, Santa Catarina y la Concepción en Quito, por la cercanía y por pertenecer Popayán a la jurisdicción vicepatronal quiteña; ayuno; encierro; penitencia y labores de criadas sin derecho al disfrute de su dote en sus nuevos claustros; todo en un periodo que variaba entre cinco y diez años, según la culpabilidad de cada monja. La primera reacción a la vuelta del prelado fue el miedo que se adueñó de siete de las religiosas acusadas, quienes para frenar la pena obispal negaron los testimonios firmados a Vega, Mosquera y Sánchez en los que inculpaban al obispo de querer vengarse a través de ellas de algunos de sus enemigos y de inducir a varias para que se declararan culpables, además de afirmar haberse visto obligadas a mentir. Sin embargo, uno de los testigos del proceso declaró que tal autoincriminación y perjurio se dio más por el ánimo de salvar a sus amantes, pues ellas, según les había escuchado, “no habían de ser causa de que ahorcasen a nadie ni de su deshonra”29.
Con esto, los meses de enero a abril de 1613 estuvieron teñidos de gran agitación y tensión, y el día en que se cumplió la sentencia de destierro contra 21 de las monjas, mientras Juan Gallegos, padre de Brígida de la Concepción y de Catalina de San José les gritaba a sus hijas que no salieran del convento sino hechas pedazos, y que si fuere necesario se echasen de las mulas, un gran lío se armó en Popayán, pues una turba descontenta conformada por varios vecinos, “parientes y amigos de las monjas y de los sacrílegos”30, al parecer apoyados por el gobernador del momento, Francisco Sarmiento, se dirigieron a la casa arzobispal dispuestos a dar muerte al obispo y a su mal visto sobrino31. De la escaramuza resultó herido el notario eclesiástico, quien recibió una cuchillada en la cabeza que no pasó a mayores gracias al cintillo del sombrero que llevaba, y fue apresado un sombrerero, que intentó herir con una daga al prelado. Estos sucesos, más la indiferencia y desprecio de la población y de ciertas autoridades, llevarían a González de Mendoza a pedir una promoción, viendo que su vida y la de sus familiares corría peligro32. Mientras tanto, en la ciudad se escucharon durante los meses siguientes al destierro de las monjas, las voces: “¡Obispo insolente! ¡Alborotador de la república! ¡Provocador de mil maldades!”33.
El castigo no terminó con el destierro de las monjas, pues las acusaciones de sacrilegio, rebeldía y ocultamiento que se siguieron en el juicio civil contra 33 hombres de diverso rango social del obispado fueron conseguidas con los testimonios de varias monjas y de siete negras, quienes como criadas de las religiosas conocían la vida del claustro, situación fundamental para que sus testimonios fueran considerados como relevantes al concebirlas como testigos de hecho de los pecados de las religiosas. Para los 33 culpados, las penas de primera instancia fueron depuestas en su mayoría por apelación en la Audiencia de Quito; así, por sacrilegio fueron condenados a pena de muerte Manuel Núñez de Castro, mercader portugués; Andrés Ruiz de Peralta, mercader; y Francisco de Espinoza, castigo que solo le fue confirmado a Núñez, quien vía tormento admitió haber cometido acto carnal en su tienda con Margarita de Jesucristo, por lo que se le condenó a muerte, sentencia cumplida el 13 de agosto de 1611, cuando fue sacado de la cárcel en una “bestia […] con soga a la garganta, los pies y manos atadas”, hasta la plaza pública, donde se había levantado una horca de tres palos de la cual fue colgado teniendo “los pies altos del suelo”. Terminada su ejecución se decidió dejar su cadáver todo el día en el patíbulo para que luego se le cortara la cabeza y fuera puesta “en la esquina del convento de las monjas en una jaula de hierro”34.
A los otros dos acusados les fue revocada la sentencia, siendo Ruiz de Peralta condenado a destierro perpetuo, como parte del cual debía cumplir dos años en las guerras de Chile por su cuenta; no obstante, el castigo no se cumplió porque huyó con la complicidad de su carcelero; y Espinoza fue castigado con el tormento ante su negación de los cargos, y condenado a vergüenza pública, a diez años de destierro y a servir también en las guerras de Chile. A 27 de los 33 implicados, que pertenecían a la gente “más granada del pueblo”35, se los acusó de rebeldía y se los condenó a muerte, sanción que se combinó con la pérdida de sus bienes, el pago de sanciones de dinero y destierros de dos años a cumplir en las guerras de Chile y de los pijaos; la mayor parte de estas sentencias fueron revocadas después, siendo absueltos varios de los implicados o sancionados tras el pago de dinero36.
Por otra parte, fray Diego de Guzmán y fray Rodrigo de la Cruz, dominicos implicados en el sacrilegio, vía tormento admitieron al obispo haber enseñado a las religiosas que “sus sensualidades no harán más de fornicaciones simples y de ninguna manera sacrilegios y que podían con suma conciencia salirse de la clausura cuando se les antojare y casar por ser inválidos los votos que profesaron en manos del ordinario, [que] se debían prometer en las de prelados de la orden de San Agustín”37. Además, uno de los indios criados de los frailes denunció que Guzmán y De la Cruz, junto a Juan de Castro, también dominico, salían en las noches del convento dominico con hábito de soldados al claustro de la Encarnación, y en dichas salidas furtivas cada fraile “llevaba su monja a la celda”38. Entre ambos religiosos, Guzmán fue continuamente señalado por los testigos de tener relaciones con tres de las monjas, y además de haber tenido un hijo con Margarita de Jesucristo, el cual “llevaron a Buga y lo entregaron a una mulata hija del cura”39. A los tres frailes se les quitó el hábito, los desterraron perpetuamente de Popayán y del Perú y condenaron a galeras a los dos más culpados, Guzmán y De la Cruz40.
Sin embargo, en 1614 un nuevo provincial dominico, fray Marcos de Flórez, le pidió al cabildo catedral de Quito, por haber sede vacante, permiso de interrogar a las monjas desterradas en los conventos de Pasto y Quito, para comprobar la culpabilidad de los frailes y de conocer cuáles fueron sus procederes en la ciudad. Los nuevos testimonios de las monjas, como se verá en el siguiente acápite, dan cuenta de la supuesta inocencia de los frailes y de la animadversión del obispo contra las órdenes religiosas del obispado. Los dos frailes que violaron la clausura, si bien por mandato real fueron requeridos por la Inquisición en Sevilla, según el obispo huyeron con apoyo de sus ordinarios a Perú y Nueva España41, situación que llevó al rey a pedir su apresamiento inmediato y que fue perfecto argumento para que González de Mendoza probara la desobediente y “disoluta voluntad”42 en la que vivían las órdenes religiosas en el obispado. Después de los interrogatorios realizados a las monjas payanesas, el capítulo provincial decidió regresarles a ambos frailes sacrílegos su hábito y permitirles seguir con su vida religiosa muy lejos de Popayán.
Frente a acusaciones y hechos tan diversos, el derecho canónico estipulaba que existía sacrilegio “cuando un lugar sagrado es violado con la efusión del semen y la iglesia es profanada […] o cuando una persona dedicada a Dios por el voto de castidad o por las sagradas órdenes comete un pecado carnal”43, siendo el castigo para el clérigo que corrompe una monja el de despojarlo de su beneficio, deponerlo de su orden religiosa y verse “compelido a recluirse en un monasterio para hacer penitencia”44; por su parte, la religiosa acusada de consentir la relación carnal debía ser “excluida en un monasterio más estricto, con sus cosas, o en cárcel perpetua”45; en el caso de haber laicos implicados se estipulaba la excomunión, mientras el derecho civil establecía la condena a muerte. Las penas dadas por el juez Zorrilla respondían entonces a lo estipulado por los cuerpos de derecho; no obstante, la conmutación de la mayoría de las sentencias por apelación en la Audiencia de Quito puede responder a la necesidad de evitar que la tensión en Popayán llevara al estallido de la violencia entre corporaciones y vecinos.
¿Cuál es el lugar de la clausura frente al sacrilegio del convento? El derecho canónico define el claustro, máxima expresión material y espacial de la clausura, como “todo aquel lugar sean las celdas, el huerto, o el espacio, en donde están las monjas y a donde suelen entrar”46, el cual está vedado a todo tipo de extraños, más si estos son hombres. La clausura, además, iba añadida al voto de castidad absoluta y perpetua con la que monjas, clérigos y sacerdotes debían hacer una renuncia total de las necesidades sexuales, dado que “el uso de la cópula carnal distrae el ánimo de la entrega completa al servicio de Dios”47. A su vez, el III Concilio Provincial Limeño dispuso que solo el obispo podía brindar la licencia para que seglares y familiares de religiosas visitaran los locutorios; no obstante, debía limitarse cualquier tipo de contacto con el mundo exterior, definiéndose incluso un ceremonial estricto en la visita que los obispos y visitadores hacían a los conventos femeninos48.
¿Qué fue de las ocho religiosas que quedaron en el convento en Popayán? Merecieron el desprecio obispal, no precisamente por haber participado del sacrilegio, sino por ser “inútiles”, viejas y enfermas para dirigir el coro y el claustro. Esta incapacidad femenina la determinaba González de Mendoza por la vejez, “cortos entendimientos y menos habilidad”49, condiciones que según el obispo las libró de haber caído en conductas disolutas. Estos encasillamientos muestran cómo la funcionalidad de una religiosa estaba determinada por su edad y agudeza, elementos que permitían que una monja fuera hábil o tenida por inútil para las labores que se le encomendaban; sin mayores talentos, estas mujeres eran entonces una carga inicialmente para sus familias y luego para los conventos. Frente a esta situación, el obispo propuso a la Audiencia de Quito y al rey trasladar también a dichas monjas a otros conventos del arzobispado de Santa Fe o, en caso contrario, que se fundara un convento de carmelitas descalzas que debería contar con la presencia de tres o cuatro religiosas reformadoras que se encargarían de darles alivio espiritual a las inútiles religiosas payanesas50. Con esto queda claro que el interés de González de Mendoza era la extinción del convento.