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El insufrible destierro y… ¿el retorno?

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Escribir representó una ventaja para las religiosas payanesas, pues les permitió denunciar a sus jueces ante el rey, así como el perjurio levantado contra los dominicos y contra ellas por las presiones de tormento y destierro. Escribir fue su defensa frente a las acusaciones, el expurgo y el tormento al que se vieron sometidas; este resultó siendo el mejor recurso para que después de cumplido su castigo se les permitiese volver a su convento y a su ciudad natal. De las 11 cartas escritas por las monjas, quizá una de las más importantes es la fechada el 1.º de marzo de 1628 por 14 de las 21 monjas desterradas, quienes le escribieron al rey Felipe III para que ordenara a Ambrosio de Vallejo, obispo de Popayán, sucesor de Juan González de Mendoza, que les permitiera volver a Popayán.

En esta carta piden las monjas a la Audiencia de Quito que les permita retornar a Popayán, dado que su primer juez, el obispo González de Mendoza, las había condenado “por diez años a unas, por dos a otras, por cuatro y seis a las más”66; considerando que ya había pasado este tiempo, las religiosas reclamaban al obispo Vallejo acatara el permiso que se les había concedido para volver. Para respaldar estos tiempos de destierro, el procurador de las monjas ante la audiencia, Francisco López de Pereira, presentó el testimonio de cuatro religiosas del convento de la Concepción de Quito: Inés de Zorrilla67, Clara de Santa Cecilia, Magdalena de Santa María y Mariana de Santo Domingo, quienes habían sido testigos de la llegada de las monjas payanesas a su claustro en 1613, y habían visto y leído los testimonios de las sentencias, y “la que más pena y destierro traía era por tiempo de diez años y las menos a cuatro, y conforme auto y al tiempo de los dichos catorce o quince años que aquí están en este convento han cumplido su penitencia y condenación”68.

Destacaban también las religiosas la pobreza en la que vivían, dado que los claustros a los que habían sido encomendadas no estaban obligados a proveerlas económica y materialmente, haciendo con esto intolerable su profesión y “padeciendo excesivos trabajos en casa ajena siendo nosotras hijas y nietas de conquistadores y teniendo nuestras dotes en nuestro convento”69. Las religiosas payanesas argumentaban que la pobreza que vivían en sus nuevos conventos era injustificada, dado el alto rango de su proveniencia y los esfuerzos hechos por sus padres para dotarlas, siendo justo para ellas el goce de estas dotes en el claustro de su profesión. ¿De qué vivían las monjas desterradas? Los dineros para su manutención provenían de un subsidio de mil pesos otorgado por la caja real; subvención que, como mencionaban los oidores quiteños, resultaba penosa frente a las obligaciones económicas a las que debía hacer frente la Audiencia de Quito. Por tal razón, el insistente interés de dicha corporación por lograr que el obispo Vallejo permitiera el regreso de las monjas a su ciudad de origen.

Vallejo, no obstante, presentó la siguiente explicación ante la audiencia para impedir el retorno de las monjas: su ligera inclinación pasional las hacía propensas a olvidar de nuevo el camino de dios y retornar a los brazos del demonio, protagonista constante de la cristiandad, alejado del bien y de los placeres del paraíso, siempre al acecho para conducir al pecado a los débiles y excluirlos de la salvación. El argumento del obispo remite a la relación mujer-demonio, al considerarse a la primera, por sus evidentes liviandades, como más propensa que los hombres a sufrir la seducción del selecto panteón demonológico70. El regreso de las monjas obligaba al obispo a lidiar con la presencia del demonio, entendido este a través de la cópula carnal, el cual aparecería, además, por las malas condiciones en las que se encontraba el convento de la Encarnación y por la “gran libertad de la tierra y suma pobreza”71, situaciones que conducirían a la corrupción de las monjas que residían en el dicho recinto: “Y sin embargo de que hay pocas monjas que en este convento hay y las que hubiesen de venir son esposas de Jesucristo y juntas todas sin las condiciones dichas serán esposas del demonio”72. La negativa del obispo se explica, siguiendo a Antonio Rubial, por la idea de que el sacrilegio merecía un castigo continuo y perpetuo más que la condescendencia religiosa73. Ahora bien, las monjas afirmaron que el obispo Vallejo, como su antecesor, había tenido diversos inconvenientes con aquellos familiares que habían utilizado su influencia para aliviar su destierro: “Fray Ambrosio Vallejo está enemistado con un pariente de nosotras que es [el] que nos procuró la cédula de su majestad y la bula de su santidad por ser él este pariente que se duele de nuestros trabajos, por saber que gusta que volvamos a nuestro convento”74; argumento que, junto a los otros ya presentados, permitía a las monjas denunciar las pasiones del obispo Vallejo en su contra.

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