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TOMA 1

PEDAGOGÍA DEL CINE

Imagino que el lector curioso revisará las referencias bibliográficas de este volumen, donde figuran los libros consultados para el presente estudio. Entre ellos hay dos que han sido cruciales para ajustar el enfoque pedagógico que buscaba: Cineclub (2009), una novela aleccionante de David Gilmour, y La hipótesis del cine (2007), del profesor y cineasta francés Alain Bergala. En este subcapítulo, reseñaré solo el primer libro y dejaré el segundo para atenderlo páginas después. Asimismo, han resultado importantes numerosas películas sobre el tema y que nutren nuestros apartados de “Función continuada”, pero he reservado dos que no han sido comentadas: El atelier (2017), de Laurent Cantet, y La escurridiza, o cómo esquivar el amor (2003), de Abdellatif Kechiche. También abordaremos ambas películas más adelante.

Tanto las novelas como los filmes mencionados nos aproximan al concepto primordial de la pedagogía, que es educar, formar sujetos sociales1, y que ha hecho del arte de la educación un objeto central de estudio. Tal vez no exista disciplina —pienso sobre todo en la sociología, la psicología y la política— más interesada que la pedagogía en incorporar a las personas a una sociedad determinada. Y mantener, mal que bien, una herencia cultural propia. En este sentido, la historia nos ha dejado grandes pensadores como Émile Durkheim, Jean Piaget y María Montessori; también en nuestro medio tenemos nombres muy significativos como Teresa González de Fanning, José Antonio Encinas y Augusto Salazar Bondy. Claro que la lista, en los dos casos, podría ampliarse y llegar hasta los tiempos actuales con educadores de la dimensión de Inger Enkvist, Constantino Carvallo y Michael W. Apple.

Empecemos por Cineclub (2009), del escritor canadiense David Gilmour. Entiendo que el autor es principalmente un crítico de cine y eso se advierte desde el planteamiento de la novela que, dicho sea de paso, ha sido considerada como una obra de autoficción2: un típico adolescente de padres separados; ella desesperada por su hijo “descarriado” y él algo menos exasperado, lo que le permite ensayar con el muchacho un plan nada convencional; apelando a una estrategia de educación sentimental, le propone una insólita negociación. Leamos el fragmento del diálogo donde el padre acepta los desbarajustes de conducta del adolescente, siempre y cuando él respete dos condiciones:

—La verdad es —susurró— que no quiero volver a pisar el instituto.

Se me revolvió el estómago.

—De acuerdo, entonces.

Me miró estupefacto. Estaba esperando el quo del quid pro quo.

—Pero con una condición. No tienes que trabajar, no tienes que pagar el alquiler. Puedes dormir hasta la cinco de la tarde todos los días. Pero nada de drogas. Si tomas una droga, no hay trato.

—De acuerdo —dijo.

—Lo digo en serio. Como te metas en ese mundo, te daré para el pelo.

—De acuerdo.

—Otra condición —dije. (Me sentía como el detective Colombo).

—¿Cuál? —dijo.

—Quiero que veas tres películas a la semana conmigo. Yo las elijo. Es la única educación que vas a recibir. (Gilmour, 2009, pp. 19-20)

Desconcertado y todo, el muchacho acepta. Al día siguiente empiezan con un programa de películas, a manera de un cineclub, que se inicia con Los 400 golpes (1959), de François Truffaut, y que incluye películas de diversa procedencia, tanto clásicas como contemporáneas: La dolce vita (1960), Desayuno con diamantes (1961), Pulp Fiction (1994), RoboCop (1987), El bebé de Rosemary (1968), Lolita (1962), Manhattan (1979)… a lo largo de los treinta y tantos meses que dura el tratamiento de rehabilitación. Exagero, claro está. Lo curioso es que, junto con estas joyas, el padre, que es nada menos que el propio Gilmour, desliza ocasionalmente uno que otro esperpento cinematográfico. Como las películas son comentadas después de la emisión —incluso durante con la pause pressure que hace el papá—, el provecho filosófico y técnico que extraen de cada una es muy valioso.

Veamos solo un caso que revela la gran mejora del hijo y, en consecuencia, de su relación con el mundo. Para empezar, con sus padres. Un buen día el padre decidió ponerle Un soplo al corazón (1971), de Louis Malle. Esta película trata del hecho de hacerse mayor, de la incomodidad y la extrañeza que se experimenta por dentro y por fuera. El joven se siente vulnerable, irascible, expuesto… He recordado la tesis de la famosa psicoanalista francesa Françoise Dolto (1989), para referirse al simbólico segundo nacimiento que representa la adolescencia. Ella lo denominó “el complejo de la langosta”, en alusión a la necesidad que tiene este animal de desprenderse de su caparazón para construirse uno nuevo. Del mismo modo, el adolescente renunciará al amparo familiar para buscar en los amigos, la enamorada y los nuevos hábitos una nueva protección.

Para Gilmour, Un soplo al corazón es una película muy honesta y verosímil, que transmite una gran insatisfacción y nostalgia, que refleja en sus pequeños detalles todas las fisuras psicológicas por las que pasa un joven. Entonces la coloca en el reproductor y presiona play. Su hijo mira al comienzo con incredulidad y un rato después exclama con admiración: “¡Santo Dios! […]. Eso sí que es un director con cojones”. Y continúa entusiasmado haciendo otros comentarios de asombro y complicidad. Será preferible que reproduzca textualmente parte del diálogo que sostienen padre e hijo al final de la película; es una conversación que conmueve y, además, una preciosa lección de conocimiento y apreciación de cine:

—¿Sabes? —dije cuando la película terminó—. Te has convertido en todo un crítico de cine consumado.

—¿Sí? —dijo él distraídamente.

—Sabes más de cine que yo cuando trabajaba de crítico para la CBC.

—¿Sí? —No parecía muy interesado. (¿Por qué nunca queremos dedicarnos a las cosas que se nos dan bien?)

—Podrías ser crítico de cine —dije.

—Solo sé que me gusta. Nada más.

Al cabo de un rato breve dije con suavidad:

—Compláceme un momento, ¿vale?

—De acuerdo.

—Sin pensarlo, ¿puedes decirme tres innovaciones que aparecieron con la nueva ola francesa?

Él parpadeó ligeramente y se incorporó.

—Hum… ¿Presupuestos bajos…?

—Sí.

—¿Uso fluido de la cámara…?

—Sí.

—¿Los rodajes en las calles en lugar de en los estudios…?

—¿Puedes decirme el nombre de tres directores de la nueva ola? —dije.

—Truffaut, Godard y Rohmer.

(Ya le estaba cogiendo el gusto.)

—¿Cuál es la expresión francesa para referirse a la nueva ola?

Nouvelle vague.

—¿Cuál es tu escena favorita de Los pájaros, de Hitchcock?

—La escena en la que se ve un árbol vacío por encima del hombro del protagonista y la siguiente vez que se ve está lleno de pájaros.

—¿Por qué es tan buena?

—Porque indica al público que va a pasar algo malo.

—¿Y cómo se llama eso?

Suspense —dijo. (Gilmour, 2009, pp. 222-223)

TALLERES LITERARIOS

Abro este fragmento engarzando, como en un relato de ficción, la referencia anterior con la película El atelier (2017), de Laurent Cantet, porque considero que ambas propuestas están muy vinculadas entre sí. No obstante, como expondré enseguida, se trata de dos procedimientos contrarios: en la novela el proceso de educación opera muy cercano y casi bajo presión de padre a hijo, al menos al comienzo. En la película la relación es de profesora a un grupo de alumnos a través de un curso que (se supone) los alumnos han escogido voluntariamente. Si bien en toda relación formativa debe existir un sentimiento de afecto por parte del educador, el nivel de incondicionalidad afectiva en el padre está fuera de toda duda.

“Se es padre o madre de la misma persona toda la vida”, escucha uno a menudo. Mientras que no somos profesores o profesoras por siempre de las mismas personas. Los alumnos pasan ante nuestros ojos y nuestros corazones de un año a otro, son como aves migratorias. Muchos son olvidados, unos pocos permanecen en nuestra memoria y qué alegría nos produce un encuentro. Durante un período académico, nos ha unido a ellos lo que el gran filósofo y pedagogo alemán Eduard Spranger llamó el amor pedagógico. En cambio, el amor de los padres a los hijos no tiene programas, evaluaciones ni objetivos; es más natural e intenso, animado por la urgencia de darles felicidad.

El atelier nos muestra un taller de escritura escolar desde dentro, primero a través de los textos y poco a poco mediante la observación que hace la conductora del comportamiento de cada uno de sus integrantes3. Si bien estamos fuera del espacio convencional de un aula, en la campiña francesa, la película se instala en el ámbito educativo, específicamente en La Ciotat, muy cerca de un astillero clausurado por razones políticas, y el grupo está conformado por una maestra y reconocida escritora, quien junto con unos adolescentes del bachillerato debe crear una historia de ficción. Además del proceso de escritura, es interesante señalar de qué manera la película se propone ofrecer una expresión coral de una sociedad tan enfrentada como la francesa, articulada por diversas culturas y realidades.

La desafiante rebeldía de uno de los muchachos y su insinuación de pertenecer a un grupo terrorista provocan que la maestra estreche su relación con él. La consecuencia es una mayor atracción entre ellos —la carga sexual está presentada con gran sutileza—, lo que hace que la película se intensifique generando nuevos niveles de relación con los demás chicos. Interesante también es preguntarse, gracias a lo revelador de las discusiones, si el arte o específicamente la escritura literaria pueden hacer frente a los conflictos culturales, políticos y económicos de los más vulnerables.

Es un filme casi documental, como fue Entre los muros (2008) del mismo director y que obtuvo la Palma de Oro en el Festival de Cannes. En esta película un profesor de literatura de una escuela en los suburbios de París tiene que afrontar y atemperar a varios estudiantes de orígenes culturales diversos. Pese a tener componentes análogos, El atelier es cinematográficamente más elaborado; ciertos planos bastante contemplativos, al borde del acantilado, que se detienen en los cuerpos y las miradas de la maestra y el alumno, refuerzan la tensión entre ambos; también considero un acierto el desenlace que evita lo que parecía inminente: la amenaza de un final sangriento.

La otra película que quiero comentar está más vinculada al teatro, concretamente al montaje de una obra clásica francesa del Siglo de las Luces en una escuela contemporánea y marginal, que más parece un polvorín social. La escurridiza, o cómo esquivar el amor (2003), de Abdellatif Kechiche, se propone este difícil reto como una manera de contraponer —¿contrapesar?— dos estéticas que traducen realidades europeas antagónicas: el antiguo pensamiento ilustrado de la burguesía y la aristocracia, frente a la muy actual ideología migratoria, herida de discriminación y resentimiento.

A esa doble confrontación se suma una de carácter universal: la historia de amor entre dos jóvenes, pertenecientes a este mundo fracturado, quienes al mismo tiempo tienen que construir la manera de integrarse bajo un sentido de identidad nacional. A propósito de esta observación, es admirable cómo el director sugiere a través de las repeticiones y correcciones propias de una puesta en escena lo importante que es repasar nuestras acciones, enmendarlas como en los ensayos de teatro. Tal vez por eso al final, cuando las escenas de la vida real de los chicos y las escenas de la obra se han repetido muchas veces, corrigiendo cada detalle, el desenlace de la película ofrezca una convincente función de estreno.

El filme se abre con una escena fuerte de violencia verbal, con gestos muy duros de parte de un grupo de chicos de un barrio periférico de París. Para mí este es uno de los aspectos cautivantes del cine europeo: la honestidad con la que retrata a los personajes y la locación, casi sin maquillaje y bajo presupuesto, que confiere gran verosimilitud a lo narrado. Por otro lado, una cámara inestable —llamada cámara en mano o al hombro— registra con crudeza el vértigo y la confusión que también contagian al espectador. Pronto estaremos frente a un salón de clases, donde distinguimos estudiantes de origen multiétnico, con predominio árabe magrebí y una maestra más bien rubia, de gran atractivo, pero sin glamour. Uno no entiende cómo esta mujer joven y comprometida con la realidad de sus estudiantes se muestra tan apasionada por poner en escena, para la clausura del año escolar, una pieza cortesana de Pierre de Marivaux.

Merced a la crítica moral y social que desliza la obra Le jeu de l’amour et du hasard (1730)4, el espectador irá descubriendo la maraña de conflictos que envuelven a cada personaje. Los secretos de familia, la amistad, los rumores y el amor que se tejen en la clase crean una tensión dramática que se levanta a partir del deseo de Krimo, un muchacho bastante tímido, por declarar su amor a la protagonista de la obra dramática y también de la película, por cierto5. Como él no forma parte del elenco, se ve obligado a proponerle a su amigo Rachid que renuncie a su papel de Arlequín en la obra para sustituirle y consumar su propósito.

Las escenas oscilan entre la vida más íntima de los muchachos —el hogar y el barrio— y la vida de mayor socialización representada por la escuela. Desde esta visión complementaria la película no es concesiva, sus descripciones ofrecen una mirada objetiva y sin miramientos, como cuando discuten de manera agresiva y vulgar, o cuando la policía —en un acto repudiable— actúa muy violentamente ganada por la xenofobia. Todas estas manifestaciones de relación con el mundo sugieren dificultades y vulnerabilidad; todos ellos están, en su condición de población inmigrante, a un paso de la marginalidad, la delincuencia o el conformismo social.

Ojalá hayamos podido transmitir un concepto más o menos velado de la literatura que las dos películas, El atelier y La escurridiza, o cómo esquivar el amor, también ponen de manifiesto: el llamado pacto ficcional, esa especie de acuerdo secreto que funciona entre el texto y el lector, y que está ligado a las nociones de ficción y verosimilitud. El receptor sabe que el emisor —para plantearlo con el clásico esquema de Jakobson— propone un mundo imaginario y que, por lo tanto, no está obligado a dar información verdadera, sino posible. Condición que permite al productor del texto, literario o cinematográfico, ser un mentiroso autorizado y que su único compromiso sea entregar un producto estético (Seppia et al., 2001, p. 75).

CARPETA EN SOMBRAS

Advierto que esta es una toma falsa. Jean Eustache es el chico prodigio del cine francés. Como Rimbaud, empezó temprano su obra —una depurada colección de cortos, mediometrajes y largometrajes— y no pudo prolongar su producción por el impacto de un balazo en el corazón. Dejó una nota en la puerta de la habitación del hotel donde se disparó: “Llame fuerte, como para despertar a un muerto”. Bastó su corta vida para encabezar la nouvelle vague, sobre todo gracias a su insolente película La maman et la putain (1973). La nouvelle vague, como se sabe, fue un movimiento de jóvenes cineastas franceses muy amigos entre sí, aunque después algunas de esas relaciones se deterioraran, que surgió a finales de los años cincuenta del siglo XX y que preconizaba la ansiada liberté y creatividad personal.

Eustache murió en París en noviembre de 1981. Veinticinco años después, también en París, una sala de la cinemateca francesa anunció la proyección de algunos trozos inéditos de sus películas. En ese invierno del 2006 yo llevaba pocos días en la Ciudad Luz y no me quedaría mucho tiempo más. La temperatura registraba una media de cinco grados centígrados, pero cómo iba a perderme este placer revelador. Asistí a la muestra y los minutos que más me impresionaron, a causa de mi terca vocación de profesor escolar, pertenecen a un pasaje de Mes petites amoureuses (1974).

La película es una bella crónica de aprendizaje, a través de mínimas y pastosas circunstancias de un adolescente citadino. El fragmento que quedó fuera del montaje final presenta el interior de un aula escolar, donde el profesor de historia, sentado sobre el tablero del pupitre y rodeado de las miradas de sus alumnos, cuenta exaltado una historia íntima entre Napoleón y Josefina. Desde la puerta entornada el director espía y, cuando no soporta más ciertas privacidades, irrumpe en la clase y llama disgustado al profesor. Afuera, en el pasillo, se produce más o menos el siguiente diálogo:

—¿Qué hace usted? ¿Se ha vuelto loco?

—Cuento la historia con algo de emoción…

—¡No sea usted indiscreto y limítese a enseñar!

—Pero su correspondencia parece revelar…

—¡No diga usted tonterías y hágame el favor de trabajar!

El profesor asiente y el director se retira. El profesor dice para sí: “Oh, mi única Josefina, además de ti no hay alegría; lejos de ti, el mundo es un desierto…” (carta del 3 de abril de 1796, en Caso, 2014, p. 33) e ingresa al aula. Camina hacia su pupitre, duda dónde sentarse, se suelta la corbata y termina parándose sobre el tablero de su mesa, ante las sonrisas cómplices de sus alumnos. Desde ahí continúa su clase…

Esta escena me sorprendió porque antecede en quince años a la de La sociedad de los poetas muertos (1989), una película bastante sobrevalorada en mi opinión, y también porque viví una anécdota semejante a fines de los setenta en el colegio Divina Trinidad, donde ejercía como tutor en el sexto grado de primaria. No me encaramé sobre la mesa, pero sí fui reprendido por el director de Estudios por representar a mi manera las prácticas de las autoridades durante el Virreinato —es decir, de jueces, regidores, alguaciles, escribanos y, por supuesto, sacerdotes—, que había leído en diversas crónicas y visto en las ilustraciones de la Primer nueva corónica y buen gobierno (¿ΆΆΆΆ?), de Felipe Guamán Poma de Ayala.

Y no es la única vez que he sido amonestado por una autoridad institucional en mis primeros años de docencia. Lo lamentable es que la mayoría de las veces ha ocurrido por proyectar películas en clase, algunos años después, en la lejana época del Betamax y del VHS. Yo más bien pensaba que merecía una felicitación —no era nada fácil encontrar películas de calidad y en buen estado—, pero la reprimenda del supervisor era siempre: “¡Respete el programa y no pierda tiempo!”. Y me lanzaba una mirada como al peor de los ociosos.

Sin embargo, no me entraban balas. Insistiría unos años más, hasta que llegué al colegio Los Reyes Rojos, donde viviría una experiencia inspiradora, compartiendo películas en el aula y yendo con frecuencia a El Cinematógrafo de Barranco, una salita de cine arte recién fundada y que fue crucial para los cinéfilos de aquellos tiempos sombríos. Con mis alumnos volví a comprobar el magnetismo que ejerce el cine en la infancia y adolescencia, como sucedía conmigo y mis compañeros de los sesenta y setenta —sobre todo con las películas épicas— y que hoy lo consiguen las sofisticadas películas de superhéroes, que abarcan incluso diversas generaciones.

¿Qué ocurría en ese colegio barranquino? ¿Es acaso la función que le concierne a la escuela? ¿Es lo que debe enseñarse, al igual que las ciencias naturales o la ciencia y la tecnología? ¿Deben respetarse los objetivos, los enfoques transversales, las evaluaciones por competencia? ¿Corresponde también a los padres de familia participar, como ocurre con el plan lector, en la elección de las películas? No, por favor, no. Evitemos convertir la proyección de una película y los comentarios en una asignatura del programa curricular.

La postura que tengo frente al cine o al deporte —no me refiero al área de Educación Física— es la misma que sostuve en Un placer ausente (2013). Por eso creo haber cuidado el uso de dos términos en la redacción del presente estudio: enseñanza versus educación, cuyos significados los define muy bien Alain Bergala (2007) y que explican lo que se vivía en el colegio Los Reyes Rojos durante la década de los ochenta:

[…] el arte quedará necesariamente amputado de una dimensión esencial si se deja en manos únicamente de la enseñanza entendida en el sentido tradicional, como disciplina inscrita en el programa y en el horario de los alumnos […] cualquier forma de encerramiento en la lógica disciplinar reduce el alcance simbólico del arte y su potencia de revelación, en el sentido fotográfico del término. El arte, para seguir siendo arte, tiene que seguir siendo un germen de anarquía, escándalo y desorden. (p. 33)

No se alarmen, queridos colegas. Tenemos tantos escritores que fueron maestros de escuela y, hasta donde sabemos, su actitud rebelde y contestaria de creadores jamás los impulsó a tomar un local escolar ni a secuestrar a un director. Mencionemos a algunos: César Vallejo, José Portugal Catacora, Francisco Izquierdo Ríos, José María Arguedas, Rosa Cerna Guardia, Oswaldo Reynoso y Óscar Colchado Lucio. Tal vez sin esa experiencia enriquecedora no hubieran podido escribir obras tan valiosas como Paco Yunque (1951), Niños del Kollao (1937), Gregorillo (1957), Los ríos profundos (1958), Los días de carbón (1968), Los inocentes (1961) y Tras las huellas de Lucero (1980), respectivamente.

En Los Reyes Rojos de aquellos años, trabajaban maestras y maestros que cultivaban, además, la música, la poesía, la pintura, el diseño gráfico… Había entonces una efervescencia cultural que llevó al colegio a fundar una editorial propia, a ofrecer un cineclub, a presentar conciertos musicales y funciones de teatro; un ambiente así era ideal para organizar un curso de historia, como hicimos para los últimos grados de primaria, a partir de filmes como La guerra del fuego (1981) y El nombre de la rosa (1986), de Jean-Jacques Annaud; La misión (1986), de Roland Joffé; Amadeus (1984), de Milos Forman; 2001: Odisea del espacio (1968), de Stanley Kubrick; y Blade Runner (1982), de Ridley Scott.


Mirador de ilusiones

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