Читать книгу Mirador de ilusiones - Jorge Eslava - Страница 16

Оглавление

TOMA 2

BESOS INOLVIDABLES

Hizo bien el crítico literario y político peruano Luis Alberto Sánchez en titular la biografía que dedicó al escritor Abraham Valdelomar: Valdelomar o la belle époque (1969), porque su vida y obra centellearon durante los años en los que el país despedía el refinamiento modernista y abría las puertas a una renovación vanguardista y desprejuiciada. Claro que en el Perú esto se vivió sobre todo en la ciudad de Lima, que tuvo como protagonista a Abraham Valdelomar —y de actor secundario a José Carlos Mariátegui en su “edad de piedra”, según su propia calificación—, cuya encarnación de la libertad moral y el diletantismo artístico fue ejemplar. Justamente en este intervalo, entre un siglo y otro, marcado por la efervescencia y la frivolidad más fogosa se instala en Europa el movimiento de la belle époque.

Fue un ambiente impetuoso, de nuevas modas y apariencias femeninas, de concurridos bulevares y cafés bohemios, de cabarés y galerías de arte frecuentados por la alta burguesía y la clase media. Pero, además, una realidad que descubría en la sociedad nuevos valores económicos y culturales con la consolidación y expansión del capitalismo, que hacía confiar en el progreso de la ciencia, las artes y la tecnología. Su traducción en nuestro país a inicios del siglo XX fue denominada por Jorge Basadre como la República Aristocrática.

Aunque fueron años de crecimiento económico, se agudizaron los contrastes sociales y las luchas políticas; surgieron los primeros sindicatos frente a la explotación en las fábricas, pero hubo cierto abandono ante el despotismo que oprimía el interior del país, principalmente en las minas de la sierra, en el cultivo del algodón y de la caña de azúcar en la costa, y por la fiebre del caucho en la Amazonía. En medio de esta explosión social, económica y cultural en el mundo de Occidente, el cine empieza a dar sus primeros pasos.

Es justo mencionar que antes de la primera proyección cinematográfica por parte de los hermanos Lumière, en el Grand Café de París a finales de 1895, los avances en la técnica fotográfica del siglo anterior habían actuado como importantes antecedentes. En este sentido, debemos mencionar a Thomas Alva Edison, pues con el quinetoscopio estuvo cerca de inventar el cine. Quien efectivamente le dio un gran impulso y categoría artística fue el ilusionista francés Georges Méliès1, quien incorporó los efectos especiales de sus espectáculos al cine. Hizo del cine un arte, todavía rudimentario, pero de poderoso encantamiento.

Es de imaginar que las primeras películas tenían pocos minutos de duración, la actuación de actores y actrices era bastante teatral, se abordaban temas simples —y no tan simples, como veremos— y la producción artística era muy de bajo presupuesto. Veamos, a manera de ejemplo, unas películas con un tema que emociona tanto en el pasado como hoy. El beso (The Kiss, 1896), dirigida por William Heise, recreaba la escena final de un musical de Broadway titulado La viuda Jones. Bastarían un único plano y veintitantos segundos de acaramelamiento entre May Irwin y John Rice para que escandalizaran a la sociedad de la época. Treinta y un años después se exhibirá —¡vaya atrevimiento!, dirían algunos— el primer beso gay de la historia del cine: dos jóvenes aviadores se acarician y besan a manera de despedida, uno de ellos está a punto de morir, en el filme Alas (Wings, 1927) de William A. Wellman. Mientras que el primer beso lésbico aparece en Marruecos (Morocco, 1930), de Josef von Sternberg, con una siempre perturbadora Marlene Dietrich, quien vestida de hombre y luego de interpretar una canción en un cabaré, besa a una muchacha del público.

Desde la cuarteta romántica de Gustavo Adolfo Bécquer: “Por una mirada, un mundo; / por una sonrisa, un cielo; / por un beso... yo no sé / qué te diera por un beso”; a los versos del poema “Piedra de sol”, del escritor mexicano Octavio Paz: “todo se transfigura y es sagrado, / es el centro del mundo cada cuarto, / es la primera noche, el primer día, / el mundo nace cuando dos se besan”, hay una gran diferencia de estilo, pero un mismo desvarío amoroso. En su homenaje, recordemos algunos besos memorables del cine: el más largo dejó a Regis Toomey y Jane Wyman casi sin respiración, pues les exigió más de tres minutos en la comedia Estás en el ejército ahora (1941), de Lewis Seiler.

De los envidiables besos mencionaría el que protagonizan Humphrey Bogart e Ingrid Bergman en la notable Casablanca (1942), un clásico de Michael Curtiz. Aunque sea un filme sensiblero y con George Peppard como partner, la chispeante Audrey Hepburn, sumada al precioso fondo musical y el aguacero sobre sus cabezas en la escena final de Desayuno con diamantes (1961), de Blake Edwards, justifican su mención. Y llegamos al nuevo siglo con la comedia francesa Amélie (2001), de Jean-Pierre Jeunet, en la que Audrey Tautou no presiona sus labios contra los de Mathieu Kassovitz, sino que apenas los toca rozando la comisura de sus labios, su cuello y su párpado.

Otro beso original es el de Tobey Maguire y Kirsten Dunst en El Hombre Araña (Spider-Man, 2002) de Sam Raimi. Un adolescente Peter Parker colgado boca abajo, también en una escena lluviosa como en Desayuno con diamantes, acaba de propinar una paliza a unos hampones que atacaron a su vecina Mary Jane Watson y deja que ella descubra parte de su rostro para gratificarlo rendidamente. En Diario de una pasión (The Notebook, 2004), de Nick Cassavetes y protagonizada por Ryan Gosling y Rachel McAdams, tenemos otro beso empapado —esta vez con borrasca, lago y patos amaestrados— que parece durar una eternidad. Pero mi beso de cine favorito es uno intenso y desesperado entre dos desconocidos: un Marlon Brando maduro y una jovencita Maria Schneider, quienes apenas se han cruzado un instante en la cabina telefónica y se reencuentran unos minutos después en un apartamento vacío. Usted ha adivinado, es la polémica película El último tango en París (1972), dirigida por Bernardo Bertolucci. Una película que, ciertamente, yo jamás pasaría en una clase de colegio.

ÉPOCAS QUE MARCARON

Antes de entretenernos con esas veleidades, quisiera referirme al asunto central del presente capítulo y abordar algunos períodos o movimientos decisivos en la historia del cine. Conviene recordar que este arte no nace de la noche a la mañana, sino que es consecuencia de un largo proceso de inventos y eventos, de progresos tecnológicos y de actividades artísticas conquistadas por la humanidad. Contribuyeron tanto el diorama, que fue un entretenimiento popular en la sociedad del siglo XVIII, como los principios del teatro aristotélico; la fotografía y, más precisamente, la cronofotografía; como los espectáculos de feria; o la linterna mágica y la novela europea del siglo XIX. Creo que lo que hizo fue valerse de toda la sagacidad e imaginación que fue dispensando la historia.

Antiguamente se sostenía que el origen del cine se producía en el encuentro entre dos concepciones y prácticas antagónicas que presentaba la producción cinematográfica. Por un lado, una vertiente objetiva, de carácter documental y cuya fundación se podría atribuir a los hermanos Lumière; por otro lado, una más artificiosa, con voluntad ilusoria, que correspondería a la vertiente creada por Georges Méliès. Con el tiempo ambas irían adaptándose e integrándose, conformando el complejo producto que es el cine. No conviene hoy caer en este esquematismo didáctico, porque sería una tarea muy ardua o infructuosa encasillar las películas de los primeros años solo en realistas o fantásticas.

Contaré una anécdota familiar para graficar el cine mudo, que es del primer período del que quiero hablar. Veíamos con mi primer hijo El pibe (1921), de Charles Chaplin. Ni él ni yo cruzábamos una palabra. Era evidente que la historia sencilla y sentimental —ciertamente melodramática— lo tenía cautivado, pero no imaginaba qué otras consideraciones pasaban por su mente infantil. Un par de veces lo vi sonreír, nada más. ¿Ustedes recuerdan las experiencias de abandono y miseria que narra la película? Sin embargo, el genial director se las ingenia siempre para hacer gala de su humor más tierno, no exento de crítica social.

Cuando terminó la película me interesó conocer su opinión y conversamos un buen rato, tal vez no hubo nada que me sorprendiera. Hasta que me hizo un par de preguntas propias de la intuición de un niño: “Pa, ¿antes la gente solo veía en blanco y negro?” y “¿Por qué todos se movían tan rápido?”. Seguramente sonreí y traté de contestar de la manera más convincente; con los años he comprendido mejor la hondura de las preguntas. Que mi hijo no cuestionara la falta de color, que aceptara el código cromático, era aceptar parte del lenguaje que ofrece el cine mudo2.

Y sobre el movimiento podría afirmar casi lo mismo. Usted, amable lector, sabe que se rodaba con frecuencia de dieciséis fotogramas por segundo, pero se proyectaba con frecuencia de veinticuatro. Este disloque descomponía el ritmo, pero no era ese detalle lo que incomodaba a mi hijo. Lo aceptaba así; le preocupaba más bien que las personas vivieran tan agitadas. Es decir, él aceptaba la “realidad” del filme; ahora me digo que tal vez permitir que ingresen dichos códigos en la sensibilidad del espectador es una forma de conocer y valorar los méritos del cine mudo. Los recursos rudimentarios son, cuando existe talento, una valiosa fuente de inspiración.

Claro que no olvido otro detalle: el silencio. No el de nosotros, espectadores atentos, sino el de la pantalla. ¿Por qué no me dijo nada sobre la mudez de los personajes? ¿Realmente no “hablaban”? ¿Acaso no escuchó susurrar a los ladrones para hurtar el carro, tampoco el llanto de la criatura ni el ruego del vagabundo ante el juez para evitar que ingrese al niño a un hospicio? Creo que sí y muy claramente, porque le bastó interpretar las imágenes. He sabido que el formalista ruso Boris Eichenbaum propuso un concepto sugestivo dentro de la semiótica, el del discurso interior, que es precisamente el contacto que se produce entre el espectador y las imágenes, prescindiendo del sonido. Por eso lamento que se hayan ensayado algunas fórmulas para dotar de diálogo a los personajes, con globos a manera de los comics, que desvirtúan la precariedad y el desafío que significa apreciar una película muda.

Tal vez muchos recuerden la terquedad de Chaplin para no introducir el sonido en sus películas, cuando ya a fines de la segunda década del siglo XX empezaba a ser el camino de cineastas y productoras. Él opta, más bien, por incorporarlo con pinzas y sin alterar la estructura narrativa de su propuesta original. Y, sobre todo, sin traicionar a su personaje que personificaba el arte de la pantomima. Así lo hace en Luces de la ciudad (1931), una película que se ajusta a las convenciones del cine mudo, pero que sí apela a efectos de sonido.

Un buen ejemplo lo encontramos en la escena inicial, en la que unos señorones dan un discurso de inauguración de una estatua y lo que escuchamos son pitidos incomprensibles, que en el fondo podrían tomarse como rechiflas de las películas sonoras. Sin embargo, el mejor ejemplo lo tenemos en el portazo —que no se oye— de un coche de lujo justo cuando pasa el vagabundo pobretón delante de la florista ciega, quien lo confunde con un hombre acaudalado. Este embrollo es un eje importante de la trama sentimental que une a los dos personajes. Lo cierto es que, por otras vías, tal vez principalmente a través de la comedia y los dibujos animados, la voz y la música fueron convirtiéndose en sustrato esencial del cine a partir de los años treinta.

Permítame, amable lector, saltarnos una década y media en la historia del cine; me refiero a la época de oro del cine norteamericano, la golden age de Hollywood, que cubre desde 1930 hasta mediados de la década del cuarenta. Ya instalado completamente el sonido —para lo cual recibió un gran impulso del desarrollo de la radio—, este cine perfecciona sus mecanismos artísticos y de producción; modela y da brillo a su star system con actrices y actores de la talla de Greta Garbo, John Gilbert, Vivien Leigh o Clark Gable; define mejor sus géneros privilegiando el melodrama, el film noir y el wéstern. Pero todo este esplendor empieza a declinar con la invasión de la televisión.

Así llegamos al neorrealismo, movimiento cinematográfico italiano del que quisiera ocuparme brevemente. La primera película que conocí de esta escuela fue Umberto D. (1952), de Vittorio de Sica, en el canal 4 o 5 de entonces. Le encantaba a un tío, pero a mí me pareció aburridísima. Narra la historia de un viejo y solitario empleado del gobierno, que apenas puede sobrevivir con su pensión de jubilado. Casi al final de su vida atraviesa una adversidad tras otra —pierde su habitación, a su perro fiel y la amistad de una joven criada—, su salud es cada día más endeble, por lo que decide quitarse la vida… Estamos frente a una de las películas más extremas del neorrealismo, natural y prolija, casi sin argumento, pues se “limita” a seguir al personaje en un tiempo que parece corresponder al de la realidad.

Acababa de salir del colegio cuando vi extasiado, en el cineclub de la Universidad de San Marcos, El evangelio según Mateo (1964), de Pier Paolo Pasolini. Una película tardía del neorrealismo, cuyos fundamentos de simplicidad, cotidianidad y desgarrada humanidad están humildemente al servicio de una película religiosa. Esa carga ideológica, que siempre he admirado en el neorrealismo, me descolocó. Yo provenía de una educación católica, con palmeta y catecismo, donde los textos y las películas que nos pasaban mostraban vírgenes y cristos exquisitos, y aquella noche tenía en la pantalla a Jesús, a su sagrada familia, a los doce apóstoles y a una multitud de mujeres y hombres desheredados, muchos de ellos andrajosos y hundidos en la miseria. La película testimonia la vida de Cristo —desde su nacimiento hasta su muerte y resurrección—, según el más prosaico de los cuatro evangelios; y no por azar, su elección marca la aspereza estilística de Pasolini.

El neorrealismo renueva la narración cinematográfica no solo por haber rodado en exteriores o gracias a sus encuadres y movimientos de cámara, sino principalmente por la utilización de diversas técnicas de los novelistas norteamericanos como Faulkner o Hemingway; es decir, fragmentando la realidad y recomponiéndola artísticamente de acuerdo más con una urgencia “biológica” que “dramática”. No sorprende, por lo tanto, que muchas de sus películas se basaran en novelas o que sus guionistas como Pier Paolo Pasolini o Cesare Zavattini cultivaran también la narrativa de ficción. A propósito, el venerado crítico y teórico de cine André Bazin tiene un ensayo sobre el neorrealismo que tituló “El realismo cinematográfico y la escuela italiana de la liberación”, que apareció originalmente en la revista Esprit (en enero de 1948) y que me exime de dar mayores comentarios:

Lo mismo pasa hoy con el cine italiano. Su realismo no encierra en absoluto una regresión estética, sino, por el contrario, un progreso en la expresión, una evolución conquistadora del lenguaje cinematográfico, una extensión de su estilística […]. Entendamos, grosso modo, que quiere dar al espectador una ilusión lo más perfecta posible de la realidad, compatible con las exigencias lógicas del relato cinematográfico y los límites actuales de la técnica. Por ello, el cine se opone netamente a la poesía, a la pintura, al teatro, y se aproxima cada vez más a la novela. (Bazin, 2001, p. 199)

Antes de pasar al cine moderno, me permito sugerir algunos filmes del neorrealismo italiano apropiados para un público escolar: además de Ladrón de bicicletas (1948), por supuesto, del mismo Vitorio de Sica tenemos Los niños nos miran (1944) y El limpiabotas (1946); Alemania, año cero (1948), de Roberto Rossellini; La strada (1954), de Federico Fellini; Rocco y sus hermanos (1960), de Luchino Visconti; y, finalmente, Los olvidados (1950), de Luis Buñuel, que si bien es una película mexicana, se inscribe en la misma tendencia, aunque con un ramalazo surrealista.

El primer gran impacto del cine moderno lo recibí con Las cosas de la vida (1970), de Claude Sautet. Recuerdo muy bien aquella tarde: había faltado al colegio, estaba en un cine de barrio en el distrito de Magdalena, cuando en la pantalla aparecieron unas imágenes en cámara lenta —apenas iniciada la película— de un accidente automovilístico con un hombre al volante. Corte. Enseguida el mismo personaje, acariciando y contemplando la línea de la espalda de una bellísima Romy Schneider. Luego el personaje que no consigue controlar el coche y el descarrilamiento. Corte. El personaje besando el cuello a la misma mujer, ahora con anteojos escribiendo a máquina. Antes solo habíamos visto la desgracia en la carretera, la congestión de gente, la llegada de la policía y la ambulancia. Ingresan al herido al hospital y, a través de sucesivos cortes en la narración, él va recordando su vida jalonada en dos direcciones: por su esposa y por su amante.

Si bien la historia es sencilla, estaba contada —para un adolescente sentimental— de un modo novedoso: los flashbacks ofrecían una mirada intimista, los diálogos fluidos y naturales penetraban por igual en el erotismo como en la angustia del protagonista, y había algo en la fotografía y en la luminosidad del color que no había visto hasta ese momento, como si el espectador estuviera a un palmo de los personajes, sintiendo su respiración y su aroma. Estas características se deben al lenguaje del cine moderno, que incorpora el plano secuencia, apelando muchas veces al travelling y a diferentes planos durante la larga toma sin cortes; y, por otro lado, a la aparición de la película pancromática cuya mayor sensibilidad produce imágenes muy realistas.

Sé que el director Claude Sautet no fundó ni perteneció a la nouvelle vague o nueva ola —el siguiente movimiento que veremos—, tampoco formó parte de sus figuras epigonales, como ocurrió con Claude Miller y Philippe Garrel. Tal vez por edad debió alinearse, pero opta más bien por desarrollar temas y personajes adultos antes que abordar la problemática de niños o adolescentes, una de las preocupaciones centrales de ese grupo joven de críticos de cine, cultos y apasionados, que terminará filmando de acuerdo con sus fundamentos teóricos.

Es verdad que no solo es el tema lo que define a la nouvelle vague, pero Las cosas de la vida me llevó al país y a los años en los que se producía el cine más poderoso de recambio generacional. Lo inició a través de la crítica en la revista Cahiers du Cinéma y continuó con los mismos críticos, que habían arremetido contra un cine que consideraban afectado y obsoleto frente a propuestas cinematográficas sinceras y de fuertes conflictos personales, como El bello Sergio (1958), de Claude Chabrol; Los 400 golpes (1959), de François Truffaut; e Hiroshima mon amour (1959), de Alain Resnais. Las dos últimas muy premiadas, lo cual significó un enorme impulso para el movimiento.

Fue un movimiento que descubrió una nueva generación de cineastas, que afirmó esencialmente un compromiso crítico con sus recursos expresivos, tanto en términos políticos como morales. Jean-Luc Godard, uno de sus principales exponentes, alardeaba de que el ejercicio de la crítica les había enseñado a apreciar a Eisenstein, saber actuar con prudencia al hacer un filme y ser los primeros cineastas que sabían de la existencia de Griffith. Todos ellos cinéfilos, aunque por su número terminó siendo un grupo bastante disparejo. Godard lo expresa tímidamente en una entrevista:

Tenemos muchas cosas en común. Desde luego, yo me siento muy diferente de Rivette, Rohmer o Truffaut, pero en general tenemos las mismas ideas sobre el cine, nos gustan las mismas novelas, los mismos cuadros, los mismos filmes. Son más las cosas en común que tenemos que las diferencias. Las diferencias de detalle son grandes, pero las diferencias profundas son pequeñas. Incluso si estas últimas fueran grandes, el hecho de que todos nosotros hayamos sido críticos nos acostumbró a considerar más los puntos comunes que las diferencias3.

Basta apreciar Sin aliento (1960), de Jean-Luc Godard; El amor loco (1969), de Jacques Rivette; La carrera de Suzanne (1963), de Éric Rohmer; o El niño salvaje (1970), de François Truffaut —entre las primeras películas de los nombrados—, para advertir las diferencias. Y, de paso, recomendarlas. Conviene añadir que, como ocurre con las manifestaciones artísticas, hubo circunstancias políticas en la sociedad francesa que inquietaron a ciertos espíritus de izquierda: la guerra de Argelia, entre 1954 y 1962, que envió al frente a cientos de miles de jóvenes; el exitoso gobierno de Charles de Gaulle, que acentúa la dominación de la derecha; y la radicalización de la censura cinematográfica4. Como respuesta al malestar surge una renovación cultural, como acontecerá años después con la revolución estudiantil de Mayo del 68. Lo dejamos aquí y retomamos con el Nuevo Hollywood en la próxima toma, cuando nos refiramos a técnicas y lenguaje cinematográfico.

VIVAN LOS GÉNEROS

Tal vez algunos de los docentes revisen la información o los comentarios de las películas que se exhiben en nuestras carteleras comerciales, aunque los espacios culturales son muy reducidos en nuestro país o falseados por la farándula. Bien la información o los comentarios empiezan, casi siempre, presentando la ficha técnica de la película, como se ve también en los afiches de las salas de cine; figuran título, director, reparto, país de producción… y género. Si retrocedemos en el tiempo, los mayores podemos recordar las visitas que hacíamos a las tiendas de video Blockbuster que había en algunos distritos de la capital; entre sus pasillos leíamos una clasificación semejante a la distribución por artículos que encontramos en un supermercado: familiar, comedia, terror o drama.

Podríamos, entonces, concluir que los géneros —como en la literatura, por ejemplo5— son un catálogo diferenciado de películas de diversa composición o estilo. Esto es importante: el contenido del filme, sus elementos y la forma de ser contada la historia. El profesor chiflado (1963), dirigida y protagonizada por Jerry Lewis, es a todas luces una película cómica, aunque esté inspirada en la novela El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886), de Robert Louis Stevenson. Todos sus elementos constitutivos y la forma de contarse están dirigidos a arrancar la risa del espectador. Salvo un momento romántico, nada desvía este propósito. Es, por lo tanto, una comedia pura. No se inscribe en el mismo tono hilarante una película como Tiempos modernos (1936), dirigida y protagonizada por Charles Chaplin, o Annie Hall (1977), dirigida y protagonizada por Woody Allen. Adviértase que he buscado analogías en la dirección y la actuación para subrayar la unidad entre la historia y el discurso6. Estas dos últimas películas son más bien comedias dramáticas, pertenecen a este género híbrido.

Veamos un caso opuesto: el bellísimo filme del neorrealismo titulado Ladrón de bicicletas (1948) —al que alguien calificó como el más desamparado de la historia— y que fue dirigido por Vittorio de Sica. La historia narra la experiencia de un obrero desempleado, quien recibe una oferta de trabajo para la que necesita una bicicleta. Imagino miles de situaciones como esta en la Italia arruinada de la posguerra, así como los sucesos que tiene que afrontar este pobre hombre: recuperar su bicicleta, que la tiene empeñada, dejando a cambio las sábanas de su casa para que el primer día de trabajo se la roben. Junto a su hijo inicia un calvario de búsqueda sin resultado… En fin, esa es la historia.

Pero veamos cómo está contada. De Sica opta por el minimalismo: la manera más simple y austera, filmada en blanco y negro, en escenarios verdaderos y sin actores profesionales, cuyos rostros nos resultan inolvidables por su duro realismo. Apela a una abundancia de planos medios, algunos de los cuales corresponden a la tierna mirada del niño. La estructura es circular: el protagonista sale de la multitud al inicio y vuelve a ella al final, como un simple ciudadano más; la música es muy triste, enfatizando los momentos más tensos. La impresión que nos deja la película es de gran amor y dignidad, a la vez que de gran aspereza discursiva. No hay duda de que estamos frente a un gran drama, casi una tragedia, que por diversas razones la siento muy cercana a El pibe (1921), de Charles Chaplin.

Pero retrocedamos la cinta a los orígenes del cine, a la célebre sesión de los hermanos Lumière en diciembre de 1895, cuando se proyectó una serie de documentales que podría ser calificada como un reportaje de la época; pocos años después llegó la magia con Georges Méliès, que dotó de una nueva dimensión al cine. Este tránsito, que me recuerda a las funciones de cine de los cincuenta y sesenta del siglo pasado (se emitía un noticiero de actualidad antes de la película), marca tal vez un primer género que diferenciará la técnica del arte. La historia registra a grandes documentalistas como el ruso Dziga Vértov, que va a experimentar hacia un cine vanguardista y político con su teoría del cine-ojo. Se advierte en su filme El hombre de la cámara (1929), donde acumula “fragmentos de energía real que, mediante el arte del montaje, van a formar un todo global”, que permita “colocar en el centro de la atención la estructura económica de la sociedad” para “el desciframiento de la vida tal cual” (Dziga Vértov, 1973, p. 75).

Acaso el punto más alto del desarrollo del documental resida en la obra del cineasta estadounidense Robert J. Flaherty, quien incorporó al género un sentido dramático. Su extraordinario testimonio fílmico Nanuk, el esquimal (1922), un documental mudo rodado durante los dos años que su director convivió con los inuit, ha quedado como un ejemplo de consonancia entre la vida y la obra de un creador. Poco se comenta sobre su alejamiento del cine, pero se sabe de los problemas que enfrentó con la crítica y con sus productores: su película The Land (1942) fue prohibida por su tono demasiado pesimista; y, por otro lado, abandonó dos de sus proyectos ya comenzados, Sombras blancas y Elephant Boy, por haber sido retocadas de forma muy comercial.

Flaherty fue muy riguroso con su trabajo, en el que realizó labores de sociólogo, antropólogo y geólogo, además de descubrir algunas técnicas que lo llevarían a convertirse en el padre del primer híbrido: la docuficción, un género frecuentado más adelante por cineastas de la talla de Jean Rouch y Agnès Varda, el primero considerado el inspirador de la nouvelle vague y ella como la grand-mère de la nouvelle vague. No hace mucho ha estrenado, con 88 años de edad, su último trabajo: Rostros y lugares (2017), un retrato relajado y hasta divertido sobre un artista callejero7.

Como este estudio juega a ser un cuaderno de apuntes —similar al que llevaba al cine cuando era un joven estudiante—, mencionaré sin detalle los géneros que han formado mis gustos. En primer lugar, el mundo épico que encarnaban héroes como Maciste, Hércules, Sansón o Goliat, que hacían delirar a la platea con sus burdos trucos y colores chillones. Era la representación de un mundo grandioso, lleno de fuerza sobrehumana y de enfrentamiento entre el bien y el mal. No sé por qué lo han bautizado como género péplum, lo cierto es que poco después de los dibujos animados fue lo primero que me emocionó8. Después, vino el cine negro o film noir, empezando por las películas que pasaban los domingos por televisión hacia fines de los sesenta y principios de los setenta. Las veía con mi padre, quien me hablaba admirado de la fotografía, la escenografía y por supuesto de su santoral de actores conformado por Edward G. Robinson, James Cagney y Humphrey Bogart. Yo prefería al granítico Robert Ryan.

Mi padre tenía razón al destacar el trazo expresionista de las imágenes y la línea estilizada de la escenografía. También de las actuaciones, pues sus personajes son sinuosos y cínicos, enigmáticos y al margen de la ley. Una femme fatale ponía el toque sensual y, al final, el más sorpresivo. Como buen lector, sabía que la construcción formal de la historia era muy cuidadosa, minada de elipsis y metáforas. No encendíamos la luz de la sala, era como estar en el cine, apenas una débil iluminación caía sobre la pantalla, y dentro estaba el claroscuro de la ciudad, la inquietud de las sombras y los borrosos límites entre la virtud y la vileza. En plena adolescencia, mi mundo dejó de ser el de los superhéroes para observar una sociedad injusta y violenta, aunque menos impúdica de lo que es hoy. Lo que he señalado tal vez sean los rasgos principales del cine negro.

Las películas del Oeste las vi más en series televisivas, todas de producción norteamericana. No sé por qué, pero ya desde niño me molestaba que siempre ganara el joven —así le decíamos al hombre blanco, guapo y misterioso—, que enfrentaba a una multitud de indios que aparecían desorbitados y ordinarios; hasta que llegó de la mano de Sergio Leone el spaghetti western o wéstern europeo, que se puso muy de moda entre los sesenta y los setenta. Esas películas donde todo parece provenir del destierro sí me cautivaron, es como si cada elemento fuera imprescindible para su realidad: imposible extirpar la música o los decorados o a cualquiera de sus turbios personajes sin echar a perder el filme. Después ya se desflecó un poco, pues contuvo su violencia y ofreció a cambio un tono picaresco con la trilogía de Trinidad, aunque me siguieron gustando.

Con el tiempo conocí algo de la evolución del wéstern estadounidense, tan vinculado a la historia de su nación —como los poemas épicos El mío Cid o La canción de Rolando para España y Francia, respectivamente—, con películas como La caravana de Oregón (1923), de James Cruze, y El caballo de hierro (1924), de John Ford. En estas primeras décadas del siglo XX es todavía un cine tosco, con personajes planos y arenas humeantes. Pero se convertirá en un género considerable con el propio John Ford, tan fiel a su naturaleza, quien alcanzará a descollar en la cinematografía mundial con La diligencia (1939), Pasión de los fuertes (1946) y Fuerte apache (1948). Otros directores importantes de este género son Howard Hawks, Raoul Walsh, John Sturges y, por supuesto, el crepuscular Sam Peckinpah. Recomendaría ver La pandilla salvaje (1969), La balada de Cable Hogue (1970) y Pat Garrett y Billy the Kid (1973).

Los géneros se fueron diversificando y, además, fueron encontrando acomodo en variadas categorías como tema, estilo o modos de producción. También de moda, por supuesto; hablar hoy del cine de culto o del cine independiente no deja de ser una expresión bastante moderna. Si nos referimos a los géneros convencionales, tendríamos que mencionar la comedia, el drama, la ciencia ficción, el romance, el terror, la aventura… Cerraré estos fragmentos con un género que no termina de convencerme emocionalmente, pero que merece mi admiración: el musical.

No es ninguna novedad afirmar que el silencio está en los orígenes del cine; entonces, pensar en la integración del canto y el espectáculo coreográfico como ejes de una historia significa sin duda el resultado de una madurez del cine sonoro. Y lo curioso es que el género musical no solo marca un depurado progreso técnico, sino incluso el nacimiento del cine sonoro; aunque en este punto haya surgido recientemente una duda: hasta hace pocos años la película El cantante de jazz (1927), dirigida por Alan Crosland, era considerada la partida de bautizo del género, pero se ha descubierto una veintena de cortometrajes de Lee de Forest, fecundo inventor estadounidense, que comprobaban su método para incorporar sonido a las películas. En uno de ellos, From Far Seville (1923), aparece una adolescente Conchita Piquer cantando coplas españolas.

Recordar filmes musicales nos lleva a la imagen de la gran industria del cine y a los ostentosos espectáculos de Broadway, aunque también a una escala íntima: la nobleza que despertaba una pareja formada por Fred Astaire y Ginger Rogers, por ejemplo, en El desfile del amor (1929), de Ernst Lubitsch; o la plasticidad y gracia de Gene Kelly —patrono del género—, bien con Leslie Caron en Un americano en París (1951), de Vincente Minnelli; o con Debbie Reynolds en Cantando bajo la lluvia (1952), dirigida por Gene Kelly y Stanley Donen, que representa “una deliciosa evocación de los difíciles años del cine sonoro” (Gubern, 2016, p. 347).

Sí, es la película de la inmortal escena de casi cinco minutos en la que el protagonista se despide de su amada, despacha al taxi y se echa a caminar feliz bajo la lluvia torrencial; de súbito empieza a cantar y a bailar, da uno y dos pasos para trepar al poste, luego gira como un barrilete, bordea la acera y va zapateando rítmicamente sobre los charcos. Es una preciosa exhibición de claqué callejero, que según la leyenda fue filmada en una sola toma.

Todavía recuerdo cuánto me sorprendió ver Amor sin barreras (1961), de Robert Wise y Jerome Robbins; y Los paraguas de Cherburgo (1964), de Jacques Demy. En ambos casos, fui al cine con mi padre a ver una película convencional y de pronto todos los diálogos eran cantados, como en una ópera popular. Para un chico de trece o catorce años era raro. La primera es una película norteamericana inspirada en Romeo y Julieta (1597), la tragedia teatral de William Shakespeare, que tiene actuaciones soberbias con la encantadora Natalie Wood, Rita Moreno y George Chakiris. La música pertenece al extraordinario Leonard Bernstein. La otra es una película francesa, con Catherine Deneuve y Nino Castelnuovo, quienes encarnan a una pareja de enamorados que sufre la separación a causa de la guerra de Argelia. Años después, el reencuentro entre ellos será casual y definitivo. Es un filme emotivo e ingenuo, con colores brillantes y contrastados, con escenas muy domésticas y un decorado de casa de muñecas.

Cerraré este largo recuento mencionando algunas películas muy recomendables para niños y adolescentes, desde la fábula musical El mago de Oz (1939), basada en la novela de Lyman Frank Baum y dirigida por Victor Fleming, hasta La La Land (2016), drama musical de Damien Chazelle; pasando por las turbulentas Cabaret (1972), de Bob Fosse; Jesucristo superstar (1973), de Norman Jewison; Fiebre del sábado por la noche (1977), de John Badham; Grease (1978), de Randal Kleiser; Cry-Baby (1990), de John Waters; Bailando en la oscuridad (2000), de Lars von Trier; Hairspray (2007), de Adam Shankman; y Sweeney Todd, el barbero demoniaco de la calle Fleet (2007), de Tim Burton, un filme de humor negro, nada superficial y sangriento.

Mirador de ilusiones

Подняться наверх