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INTRODUCCIÓN

El poeta Valéry tenía una frase que gustaba repetir François Truffaut: “El gusto es el resultado de mil disgustos”. Solo de la constancia en el encuentro con la obra estética puede surgir una manera nueva de sentir. Se trata de ver buen cine, leer buena literatura. Y esto, aunque no guste. La confianza proviene de lo que ha ocurrido con la humanidad; es el trato frecuente, el roce, lo que produce esos órganos interiores que permitirán eso que la ley denomina, pretenciosamente, “apreciación crítica”. […] En cine se trata, pues, de ver buen cine. Tal vez resulte aburrido, para un adolescente, contemplar Ciudadano Kane o Intolerancia. Pero solo este trato con la gran obra puede forjar el gusto que buscamos. Hace falta leer El Quijote, contemplar pinturas de Van Gogh, visitar Machu Picchu; si perseveramos, algo irá creándose en nosotros. Algo que nos emparenta con el creador, con su obra, y solo así llegaremos a educar, es decir, a elevar el gusto hasta darle la facultad invalorable de disfrutar, más tarde, con la buena lectura o la visión conmovedora de un gran filme.

Constantino Carvallo Rey*

MAGIA DEL ARTE

Hace muchos años, tal vez en mi época de estudiante universitario, leí un libro sobre cine que he olvidado, salvo unas líneas que he venido repitiendo a lo largo de mi vida como una lejana canción de adolescente: “Purilia es una tierra misteriosa de la que todos hablan, pero en la que muy pocos han estado”. Recurro a ese enunciado cada vez que me dispongo a hablar de cine en alguna clase, porque recuerdo vagamente que el libro hacía referencia a una novela que examinaba el mundo del cine, en Los Ángeles de los años treinta y que lo presentaba disoluto y libre de conflictos sociales, frenético y rebosante de emociones; ni más ni menos que un olimpo moderno poblado de gente poderosa o de dioses, enérgicos y hermosos.

Desde entonces había imaginado una Purilia desenfrenada como el País de los Juguetes de la novela Las aventuras de Pinocho (1883); aunque, por supuesto, con personajes adultos y amorales. En aquel capítulo XXX de la novela de Carlo Collodi, Pinocho se escapa con su amigo Lucignolo a este lugar soñado, animado por sus argumentos: “Allí no hay colegios, ni maestros, ni libros. En ese bendito país no se estudia nunca” (1987, p. 263). Un paraíso donde se juega de la mañana a la noche, luego a la cama y al día siguiente a empezar de nuevo con la diversión.

Al llegar se encuentran con una versión moderna del famoso cuadro de Pieter Bruegel el Viejo, Juegos de niños (1560): más de doscientos niños practicando un centenar de juegos diferentes. No hay adultos, solo la libertad y el movimiento imponen su dominio. Por estas sensaciones de disfrute, tanto la pintura de Bruegel ambientada en los Países Bajos como la novela de Collodi situada en el reino de Italia y la novela sarcástica de Elmer Rice, autor auténtico de El viaje a Purilia (1930)1, pueden vincularse entre ellas —a pesar de sus diferencias— gracias al sortilegio de una emoción común. A manera de ejemplo, recordemos un pasaje del capítulo XXXI de Las aventuras de Pinocho (Collodi, 1987):

Este país no se parecía a ningún otro país del mundo. La población estaba compuesta exclusivamente por chicos. Los más viejos tenían catorce años, los más jóvenes tenían apenas ocho. En las calles había una alegría, una bulla y un vocerío como para volverse locos. Bandas de pillos por todas partes: unos jugaban a las nueces, otros al tejo, otros a la pelota, otros corrían en bici, otros en caballitos de madera; estos jugaban a la gallinita ciega, aquellos, al escondite; otros, vestidos de payasos, comían estopa encendida; unos recitaban, otros cantaban, otros daban saltos mortales […]. En resumen, un tal pandemonio, una tal endiablada algazara, que había que ponerse algodón en los oídos para no quedarse sordos. En todas las plazas se veían teatrillos de lona, atestados de chicos desde la mañana hasta la noche y en todas las paredes de las casas se leían escritas con carbón cosas tan bonitas como estas: “¡Viva los jugetes!” (en lugar de “juguetes”), “No queremos más hescuelas” (en lugar de “No queremos más escuelas”), abajo “Larín Mética” (en lugar de “la aritmética”), y otras florituras por el estilo.

Adviértanse las múltiples representaciones de personajes y acciones, la manipulación de títeres en los teatrillos de lona, el vocerío múltiple y la imitación de sonidos; en fin, el “pandemonio” que se crea ante el lector merced a la vivacidad y la audacia de los movimientos consigue acelerar el ritmo, recortar las escenas y acentuar la repetición que semeja la barahúnda del rodaje de una película. Y luego ya más ordenado, depurado una y mil veces, se traduce en el sortilegio que produce su proyección. Ese es el goce que busca la gran mayoría de personas: suspender la rutina y sentirse bien consigo mismo e, incluso, compartirlo con las demás sombras que pueblan la sala de cine.

Claro que los juegos que aparecen en la pintura de Bruegel se han extinguido de las calles; ya nadie juega a la gallinita ciega, al caballito de palo, a los zancos, al aro que gira… con las justas sobreviven el trompo y las canicas en algunos barrios populares de hoy. Tampoco creo que los niños fantasean con un País de los Juguetes —el apellido Collodi ha sido reemplazado por las marcas Samsung, Apple o Huawei—, del mismo modo como no creo que Hollywood siga siendo la ciudad mítica retratada por Elmer Rice en su novela El viaje a Purilia; en las últimas décadas, varios escritores la han despellejado de todas sus apariencias de gran capital cinematográfica2.

Por eso mismo, y no obstante el placer que sentimos ante la pantalla, también una película puede transmitirnos una carga negativa, como tantas historias que nos provocan un temblor emocional y nos arrancan lágrimas, o nos producen un malestar. En uno u otro caso y a pesar de los fingimientos de la pantalla, nos gusta ir al cine con amigos o rara vez solos. Y así ha sido desde los inicios del siglo XX en que el arte aceleró su tren de sombras.

MENTIRAS DE LA PANTALLA

Solo siete años después de la primera proyección presentada por los hermanos Lumière en el Grand Café de París3, el ilusionista francés Georges Méliès proyecta su película de ciencia ficción Viaje a la Luna (1902)4, escrito por su hermano Gaston Méliès. El guion basado en novelas de Julio Verne y de Herbert George Wells presenta una convulsionada convención de astrónomos (medio magos y medio chiflados), en la que el presidente propone efectuar un viaje a la Luna. Discuten, agitan sus barbas blancas, diseñan un plan y deciden fabricar una cápsula espacial. Una comitiva de seis científicos aborda la nave, que es lanzada al espacio por un inmenso cañón.

A continuación vemos, desde la perspectiva de la nave, cómo se va aproximando a la Luna hasta que se incrusta en el ojo derecho del satélite. Los astrónomos salen de la cápsula, se desperezan y observan la hermosa vista que les ofrece el ojo de la Luna. Se precipitan luego tres minutos de escenas trepidantes: gigantescos hongos, personajes extraños, un juicio al que son sometidos los visitantes, un ambiente palaciego, una revuelta y un escape desesperado. La nave regresa a la Tierra y cae en el mar, de donde son finalmente rescatados. Grandes desfiles y fanfarria para celebrar a los héroes, quienes exhiben, como trofeo, a un selenita que en su afán de detener la nave se aferró a la parte posterior y ha sido ahora domesticado.

Esto y mucho más puede leerse en la singular novela gráfica La invención de Hugo Cabret (2007), del escritor norteamericano Brian Selznick. Se trata de un libro bellísimo, impreso en blanco y negro, básicamente ilustrado a carboncillo, aunque también cuenta con unas fotografías de época respetuosamente intervenidas y unas pocas páginas de texto. Su historia se sitúa en la Francia de 1931 donde un niño huérfano, hijo de un relojero, ha heredado de su padre la devoción por la exactitud del tiempo y sus misteriosos mecanismos concentrados en dos objetos simbólicos: un inservible muñeco de cuerda y un cuadernillo de notas para repararlo.

Revisemos los elementos de este apasionante relato de aventuras: el pequeño Hugo vive a escondidas en la torre de una estación de ferrocarril, en una buhardilla tras el enorme reloj de su abigarrada arquitectura; las galerías de la sala de ingreso son frecuentadas por numerosas personas, donde un enigmático juguetero atiende su modesta tienda de cachivaches, cuyas piezas pueden servir para reparar el muñeco. Asimismo, una adolescente inquieta, muy aficionada a la lectura, establece un vínculo con él y lo anima a correr mil riesgos.

A medida que avanzamos en la lectura, vamos percibiendo su deuda con el cine: desde las imágenes, sus secuencias vertiginosas y sus encuadres; los bordes negros que sugieren fotogramas de un filme; los carteles que anuncian cada capítulo; la cuidadosa administración de la intriga…, poco a poco, las referencias cinematográficas a través del universo imaginativo de Georges Méliès. Creo que este libro es una hermosa posibilidad para internarse en esa otra vida que ofrece el cine. Y está tan próximo a este arte que no tardó en llegar su versión filmada en 3D, que simula la visión tridimensional humana5.

Tanto la novela gráfica como la película son manifestaciones de la ficción que se inscriben dentro de lo que podríamos denominar género de aventuras; son fáciles de seguir, entretenidas e incluso apasionantes. Como buscamos olvidarnos de los rigores del tiempo y de las preocupaciones, los noventa minutos de una película nos parecen una bendición. Cuántas veces recibimos una película ligera como un bálsamo y tan pronto se acaba el filme nos sentimos renovados, como si hubiéramos vivido el más reparador de los sueños.

Sin embargo, también existen películas densas, que no nos facilitan la tarea de vivir: son historias complicadas, incómodas, que no licencian nuestra conciencia ni nuestro juicio. Desde luego que este tipo de películas concita a un menor número de espectadores, muchas veces son producciones independientes o de directores raros, los llamados de culto, que tienen poco interés en las luminarias de la gran industria cinematográfica. En esta línea, quiero tocar El tedio (1998), coincidentemente también una película inspirada en una obra literaria. La novela pertenece al escritor italiano Alberto Moravia, fue publicada en 1960 y es, como buena parte de su obra, de carácter existencial. El propio Moravia, como persona, era sustancialmente un pesimista humanista. Puede comprobarse en El rey está desnudo (1982), un libro de entrevistas:

No creo que el hombre haya nacido para ser feliz, sino para expresarse. Y la expresión es una cosa dolorosa, difícil, áspera y… que no sirve para nada.

—La vida es trágica…

En efecto, creo que la tragedia es el fundamento de la vida humana […]. (p. 236)

La novela está narrada en primera persona y la película también, a través de una predominante cámara subjetiva que se sitúa detrás de los ojos y de la sensibilidad del protagonista. La primera se inicia con un prólogo en el que se presenta el personaje: un pintor que carece de energía creadora y que no consigue permanecer más de diez minutos ante el lienzo… sin el deseo de destruirlo, convencido de haber llegado al fin de una larga y antigua discusión consigo mismo.

No tarda en declarar que desde su infancia ha sido víctima del tedio y esboza una teoría al respecto… Acá es donde me gustaría abrir la gran interrogante sobre esta emoción de disgusto y hastío, tan alejada del placer que naturalmente nos proporciona el cine. Leamos unas líneas del prólogo para comprenderla mejor:

Para muchos, el tedio es lo contrario de la diversión; y diversión es distracción, olvido. Para mí, en cambio, el tedio no es lo contrario de la diversión; más bien podría decir con franqueza que en ciertos aspectos se parece a la diversión, en tanto que provoca distracción y olvido, aunque sean de una índole muy particular. El tedio es para mí una especie de insuficiencia, incapacidad o escasez de la realidad. (Moravia, 1986, p. 14)

Esta idea de extrañamiento e ineptitud de la realidad es clave para entender la novela y la película, si bien la historia experimenta pronto un giro en el argumento con la presencia de Cecilia, una joven modelo con quien el protagonista empieza una enfermiza relación erótica que lo arrancará del aburrimiento, pero que a cambio lo llevará a un trágico final. A pesar de las variaciones en la adaptación, ni la novela ni la película logran emerger del fango; sus personajes son siempre seres viscosos e infelices, y las situaciones que viven son degradantes. Aun así, el cine nos sirve para conocer las bajezas del alma humana.

Nos recuerda el educador Constantino Carvallo que el poeta Paul Valéry afirmaba que “el gusto es el resultado de mil disgustos”; es decir, alcanzar el buen gusto cuesta esfuerzo. Es como todo proceso educativo: difícil, áspero y pesado. ¿Acaso nuestros alumnos permanecen felices en clase? Tenerlos concentrados y satisfechos es un logro pedagógico6. Los hábitos cotidianos, las lecciones de clase, el desarrollo de la inteligencia y la sensibilidad exigen una firme voluntad. Creo que conseguirla es parte de la tarea docente.

Supongamos que nos propusiéramos conocer la cultura peruana y lo hiciéramos a través de obras como Los ríos profundos (1958), novela de José María Arguedas, o Wiñaypacha (2018), película de Óscar Catacora; los panalivios de Nicomedes Santa Cruz o los valses de Chabuca Granda; La casa de cartón (1928), nouvelle de Martín Adán, o Las hijas de Nantu (2018), documental de Willy Guevara sobre la cultura de los awajún. Muy probablemente la mayoría de los estudiantes las calificarían de expresiones “lentas” y “aburridas”. ¿Pero nos atreveríamos a desconfiar de sus virtudes estéticas y sociales o de su energía transformadora?

HOMENAJE AL BUEN CINE

Advierta, querido lector, los vínculos que hemos señalado en el subcapítulo anterior entre literatura y cine, a través de adaptaciones de novelas a películas diametralmente opuestas: acción frente a inmovilidad, optimismo frente a desesperanza, presteza frente a lentitud; en suma, diversión y aburrimiento enfrentados y unidos, no obstante, en la pantalla. Y, sobre todo, de qué manera el cine se las arregla para trasladar los asuntos más indescifrables y espesos de la realidad a la ficción.

Para cerrar esta introducción sobre el poder disolvente de la ficción, que muda la gravedad del mundo concreto a una realidad de sustancia diferente, dudé entre dos películas: La rosa púrpura del Cairo (1985), de Woody Allen, y Mulholland Drive (2001), de David Lynch. Opté por la entrañable comedia dramática del cineasta neoyorquino. Una frase de su guion me ayudó a decidirme: “Los seres de ficción quieren tener una vida real y los seres reales una vida de ficción”.

Creo que esta frase refleja nuestra condición humana de vigilancia ante los deseos más urgentes y nos lleva, además, a aceptar la fantasía como un ámbito ubicado más allá de los límites tangibles. La película de Woody Allen se refiere de una manera brillante al cine y su relación con la realidad7. Tratemos de explicarlo: Cecilia, una joven esposa —interpretada por Mia Farrow—, es maltratada por su esposo, un haragán que la golpea y le arrebata el poco dinero que gana como camarera. Una noche, volviendo a casa, ella vacila frente a la cartelera de cine —se exhibe La rosa púrpura del Cairo, lo cual insinúa una interpretación— y opta por quedarse a ver la película.

Regresa a casa y nuevamente el marido la forcejea, le quita el dinero y se larga con sus amigotes. Al día siguiente, por la noche, ya no duda: subyugada por las imágenes y en particular por el apuesto galán de la película, ella repite una función tras otra. Entonces se produce el milagro: es el encuentro entre dos seres inocentes que se descubren en el lado equivocado: ella y él parecen no estar a gusto donde están. Esta es la escena emblemática y sublime del filme que procuraré reproducir fielmente.

En el encuadre ingresan dos hombres y una mujer vestidos con trajes formales y cargados de maletas. Se encuentran en el interior de una mansión y acaban de volver de un viaje turístico a Egipto. Lucen cansados, aunque felices con el retorno. Detrás de ellos ingresa un hombre joven con indumentaria de arqueólogo. Mientras los primeros hombres comentan que no volverán a “mirar un camello” y la mujer señala que no ve la “hora de cambiarme de ropa e ir a los clubs”, el joven investigador está impresionado de conocer ese “lugar estupendo”.

“No dejo de pensar que hace 24 horas estaba en Egipto —dice y agrega después de una pausa—: No conocía a nadie de esta gente maravillosa y aquí estoy, al borde de un alocado fin de semana en Manhattan”. Y continúa la conversación con unos martinis secos que ofrece el anfitrión y que el arqueólogo no acepta cordialmente. En esta escena se produce el punto de quiebre, cuando ella la ha visto varias veces…

“No conocía a nadie de esta gente maravillosa… —repite él, pero esta vez algo se trastoca: titubea, mira con inquietud la platea— y aquí estoy, al borde de un alocado fin de semana en Manhattan…”. De pronto fija su mirada en un punto del público y se dirige a alguien en particular. Exclama: “¡Dios mío, realmente te debe gustar esta película!”. En su butaca, Cecilia se siente aludida. “¿Yo?”, pregunta desconcertada. “Has estado allí todo el día —dice él y agrega—: Antes te vi dos veces”. Ella vuelve a preguntar: “¿Te refieres a mí?”. “Sí, tú. Has estado… Es la quinta vez que la miras”. Un zoom acerca a él a la pantalla. “Debo hablarte”, suplica a la vez que consigue escapar de la ficción. Los otros personajes le reclaman: “¡Escucha, estás del lado equivocado! ¡Regresa, estamos en medio de una historia!”. Él responde muy suelto de huesos: “Quiero echar un vistazo. Sigan sin mí”.

Se acerca a su butaca y le pregunta: “¿Quién eres?”. “Ce… Cecilia”, balbucea ella. Él la toma de la mano y la apura a seguirlo: “Vayamos a un lugar donde podamos hablar”. “¡Estás en la película!”, aclara ella. “¡No, Cecilia, estoy libre!”, exclama el galán.

Cruzan la platea y huyen de la sala, ante el terror de todos los espectadores de la película que vemos maravillados. Es, ciertamente, una película dentro de otra. Ella y él viven un romance al margen de todo compromiso, sin libretos ni reflectores… Hasta que una señal y luego otra de la realidad amenazan su mundo idealizado, delatando que viven en dos planos —sugeridos por el doble cromatismo del filme: el blanco y negro, y el color— y que la colisión de estos dos planos coincide con la despedida de Cecilia. No diré más de la historia. Sin duda es un hermoso e inteligente homenaje al buen cine y al espectador consciente de desvanecerse ante la pantalla.

Mirador de ilusiones

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