Читать книгу Fuego Clemente - José Julio Valdez Robles - Страница 10

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Nació con los ojos muy abiertos. El día que lo bautizaron, al cura de la parroquia de Ciudad Guzmán le tembló la mano. Estuvo derramando, sin proponérselo, agua bendita de un recipiente en forma de concha. Estaba nervioso con los ojos grandes del bebé que lo miraron de fijo. El sacerdote era tartamudo, y padeció mucho los días que siguieron al bautizo. Se le vino una tartamudez más entrecortada, fue como si el motorcito que hacía que se le moviera la boca se le acabara por desconchinflar. Pasados algunos meses, el niño, al que llamaron José Clemente Ángel, aun tardaba en responder las sonrisas de Rosa, la madre. Le dio también por salir gateando de su casa para ver la gente que pasaba por la banqueta. “Parece un buhito”, decían los vecinos. Se fueron a vivir a Guadalajara cuando tenía dos años. Ponía nerviosas a las personas de la ciudad por la forma de observarlas, así, sin parpadear ni reírse, sin abrir la boca. El papá, Ireneo Orozco, dedicado a la encuadernación y a editar un periódico, se aficionó a observar cómo su hijo lo miraba a él mientras trabajaba. Estando aun en Ciudad Guzmán, Ireneo tuvo la ocurrencia de fabricar jabones en forma de mariposas, de una variedad de colores impensables, que olían a como olerían las mariposas si usaran perfume. Fabricó cientos de modelos, que fue acomodando en la mayor pared de donde había sido una caballeriza, contigua a la casa. Ireneo estaba convencido que aquello iba pareciendo un portal de almas policromas esperando salirse de sí mismas. El niño no perdía detalle del mural maravilloso en formación, que además lanzaba al aire olores que no se le olvidaron nunca. Décadas después el futuro pintor diría que semejante visión había sido como haber detenido en su casa el espectáculo de las primeras monarcas que existieron en el mundo, cuando los colores del principio no decidían aun volverse los colores que siguieron a la época de lo fabuloso. No vendió el marido de Rosa ni uno solo de aquellos jabones alados debido al precio desbordado que fijó para no tener que deshacerse de ellos, pero sobre todo porque los posibles clientes sintieron que hubiera sido un pecado desfigurarlos a la hora de bañarse. «Yo sueño repetidamente con esas mariposas perfumadas, que acaban por despertarme cuando he estado a punto de agarrar a las más hermosas. De lo que me dan ganas es de acariciarles las alas durante toda la noche, ya sea la noche despierta o la noche dormida.»

Ireneo y su familia llegaron a la ciudad de México cuando Clemente tenía siete años. Caminaba serio a la escuela con su paso veloz que no abandonaría jamás. Descubrió, cerca de la primaria donde asistía, una imprenta. Había una vidriera que permitía ver a un señor que hacía grabados. El niño se quedó con la boca abierta. Pasados unos días se atrevió a entrar. Pudo observar de cerca al artista al que los demás llamaban “Don José”. «Sentí magia, magia en las manos, en los ojos, acá dentro. De mí podían salir milagros. Me contagió ese señor. A pesar del asombro que me provocaba verlo trabajar, fue para mí imposible saber en ese momento que era él el gran mago que volvió graciosas las calacas.» En su casa dibujaba muñecos todo el día, llenaba cientos de hojas. Los padres lo miraban entre serios y riéndose. Rosa se preocupaba porque a veces a su hijo se le olvidaba que había que cenar.

Clemente decidió ingresar a clases nocturnas de dibujo, en la Academia de Bellas Artes de San Carlos. Siete años después de que llegaron a la capital del país se matriculó en la Escuela de Agricultura de San Jacinto. Disfrutaba la vida del campo. Podía pasar horas mirando la milpa, las piedras, los perros —que no se cansaban de oler las orillas de los surcos. Se grabó los rostros de los campesinos, las formas de sus sombreros, los pies agrietados. Experimentaba cómo la luz se les subía al cuerpo, y cómo más tarde los abandonaba.

Pasó cuatro años en la Escuela Nacional Preparatoria. Tenía planes para estudiar arquitectura, pero las ganas de pintar fueron mayores. Regresó a la Academia de Bellas Artes. El academicismo que ahí se enseñaba ayudó a disciplinarlo. Un día en que dibujaba un modelo de yeso, que era la imagen de Aquiles, o de Alejandro Magno que soñaba que era Aquiles, observó con más calma que nunca una luz que llegaba de atrás de la figura. Dibujó la sombra primero, después la estatua. Era media noche, dormitaba porque llevaba varias horas trabajando en el mismo modelo, además había estado despierto desde la cinco de la mañana. Soñaba que la sombra se movía, se metía al Alejandroaquilesmagno. «¿De quién es la sombra?» Se cayó de la silla en la que estaba sentado. Con el argüende de la caída, además del trancazo que se puso, despertó doblemente. Recogió los lentes, se sobó el muñón, acomodó la silla y siguió dibujando. La sombra estaba donde estaba.

Tiempo después ocupó el puesto de dibujante de varias publicaciones. En la Academia conoció a un tapatío revolucionario del arte mexicano: el Doctor Atl, quien hablaba como si fuera su último día para hacerlo. Platicaba todo el tiempo de lo que había visto en Europa. Pasaba saliva luego de decir varias frases largas, entrecerraba los ojos para dar después una explicación dilatada. Había recorrido a pie gran parte del continente. Le gustaba platicar sobre los lobos que lo seguían al atravesar bosques casi negros, pero que para su fortuna no se le acercaban por la luna que brillaba fuerte en esos días. Sospechaba que él mismo era un lobo, jefe de manada en su otra vida.

—A lo mejor fue por eso que me seguían.

Era un gran caminador, como Clemente. Describía una y otra vez pinturas de Leonardo. Se entretenía dando detalles de la Capilla Sixtina. Fue por esos días que Atl inventó sus colores secos a la resina. Quería que sirvieran para usarse en una roca, en una tela o en un papel. Los demás estudiantes lo escuchaban con atención. Era el mismo Atl quien organizó una exposición de artistas mexicanos para los festejos del centenario de la independencia del país. Fue de él la idea de formar un grupo de pintores y escultores a los que haría conscientes de la valía de la originalidad del país, “mirar y remirar lo de aquí”. Era imperativo deshacerse de modelos importados. «Al Doctor Atl se le ocurrió irse a vivir al Popocatépetl. A mí me dio por explorar los peores barrios de México». Clemente se aficionó a meterse en cantinas y en burdeles, le gustaba ver a las putas y a los borrachos. Platicaba con ellos, después los dibujaba.

Fuego Clemente

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