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Son fantásticos los murales de Orozco y Atl, los que no pintaron en las paredes de los templos de Orizaba en el año convulsionado de mil novecientos quince. Traía dos pipas el Doctor Atl, “Las compré en Roma”. Sacó de su morral un tabaco inglés que un alemán que andaba reporteando los pasos de Villa le había regalado semanas atrás. “Platíqueme de esos murales”. Orozco quería pintar en los templos tomados por los revolucionarios, escenas de los días graves de Orizaba; los que acababan de ocurrir, los que corrían, los que se veían llegar. Sentado uno enfrente del otro, fumando en pipas blancas italianas (… tú ves ese empaque naranja de tabaco, con franjas color marrón, blanco y rojo, de nombre “Hadford´s”, de un aroma que no se te ha olvidado…), formaron en el muro de aire que estaba frente a ellos, los murales que más propicios les parecieron para algunos templos de la ciudad. «Es cosa sabrosa esta de echar humo.»

Atl.— Pinte un tren lleno de obreros. Los rostros saliendo por las ventanas. Bigotes, barbas, pestañas chamagosas. Ojos alegres de trabajador cansado. Las camisas gastadas. Botas apestosas. Salen de la ciudad de México con rumbo a Orizaba. Gritos de trabajadores que se alegran con el viaje (no han visto mundo).

Orozco.— Una multitud en un tren metálico alargado. La gente en la gran máquina. Las tripas de acero llevando a los que a ratos gastan sus tripas para que otras máquinas funcionen.

Atl.— Pinte una bandera del tamaño de una nube que diga: “La Casa del Obrero Mundial”.

Orozco.— Las personas bajando del tren. Están más sudadas que al principio del trayecto, más despeinadas también. Tienen los ojos rojos porque estuvieron mirando árboles secándose, burros que sueñan que son gordos, plantaciones que no fueron ni serán verdes, lomeríos flacos porque un poco de polvo se les va cada tarde, gente de pueblo descomponiéndose en la miseria, perros sin vida que muestran costillas descarnadas, caballos haciendo fila quién sabe para qué. Una señora descubrió una vaca muerta debajo de un guamúchil; me ha pedido que la pinte. Dijo que las raíces del árbol iban a ser la tumba de la vaquita. Me imagino que las raíces, allá abajo, tienen forma de cruces. Decenas de cruces enterradas al revés, creciendo hacia el cielo que está bajo tierra, guardando a la vaca de los espíritus que quieren que resucite para después sacrificarla en fiesta de ociosos.

Atl.— Pinte a los líderes de a de veras.

Orozco.— Si de lo que se trata es de inmortalizar burlas en los muros.

Atl.— Entonces que en los frescos haya cabida para el cielo de Orizaba. Que aparezca el aire que llegó con nosotros.

Orozco.— Corremos el riesgo que los líderes de hoy sean burlas grandotas mañana; y puede ser que las burlas con dimensiones de estatua, se conviertan con el tiempo en gente que forme el panteón auténtico de los inmortales. Es un 17 de junio de mil novecientos quince.

Atl.— Olvídese de fechas.

Orozco.— Están ovacionando a Carranza. Usted ayudó a convencerlos.

Atl.— Yo nomás digo que dentro del Constitucionalismo pueden hacerse reformas sociales que liberen a la gente.

Orozco.— Carranza no aparecerá en estas obras.

Atl.— Pinte pues una bruja que vuele sobre los obreros, que les lance manifiestos escritos en las cuevas de los movimientos progresistas más dignos.

Orozco.— ¿Algo parecido a la señora de la escoba que grabó Goya?

Atl.— Pero que sea una bruja mexicana.

Orozco.— Mejor pinto en el templo de Los Dolores los fierros que sirvieron para publicar un día “El Imparcial”. Un mural con dos prensas planas, linotipos, los aparatos del taller de grabado. Incluyo la casa cural convertida en redacción.

Atl.— ¡Que el mural del templo replique lo que sucede en el templo!

Orozco.— La iglesia de Los Dolores convertido en el taller y redacción del periódico “La Vanguardia”. Pinto a Gerardo Murillo dirigiéndolo.

Atl.— Píntese a usted mismo haciendo caricaturas, pinte su caricatura de “Huerta en Nueva York”. Incluya además la de “Huerta y el arzobispo”. Inmortalícese pintando carteles, esos que le solicitan tanto, con obreros armados, que serán pegados en los mítines revolucionarios. No se olvide de incluir a nuestro jefe de redacción, el amigo Raziel Cabildo.

Orozco.— ¿Le parece que incluya a esa belleza llamada Josefina Rafael?

Atl.— Sin dudarlo. Se me ocurre para el templo de El Carmen un mural donde se plasme el asalto al templo de El Carmen.

Orozco.— Una fogata purificadora en esa sucursal de la casa de Dios, alimentada por santos, altares, confesionarios, bancas... Una Santa —esta sí— Inquisición invertida, o vertida adecuadamente. Alrededor del fuego, los obreros de “La Mundial” viendo las llamas con una alegría que da gusto mirar. En otro muro del Carmen estará el grupo de “La Vanguardia”, adornado con escapularios tamaño familiar, sonriendo desde la santidad. Otros llevarán rosarios y medallas; estarán orando en sus conciencias. La iglesia se convertirá en casa de obreros.

Atl.— En el templo que también tomaron los compañeros trabajadores, aparecerán los “Batallones rojos”, editando el periódico del mundo obrero. Pinte al artista Clemente haciendo una pintura en el fuerte de San Juan de Ulúa, con el tema de las fuerzas españolas que evacuan nuestra patria en mil ochocientos veinticinco.

Orozco.— Lo quiero pintar a usted, maestro, predicando desde el púlpito de Dolores, los ideales de la revolución constitucionalista.

Atl.— No haga eso, Clemente.

Orozco.— Ojalá pueda crear símbolos que representen sus proyectos de evolución para la literatura, el arte, la ciencia, el periodismo.

Atl.— ¿Rellenamos las pipas?

… Se quedó pensando en el mural de la sangre asperjada. Deberá oler a pólvora. «Quien lo mire podrá escuchar las campanas, los gritos, los balazos.» Vuelven a caer fusilados los peones zapatistas. Caen muertos. Al rato, vuelven a caer muertos. Son los mismos. Es el atrio de la iglesia de siempre, color ceniza, o tono de polvo de difunto. Los ojos van en picada, miras cómo llegan al suelo. Los ojos con lágrimas, cayendo frente a ti. Escucha los quejidos de los fusilados. «Están muertos, pero aun se quejan». Las multitudes han llegado a la estación de Orizaba. Astrosos, la ropa hecha trizas, manchada de sangre. Hay un viejo con sangre en la cara, no es de él, es sangre seca de varios días de muerto amigo o enemigo, Dios sabrá. También trae las pestañas, las cejas y el pelo salpicado. No hace por limpiarse. Junto a la sangre seca, polvo blanco. Es viejo por partida doble. La boca, arrugada, está seca. Si uno lo mira dan ganas de beber agua. «Huelo aquella multitud. Olor de gente cansada, llena de sudor de todos los días de la guerra. Las camisas deshilachándose vuelan acá dentro. Avanzan callados, puedo oír cómo escuchan ellos los gritos de dolor de dos heridos que acaban de bajar del tren. Uno de ellos, al estallar un cañonazo, se ha cagado en los pantalones, justo cuando pasó frente a mí. Llevaba calzones blancos, no tan gastados como los otros. Camino hacia el centro de la ciudad. En la calle hay vómito de los recién llegados, muchos vomitan poco antes de morir.»

Piensa en el mural de la sangre asperjada. Nunca vas a pintar ese mural, por lo menos como lo visualizaste en ese momento. Decenas de heridos, transportados en camillas chuecas, quebradas. Algunos vienen envueltos en trapos rojos por tanta herida. Escucha cornetas, tambores. Se repiten los vivas a Obregón, a Carranza; sobran los mueras a Villa. «La revolución fue para mí… ¿Qué fue? Un carnaval, con todo lo terrible y lo divertido que se viene con ellos. O podría decir: una tragedia-carnaval. Lo que sucede en cada una de estas palabras puede pasarse a la otra, y al contrario y viceversa.»

Fuego Clemente

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