Читать книгу La niña halcón - Josep Elliott - Страница 12

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Me despierto con un rayo de sol en la cara, lo cual no suele suceder, ni siquiera en esta época del año. Me estiro bajo la cobija adicional, gozando de su tibieza. Todavía es temprano, y el único sonido que se oye afuera es el gorjeo de unos cuantos pájaros cantores.

Y entonces me acuerdo. El calor del sol me paraliza, y la cabeza me da vueltas. Arrojo lejos las cobijas y atravieso la habitación hacia la palangana y me echo agua fría en la cara. Aileen ve que estoy despierto y viene conmigo. Sus ojos brillan y el cabello cuelga a los lados de su cara en un agraciado desorden.

—Buenos días —me dice, rodeándome los hombros con un brazo perezoso—. Así que hoy es el gran día.

—Así es.

—¿Cómo te sientes?

—He tenido días mejores.

—Nunca se sabe, tal vez ella te caerá bien.

No respondo. No tiene ninguna importancia que me caiga bien o no. El punto es que tiene nueve años. Es cinco años menor que yo. Una niña.

—Mira —dice Aileen—, si resulta ser desesperante, podemos hacerla caer desde lo alto de la muralla, y se acabó el problema, ¿te parece?

A pesar de mi ánimo, no puedo evitar sonreír.

—Toma, esto es para ti —me arroja un paquete pequeño y mal envuelto en un retazo sucio de tela.

—¿Qué es? —pregunto.

—Ábrelo y lo sabrás, ¿o no? Lo hubiera envuelto mejor, pero supuse que no valía la pena. Era sólo para ti —me saca la lengua.

La miro burlón y saco el contenido del paquete. Es un brazalete, formado con tres tiras burdas de metal.

—¿Te gusta?

—Es muy hermoso. ¿Lo hiciste tú?

—Logré que una Avispa me ayudara, pero yo hice casi todo.

Deslizo la mano a través del brazalete. Queda un poco suelto alrededor de mi delgada muñeca, pero no tanto para que pueda caerse.

—Gracias —digo sonriendo—, me encanta —recorro con un dedo el tejido que une las tiras de metal.

—¿Qué sucede? —pregunta Aileen cuando ve que no levanto la mirada.

—Nada —contesto, forzando una sonrisa.

—Ya estás otra vez con tus preocupaciones.

—Me conoces. No hay nada que sepa hacer mejor que preocuparme.

—Ya te lo dije antes: todo seguirá igual. A nadie le importará que estés casado. A mí no me importará, y mi opinión es la más valiosa de todas. Vas a hacer algo grande, Jaime, para todo el clan.

—Pero eso no lo sabe nadie. Tú eres la única persona a la que le conté del acuerdo con Raasay.

—Sí, pero todos confían en los ancianos y saben que detrás de esto hay una buena justificación. Nadie va a sentir nada que no sea gratitud.

No consigo verlo desde su mismo punto de vista.

—¿Te acuerdas de cuando éramos pequeños y nos escabullíamos a escondidas en el bothan que se usa para cocinar y nos robábamos dulces? —pregunta.

Sonrío.

—¡Querrás decir que si me acuerdo de cuando me obligabas a colarme y robar los dulces!

—¡No recuerdo que te quejaras después, cuando te atiborrabas la boca de confites! Y cada vez que lo hacíamos, ¡tú casi te mojabas en los pantalones del miedo a que nos fueran a descubrir!

—¡Eso no es cierto!

—¿Y nos descubrieron alguna vez?

—No. ¿Adónde quieres llegar?

—A que siempre tengo la razón. De manera que si te digo que todo va a estar bien es porque todo va a estar bien. ¿De acuerdo?

—Bueno.

—Muy bien. Ahora ven y dame un abrazo.

La rodeo con mis brazos y ella me estruja con fuerza. En esos breves instantes, nada me importa. No pienso en el futuro ni en el pasado. Me siento a salvo, nada más.

—Debería empezar a alistarme —digo, desprendiéndome de ella—. Tengo que presentarme para conocer a los padres de la niña en el desayuno.

—Acuérdate de ser amable —dice, dándome un leve golpe en la oreja.

—¡Ay! —le devuelvo el golpe en medio de la frente.

—¿En serio, quieres seguir con esto? —empieza a pellizcarme los brazos. Me zafo, pero pronto logra inmovilizarme con una llave de cabeza. Siempre ha sido capaz de derrotarme en una pelea.

—Está bien, está bien, ¡me rindo!

Me suelta. Ambos reímos a carcajadas, sin aliento.

—Siempre voy a estar a tu lado, Jaime. Lo sabes, ¿cierto? No tienes por qué preocuparte.

No hay que caminar un trecho largo desde nuestro bothan hasta la área común. Voy arrastrando los pies, de manera que tardo el doble de lo acostumbrado. Me paso ese tiempo pensando en las mil maneras en que podría evitar lo que tiene que pasar hoy: fingir que estoy enfermo, ocultarme en el almacén de alimentos, escalar la muralla y huir…

No sucede a menudo que permitamos que gente de Raasay entre en nuestro enclave. Son muy distintos de nosotros. Tienen toda clase de costumbres raras y tradiciones extrañas. Como el matrimonio forzado. Maistreas Sorcha me contó qué es: en cuanto una niña de Raasay cumple nueve años, se le busca un varón y es obligada a casarse con él. Cuando ella cumple dieciséis, se espera que tengan hijos, y todos los que tengan permanecerán con ellos hasta que se casen a su vez. Nunca podré entenderlo. No tengo idea de quién me dio la vida y tampoco quiero saberlo. Es toirmisgte, o sea, que está prohibido hablar de eso. Yo ni siquiera sabía que las palabras “padre” o “madre” se aplicaban a una sola persona hasta hace un par de años. En nuestro clan, todos nos ocupamos de todos por igual. Es mucho mejor.

Cuando llego al área común, ya se encuentran allí los visitantes de Raasay, y hablan con los ancianos mientras me esperan. Deben haber zarpado de su isla antes del amanecer. Es un grupo pequeño. Supuse que vendrían más. Uno de ellos ríe de manera forzada. Maighstir Ross ve que me acerco y deja su conversación para presentarme.

—Ah, llegas justo a tiempo. Les presento a Jaime-Iasgair. Jaime, quiero que conozcas a los jefes del clan, Balgair MacSween y Conall MacLeod; al pastor Baird y a su asistente, Errol, y a los padres de tu novia, Hector y Edme.

No registro los nombres. Estoy demasiado concentrado en dar una buena primera impresión para poder recordarlos.

—Ciamar a tha thu? —dice el hombre identificado como el padre de mi novia.

—Perdón, no hablo la lengua antigua —me disculpo.

—Is duilich sean cheann a chuir air guaillain! —exclama Maighstir Ross, y todos ríen. Todos menos yo.

Durante el desayuno, empujo lo que me sirvieron de un lado a otro del plato y hablo muy poco. Después, el asistente del pastor me lleva a un pequeño bothan que por lo general se usa como bodega, no muy lejos del área común. Hoy el lugar servirá para prepararme. Adentro está oscuro y sombrío, el aire se siente pesado por el polvo. Las paredes están tapizadas con cajones enmohecidos, y las telarañas han tomado los rincones.

El asistente del pastor, que me recuerda que se llama Errol, dice que debo desvestirme. Es un hombre delgado, con mejillas tristes y frente amplia. Espero a que salga y me deje a solas, pero no lo hace. Me doy vuelta y empiezo a quitarme la ropa. Me mira mientras se muerde las uñas. Cuando quedo en ropa interior, me dice que permanezca allí y sale.

No hay dónde sentarse en el bothan, así que me quedo parado en el centro, trazando dibujos en el piso polvoriento con un dedo del pie. Vislumbro mi reflejo en una olla de metal. La imagen está distorsionada, por lo que me hace ver aún más flaco de lo que soy. Los brazos cuelgan a ambos costados como ramas rotas. Todos los días hago cien lagartijas, pero mis músculos se niegan a aumentar.

Errol regresa con una jarra grande y dorada.

—Esta agua viene de Raasay —dice—. Es importante que te purifiquemos antes de la Ceremonia. Siéntate.

Me siento en cuclillas y lo dejo lavarme con un pequeño trapo húmedo y frío. Sus dedos se mueven por toda mi piel, con meticulosa rudeza. Me exige un gran esfuerzo no estremecerme al contacto. El ritual toma la mitad de la mañana. Para cuando termina, me siento helado y mi cuerpo reluce, enrojecido de tanto frotarlo.

—Ya estamos listos —dice, y me entrega una túnica anaranjada—. Ponte esto. Es hora de irnos.

La deslizo sobre mis hombros. Es demasiado larga para mí, y mis manos y pies se pierden en ella. El material del que está hecha me pica en la espalda. Me veo ridículo. Con toda seguridad, se burlarán de mí.

Afuera del bothan, todo está muy quieto y callado. El clan ya partió hacia el lugar donde se llevará a cabo la Ceremonia, donde quiera que sea, y quedó atrás apenas un puñado de personas para vigilar. Al acercarnos a la Puerta Sur, las Polillas que la custodian abren los ojos como platos al ver lo que llevo puesto. “No tuve más opción”, quisiera decirles.

—Se ve bien en ti —grita una de las Polillas.

Abren la puerta y me desean suerte al salir. El Halcón que está arriba, en la muralla, me hace un gesto de saludo y toca las cinco campanas en orden, con lo cual produce un acorde tranquilizador que resuena por toda la isla.

Es la primera vez que salgo a pie del enclave. Por alguna razón, la isla se ve aún más grande desde este lado de la muralla. Hacia todos lados, colinas y montes se apoyan unos en otros, en una variada gama de verde, anaranjado y amarillo ocre. El solo hecho de tratar de comprender la extensión de la tierra que hay ante mí me marea.

—Vamos —dice Errol, y me empuja para hacerme avanzar—. No querrás llegar tarde.

Caminamos en silencio, primero hacia el oriente y luego hacia el sur. Hay algo en su comportamiento hosco que me hace ver que será imposible entablar conversación. No tengo idea de cómo puede ser que él, un visitante extraño a la isla, sepa adónde debemos ir, pero avanza con seguridad, a un paso que me cuesta seguir. El terreno es áspero y disparejo, lleno de piedras sueltas y charcos inesperados. El clima pasa de un sol abrasador a la triste lluvia, como si no pudiera decidirse por la mejor manera de torturarme. Los mosquitos revolotean alrededor, atraídos por el sudor que se acumula en mis axilas y detrás de mis rodillas.

—¿Adónde nos dirigimos exactamente? —le pregunto, luego de un rato que parece una eternidad. Caminamos por una pendiente empinada, y tengo que recoger el borde de mi túnica para no tropezar con el exceso de tela. Me duelen las piernas, y se empiezan a formar ampollas en mis talones.

—Éste es el desfiladero de Trotternish —dice Errol—. En el principio de los tiempos, unos gigantes trenzados en combate moldearon esta tierra con sus temibles martillos. Algunos dicen que, en días fríos, todavía es posible oír a sus fantasmas llamándose a gritos entre las colinas. Seguiremos avanzando hacia el sur hasta llegar a Quiraing. Desde allí tendremos a Raasay a la vista, y la Ceremonia se celebrará en ese lugar.

Cuanto más ascendemos, más sopla el viento, y me dejo caer de rodillas una y otra vez para impedir que me arrastre al risco que hay abajo. Es una pena que no pueda mirar más a mi alrededor, porque la vista es increíble. Las montañas se levantan en olas imparables, salpicadas aquí y allá de afilados riscos y lagunas serenas.

A lo lejos, la tierra firme de Scotia se presenta a la vista como una especie de manchón accidental. Siempre he tenido mis reservas con respecto a la tierra firme, como si no estuviera lo suficientemente distante. Skye es una isla de gran tamaño, pero la tierra firme es mucho, mucho mayor. En realidad son dos países: Scotia en el norte, e Ingland en el sur. Solíamos comerciar con ellos, al parecer, pero ya no. No desde que murieron todos los que vivían allá. Tenemos suerte de vivir en una isla, pues de otra forma la peste nos habría matado a todos también.

A medida que nos acercamos a Quiraing, pasamos junto a extrañas formaciones rocosas que sobresalen como dedos rotos que trataran de alcanzar el cielo. Me paro un momento para verlas mejor. Son al menos diez veces más altas que yo, moteadas de gris y recubiertas de suave liquen. Errol chasquea la lengua haciendo mucho ruido. Finjo que no me doy cuenta, y él carraspea, aún más fuerte. Pongo los ojos en blanco y lo alcanzo.

Justo al pie de las rocas, hay una meseta amplia y abierta donde todos me están esperando. Desde aquí tenemos una buena vista de la isla de Raasay, muy cercana, como una nube oscura sobre el agua centelleante. Los miembros de mi clan están situados en un semicírculo y hacen chasquear sus dedos cuando me acerco. El sonido se lo lleva el viento que silba a lo largo del risco. Aileen se asoma entre la multitud y me hace un gesto de saludo. Quisiera contestarle, pero no lo hago.

Doy un par de pasos al frente. El semicírculo se abre en dos como la boca de una ballena. Cierro los ojos y, cuando los abro de nuevo, allí está ella: la niña con la que me van a obligar a casarme. Está de espaldas a mí, pero lleva puesta una túnica del mismo color que la mía, así que no hay manera de que se confunda entre los demás. Incluso por detrás, se ve demasiado joven. El pastor está a su lado y hace señas para que me acerque. Empiezo a respirar agitadamente. No puedo hacer esto. Es demasiado. Debo salir de aquí. No tengo aire. No puedo respirar. Tengo que irme. Ya.

Hago lo único que cruza por mi mente. Doy media vuelta y comienzo a correr.

La niña halcón

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