Читать книгу La niña halcón - Josep Elliott - Страница 13

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No sé adónde pensé que podría llegar. Estoy rodeado por cientos de personas, y ninguna de ellas me dejará pasar. Estoy atrapado. Logro dar tres zancadas antes de que Errol me capture por los hombros. Sus filosas uñas atraviesan la túnica.

—Por ningún motivo —bufa en mi oído.

Me hace girar sobre mi eje y me lleva directamente hacia donde está el pastor. Las piernas me traicionan, llevándome hacia el frente en contra de mis deseos. Me sitúa espalda contra espalda con la niña. Los hombros de ella presionan contra mi columna y se estremecen anticipando el temor. Alargo mi mano hacia atrás y le doy un levísimo apretón en la punta de los dedos. Ella me lo devuelve, y mi respiración empieza a sosegarse. Al menos, no estoy en esto solo.

La ceremonia consiste más que nada en discursos en la lengua antigua, así que no tengo la menor idea de qué están diciendo. Sólo los de Raasay pronuncian las respuestas. Mi clan se limita a estar presente y observar en silencio. Dudo que ellos entiendan lo que dicen los discursos: en realidad, sólo los ancianos hablan la lengua antigua. En el par de ocasiones en que levanto la vista y cruzo la mirada con alguien, todos me contestan con una expresión animosa. Ahora están siendo amistosos, pero ¿cómo me tratarán cuando todo esto haya terminado? ¿Aún me verán como uno de ellos? El sonido del viento cascabelea en mis oídos, lo cual ayuda a ahogar el discurso del pastor.

Justo cuando creo que está a punto de terminar, al pastor le entregan una liebre viva. La sostiene por las orejas y, con brutal eficiencia, le hunde un cuchillo en la parte media. Las patas traseras de la liebre se sacuden en espasmos por un rato insoportablemente largo hasta que el animal muere. Entonces, el pastor penetra el pecho con sus dedos y extrae el corazón. Tal vez es fruto de mi imaginación, pero juraría que todavía latía mientras lo sostenía entre sus manos. Lo corta en dos y me ofrece una mitad a mí y la otra a la niña.

—Con este corazón quedan ustedes unidos, en sus corazones, por siempre y para siempre.

El carácter definitivo de sus palabras me sacude por dentro.

—Beannachdan oirbh! —corea la gente de Raasay y un par de nuestros ancianos.

La niña estira el brazo y toma su mitad del corazón, de manera que yo hago lo mismo. Se siente tibio y esponjoso entre mis dedos. Una gota de sangre escurre por mi muñeca. El pastor me hace un gesto, y no me queda duda de lo que se espera que haga a continuación. Hoy es un día plagado de sorpresas divertidas. ¿Qué pasa si la mitad que me corresponde me hace vomitar? Todos me miran, a la espera. Supongo que la niña ya se comió su mitad. No creo que yo lo consiga, pero es mi turno. Debo hacerlo por mi clan. Por mi clan.

Cierro los ojos y meto el corazón en mi boca. Una explosión de sabor ácido y metálico golpea mi lengua. No mastico.

En cuanto trago el bocado, se escucha un alarido poderoso y los puños se levantan en el aire. Todo mi clan bulle de actividad, como si les hubieran dicho con anticipación qué hacer en este momento. Un montón de manos me agarran para lanzarme al aire. El cielo gira, y me cargan por encima de sus cabezas, de regreso por el estrecho risco. Durante todo el camino me carcome el pánico al imaginar lo que podría pasar si llegara a soltarme de sus manos. Definitivamente, sería un triste final para este día.

Una vez que estamos en suelo llano, me arrojan de un lado a otro con menos fuerza, y todos empiezan a cantar un antiguo òran. Es uno de mis preferidos, y me dejo llevar por la letra. Cuenta la historia de nuestros ancestros: de cómo viajaron desde la tierra firme de Scotia siglos atrás, y lograron superar grandes tribulaciones para establecerse aquí en Skye; de cómo tallaron y formaron todo el enclave con sus manos desnudas, y construyeron la muralla que ahora nos protege; de cómo habían creado un nuevo estilo de vida, nuevo y superior, alejado de los límites impuestos por la corrupta monarquía scotiana. He oído ese canto tantas veces que me sé el poema entero de memoria. Me uno a los que cantan, y mi voz se oye cada vez más fuerte a medida que el orgullo por mi clan me hincha el pecho.

Hay una estrofa en medio que narra una gran batalla victoriosa en contra de “los infieles de la isla próxima”. Se me olvida que está ahí hasta que empezamos a cantarla. No es muy adecuado, si consideramos nuestra compañía. Miro a los jefes de Raasay, pero siguen sonriendo. Supongo que esta batalla sucedió hace mucho tiempo.

Llegamos de regreso al enclave y comienzan las celebraciones. Nunca esperé que fuera así. Los Estofadores han preparado un festín, y hay música de gaitas y flautas y más cantos. Los niños han hecho adornos que ondean al viento. Los visitantes de Raasay han traído hidromiel, y lo pasan de mano en mano en grandes cantidades. No sucede a menudo que los ancianos permitan tales frivolidades, así que todo el mundo aprovecha la ocasión, y bebe a raudales para calmar las gargantas secas. Las sonrisas ansiosas se convierten en muecas de ebria alegría.

La gente no deja de venir hacia mí para saludarme, sujetándome los puños. Jamás había sido tan popular. A lo mejor Aileen tenía razón: tal vez no me marginarán.

Siento una palmada en la espalda, y me vuelvo para encontrarme con algunos de los Pescadores de mi barco.

—Lo has hecho muy bien, muchacho —dice uno, arrastrando levemente la lengua al hablar.

—Gracias —contesto.

—Y despreocúpate… te convertirás en un buen Pescador, uno muy bueno. El mejor. Nos encargaremos de eso.

Es una promesa de borracho, pero está cargada de sentimiento. Los demás van sujetando mis puños y diciéndome que les da gusto que yo sea parte de su grupo. Nadie nunca me había dicho algo así. Deberían beber con más frecuencia.

Un grupo de niños pasa apresurado, en medio de un juego de corre que te alcanzo. Sus chillidos gozosos resuenan cuando uno de ellos resulta atrapado. Aprovecho esa distracción para escabullirme a mi bothan. Una vez allí, me quito la túnica para cambiarme. Es probable que me regañen por quitármela antes de tiempo, pero me pica demasiado en la piel para dejármela el resto del festejo.

Junto a mi cama hay una pequeña garza de madera. Dediqué las últimas noches a tallarla en una rama de álamo. No quedó fabulosa pero tampoco es espantosa. La tomo y la guardo en mi bolsillo.

Cuando regreso al área común, ya casi ha anochecido. Los últimos rayos de luz alumbran medio sofocados por una masa de nubes. Me envuelvo en mi capa para protegerme del frío.

—¡Miren, es Jaime! —dicen cuando paso—. ¡Ven a tocar con nosotros! —y me atraen hacia un grupo de músicos, y alguien me entrega una gaita. No quiero decepcionarlos, así que me llevo la gaita a los labios y empiezo a tocar unas cuantas notas. Los demás gaiteros me siguen, y tocamos juntos mientras el grupo que nos rodea acompaña el ritmo meneando la cabeza y pateando el suelo. Toco muy mal, pero todos sonríen y parece que a nadie le importa.

Se oye un bajo de gaita que silencia los festejos. A través del enclave, Maighstir Ross grita:

—Es hora de que la pareja zarpe para su noche en las aguas. Vamos todos a la Puerta Oeste.

Alguien me recibe la gaita, y un muro de manos me empuja hacia delante. La Puerta ya está abierta. Balanceándose en sus amarras se ve una barca de remos mediana, decorada con ramas de brezo y helechos. Sentada en medio de la barca, de nuevo dándome la espalda, está la niña. Es la primera vez que la veo desde que salimos de Quiraing, y sigo sin poder ver su rostro.

Errol está a mi lado y explica:

—La tradición prescribe que los novios deben pasar la primera noche de casados en el mar. Zarpan y los buenos deseos del clan los empujan hacia delante, y regresan al amanecer, tras compartir sus esperanzas para el futuro.

¿Una noche entera en el mar? Fantástico. Justo cuando empezaba a pasármela bien.

Subo a la barca, que se mece bajo mi peso, con lo cual mis brazos se extienden en busca de equilibrio, y luego un empujón de la multitud nos hace avanzar. Pierdo el equilibrio y caigo, golpeándome el codo derecho. Me siento, con la esperanza de que nadie lo haya notado. No miro atrás. Tomo los dos remos de madera y los uso para alejar un poco más la barca de la orilla. Está diseñada para dos remeros al menos, así que me cuesta trabajo impulsarlo solo. Hay una vela pequeña, pero no quiero arriesgarme a desplegarla y evidenciar mi ignorancia sobre cómo usarla adecuadamente.

Tarde o temprano, la corriente viene en mi ayuda y aparta el bote del enclave. Tengo buen cuidado de no dejar que nos arrastre muy lejos; cuanto más profunda sea el agua, más peligrosa será. En cuanto estamos lo suficientemente lejos para que no nos alcancen a oír, bajo los remos. Debería decirle algo a la niña, pero ¿qué? Me aclaro la voz.

—Hola —le digo—. Me llamo Jaime.

No se vuelve hacia mí ni deja entrever el menor indicio de que me haya oído.

—Ha sido un día de locos, ¿cierto? —me pongo en pie, vacilante, y doy un paso hacia ella. Se da media vuelta sobresaltada, y me mira con los ojos como platos—. Tranquila —la calmo—. No voy a lastimarte.

La luna casi llena se refleja en una franja de plata entre nosotros. Su cuerpo es delgado, como el mío, y tiene el cabello de un color indefinido y pequeños ojos tímidos. La primera palabra que se me viene a la mente al verla es “frágil”. Es demasiado joven para ser una novia. Tiene las mejillas arrasadas de lágrimas. No estoy acostumbrado a eso.

Llorar no es dùth. Es una señal de debilidad. Jamás he visto a nadie llorar antes. Fuera de bebés y niños pequeños, claro.

—¿Cómo te llamas? —pregunto, y caigo en cuenta del absurdo: estoy casado con alguien de quien ni siquiera sé el nombre.

—Lileas —y tengo que esforzarme para oírla.

—Lamento mucho todo lo que ha pasado hoy —le digo—. Te puedo asegurar que me oponía tanto como tú.

—Eso fue lo que pensé.

—Oh, no quise decir eso… Es sólo que, hasta antes de hoy el matrimonio estaba prohibido en Skye. ¿Supongo que te contaron eso?

Lileas se mira las manos, y más lágrimas ruedan por su barbilla.

—Hey, no sé bien cómo van a resultar las cosas, pero mi clan es maravilloso una vez que lo conoces. Nos cuidamos unos a otros, y nadie jamás pasa hambre. Y tenemos el mejor enclave de toda la isla. Te prometo que te cuidaré. Podemos ser amigos. No llores, por favor.

Meto la mano a mi bolsillo y saco la garza de madera.

—Te hice esta talla —le digo.

Deja de llorar lo suficiente para mirarla.

—No le entregues eso, Jaime.

La voz flota desde la oscuridad y me asusta hasta los huesos. Lileas suelta un chillido.

—¿Qué? ¿Qué sucede? —digo.

Algo arremete hacia nosotros desde la pila de cosas que hay en la parte delantera de la barca. Levanto un remo para defender a Lileas, y no es sino hasta que la persona se planta derecha que me doy cuenta de quién es.

—¿Agatha? ¿Qué haces aquí?

—Vine… vine a salvarte.

—¿Salvarme? ¿Salvarme de qué?

—De la n-niña. Tú n-no quieres casarte con ella.

—¿Qué? Pero si ya… ¿cómo llegaste a bordo de esta barca?

—Trepándome. Fue un buen plan.

—No, Agatha. No fue un buen plan. No deberías estar aquí —como si las cosas no fueran ya suficientemente incómodas.

—Ella no es tan bonita como yo —dice.

Lileas la mira horrorizada. No debería reírme, pero se me sale la carcajada. ¡Todo esto es tan absurdo!

—Te presento a Agatha —le digo a Lileas—. Forma parte de los Halcones del clan —y, al decirlo, recuerdo que, en el sentido estricto de la palabra, eso ya no es cierto, pero Agatha sonríe.

—Soy una buena niña Halcón —dice—. Es una tarea imp-portante, y yo la hago m-muy bien.

—Tendrás que volver a nado —digo—. Si alguien se entera de que estás en este bote, te verás en graves problemas.

—No… no p-puedo —responde—. No me gusta estar en el agua.

—Sabía que dirías algo así…

—Pero soy muy buena para trepar.

—¡Qué bien!

—Apuesto a que soy m-mejor que t-tú para trepar —se dirige a Lileas, adelantándose un paso hacia ella, con lo cual ladea la barca.

—¡Cuidado! —le grito, tratando de recuperar el equilibrio y a punto de tropezar con mis piernas. Cuando al fin el bote deja de mecerse amenazadoramente, digo—: Ha sido un día muy largo. Si no puedes nadar de regreso a la orilla, propongo que nos acostemos y tratemos de descansar un poco.

—¿Y p-por qué debo dormir en una barca? —pregunta.

—Porque el clan no nos espera de regreso sino hasta mañana por la mañana.

—P-pero no quiero dormir en un bote —se queja.

—¡Yo tampoco! Créeme, es el último sitio en el mundo donde quisiera pasar la noche, pero no tenemos más alternativa. Tal vez debiste pensar en eso antes de escabullirte a bordo.

—Yo s-sólo quería ayudar —se excusa.

Tomo aire.

—Mira, te prometo que vas a estar bien durmiendo aquí con nosotros. Después veremos cómo hacerte pasar desapercibida mañana al regreso, ¿de acuerdo?

—M-muy bien, Jaime.

Se sienta en una de las bancas de madera, en el lado opuesto al que se encuentra Lileas, y empieza a peinarse con los dedos. Lileas se aleja de ella. Rebusco entre las cosas que hay en el bote y doy con un amasijo de cobijas, que transformo en tres camas. Cuando están listas, los tres nos acostamos. En cuanto me tiendo de espaldas, parte de la tensión desaparece; es más fácil olvidarme de que estamos en el mar si no lo veo a mi alrededor. Agatha se acuesta a un lado y Lileas al otro, y cierra los ojos, fingiendo dormir. No tengo idea de qué estará pensando de todo esto. Debí haber hablado más con ella, para tranquilizarla. Todavía podría hacerlo. En la mañana lo haré. Todo se verá de mejor color cuando amanezca.

Agatha está contemplando las estrellas. Ya no brillan. Me tapo hasta las orejas con el borde de las cobijas y me cubro bien. Me pesan tanto los párpados que casi duelen. Por esta vez, el movimiento en vaivén del bote me resulta tranquilizador, y al poco rato me quedo profundamente dormido.

***

Una cacofonía de campanas me despierta. Me enderezo y lamo el regusto a sal de mis labios resecos. Aún no amanece y se ve una delgada capa de neblina sobre el mar, como una tenue manta. Me toma unos momentos acordarme de dónde estoy y por qué me encuentro allí. Las campanadas provienen del enclave, que ahora está más alejado que antes. Durante la noche, las olas nos arrastraron. ¡Maldita sea! Se me olvidó echar el ancla. ¿Cómo pude ser tan idiota? Miro hacia el mar y me arrepiento de inmediato. Es tan profundo. Mi respiración se vuelve entrecortada.

Está bien. Estoy bien. Soy de Clann-a-Tuath, y nadie en ese clan conoce el miedo.

Mi oído vuelve a concentrarse en las campanas, que me recuerdan que la profundidad del mar no es mi único problema en este momento.

—Agatha, despierta. Algo pasa.

Sus ojos se abren de pronto.

—Es la Cuarta —dice—. Algo… anda m-mal.

Tiene razón, es la Cuarta campana. Es la única que aprendemos a distinguir entre las demás. Todas las Cuartas de los puestos alrededor de la muralla suenan y resuenan. Jamás las había oído sonar a todas al mismo tiempo.

—Tenemos que volver. Ayúdame a remar —le digo.

Tomo un par de remos y se los paso, pero ella no los recibe. Está parada, boquiabierta, mirando algo detrás de mí.

—Oh, no… —murmura.

Me vuelvo y las veo al instante. Son ocho naves, cada una dominada por una fea serpiente en el mascarón de proa, y se dirigen a la Puerta Norte. El enemigo alza sus armas, que relumbran hostiles.

—¿Qué sucede? —pregunta Lileas, parada a mi lado.

Las palabras salen de la boca y a duras penas puedo creer que sean ciertas:

—Tengo la impresión de que nos atacan.

La niña halcón

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