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6 Experimentos con la hipnoterapia

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Aturdido y perplejo a causa de su inalterable afonía, Edgar deambulaba en una tierra llena de oscuridad y horrores. Seguiría en el mundo pero sin formar parte de él. Nunca más podría dirigir una clase en la escuela dominical, dar un sermón laico o participar en intercambios de opinión. Un hombre sin voz solo podía realizar trabajos mínimos. Incluso las largas y reconfortantes pláticas con su madre habían terminado para siempre.

Lo peor era su convicción de que debía dispensar a Gertrude de su promesa marital. Nunca podría ser feliz con un marido sin voz, condenada a una vida de silencio y pobreza.

Debido a la angustia y las preocupaciones, su salud comenzó a debilitarse. Para el otoño pesaba apenas cien libras, y todos a su alrededor estaban frenéticos de preocupación. Había perdido todo interés en lo que lo rodeaba y toda esperanza en su propia recuperación.

De pronto, entre las tinieblas de la desesperanza, surgió un rayo de luz. W. R. Bowles, el dueño del estudio fotográfico local, lo abordó un día.

—Edgar, necesito un asistente en el estudio. Podrías ocuparte perfectamente bien porque yo me haría cargo de la clientela. Por supuesto, no puedo pagarte mucho mientras te enseño el negocio, pero estarías aprendiendo un oficio con el que podrías continuar de por vida.

Edgar corrió a darle la noticia a Gertrude. Ella lo abrazó feliz.

—¡Edgar, es maravilloso! Luego podremos tener nuestro propio estudio fotográfico. Tú te haces cargo de tomar las fotografías y revelarlas. Y yo me haré cargo de hablar con los clientes y hacer el coloreado.

Desde el primer día de trabajo Edgar comenzó a ganar peso, y la gente de Hopkinsville comentaba que el joven Cayce tenía un maravilloso optimismo a pesar de su trágica dolencia. Bowles se alegró aún más cuando Edgar demostró un insospechado talento para la mecánica de la fotografía. El negocio prosperó, y también el diminuto salario de Edgar.

Nunca había podido olvidar la convicción temerosa de Gertrude de que su desgracia había sido un castigo o una advertencia. Ahora esta idea comenzaba a penetrar sus pensamientos en lo más profundo de la noche cuando no lograba conciliar el sueño. Comenzó a buscar nuevamente y a orar por la guía que había rechazado.

¿Qué camino debía seguir? Un hombre sin voz no podía hacer mucho. Obviamente, no podía ser predicador y ni siquiera médico. Su visión infantil le había prometido que sus plegarias serían respondidas, y él sólo había orado para poder ayudar a otros o sanar a los enfermos. Tomar retratos de estudio era un negocio desde el que podía ofrecer escasa ayuda y ninguna sanación. ¿Se trataba también en este caso de un camino prohibido que no haría más que llevarlo a experimentar una tragedia aún mayor? Noche tras noche oraba y escuchaba, pero no obtenía respuesta.

—Estoy segura de que cuando llegue el momento sabrás exactamente qué hacer —lo consoló Gertrude—. No puedo explicarlo, pero tengo la sensación de que se están reuniendo grandes fuerzas para un gran propósito y que tú serás parte de ese proyecto.

Durante el invierno, un hipnotista llamado Profesor Hart presentó su acto en el teatro local. En ese entonces estaba surgiendo un enorme interés por el hipnotismo, no sólo como entretenimiento sino también como instrumento potencial de la medicina. Muchos médicos reconocidos lo adoptaban con entusiasmo. Los periódicos y revistas incluían largos artículos sobre el tema, y el término «hipnoterapia» se estaba convirtiendo en una palabra acuñada. Por todo el país surgían como hongos las escuelas que enseñaban esta nueva ciencia, y los psicólogos mostraban un interés incipiente en este campo.

Hart había leído mucho sobre la hipnoterapia y sentía curiosidad por el estado de Edgar. Una afonía histérica, que aparentemente no había sido causada por una enfermedad o lesión, podía ser un caso ideal para intentar una curación por hipnosis. Además, daría a su espectáculo una enorme publicidad.

Lanzó un desafío público: devolvería la voz perdida a Edgar Cayce por unos honorarios de doscientos dólares, que no se pagarían si fallaba.

La idea fue bienvenida, y los amigos de Edgar mostraban tanto entusiasmo que sus propias esperanzas comenzaron a resurgir. El Juez tenía dudas hasta que el doctor Brown, que había tratado la garganta de Edgar sin éxito, dio su visto bueno.

—Juez, el experimento no puede dañar al muchacho, y quizás lo ayude. —El médico ofreció su consultorio para realizar el intento.

Los pases de Hart tomaron algo de tiempo en hacer efecto, pero finalmente Edgar se quedó dormido. El hipnotista se inclinó hacia él, diciendo: «Dinos tu nombre en voz clara y normal».

Edgar comenzó a responder con un graznido afónico, se detuvo a aclararse la garganta y luego dijo en voz alta y sin rastros de ronquera: « Edgar Cayce».

El Juez dejó escapar un grito de alegría, mientras que Hart y el doctor Brown se miraban sonriendo. Después de hacerle algunas preguntas más, Hart le indicó a Edgar que se despertara.

—Bueno, muchacho, ¿cómo te sientes ahora? —le preguntó a Edgar cuando abrió los ojos.

—Casi igual que antes . . . —contestó Edgar con un susurro áspero.

En el pequeño consultorio cundió el desencanto. Hart caminaba de un lado al otro rascándose la cabeza.

—¡Ya sé qué pasó! —dijo Hart finalmente—. Debería haberle implantado la sugestión post-hipnótica de que su voz continuara siendo normal después de salir del estado de hipnosis. Si puedo volver a intentarlo por la tarde, lo lograremos. Ambos lo vieron hablar claramente mientras estaba hipnotizado.

Volvieron a intentarlo por la tarde. Edgar habló normalmente durante el trance hipnótico y repitió obedientemente la sugestión post-hipnótica. Cuando se despertó, su voz seguía siendo el mismo susurro doloroso.

Hart volvió a intentarlo y a fallar una y otra vez. El periódico local incluyó la noticia, que se convirtió en prácticamente una planilla de puntuaciones con el correr de los intentos, y todo el pueblo estaba pendiente y tenso. El decano de la facultad de psicología de la universidad South Kentucky College, profesor Girao, llegó para observar el proceso y tomar notas. Aunque no era hipnotista estaba cada vez más interesado en las posibilidades que tenía esta ciencia en el campo de la psicología. Finalmente envió todas sus notas al doctor John Quackenboss de Nueva York, con la sugerencia de que existía un misterio fascinante en este campo.

El doctor Quackenboss, un médico prominente, era un ardiente aficionado del hipnotismo. Había realizado algunos asombrosos experimentos con pacientes cuyas mentes subconscientes, una vez liberadas por la hipnosis, podían diagnosticar sus propias dolencias ocultas mejor que cualquier examen físico.

Quackenboss viajó velozmente a Hopkinsville para investigar el caso. Hart se había dado por vencido y había partido, y Edgar había regresado a un estado de sombría desesperanza. Sin embargo, antes de partir Hart había dejado un indicio: «Es bastante sencillo inducirlo en la primera y segunda etapa del hipnotismo, aunque no tanto como a un sujeto óptimo. Hasta ese punto todo está bien. Pero al intentar llevarlo a la tercera etapa, el sueño profundo en que un sujeto recibe una sugestión post-hipnótica, hay resistencia de su parte todas las veces. Si fuera posible llevarlo a esa tercera etapa . . . ».

Quackenboss hizo varios intentos que resultaron fallidos. Edgar hablaba normalmente bajo el estado de hipnosis, pero volvía a susurrar apenas se despertaba. Al doctor se le comenzaron a ver surcos de desaliento alrededor de la boca y una expresión atribulada en los ojos. «Voy a llevarlo a esa tercera etapa, lo voy a lograr», aseguraba.

En el siguiente intento se inclinó sobre Edgar y le dijo: «Ahora vas a dormirte con un sueño muy, muy profundo. Te dormirás en forma total y profunda».

Inesperadamente, Edgar lo hizo. Entró en un sueño tan profundo que los esfuerzos por despertarlo no surtieron efecto alguno. El doctor Quackenboss le daba las sugestiones, se secaba el sudor de la frente, y volvía a repetirlas. La madre y el padre de Edgar comenzaron a entrar en pánico. Los observadores llevaron la noticia al exterior y todo el pueblo comenzó a bullir de preocupación.

—No se preocupen —le dijo el doctor Quackenboss al Juez—. No hay posibilidad de daño. Todos los experimentos han demostrado sin sombra de duda que cuando un sujeto está inmerso en un sueño demasiado profundo como para responder a la sugestión de levantarse, simplemente se despierta normalmente en poco tiempo, después de haber dormido lo suficiente.

Catorce horas más tarde, el doctor Quackenboss seguía repitiendo sus sugestiones y enviando mensajes de tranquilidad . . . pero Edgar continuaba dormido. La familia y Gertrude entraron en pánico.

Al día siguiente algo después del mediodía Edgar abrió los ojos, bostezó, se desperezó, se sentó y preguntó con un susurro rasposo: «¿Por qué están todos tan preocupados?».

El doctor Quackenboss tomó el primer tren de regreso a Nueva York, mientras murmuraba cosas inconexas. Después de más de veinticuatro horas de falta total de conciencia, Edgar supo que no lo habían curado y regresó a un estado de indiferencia pesimista.

En ese momento ingresó en escena un hombre pequeño, frágil y enfermizo llamado Al Layne.

La ambición de toda la vida de Layne había sido ser médico, pero el proyecto se había frustrado por motivos financieros y debido a sus problemas de salud. Ya había perdido varios empleos debido a la enfermedad. Su esposa había abierto una tienda de sombreros en Hopkinsville que comenzó a prosperar, así que contrató como asistente a Annie, la mayor de las hermanas de Edgar. Al Layne se ocupaba de los libros contables y dedicaba el resto de su tiempo a su primer amor.

Seinscribióenuncursodeosteopatíaporcorrespondencia. Cuando el novedoso interés en el hipnotismo tomó al país por asalto, añadió un curso de hipnoterapia que dictaba una pequeña empresa emprendedora de Missouri. Las crónicas que aparecían en el Hopkinsville New Era respecto de los tratamientos hipnóticos fallidos de Edgar lo fascinaban. Comenzó a ir a toda hora a su tienda para sonsacarle a Annie todos los aspectos de la dolencia de su hermano y los esfuerzos frustrados para hipnotizarlo.

—Soy un don nadie —dijo Layne un día —, pero creo saber dónde está el problema. Es claro como el agua si se miran los informes. Me gustaría intentar curarlo a mi modo.

Annie transmitió estas palabras en su casa, pero el Juez se puso furioso.

—¡Nadie volverá a hacer un espectáculo y un experimento de mi hijo! ¡La idea misma es ridícula, y no voy a volver a permitirlo!

La madre de Edgar estaba de acuerdo.

—El muchacho está peor que antes —dijo su madre angustiada—. Está perdiendo peso y cada vez se ve más pálido y nervioso. Todo estas intromisiones en su mente podrían volverlo loco.

De todos modos Annie le contó a Edgar sobre Al Layne, y hubo algo en las palabras de su hermana que le dio esperanzas. Edgar habló con Layne y regresó lleno de entusiasmo.

—Démosle una oportunidad, papá. Todos dicen que no podría dañarme, y puede ser que funcione.

Finalmente llegaron a un acuerdo casi forzado, y se le permitió a Layne hacer su experimento en la sala de estar de los Cayce la tarde del domingo 31 de marzo de 1901. El Juez y su esposa estaban presentes y muy nerviosos. Layne también estaba nervioso, porque era su primer trabajo importante.

—La cosa es así —explicó Layne—: todos los otros se dieron cuenta de que a Edgar le llevaba algo de tiempo llegar al estado ideal. Dijeron que cada vez que intentaban llevarlo a la tercera etapa, parecía resistirse y trataba de hacerse cargo él mismo. Pienso que ahí está la respuesta. Si él quiere hipnotizarse a sí mismo, se lo voy a permitir. Tal vez así logremos lo que nos proponemos.

—Podría ser —dijo el Juez—, ahora que recuerdo, cuando se dormía sobre los libros y aprendía de ellos, siempre se inducía el sueño él mismo. Y cuando lo golpearon con la pelota de béisbol y se encontraba claramente alterado, habló dormido y nos dijo cómo preparar la cataplasma que lo iba a curar. Tal vez esté en lo cierto.

—Siempre he sido yo el que me inducía el sueño —dijo Edgar sorprendido—, incluso para todos ellos. Mentía mientras hacían sus pases y nada ocurría. Así que finalmente me cansaba y me daba la orden de dormir, y enseguida lo lograba.

Los ojos de Layne brillaron.

—Entonces . . . ¿qué esperamos? —exclamó Layne.

Edgar cayó fácilmente en el sueño liviano. Luego Layne le susurró al oído: «Ahora tienes que inducirte un sueño más profundo, un sueño total, el sueño del trance profundo».

Edgar respiró profundamente un par de veces haciendo temblar su pecho, y luego todo su cuerpo se relajó. Con voz temblorosa, Layne le dijo: «Tu mente inconsciente está observando tu cuerpo. Está observando tu garganta. Nos dirá lo que está mal en la garganta y qué se puede hacer para solucionar el problema».

Pasado un momento, se escuchó la voz clara y natural de Edgar: «Sí, podemos ver el cuerpo. El problema que vemos es una parálisis parcial de las cuerdas vocales, debido a tensión nerviosa. Para curar esta afección sólo se necesita darle una sugestión al cuerpo para que aumente la circulación sanguínea en el área afectada por un breve período de tiempo».

Layne se escurrió el sudor de la frente y se inclinó aún más hacia él. «Aumentará la circulación sanguínea en las áreas afectadas y la dolencia desaparecerá».

De inmediato el área de la garganta de Edgar se puso de un color rosado fuerte que rápidamente pasó a un profundo rojo carmesí a medida que la sugestión hipnótica enviaba sangre a esa región. Después de unos momentos Edgar dijo: «La afección ya ha sido curada. Sugiera ahora que la circulación regrese a la normalidad y que el cuerpo se despierte».

Pasados unos momentos, Edgar se despertó.

—¿Qué ocurrió esta ve . . .? —Se detuvo de inmediato con los ojos bien abiertos por la incredulidad y gritó—: ¡Puedo hablar! ¡Puedo hablar! ¡Puedo hablar!

Saltó del sofá, abrazó a su madre, palmeó al Juez en la espalda y apretujó la mano de Layne, que resplandecía de orgullo. Su voz era tan clara y fuerte como siempre. Gritó hasta que las ventanas vibraron, y en su garganta no había ni un rastro de aspereza.

—Sabes —dijo Layne cuando se calmó el tumulto—, mientras te encontrabas en trance hablaste exactamente como un médico entrenado que estuviera mirando el interior de tu garganta. Me puse a pensar en la historia que contó tu padre sobre cómo podías autoinducirte el sueño y ver el interior de libros cerrados. Si puedes hacerlo con un libro, ¿por qué no podrías hacerlo con el cuerpo de otra persona, el mío por ejemplo?

Edgar se rió, en parte por la alegría de poder emitir sonidos nuevamente.

—Es la idea más absurda que he escuchado. ¿Por qué querría hacerlo? —dijo Edgar.

—Para encontrar dolencias —explicó Layne—, lesiones o fuentes de infección que los médicos no encuentran en los exámenes habituales. Hay muchas personas como yo que han estado enfermas por años, pero los médicos no pueden encontrar la causa. Tal vez no funcione, pero si lo hace, piensa en la maravillosa oportunidad que tendrías de curar a los enfermos.

¡Curar a los enfermos! Las palabras de su visión infantil volvieron a resonar en sus oídos: Sé sincero contigo mismo. Ayuda a los enfermos y a los afligidos.

—De acuerdo —dijo Edgar pensativo—. . . Si quiere intentarlo . . . estoy de acuerdo.

—Bien —dijo Layne entusiasmado—. Estaré aquí mañana por la mañana. Seré un buen sujeto de prueba porque he visto a tantos médicos que conozco todos sus diagnósticos de memoria, y podré decirte al instante si estás o no en el camino correcto.

Layne se retiró, y Edgar corrió a mostrarle su voz recuperada a Gertrude. Seguía conmocionado por la enormidad del milagro. Unos pocos minutos de sueño hipnótico lo habían elevado de las profundidades del desaliento y lo habían devuelto a un mundo de pláticas, risas y canciones, un mundo donde una vez más podía tener esperanzas de realizar sus sueños.

En el curso de la velada, le contó a Gertrude sobre la idea loca e imposible de Layne. Ella lo escuchó ávidamente y con los ojos brillantes de emoción.

—Oh, Edgar, es la idea más maravillosa que he escuchado. El señor Layne es un genio por haberlo pensado. Tal vez sea la respuesta que has estado buscando, la razón y propósito de esos extraños dones que tienes. Piénsalo, Edgar, si pudieras simplemente ponerte a dormir y decirle a los enfermos cómo sanarse, ¿no sería maravilloso?

—Dios mío, ¡no! —dijo Edgar horrorizado—. Ahora todos piensan que soy un sujeto raro. ¿Qué pensarán de mí si comienzo a hacer algo tan disparatado?

Edgar Cayce: Hombre de Milagros

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