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3 La octava maravilla

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La exhibición de deletreo que montó Edgar en su clase al día siguiente conmocionó a toda la escuela. Que deletreara correctamente tres palabras de una lección ya hubiera sido sorprendente, pero que se pusiera de pie y con calma acertara en el ciento por ciento de los casos creó una pequeña sensación.

Sus compañeros de clase quedaron boquiabiertos, y el tío Lucian se abalanzó sobre él, seguro de que su sobrino estaba haciendo trampa y que leía las respuestas de alguna anotación oculta. Edgar le permitió concluir su búsqueda infructuosa y entonces le explicó la mecánica de su milagro. Cuando demostró su nueva capacidad al recitar de un tirón las lecciones que la clase aún no había estudiado, Lucian Cayce debió rendirse ante un misterio que se encontraba más allá de su comprensión.

—Todo lo que puedo decir —jijo su tío— es que deberías dormirte también sobre el resto de tus libros. Eres tan inútil como siempre en geografía y matemáticas.

Edgar siguió su sugerencia y se convirtió en la octava maravilla del mundo local. De mala gana, Lucian lo promocionó al siguiente grado y fue a platicar sobre la situación con su hermano.

—Leslie, definitivamente no es normal que ese muchacho tuyo sepa todo lo que aparece en los libros. Ni siquiera estoy seguro de que sea adecuado hacerlo pasar de grado cuando el mismo admite no estudiar, pero por otro lado no puedo retenerlo si sabe todas las respuestas.

El Juez no estaba de humor como para discutir detalles. Había pasado abruptamente de la vergüenza por la ineptitud de su hijo a un enorme y vociferante orgullo.

—Lucian, no debes preocuparte por cómo lo hace mi muchacho. Lo hace, y eso es suficiente. A la velocidad que lleva, apuesto que será el chico más inteligente del país dentro de muy poco tiempo.

El nuevo talento de Edgar causó otros cambios en su vida. Sus compañeros de clases siempre lo habían considerado como sapo de otro pozo. Ahora lo consideraban más sapo de otro pozo que nunca, pero un sapo fascinante. De pronto se encontró en el centro de una atención reverencial. En los recreos y después de clase los niños se reunían a su alrededor y le decían: «Vamos, Edgar, vuelve a decirnos cómo aprendiste los libros. ¿Puedes mostrarnos cómo aprender nuestras lecciones mientras dormimos?».

Esta súbita popularidad era cautivante. Cuando comenzaron a arrastrarlo para que compartiera sus juegos, hizo un esfuerzo por participar, aunque tenía poca habilidad y todavía menos experiencia en los juegos. Durante el recreo unos días después, Edgar se metió en la trayectoria de una pelota de béisbol arrojada con mucha potencia y recibió un golpe en la columna que lo volteó.

Se levantó solo y aparentemente ileso, pero durante el resto de la jornada escolar comenzó a mostrar un cambio sorprendente. Siempre había sido tranquilo y reservado. Pero aquella tarde comenzó a comportarse en forma ruidosa y pendenciera, hablando a los gritos y arrojando cosas hasta que toda la escuela quedó tremendamente alborotada. Camino a casa se comportó todavía peor. Gritando y riendo, se trepaba a los árboles, se arrastraba por el lodo y corría por el camino para detener a los carruajes que pasaban, haciendo que los animales de tiro casi se desbocaran un par de veces.

En casa le dio por molestar a sus hermanas y asustó a su madre con sus alocadas travesuras. La mujer estaba tostando granos de café sobre un sartén en la cocina. Edgar lo tomó, corrió hacia afuera y plantó los granos alrededor del patio. Cuando el Juez llegó a casa, vio que algo andaba mal y puso al muchacho en la cama. Edgar se resistió por un instante y luego se sumergió en un estado de coma.

De repente, Edgar comenzó a hablar con voz clara y confiada: «Sufrí una conmoción debido a que una pelota de béisbol me golpeó en la columna. La manera de que salga sin estragos de este estado es preparar una cataplasma especial y colocarla en la base de mi cerebro». Nombró hierbas específicas que debían mezclarse con cebollas crudas picadas para preparar la cataplasma. Como sus padres lo miraban fijamente, de pie y sin moverse, los conminó: «¡Apresúrense y háganlo ya mismo si no quieren que el cerebro quede dañado perennemente!».

Después de aplicada la cataplasma entró en un sueño profundo y normal. A la mañana estaba completamente recuperado. El Juez entró a su tienda con expresión de incredulidad y sacudiendo la cabeza.

—¡Ese hijo mío! Supongo que no hay nada que no pueda hacer mientras duerme.

El accidente tuvo una curiosa secuela. Por varias semanas la personalidad de Edgar mostró una completa reversión. Aunque siempre había preferido estar solo, de repente se convirtió en una persona violentamente gregaria. Rechazaba la soledad tan ferozmente como siempre antes la había buscado.

Fue durante ese período que un carromato de avance llegó al pueblo para pegar en cada cerca y granero los carteles que anunciaban al Circo de John Robinson. Los muchachos comenzaron a reunirse con entusiasmo para platicar sobre el circo. A muchos, incluidos los vecinos de Edgar, se les prohibió absolutamente asistir a un espectáculo tan pecaminoso.

—Voy a ir —dijo Edgar sin más a los otros muchachos.

—Vamos, Edgar, ¿crees que tu padre te dejará? Siempre creí que el Juez estaba en contra de esas depravaciones.

—Como va a estar en un viaje de negocios no tendré que preguntarle —dijo Edgar.

El día en que se presentaba el circo, ensilló su poni y se alejó sin siquiera advertirle a su madre. Cuando pasaba por el cruce de caminos donde se hallaba la tienda lo llamó el viejo señor Carter, uno de los hombres más adinerados del condado y pilar de la iglesia. Lo miró con horror cuando Edgar le contó adónde iba.

—Edgar, me extraña de tu parte, un muchacho educado, un cristiano que ama su Biblia. ¿Qué diría tu querida madre si supiera que estás en tan malas compañías, viendo a mujeres descaradas y apenas vestidas? No lo hagas, muchacho, te lo ruego.

—Voy a ir —dijo Edgar, y espoleó los flancos de su caballo.

—Espera, muchacho —dijo el hombre—. La entrada al circo cuesta cincuenta centavos. Te daré un dólar si dejas de lado esta tontería y regresas a tu casa.

Edgar siguió adelante sin molestarse en responder. Había avanzado tal vez una milla desde el cruce de caminos, cuando el caballo comenzó a cojear. La cojera fue aumentando, hasta que el animal casi caía a cada paso. Edgar desmontó, examinó la herradura y encontró una piedra afilada que presionaba la pezuña. La quitó y volvió a montar, pero la cojera continuó peor que antes.

Se detuvo a considerar la situación. Todavía se encontraba a varias millas del sitio donde se había erigido el circo, y el poni evidentemente estaba demasiado manco como para ser montado. Cuando trató de caminar llevando al poni de la rienda su progreso fue tan lento que se dio cuenta de que nunca llegaría al circo a tiempo. Disgustado y desilusionado, giró sobre sus pasos e inició el largo y penoso camino de regreso a casa.

La cojera desapareció de inmediato. Montó y el poni inició un trote entusiasta. Lo giró con las riendas y volvió a encarar hacia el circo. El cuadrúpedo cojeó y se tropezó.

Edgar sostuvo las riendas y se quedó sentado un largo rato con la mirada perdida en el horizonte. Finalmente elevó los ojos al cielo.

—Gracias, Dios mío —murmuró. Hizo girar nuevamente al animal, que rápidamente inició un trote para regresar a casa.

Esa noche Edgar volvió a ser él mismo en todos los sentidos. Se sentó a platicar con su madre, jugó con sus hermanas, leyó su Biblia y oró y meditó por largo rato antes de irse a dormir. Al día siguiente no mostró ningún interés en sus antiguos compinches, sus juegos o sus conspiraciones. Después de la escuela se retiró solo al bosque y se sentó bajo su árbol favorito.

El breve y anormal período de conducta desafiante había pasado. Esta misma actitud regresaría de vez en cuando para desconcertarlo y molestarlo, y pasarían años antes de que comenzara a comprender los conflictos internos de su personalidad que la provocaban.

Aquella primavera de 1893 Edgar cumplió dieciséis años y se convirtió en un hombre hecho y derecho, aunque todavía era algo flacucho. Ya había completado toda la enseñanza escolar que se ofrecía, así que se empleó en la granja de otro tío cercana a su casa. Se podría decir que disfrutaba el trabajo. No tenía que realizar tareas duras, y disfrutaba la soledad y la posibilidad de observar y oír a los pájaros y otras pequeñas criaturas. Con el paso del tiempo, se convenció cada vez más de que podía comprender su lenguaje y proyectar en ellos sus pensamientos y sentimientos. Era evidente que ellos lo buscaban y se le acercaban sin ningún signo de temor.

Pero en otras de las curiosas facetas conflictivas de la naturaleza de Edgar Cayce, a pesar de su amor por los pájaros, le gustaba cazar y se había hecho acreedor de cierta reputación como guía de cazadores visitantes. Tenía una pequeña cicatriz en la cara, recuerdo del perdigón perdido de un cazador de aves. Por cierto, la herida le preocupó mucho más al hombre que disparó el tiro que al propio Edgar.

El día ocho de agosto de ese año la abuela murió en paz y feliz, sonriendo ante la perspectiva de reunirse con el abuelo. En sus últimos días de vida había tenido varias pláticas serias con Edgar.

—Edgar, tú eres diferente de otros muchachos en modos extraños, modos que yo misma no comprendo bien. Tú tienes dones que no se dan fácilmente. Por un lado, tienes la visión del más allá. Son muy pocos los que podrían ver al abuelo o a esos pequeños compañeros de juego sobre los que me solías comentar de tus pláticas con ellos. Desconozco el propósito de esos dones, y también tú lo desconoces por ahora, pero puedes estar seguro de que existe. Dios no brinda tales cosas sin ton ni son. No abuses de tus dones ni los trates a la ligera. Trata de encontrar su propósito dentro de ti en la oración. Cuando lo halles, debes serle fiel. Y que nunca te avergüence ser diferente de los demás.

Edgar sostuvo su mano surcada de arrugas y no le dijo nada sobre la rebelión que crecía en su pecho. Y por sobre todo, no le habló de su súbito y apasionado deseo de ser normal y dejar de ser diferente.

Esto era importante por un nuevo motivo. El joven Edgar Cayce había descubierto a las mujeres. Mejor dicho, a una mujer. Era la hija de un vecino, una vivaz jovencita que disfrutaba coqueteando y siendo admirada como la más bella de cada fiesta. Cuando finalmente reunió el coraje necesario para pedirle una cita, le sorprendió su pronta aceptación. Después de acompañarla a dos o tres reuniones sociales, se convenció de que el suyo era el mayor amor de todos los tiempos.

Finalmente, se decidió a hablarle de sus sentimientos, pero la muchacha lo desengañó al instante. El objeto de su pasión dejó muy en claro que no tenía la menor intención de renunciar a su vida alegre para convertirse en la aburrida esposa de un predicador o un misionero, y sobre todo no tenía intenciones de hacerlo con un muchacho campesino a quien todos consideraban un poco loco.

Edgar estuvo devastado por un tiempo y decidió tomar distancia de las muchachas. Unas pocas noches más tarde tuvo un sueño extraño y muy vívido. Caminaba de la mano con una joven. Ella tenía la cara oculta por un velo, pero él sabía que estaba profundamente enamorado. Después de un tiempo se encontraron con una extraña figura con alas que arrojó un paño de oro sobre sus manos entrelazadas y les dijo: «Juntos pueden lograrlo todo, separados casi nada».

Cruzaron un arroyo y un sendero enlodado y llegaron a un acantilado muy empinado. La parte superior se perdía entre unas nubes que se encontraban a gran distancia por sobre sus cabezas. Edgar encontró un cuchillo afilado y comenzó a cortar huecos para colocar pies y manos en la pared del acantilado, ayudando a la joven a seguirlo mientras trepaba. Seguían subiendo con la parte superior todavía oculta por sobre sus cabezas, cuando se despertó.

El sueño era tan real y perturbador que estaba seguro de que tendría algún significado. Se lo contó a su madre, que le dio una interpretación obvia.

—Esa joven es tu compañera real, la que caminará contigo por la vida. En tu sueño está cubierta por un velo porque todavía no la has visto, aunque ya está contigo en espíritu. El paño de oro debe ser el matrimonio que los une, y el ascenso por el acantilado por tus propios medios representa el trabajo que desarrollarás en tu vida para sostener a tu familia.

—Parece lógico —admitió Edgar—, Pero he decidido tomar distancia de las mujeres.

Su madre sólo sonrió y le tocó la mejilla con sus finos dedos. Edgar volvería a experimentar este sueño más de cincuenta veces durante su vida. Con el paso de los años se encontraría subiendo cada vez más alto con su compañera, hasta que en los últimos sueños de su vida casi podría ver la parte superior del acantilado. Pero incluso después de conocer y casarse con Gertrude, el rostro de la compañera de sus sueños permaneció oculto. Tal vez el velo al fin se levantó cuando Edgar se sumergió en su último y definitivo sueño.

Edgar Cayce: Hombre de Milagros

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