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5 Un doloroso susurro

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Casi milagrosamente, apenas Edgar decidió no convertirse en ministro, le pidieron que diera clases en una escuela dominical. En poco tiempo su clase se convirtió en la más popular de la ciudad, gracias a su profundo conocimiento de la Biblia y su talento para narrar antiguas historias con dramático realismo. La novedad fue pasando de boca en boca y comenzaron a llegar jóvenes de otras iglesias, hasta que su clase tuvo treinta y ocho estudiantes, convirtiéndose en la más numerosa de Hopkinsville. Para evitar conflictos entre las distintas iglesias, Edgar la convirtió en una clase no sectaria que se reunía en una iglesia diferente cada domingo. Estaba enormemente orgulloso —aunque no tanto como Gertrude— de su creciente reputación como autoridad bíblica.

Pero para Edgar el milagro más grande de todos fue la sencillez con que la familia de Gertrude lo aceptó como pretendiente de la joven. Nadie lo abordó en privado para preguntarle con dureza sus intenciones o perspectivas. Nadie señaló diferencia alguna en posición social y económica o en educación.

Mientras su confianza crecía, finalmente se armó de valor y le confesó a Gertrude esa parte de su vida que lo alejaba del resto. Con gran temor, le contó sobre sus amigos de la infancia que sólo su madre pudo ver, sobre sus conversaciones con su abuelo fallecido hacía tiempo y sobre sus sueños y visiones y su extraño poder para absorber libros durante el sueño.

Terminó el relato lleno de recelo.

—¿Tú . . . tú crees que soy extraño o que estoy un poco loco? —le preguntó.

—Por supuesto que no —exclamó ella, con los ojos llenos de indignación—. Creo que es maravilloso, y que tu abuela tenía toda la razón. Has recibido dones especiales con un propósito especial, y nunca debes dejar de buscar y de orar para descubrirlo.

Edgar quería besarla, pero se contuvo hasta unas noches más tarde cuando ella aceptó su propuesta de matrimonio. Después, Gertrude le dijo que todos los integrantes de su familia no sólo habían aprobado su decisión sino que le confesaron que comenzaban a preocuparse de que a Edgar le tomara tanto tiempo declararse. Nunca había creído que tal felicidad fuera posible.

—Voy a trabajar el doble de duro y a ahorrar cada centavo —gritó feliz mientras la abrazaba—. En poco tiempo tendré el dinero necesario para casarnos.

Luego salió corriendo y gastó todo su dinero, junto con una buena porción de sus ingresos futuros, en un hermoso diamante. Despilfarró aún más al enviar el diamante al exterior para que lo tallaran y montaran en un anillo.

Justo en ese momento perdió su empleo.

Harry Hopper vendió su porcentaje en la librería a un nuevo dueño que planeaba tomar a su cargo las actividades que había realizado Edgar. Ya no necesitaban un empleado.

Edgar quedó pasmado por la magnitud de la calamidad. Desde el momento en que conoció a Gertrude, había estado soñando con poder comprar la librería en algún momento y establecerse como un modesto magnate del comercio. No se sentía atraído por ningún otro tipo de trabajo.

Finalmente consiguió una nueva ocupación por pura casualidad. Caminaba sin rumbo fijo cuando vio a una muchedumbre que ingresaba al Almacén Richards, y los siguió. El centro de interés era una gran barata en el departamento de calzado. Mientras andaba por allí se encontró con una señora conocida que quería un tipo de calzado en particular. Edgar acababa de ver zapatos de ese estilo en un estante. Con amabilidad se los acercó y le ayudó a buscar los de su número.

Cuando la señora se los pagó le llevó el dinero de inmediato a la cajera. Antes de que pudiera alejarse, otra mujer le llamó la atención y le pidió que le encontrara algo especial. Le pareció poco cortés negarse.

En ese momento se acercó el gerente.

—Joven, ¿podría decirme quién lo contrató para trabajar en mi departamento de calzado?

—Nadie —dijo Edgar—. Pero la gente me está pidiendo modelos especiales de zapatos, se los encuentro y me pagan. Pero no se preocupe, le he entregado todo el dinero a la empleada que está allá . . .

—Sé que lo hizo —dijo el gerente—. He estado observándolo, y veo que sabe más sobre nuestros artículos que esos imbéciles a quienes pago. Si está buscando un trabajo, preséntese mañana temprano.

Edgar trabajó en el departamento de calzado del Alamacén Richards por dieciocho meses. El trabajo no le gustaba, pero pudo saldar la deuda del anillo y agregar algunos pocos dólares a sus ahorros. Para su sorpresa, Gertrude y su familia insistían en que renunciara. Finalmente fue su madre la que forzó la decisión.

—Te he tenido bajo el ala demasiado tiempo ya —le dijo su madre—. Sé que no eres feliz y que no vislumbras un futuro en tu trabajo en el departamento de calzado. Tú y Gertrude necesitan dinero para casarse. Hijo, deja Hopkinsville. Vete donde tengas la oportunidad de hacer lo que te gusta. Hay muchas librerías en Bowling Green y en otras ciudades cercanas. No quiero retenerte.

Con este aliento de su madre, Edgar apuntó bien alto. Una de las mayores librerías y de artículos de escritorio del país era John P. Morton & Co. de St. Louis. Escribió solicitando un empleo y una copia de su catálogo. El extenso catálogo fue despachado prontamente, pero una breve nota le informaba que no había vacantes laborales disponibles.

Con determinación, Edgar comenzó a visitar a todos los comerciantes de Hopkinsville. Entre la librería y sus clases dominicales Edgar era muy popular y querido, y cada una de las personas que visitó aceptó de buen grado escribirle una elogiosa carta de recomendación. Comenzó a bombardear a Morton con estas municiones, enviándole un nuevo manojo de cartas con cada entrega del correo. Después de una semana, recibió un telegrama que decía:

Edgar Cayce: Hombre de Milagros

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