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2 La promesa del ángel

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Su tía tomó una pensionista en su casa, una hermosa joven llamada señora Ellison. Era una mormona devota que había sido maestra de escuela. Se decía que había sido una de las esposas de Brigham Young, un líder carismático de los mormones, antes de que la poligamia fuera declarada ilegal. Una vez superada la conmoción inicial, los padres de la comunidad reunieron fondos y la contrataron para que abriera una escuela. La tía Ella le permitió usar una habitación de la casa para las clases, y fue allí donde Edgar tuvo su primer choque frontal con el amor y el alfabeto.

Fue el caso típico del alumno que se enamora por primera vez debido a que tiene una maestra encantadora y comprensiva. Bajo el influjo de este amor, las primeras píldoras de conocimiento fueron administradas sin ninguna resistencia. La señora Ellison descubrió el interés apasionado del niño por la Biblia y avivó este interés con su propio fervor. Después del horario de clases y por las noches le leía historias bíblicas y conversaban largamente y con franqueza sobre el significado de los versículos. Fue el primer contacto de Edgar con la teología, y parecía que nada le resultaba suficiente.

—Voy a ser predicador —le dijo con toda sinceridad—, y voy a proclamar la Biblia ante todo el mundo. Pero también me gustaría ser médico, para curar a los enfermos. En realidad, me gustaría poder ser las dos cosas.

—Es posible —le aconsejó la maestra—. Hay médicos misioneros que viajan a países lejanos y se ocupan al mismo tiempo de los cuerpos enfermos y de las almas paganas.

—Entonces eso es lo que me gustaría ser —aseguró Edgar con firmeza.

Para la primavera, podía leer lo suficientemente bien como para leer por sí mismo, aunque con algo de trabajo, algunas historias bíblicas. La señora Ellison cerró su escuela y se fue del pueblo en busca de mejores oportunidades, pero las semillas que había sembrado en la mente del niño habían prendido y estaban echando brotes. A Edgar lo obsesionaba el objetivo de sanar tanto los cuerpos como las almas. Una docena de veces por día se escabullía por el bosque para orar por su concreción.

El niño no tenía amigos íntimos de su edad, ni le interesaban los juegos que ellos disfrutaban. El contacto más cercano que tenía con algunos era a través de los puños. Cualquier niño que mostrara el escepticismo del apóstol Tomás podía desencadenar una explosión del temperamento violento que lo iba a atormentar durante toda su vida.

Edgar tenía la firme y simple convicción de que todo lo que se encontraba en la Biblia era verdadero en forma literal y que permanecía inalterable a través de los siglos. Los milagros de antaño todavía eran posibles en personas de fe, y su fe era inquebrantable.

«Bueno, pero eso ocurrió hace muchísimo tiempo», razonaba alguno de los niños. «Todos saben que ya no existen los milagros. Edgar, tú podrás orar hasta perder el aliento, pero nunca lograrás que un ciego vea o que un paralítico camine. Tú no puedes hacerlo».

«¡Sí que puedo!», gritaba Edgar mientras comenzaba a atacarlo a puñetazos para demostrarle que estaba en lo cierto.

La escuela, bajo una interminable sucesión de maestros y maestras, se convirtió en una gran lucha para el muchacho larguirucho y taciturno. Sin el aliento y encanto de la señora Ellison, Edgar avanzó a grandes pasos hacia el logro del récord de llamadas de atención del condado de Christian. Pasaba más tiempo en el rincón de castigo que en su propio pupitre. No es que fuera lerdo o rebelde, simplemente no podía evitar sumergirse en un mundo propio, alejado del salón de clases y de sus problemas. La lectura era la única asignatura en la que mostraba progresos, debido a que pasaba cada minuto de su tiempo libre leyendo la Biblia de su madre.

Al menos en esto Edgar contaba con la aprobación absoluta de su padre el Juez. Finalmente le regaló al niño su propia Biblia. Edgar nunca olvidaría aquel día memorable: el 14 de enero de 1887, dos meses antes de su décimo cumpleaños.

La familia había vuelto a unirse después de la dispersión. La abuela tenía una casa nueva y confortable. Los hermanos del Juez, que eran varios, habían ido a darle una mano para construir una casa más pequeña para su familia en el bosque junto a la casa grande. Una de las consecuencias de esta reunión fue que Edgar comenzó a ir a la iglesia con su familia. Lo que para otros muchachos era un suplicio resultaba para él una fuente inagotable de gozo. Asistían a la iglesia cristiana, una rama que se separó de la iglesia presbiteriana junto con los campbellitas; tan rotundamente fundamentalista como los baptistas más intransigentes.

Para ese entonces a Edgar se le ocurrió el proyecto de leer la Biblia de principio a fin al menos una vez por cada año de su vida. Al comienzo tenía la tendencia de evitar las interminables genealogías, pero a su debido momento comenzó a interesarse incluso en el linaje de sus héroes. Para su decimotercero cumpleaños se había puesto al día y ya tenía bien avanzada su decimotercera lectura. Nunca se aburría, porque cada nueva lectura le permitía obtener nuevas perspectivas de pensamiento y le revelaba nuevos puntos de vista que no había descubierto anteriormente y que le entusiasmaban.

Con fe implícita, oraba cada día para obtener el poder de curar y nunca dudó ni por un instante que sus plegarias serían respondidas. Su madre estaba de acuerdo en esto. Pidan y se les dará. Busquen y encontrarán. Estas afirmaciones eran claras e inequívocas, y ella tenía la convicción inquebrantable de que algún día la verdad que reflejaban se manifestaría en su hijo.

Pero mientras gran parte de su tiempo transcurría en el mundo espiritual, Edgar también vivía una existencia física completamente normal y la encontraba llena de escollos. En una de las tan frecuentes ocasiones en que faltaban maestros, el Juez mismo se hizo cargo de la escuela y tuvo la oportunidad de ver bien de cerca las peculiaridades y limitaciones de su hijo.

Leslie Cayce nunca había tenido la virtud de la paciencia. La tendencia de su hijo a soñar despierto en clase fue causa de frecuentes y violentos enfrentamientos. Parecía que cuando más intentaba el niño aprender sus lecciones y mantener su atención en los libros, más lejos deambulaba su mente.

Poco tiempo después, el Juez le cedió el puesto en la escuela a su hermano Lucian con una severa advertencia: «No sé qué falla con ese hijo mío, pero fíjate que aprenda sus lecciones, incluso si tienes que metérselas en la cabeza a golpes». Por supuesto, el tío Lucian hizo su mayor esfuerzo para cumplir con ese pedido.

Un domingo, Edgar llegó a casa desde la iglesia particularmente movilizado por el mensaje dado ese día. Salió al bosque y pasó la tarde leyendo la Biblia y orando por tener la posibilidad de sanar a los enfermos. Al retirarse a dormir esa noche, su mente seguía llena de fervor.

Algo después de medianoche, se dio cuenta de que su habitación se encontraba inundada de un extraño resplandor, más brillante que la luz del plenilunio. Se sentó de repente y vio una figura que se alzaba al pie de su cama. Era una mujer, y en un primer momento pensó que era su madre. Edgar comenzó a hablar y la figura pareció desvanecerse.

El niño saltó de la cama y corrió a la habitación de su madre. Su primer pensamiento fue que alguien estaba enfermo y lo necesitaba. Tanto su madre como su padre se encontraban profundamente dormidos y las bebés estaban tranquilas. Regresó a su cama, temblando, sin saber qué había visto pero atemorizado de todos modos.

Mientras se encontraba acostado el resplandor regresó, y se hizo cada vez más brillante hasta que superó a la luz de la luna. De repente regresó la figura. Era una mujer, y en la espalda tenía sombras curvadas que se parecían a las alas de los ángeles en las imágenes bíblicas. Edgar trató de hablar pero tenía la boca seca, y se quedaba sin aliento por el miedo.

La mujer sonrió: «No tengas miedo. Tus plegarias han sido escuchadas. Tendrás lo que deseas si sigues siendo fiel. Sé sincero contigo mismo. Ayuda a los enfermos y a los afligidos».

La luz se desvaneció y la mujer desapareció. Edgar corrió hacia el patio exterior que se encontraba bañado por la luz de la luna y cayó de rodillas para agradecer la visión y la promesa.

A la mañana siguiente, después del desayuno, llamó aparte a su madre y le contó lo que había sucedido.

—Hijo, sabía que estabas llamado a realizar un gran trabajo —le dijo abrazándolo con alegría—. Siempre he sentido que Dios te había escogido para un propósito. Pero trata de estudiar tus lecciones con más ahínco para no disgustar a tu padre.

Aquel día Edgar se encontraba tan maravillado por su visión que los libros y el tío Lucian bien podrían no haber existido. Para el resto de los estudiantes, el día estuvo condimentado por más choques que lo habitual, que tuvieron su clímax en una larga sesión de castigo después del horario de clases. Cuando finalmente Edgar obtuvo permiso para retirarse, el tío Lucian se dirigió con firmeza a la tienda para contarle al Juez lo sucedido.

—Lamento decirlo, Leslie, pero cada vez me convenzo más de que ese hijo tuyo es sencillamente tonto. Una de dos: o no quiere aprender, o no puede. Hoy tenían que estudiar deletreo, y él estuvo sentado todo el tiempo con la mirada fija en la lección. Bueno, pensé que esta vez tendría las cosas bien claras, así que le pedí que deletreara la palabra «cabaña». Cabaña, una palabra tan sencilla. ¿Y sabes lo que hizo? ¡Se quedó sentado con la boca abierta y sin siquiera saber cómo comenzar!

—Cabaña . . . ¡Cabaña! —murmuró el Juez asombrado.

—Perdí la paciencia por completo —dijo Lucian—. Después de reprenderlo, hice que se quedara después de clases para escribir «cabaña» en la pizarra quinientas veces. Lo hizo sin quejarse, pero estoy seguro de que si le pidiera que deletreara esa palabra en este momento no podría hacerlo.

—Mañana va a poder —dijo el Juez entre dientes, y añadió—: Lucian, hiciste lo correcto, pero te prometo que voy a hacerlo aún mejor.

En la casa hubo una escena violenta. El Juez era un hombre orgulloso, y saber que su único varón era considerado como apenas mejor que un idiota lo hería profundamente. Arrojó a Edgar sobre una silla, y comenzó el entrenamiento.

Una y otra vez el Juez deletreó las palabras de la lección.

—Cabaña: C-a-b-a-ñ-a. Deletréala.

—Cabaña —decía Edgar con gran seriedad—: C-a-b-a-ñ-a.

Estudiaba dos palabras más y luego el Juez decía: «Ahora deletrea cabaña».

—Cabaña —decía Edgar como si su mente estuviera en blanco—: K . . .

El manotazo del Juez fue tan fuerte que tiró a Edgar de la silla. Sin embargo, el golpe no sirvió para introducir ningún conocimiento sobre deletreo en la cabeza del niño. Después de tres penosas y dolorosas horas, «cabaña» continuaba siendo uno de los misterios más oscuros de la vida para Edgar, así como el resto de las misteriosas palabras que aparecían en la lección.

Finalmente, reducido a un estado de estrangulada impotencia, el Juez Cayce se dirigió con furia a la cocina, donde tomó un trago para aplacar su enojo. Edgar reclinó la cabeza sobre su manual de deletreo, exhausto tras la terrible experiencia. Cerró los ojos, y escuchó con claridad una voz de mujer en sus oídos: ¿Por qué luchas tanto? Tienes nuestra promesa. Duerme unos minutos y danos la oportunidad de ayudarte.

El niño pensó: ¡Dormir! ¡Voy a dormir un momento!, y sintió que su conciencia se sumergía en un mar de sombras oscuras y soporíferas.

El Juez regresó todavía alterado de la cocina y observó enfurecido la figura durmiente. Le dio una violenta sacudida al escuálido hombro del niño.

—Despierta, Edgar. Inútil. Vete a la cama. Sencillamente eres tonto y no tiene sentido tratar de hacer entrar algún tipo de conocimiento en tu cabeza.

—Espera papá —dijo Edgar ansiosamente—. Solamente necesitaba dormir unos minutos. Pregúntame la lección de nuevo. Ahora me sé las palabras.

Resoplando, el Juez le dijo una palabra y Edgar la deletreó al instante y sin errores. Continuó deletreando cada una de las palabras de la lección y cada una de las palabras del libro, incluidas las palabras de lecciones futuras que aún no habían estudiado. En un arranque de confianza, le dijo a su padre en qué página se encontraba cada palabra y describió las imágenes que había en esa página, porque su mente le mostraba cada página completa, exactamente como si estuviera viendo el libro. Estaba muy orgulloso de su capacidad recién adquirida.

—¡Ajá! —gritó el Juez finalmente mientras arrojaba el manual de deletreo a través de la habitación—. Te sabías las lecciones todo el tiempo. Pero actuabas como un idiota para atormentarnos y afligirnos a tu tío y a mí. ¡PLAF!

Edgar se levantó como pudo del suelo y se escabulló hacia su cama.

Le resultó preocupante descubrir que el conocimiento, sin importar cuan perfecto fuera, no necesariamente garantizaba una vida más tranquila.

Edgar Cayce: Hombre de Milagros

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