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4 La mujer de sus sueños

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Como la abuela había fallecido y la casa grande estaba vacía, el Juez comenzó a sentirse inquieto y falto de raíces. Las actividades rurales nunca lo habían seducido como a sus hermanos. Así que en enero de 1899 se mudó con su familia a la ciudad de Hopkinsville y comenzó a vender seguros.

Edgar no los siguió, ya que la idea de trabajar en una oficina o fábrica que lo encarcelara le erizaba la piel. En la granja se encontraba cerca de la naturaleza, con la libertad y la soledad que necesitaba para expandir sus pensamientos y sueños, y para buscar respuesta a las cosas que lo inquietaban.

La abuela le había dicho que era diferente de otros muchachos, y con el tiempo se había dado cuenta de que así era. Le había dicho que buscara el propósito dentro de sí mismo y en la oración. Busco con honestidad y por largo tiempo, pero no encontró respuesta. Seguía deseando convertirse en predicador, y más allá del hecho de que podría aprenderse los sermones durante el sueño, allí no parecía haber ningún uso para sus curiosos talentos. Lo que necesitaba mucho más que poder ver el más allá era el dinero para pagar estudios avanzados. Ese era un problema que lo atormentó durante todo el verano.

El 8 de agosto, en el aniversario de la muerte de su abuela, estaba trabajando con un par de mulas en el campo cuando sintió una presencia a sus espaldas. Giró rápidamente y sólo vio el campo vacío, pero de repente supo que la mujer de su visión anterior estaba allí.

Su voz sonaba en sus oídos: «Deja la granja y ve a la ciudad. Tu madre te extraña y te necesita. Ve a encontrarte con ella lo antes posible».

El sentimiento de su presencia se desvaneció y desapareció. Temblando, Edgar desenganchó las mulas y regresó a los graneros. Cuando anunció que se iba, su tío perdió los estribos.

—¡Qué ingratitud! —exclamó su tío—. Te mantuve todo el invierno y ahora que comienza la cosecha y hay pocas manos disponibles, te vas y me dejas colgado. Bueno, te diré algo: si estás tan ansioso por ir a la ciudad, tendrás que ir caminando. No voy a malgastar mi tiempo llevándote.

Edgar reunió sus escasas pertenencias y se dispuso a caminar las catorce millas hasta Hopkinsville. Era el final de la tarde, pero caminando rápido y tomando algunos atajos llegó a la casa de su familia situada sobre la calle West Seventh al comenzar la noche. La familia estaba cenando. El tío se encontraba con ellos, se veía avergonzado.

—Edgar —dijo su tío al verlo—, estaba tan apenado de haber perdido los estribos en tu presencia, que enganché una yunta y salí detrás de ti. Debo haberte perdido cuando tomaste algún atajo.

Su madre lo abrazó y lloró un poco, las niñas se arremolinaron a su alrededor gritando de alegría y el Juez le dio un apretón de manos. En el primer momento de emoción al reunirse con su familia Edgar olvidó cómo la ciudad lo hacía sentirse sofocado y perdido entre extraños.

Este sentimiento regresó la mañana siguiente, un sábado, cuando comenzó a buscar trabajo. Mientras recorría las calles, comenzó a invadirlo un sentimiento de desesperanza. Su visión lo había traído aquí y lo había abandonado sin una sola pista de un propósito o plan. Aquella promesa de la infancia de que iba a servir al Señor y curar a los enfermos parecía remota e imposible de cumplir.

La Ferretería Thompson no tenía vacantes de trabajo. Se alejó de la muchedumbre que allí se encontraba sintiendo solamente alivio. Junto a la ferretería se encontraba la Librería Hopper. El viejo Hopper, que años atrás le había enviado su Biblia a Edgar, había muerto y en su lugar dejó a sus hijos Will y Harry a cargo del negocio.

Edgar entró al local y lo invadió un cálido sentimiento de pertenencia. Era el primer sitio de la ciudad en que se sentía cómodo y en casa. Se sintió identificado con los hermanos Hopper al contarles de la Biblia que su padre le había enviado.

—Me gusta su negocio y me agradaría trabajar aquí —les dijo entusiasmado.

—Gracias, pero no necesitamos empleados —respondió Will—. El sitio es pequeño. Harry y yo hacemos todo lo necesario y de todos modos nos queda tiempo de sobra.

—Puedo encontrar otras cosas que hacer —rebatió el joven—. Sólo quiero estar aquí.

—No podemos pagar salarios —le aseguró Harry al ver que insistía, y añadió—: Lo siento, con los ingresos que hay apenas ganamos lo suficiente para nosotros dos.

Edgar comenzaba a retirarse pero se detuvo.

—Déjenme trabajar con ustedes de todos modos. Puedo encontrar otras formas de obtener ganancias, no les pediré ni un centavo. Si puedo hacerlo, ¿estarían dispuestos a pagarme lo que crean que pueden pagar o lo que yo mismo haya ganado?

—Bueno . . . , eso me suena bastante justo —respondió Will—. Si deseas asumir el riesgo . . .

Edgar comenzó ese lunes por la mañana uno de los períodos más felices de su vida. Para finales de esa semana no había dudas sobre lo que valía para la tienda. El primer mes los hermanos le pagaron con un traje nuevo. A partir de ese día, obtuvo un salario regular.

Fuera de la librería, seguía transitando un camino solitario y sin amigos verdaderos. Su vida social consistía en asistir a la iglesia y a la escuela dominical y pasar las noches en el Tabernáculo de Sam Jones, donde escuchó a una sucesión de evangelizadores notables. Además de Sam P. Jones, que había construido el gran salón parecido a un granero, escuchó los inspirados sermones de grandes personajes como George B. Pentacost, George Stewart y Dwight L. Moody.

Un día se encontró personalmente con Dwight Moody y compartió una larga plática con este famoso evangelizador. Cuando Edgar le contó sobre sus deseos de ser predicador y el insalvable problema de conseguir fondos para la capacitación adicional que requería, Moody le ofreció algunos consejos sensatos: «Si el Señor quiere que seas un predicador, el camino se te abrirá de algún modo. Pero no olvides que no es necesario subir a un púlpito para servir a Dios. Sírvelo desde el lugar donde estés, sin importar donde sea, y con lo que tengas a tu disposición».

—Pero de todos modos quiero ser predicador —reafirmó Edgar.

Edgar había entablado una relación de amistad con un joven llamado Ralph que asistía a los encuentros de renacimiento. Ralph vivía en el campo a cinco millas de distancia de la iglesia y llegaba todas las noches montando un caballo. Después de un encuentro se quedaron platicando hasta la medianoche.

—No querrás cabalgar hasta tu casa en la oscuridad —le dijo Edgar—. Ven a casa conmigo y quédate a pasar la noche.

Edgar había estado taciturno y nervioso últimamente, y esa noche el sermón le había despertado un alto grado de entusiasmo. Cuando llegaron a la casa la encontraron llena de parientes Cayce que habían llegado desde fuera de la ciudad en una visita sorpresiva. Incluso su propia cama estaba ocupada, y le habían preparado algo de lugar en el angosto sofá de la sala.

—Lo siento —le dijo el Juez—, pero tu amigo tendrá que irse a su casa o hallar otro sitio donde quedarse.

El temperamento ya crispado de Edgar explotó.

—Si Ralph se va me voy con él, y no regresaré —dijo Edgar con firmeza—. No está bien que ni siquiera pueda invitar a un amigo a mi propia casa.

El Juez respondió a los gritos y fue la madre de Edgar la que tuvo que interponerse entre ellos para tranquilizarlos con palabras suaves. En medio de la disputa, Ralph se escabulló y se dirigió a su casa. Todavía furioso, Edgar se arrojó en el sofá sin quitarse siquiera la chaqueta o los zapatos.

Poco después de medianoche, se despertó abruptamente y encontró todo el sofá en llamas y la habitación llena de humo. Saltó con un grito de alarma, tomó el sofá que se quemaba y lo llevó afuera por la puerta principal. Pronto un banco de nieve fresca extinguió las llamas.

Su grito había despertado a toda la casa, pero para cuando salieron el fuego ya estaba apagado. Extrañamente, no se había dañado la casa y Edgar no tenía ninguna quemadura en el cuerpo, aunque su traje nuevo se había comenzado a quemar en una docena de sitios. No había razón aparente para que el fuego comenzara en el sofá. Edgar no había estado fumando y la estufa se encontraba al otro lado de la habitación.

El día siguiente lo acometió otro de sus curiosos cambios de personalidad, marcado por el mismo deseo frenético y poco natural de estar en compañías poco recomendables. Esa noche en lugar de ir a casa a cenar y luego al tabernáculo, se dirigió derecho hacia el salón de billar y comenzó a hacer amigos entre la muchedumbre que lo visitaba. Aprendió el juego casi de inmediato y estuvo tan listo como cualquiera para apostar y mostrar sus habilidades.

La mañana siguiente terminó su segunda breve rebelión contra su propia naturaleza. O tal vez simplemente había sido canalizada en una nueva dirección. Ese día se percató abruptamente de la cantidad de muchachas bonitas que pasaban por la calle o que entraban a la tienda para conseguir libros o artículos de escritorio. Después de la cena se ocupó especialmente de lustrarse los zapatos y cepillarse el cabello. Camino al tabernáculo, tomó las calles más alejadas para evitar que lo acosaran sus compañeros más recientes.

En el encuentro le prestó más atención a las jovencitas de la audiencia que al sermón. Era el primer interés que sentía por el sexo opuesto desde que había sufrido su desengaño amoroso. Al regresar a casa, se quedó despierto largo rato, pensando en la mujer cubierta por el velo que caminaba a su lado en el sueño.

Uno o dos días después pasó por la librería Ethel Duke, una joven maestra que había sido vecina suya en el pueblo.

—Edgar, me dijeron que estabas trabajando aquí, y quise pasar a saludarte. Quiero que conozcas a mi prima, Gertrude Evans.

Edgar observó a la otra muchacha que se encontraba en el carruaje, y sintió que lo atravesaba una descarga eléctrica. Gertrude era pequeña, delicada y encantadora. Tenía cabello castaño y grandes ojos café enmarcados por un rostro dulce. Cuando lo miró seriamente y le devolvió el saludo, Edgar pensó que nunca había visto a una joven tan bella. El toque de su mano perduró como una caricia en su piel.

—Estoy . . . ehhh . . . encantado de conocerla —tartamudeó, sintiéndose de pronto torpe y falto de modales.

—Habrá una fiesta al aire libre en casa de Gertrude el viernes por la noche —anunció Ethel Duke—. Edgar, ¿quieres venir? Nos gustaría que asistieras, y conocerías a muchos jóvenes de por aquí. Seguramente te agradará.

—Prométame que vendrá —dijo Gertrude en voz baja mientras lo observaba seriamente.

Era la voz más tierna y suave que Edgar jamás había escuchado.

—Me gustaría —alcanzó a contestar Edgar con un hilo de voz.

—Bien. A las ocho entonces. Gertrude vive en la vieja casa de los Salter, al este de la ciudad, justo antes de llegar al Hospital Western State. Sé puntual.

Edgar se quedó mirando el carruaje que se alejaba, mientras sentía un súbito sofoco.

Los días siguientes fueron difíciles para Edgar. Fluctuaba entre un deseo febril de que llegara el viernes y un temor paralizante. Cuando más información obtenía sobre la familia de Gertrude más se asustaba.

El padre había sido un arquitecto de renombre hasta su muerte. Su madre era Elizabeth Salter, hija de una de las familias más prominentes y líder innata de la alta sociedad. Vivían en la exquisita mansión familiar con dos tías de Gertrude y sus hermanos Hugh y Lynn.

Edgar pensaba en lo que era, un pobre muchacho del campo con una educación elemental y sin ninguna preparación para el futuro, torpe e incómodo en su único traje. Con los quince dólares que ganaba por mes en la librería apenas podría comprarle un vestido a Gertrude. Se imaginó trastabillando entre los finos, educados y divertidos invitados a la fiesta, tímido y falto de modales, y se le cubrió la frente de transpiración.

Sólo su intenso deseo de volver a ver a Gertrude evitó que enviara sus excusas y regresara corriendo a la seguridad de la granja.

Esa noche volvió a tener su sueño. La muchacha continuaba cubierta por el velo, pero esta vez él escaló el acantilado frenéticamente y había llegado mucho más arriba al despertarse. Parecía un buen presagio.

Caminó la milla y media hasta la fiesta a paso lento, luchando contra el pánico que amenazaba con abrumarlo. Casi se dio la vuelta para huir cuando llegó al cercado de la gran casona que se había iluminado con faroles, pero Ethel Duke lo divisó y ya no tuvo escapatoria. Se pasó los minutos siguientes en presentaciones y amonestándose mentalmente por sus temores completamente infundados.

Desde la señora Evans hasta el último de los invitados, todos se mostraron cálidos y amigables. Nadie fue excesivamente amable o condescendiente, nadie pareció notar su traje ordinario ni lo hizo sentir de otro modo que bienvenido. Poco después estaba conversando tan naturalmente como cualquier otro invitado y se había relajado por completo.

De pronto se encontró cara a cara con Gertrude, y perdió el habla porque su corazón latía tan fuerte que se había quedado sin aliento. La joven tenía un vestido blanco y una rosa roja en el cabello. Edgar estaba seguro de que ningún ángel del cielo podía ser ni la mitad de hermoso y encantador.

—Me alegra que estés aquí —le dijo Gertrude con toda sinceridad.

Apoyó una mano en su brazo, y el contacto lo hizo temblar.

—Como ya he saludado a todo el mundo y cumplido con mis obligaciones —continuó ella—, tengo algunos momentos libres. Caminemos hasta donde podamos ver la luna elevarse desde el horizonte. Puedo hacerte todo tipo de preguntas sobre ti mismo y lo que quieres ser y todo eso. Me gusta saber de todo sobre las personas.

Edgar recuperó la confianza y se encontró hablando con facilidad y sin restricciones. Descubrió con creciente gozo que tenían muchos intereses en común.

Gertrude amaba los libros y las librerías. También ella era una ardiente lectora de la Biblia y le sorprendió su récord en ese campo. No creía que Edgar fuera inculto, a pesar de su escasa instrucción escolar, y señaló que el aprendizaje a través de los libros no era para ella un criterio para medir el carácter o valía de un hombre.

—¡Dios mío! —exclamó Gertrude de pronto—, ¡ya terminó la fiesta y todos están despidiéndose! No entiendo cómo voló el tiempo.

—¿Podría . . . ? —se apresuró a decir Edgar en un arrebato de coraje—. ¿Podría volver a verte pronto? ¿Tal vez invitarte a salir?

La mano grácil de Gertrude se posó sobre la suya. Sus bellos ojos café sonrieron a la luz de la luna.

—Así lo espero, Edgar, y espero que sea muy pronto.

Mientras caminaba hasta su casa sentía que no tocaba el suelo con los pies. De pronto volvió a pensar en el consejo de Dwight Moody, que adquiría para él un nuevo significado. Era imposible pedirle a Gertrude que lo esperara durante los años largos y vacíos que le tomaría realizar su sueño de convertirse en ministro evangelizador. Después de haber ahorrado pacientemente el dinero necesario, tendría que ir a la preparatoria y luego a la universidad, y finalmente a la escuela bíblica.

Pero recordaba lo que Dwight Moody le había dicho: No olvides que no es necesario subir a un púlpito para servir a Dios. Sírvelo desde el lugar donde estés, sin importar donde sea, y con lo que tengas a tu disposición.

Podía continuar sirviendo a Dios en la iglesia, en la escuela dominical y en su propia vida mientras forjaba la prosperidad material necesaria para mantener a Gertrude y a una familia. En su mente no había la menor duda de que una vez que se le revelara el rostro cubierto por el velo en su sueño, seguramente sería el de Gertrude.

Edgar Cayce: Hombre de Milagros

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