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1 Un niño poco usual

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Por algún misterioso motivo, el cual nunca fue explicado, los granjeros del condado de Christian en el estado de Kentucky siempre habían sido acosados por el nacimiento de animales con características monstruosas. Una puerca absolutamente normal podía parir cerditos con dos colas o con el hocico hendido o con orejas de menos. Una vaca podía dar a luz un engendro de dos cabezas. En un caso de extremada aberración, un granjero se escandalizó al recibir de la traviesa naturaleza el único ternero de siete patas del que hubiera registro.

En los años que siguieron, muchas personas decían estar firmemente convencidas de que el fenómeno más espectacular de todos los tiempos surgido del condado de Christian era el hijo del joven Leslie B. Cayce y su esposa Carrie, nacido una tarde de marzo de 1877. Los orgullosos padres lo llamaron Edgar en honor a uno de los hermanos de Leslie. Se veía tan normal y saludable con nada fuera de lo ordinario como cualquier otro recién nacido, y berreaba igual de fuerte.

En todo el pueblo y sus alrededores había muchos individuos con el apellido de Cayce, y se decía que nadie podía seguirles el rastro a todos, ni siquiera el abuelo Cayce, el patriarca del clan. Inclusive la abuela, su propia esposa, había tenido ancestros Cayce unas generaciones antes. Apenas supieron que el hijo de Leslie había llegado al mundo, se dirigieron en masa a verlo.

Leslie, que acababa de cumplir veintitrés años, abrió un barril de güisqui y puso a circular un vaso de hojalata mientras festejaba y se jactaba de su hijo, echándose un trago cuando le llegaba su turno.

—Mi hijo va a dejar su huella en el mundo algún día, ya verán. Basta con oírlo berrear. ¿Alguna vez oyeron a un bebé con un par de pulmones más potentes?

Poco tiempo después el niño hizo una demostración nocturna de potencia pulmonar. Tanto berreó y berreó que los nervios de Leslie se crisparon y su esposa estuvo al borde de la histeria.

—¡No sé que tiene el bebé! —se lamentaba la mujer retorciéndose las manos—. ¡No deja de llorar!

—Entonces, por amor de Dios, ¡haz algo! —bramó Leslie—, antes de que estos berridos me saquen totalmente de quicio.

La mujer hizo varios intentos pero nada parecía funcionar. Más tarde, hacia la medianoche, se escucharon unos golpes en la puerta. Era Emily, una anciana negra, empleada de la hacienda. Había llegado fumando su pipa de corazón de mazorca seca.

—Doña Carrie, he oído llorar al bebé y creo que sé cuál es el problema —dijo la anciana con mucha calma.

—Por favor, ¡dinos! —le rogó Carrie Cayce—, que estoy a punto de enloquecer.

—Vamos a ver —dijo la anciana.

Se sentó junto a la cuna y, dándole un jalón profundo a su pipa de mazorca, produjo una fragante nube de humo de tabaco que acarició las plantas de los piecitos de Edgar. La tercera vez que lo hizo, el bebé dejó de llorar y se quedó dormido. Fue el último ataque de cólicos que tuvo la criatura.

Desde el día en que dio sus primeros pasos, Edgar reveló un notable talento para meterse en líos. A sus agobiados padres les parecía que cada vez que perdían la vista de él por un instante, un nuevo estrépito acompañado de un alarido anunciaban el siguiente desastre. Una tarde se las arregló para abrir la puerta principal de la casa y salir gateando durante un chaparrón torrencial: terminó cayendo al lodo desde la tarima de la entrada. En otra ocasión cayó en un estanque, cómo logró salir es un misterio, ya que era demasiado pequeño como para saber nadar.

Finalmente, en un momento de desesperación, su padre contrató a un vecino de once años llamado Ned para que se ocupara de acompañar y cuidar a Edgar. Tras esto, su padre pudo dedicar más tiempo y atención a su nuevo e importante papel en la comunidad.

A Leslie Cayce lo habían elegido como juez de paz, un gran honor para alguien tan joven. Ahora lo llamaban «Juez Cayce»; título que mantuvo durante toda la vida. Comenzó a comportarse con gran dignidad y a pasar cada vez más tiempo en la tienda del cruce de rutas que pertenecía a su hermano, para hablar de política con otros hombres y dar sus opiniones con tono firme y autoritario.

Nunca fue un hombre con tendencia a demostrar afecto o calidez hacia su hijo, no tuvieron una relación de camaradería. Edgar sentía cierto temor reverencial hacia este rígido jefe de familia. Leslie tenía ideas muy firmes, creía distinguir sabiamente entre el bien y el mal, y no toleraba desvíos.

Carrie Cayce era exactamente lo opuesto: una mujer dulce y gentil, paciente y comprensiva, con un carácter que incluía notas de misticismo. Comprendía a su hijo como nadie. Lo animaba cuando se desalentaba y le indicaba el camino correcto cuando estaba confundido. Sin sus sabios consejos espirituales, tal vez los extraños poderes de Edgar Cayce nunca se hubieran desarrollado, o quizá se hubieran malgastado o convertido en fuerzas destructivas.

Además de su madre, quienes mejor lo comprendían eran la abuela y el abuelo Cayce, con quienes se sentía muy cercano. La abuela se parecía a Carrie Cayce en muchas cosas. Ambas poseían la misma sensibilidad para detectar sentimientos e impresiones demasiado sutiles para la mente común.

El abuelo era de esos hombres que más de uno considera extraño de cabo a rabo. Por un lado, era un zahorí de renombre en el condado. A menudo, los vecinos acudían a la granja y le preguntaban al abuelo dónde deberían excavar sus pozos para encontrar agua de buena calidad y de fácil acceso. A veces su nieto lo acompañaba en estas expediciones.

Durante el camino, el abuelo se detenía y cortaba una horquilla delgada de hamamelis, «el arbusto adivino», y la deshojaba. Cuando llegaba al sitio donde alguien deseaba abrir un pozo, el abuelo cogía los dos extremos de la horquilla de hamamelis, la sostenía frente a su pecho y mantenía el garrón de la rama principal apuntando bien hacia el frente. Luego, mientras Edgar corría sin aliento a su lado y los hombres lo seguían de cerca, comenzaba a pasearse detenidamente sobre el área elegida.

De repente exclamaba: «¡Momento, muchachos! Creo que empiezo a sentir algo».

En ese momento comenzaba a moverse con más lentitud y cuidado, hasta que Edgar veía que la horquilla de hamamelis se estremecía y se sacudía hacia abajo. El abuelo indicaba excavar en ese lugar. Poco después, los hombres encontraban agua pura, abundante y cerca de la superficie.

El abuelo podía hacer otras cosas aún más extrañas. Uno de los primeros recuerdos de Edgar era haber visto cómo el abuelo hacía que una mesa pesada se elevara en el aire, tras haber apenas rozado la tabla con los dedos. En otras ocasiones, se ponía de pie y clavaba la vista por un minuto en una escoba que estaba apoyada contra la pared. De repente, la escoba se enderezaba y comenzaba a danzar por toda la habitación sin que hubiera nadie cerca.

Al ver estas cosas, el pequeño Edgar sentía a la vez fascinación y temor. «Abuelito, ¿cómo lo haces?», le decía. «¿Por qué pasa eso? ¿Me enseñas cómo hacerlo?».

Y el abuelo le decía: «Muchacho, no tengo idea de dónde viene este poder, pero no hay que tomarlo a la ligera».

El abuelo había hecho estos trucos en algunas fiestas cuando era más joven, pero poco a poco comenzó a tener más reservas hasta que en un momento determinado, cuando Edgar era muy pequeño, decidió no volver a hacerlo más: «No sé qué es ni de dónde viene, pero este poder es algo demasiado grande como para andar malgastándolo en vanas demostraciones. No sé porqué se me fue dada esta misteriosa habilidad, pero no volveré a burlarme de ella».

El abuelo murió poco después de decir estas palabras, ante los ojitos atónitos de su pequeño nieto.

Ocurrió en el mes de junio, después del cuarto cumpleaños del niño, cuando los dos habían salido a caballo para efectuar algunas tareas en el campo. El abuelo iba sentado en la montura de su gran caballo, con Edgar rebotando detrás de él, como solían cabalgar juntos. El niño hacía lo que podía para aferrarse al cinturón de su abuelo. En el regreso a casa, pasaron por un estanque profundo. El sol estaba bien alto, y los pantalones de Edgar se habían empapado con el sudor del animal.

—Voy a dejar que el caballo beba un poco de agua en el estanque —dijo el abuelo—. Es mejor que te bajes y aguardes en la sombra. A veces el agua lo pone un poco nervioso.

Edgar descendió del caballo y observó cómo, sin desmontar, el abuelo guiaba al cuadrúpedo hasta el agua limpia, más allá de las matas de totoras y los macizos de lirios. El caballo arqueó el cuello y comenzó a beber con avidez.

De repente algo asustó al animal, una rana o una tortuga o tal vez su propio reflejo ondulante. El caballo se encabritó y entre furiosos relinchos alzó las patas delanteras por el aire. Sus cascos quebraron la superficie del estanque al descender con fuerza. Luego cambió de dirección y encaró embravecido hacia la orilla. Mientras tanto el abuelo se mantenía en la silla, tiraba de las riendas y le decía: «¡Tranquilo! ¡Quieto! ¡Quieto!».

El caballo giró velozmente sobre las patas traseras y volvió a hundir los cascos en el estanque. Temblando de miedo, Edgar vio como el caballo tropezaba. Al detenerse en seco, se inclinó hacia delante con tal fuerza que la cincha se partió en dos. El abuelo y su montura fueron lanzados con fuerza por sobre el cuello del animal y cayeron al agua. Aún más aterrorizado, el caballo volvió a encabritarse e hizo impacto con sus cascos en el sitio exacto donde yacía el abuelo. Luego dio media vuelta y se alejó a galope con las riendas sueltas.

Edgar corrió a la orilla del estanque y llamó al abuelo lo más fuerte que pudo. No hubo respuesta. Únicamente pudo ver que una masa informe sobresalía bajo la superficie ondulante y que el agua comenzaba a teñirse de rojo. Se dio cuenta de que algo andaba terriblemente mal. Comenzó a llorar y corrió a casa lo más rápido que pudo.

A la mañana siguiente, vio a todos sus familiares que lloraban reunidos alrededor de un gran cajón en el vestíbulo. Le costaba comprender lo que le decían: que el abuelo había muerto. Para Edgar lo único que estaba claro era que el abuelo no iba a cumplir con la promesa de llevarlo a cazar en el otoño y dejarlo disparar con un arma verdadera por primera vez.

Pasarían varios meses antes de que el abuelo volviera a la granja y le explicara por qué no había podido hacer lo prometido.

Después del funeral, Leslie y su familia fueron a vivir con la abuela, ya que la casa era demasiado grande para ella sola. A Edgar le gustó el cambio porque con la abuela podía hablar de cosas que nadie salvo su madre entendía. El Juez se había hecho cargo de la tienda del cruce de rutas y Carrie Cayce se encontraba ocupada dándole a Edgar nuevas hermanas a intervalos mínimos. De todos modos, siempre encontraba tiempo para hablar con él y darle impulso a sus sueños.

Edgar se estaba convirtiendo en un niño serio, flacucho e intenso que prefería acurrucarse en un rincón y escuchar las conversaciones de los hombres antes que corretear con los niños de su edad. Muchos comentaban que parecía más un anciano pequeño que un niño, y algunos miembros de su familia comenzaron a llamarlo «Viejo» en lugar de Edgar.

El Juez realizaba valientes esfuerzos para hablar con su hijo, pero generalmente terminaba desconcertado por las cosas extrañas que el niño decía o preguntaba. Un día, después de esas sesiones de política y filosofía, le contó al grupo acerca de su hijo Edgar.

—Ese niño pasa demasiado tiempo solo, soñando despierto e imaginando cosas —dijo el Juez preocupado—. Cualquier niño que pase demasiado tiempo en ese estado: tarde o temprano termina algo chiflado. Necesita compañeros de juego que le den una buena tunda y lo hagan salir de sí mismo.

—Es evidente que no le gustan las canicas ni ningún otro juego —comentó un hombre—. Mis muchachos se la pasan gritando y metiéndose en problemas todo el día. El único momento en que se quedan quietos es cuando tu Edgar los reúne para contarles historias sobre lugares como Egipto y otras cosas que seguramente ha inventado. Lo he escuchado un par de veces y, válgame Dios, cuenta las cosas de un modo tan real que uno creería que ha estado ahí y las ha visto él mismo.

—Sí, lo sé —asintió el Juez—. Y lo más extraño es que estuve hojeando algunos libros y quedé estupefacto al ver que las cosas que cuenta son absolutamente ciertas. No tengo idea de cómo las aprendió, porque no sabe leer. A veces me lo encuentro parloteando sin cesar en el jardín, totalmente solo. Cuando le pregunto con quién habla, señala hacia delante, tan serio como un juez, y me dice: «¿Cómo con quién? Pues con mis amigos». Hay veces que me da escalofríos.

Aquellos encuentros también inquietaron a Edgar en un comienzo. Se preguntaba si su padre y la mayoría de las personas tenían algún problema de visión que les impedía ver a los niños y niñas que venían a jugar con él. Su madre los veía algunas veces, y él presentía que también su abuela podía verlos si se lo proponía.

Eran niños de su edad que aparecían quién sabe de dónde, y todos los días venían a visitarlo, siempre y cuando estuviera solo. Si alguien se acercaba, sencillamente desaparecían. A veces jugaban juegos muy animados, pero con frecuencia se sentaban a contar historias. Después de un tiempo, cuando comenzó a comprender por qué las demás personas no podían ver a sus amigos, ellos le dijeron que ya estaba demasiado grande para que lo continuaran visitando. Desde ese día, Edgar no los volvió a ver.

Cierto día, mientras jugaba muy cerca del secadero de tabaco, escuchó una voz muy familiar que lo saludaba: «¡Qué tal, Viejo!».

Se volvió, y allí estaba el abuelo, sonriéndole como siempre. La única diferencia era que su cuerpo no parecía del todo sólido. Hablaron durante largo rato, tal como solían hacerlo antes del accidente. El abuelo había estado observando la plantación de tabaco, según dijo, y le explicó a Edgar por qué no había podido llevarlo de cacería. Desde aquel día, el abuelo venía a menudo, y las largos diálogos que mantenían eran realmente fabulosos. Edgar les contó a su madre y a la abuela acerca de estas visitas, y ninguna de ellas se mostró sorprendida, pero algo en su interior le advirtió que quizá fuera mejor no confiarle esta información al Juez.

Fue por aquel entonces que un anciano negro que trabajaba como leñador en la granja se sentó junto a Edgar durante veinte minutos y produjo un cambio de rumbo radical en la vida del joven Cayce.

Este hombre le contó una historia de la Biblia con todo el dramatismo y esmero que un hombre es capaz de imprimirle a su vivencia religiosa. Edgar quedó maravillado. Nunca había escuchado una historia más extraordinaria ni más apasionante. Cuando el relato llegó a su fin, corrió hasta donde estaba su madre.

—La Biblia está llena de historias como esa —le aseguró su madre—. Si tanto te gustan, puedo leerte o contarte muchas más.

A partir de aquel día, en los momentos en que no estaba ocupada atendiendo a las bebés, comenzó a leerle a su hijo las antiguas historias. A Edgar le gustaban todas, sin excepción, y creía todo lo que escuchaba sin cuestionamientos.

—Quiero aprender a leer —dijo entusiasmado—. Así podré leer toda la Biblia sin ayuda.

—Te lo aconsejo —le respondió su madre—, así jamás te sentirás solo y nunca equivocarás el camino.

Durante una noche que resultó ser terriblemente agitada, la casa de la familia se incendió y quedó completamente destruida. Nadie resultó herido, pero debieron separarse para alojarse en casa de distintos parientes hasta que la casa pudiera ser reconstruida. Edgar fue a vivir con una tía que en muchos aspectos era muy parecida a su padre el Juez.

En un desafortunado momento de confidencias, Edgar le contó sobre sus compañeros de juego imaginarios y las visitas del abuelo. La tía se puso furiosa.

—Edgar Cayce, ¿acaso no sabes que está muy mal dejarse llevar por la imaginación y contar fantasías como si fueran ciertas? Debería darte vergüenza. Sabes muy bien que las personas muertas no regresan ni hablan con los niños.

—No veo que tenga nada de malo —contestó Edgar—. Es la verdad. Mi mamá también ve a mis amigos, y estoy seguro de que vería al abuelo si anduviera por allí cuando él viene.

—¡Tu mamá! —dijo su tía con los labios lívidos por el enojo—. Todo esto es culpa de ella. Voy a hablarle muy seriamente acerca de seguirte la corriente con todas estas tonterías. Lo único que conseguirá es confundirte más.

Nunca supo bien qué hizo su madre para manejar la situación, pero Edgar aprendió la lección y nunca volvió a hablar con otras personas sobre sus experiencias. Comenzaba a percibir que él, su madre y su abuela convivían en un mundo diferente, separados del resto por una suerte de abismo extraño e invisible.

En casa de su tía extrañaba las historias bíblicas que le leía su madre, hasta que encontró un maravilloso sustituto: la tía tenía una enorme Biblia familiar, tan grande que él apenas podía levantarla, llena de ilustraciones realizadas por Doré. Las imágenes de los grabados le resultaban apasionantes. Pasaba horas sentado mirando las ilustraciones y reconstruyendo para sí las maravillosas historias.

Aquel invierno, a la edad de siete años, tuvo la oportunidad de aprender a leer.

Edgar Cayce: Hombre de Milagros

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