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Baile de esqueletos

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Es-que-le-to. Hundiendo el rostro en la almohada, susurra esa (aterradora) palabra en voz alta (apenas).

No está muy segura de qué significa «esqueleto» exactamente. Aunque (quizá) sí sabe qué significa.

Es-que-le-to. Esque-leto. Esqueleto.

Una terrible palabra (de adultos) que no debe decirse en voz alta. Una palabra que una niña no debería conocer, y que desde luego no pronunciaría. Una palabra que, cuanto más la pronuncias, más terrible se vuelve. Una palabra que resulta fascinante, como un vapor venenoso que se eleva hacia tus fosas nasales, y que sabes que no deberías inhalar. Aunque no puedes resistirte a hacerlo.

Es un sueño recurrente que tiene a medida que se vuelve mayor. Después de la desaparición de sus padres. Después de haber vivido con parientes.

Esqueletos. En un lugar cubierto de hierba.

Cuántas veces tiene ese sueño. Prácticamente todas las noches. En los lugares a los que la lleva la gente, con sus cosas en lo que llaman un petate.

Tiembla tanto que le castañetean los dientes.

Sí, en ese lugar nuevo a veces tiene tanto miedo que moja la cama. Esas palabras pronunciadas en murmullos, «moja la cama», la avergonzarán y atormentarán toda su vida.

No consigue comprender quién, o qué, la obliga a correr por aquel sendero lleno de maleza; la obliga a trastabillar entre la hierba crecida que le lacera las manos, el rostro. Que la obliga a ver.

¿Creías que podías olvidarnos? ¿Creías que nosotros íbamos a olvidarte?

Pasó hace mucho tiempo. Si existiera una carretera que llevara de esta época hasta aquella, habría una interrupción, un trecho desmoronado, de modo que tendrías que bajar a ese socavón para poder cruzar al otro lado. Así de lejos quedaba.

El sueño de los esqueletos moraba en ese tiempo remoto.

Cuántas veces había tenido ese sueño. Le recorría en oleadas el cuerpo menudo como una corriente eléctrica, que la despertaba al instante.

Temblando de frío, sin aliento suficiente para gritar.

Eras capaz de distinguirlas… Las calaveras.

Cráneos (humanos), no de animales.

Entre la hierba crecida, junto al riachuelo.

No las veías de cerca. No.

Pero… sí llegabas a verlas. Cerrabas los ojos demasiado tarde.

Veías que una calavera era mayor que la otra: esa era la de papá. Y la calavera algo más pequeña era la de mamá.

Entre la hierba crecida, los huesos estaban desparramados de modo que (casi) parecía que estuvieran bailando. Yacían donde habían caído tanto tiempo atrás.

Persecución

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