Читать книгу Persecución - Joyce Carol Oates - Страница 13
La mañana de la boda
Оглавление¿Creías que podrías olvidarnos? ¿Creías que nosotros íbamos a olvidarte?
La mañana de su boda, muy temprano, antes de que amanezca, despierta sobresaltada. El sueño de los esqueletos, que tenía motivos para creer superado, vívido ante sus ojos.
Está empapada en sudor bajo el camisón de algodón blanco. Será la última vez que use ese camisón (raído, su favorito) con su ribete de puntilla, ya que es la última vez que duerme sola.
Sí, es (todavía) virgen. Por lo menos eso sí lo tiene.
Exhausta y aturdida, yace boca arriba en un sitio que se siente revuelto y lleno de surcos como la tierra, pero que es su cama. Nota la piel irritada como si la hubieran azotado con afiladas hebras de hierba. En el sueño ha estado corriendo, desesperada y jadeante, aunque la lógica del propio sueño le dice que correr es inútil.
¿Creías que podías huir de nosotros?
Al principio no sabe dónde está ni qué hora es, porque en ese sueño terrible es muy joven y está en un lugar distinto a este lugar, en ese tiempo remoto.
Esta identidad que con tanto cuidado se ha construido, la de adulta entre los adultos del mundo, es un ser que en el sueño no existe todavía. En el sueño solo aparece su yo niña, su yo más auténtico y desprotegido, tan desprotegido como un cervatillo recién nacido que ni siquiera desprende aún un olor.
Desprotegida como una cría a la que su madre ha abandonado.
Desprotegida como una cría a la que, por pura lástima, han llevado a casa de una tía tras haberla abandonado sus padres.
Al quedarse dormida, había captado que el sueño, el de los esqueletos, era inminente. Pues siempre hay primero una premonición, una sensación de parálisis en los miembros y de aturdimiento en lo hondo de su ser, la sensación de que se avecina algo terrible que no debes mirar, aunque en el sueño te ves obligada a mirarlo porque no tienes alternativa.
Pero ¿por qué en la víspera de su boda? A qué viene ese viejo sueño de la infancia, tan terrible…
Se encuentra en aquel lugar cubierto de hierba junto al riachuelo. La basura que las tormentas arrastran corriente abajo desborda sus riberas. Escombros y desechos, ramas de árboles rotas, cuerpos momificados de pequeños animales. Los restos de una mochila podrida. Y entre esos objetos, desparramados en la hierba, los esqueletos.
¿Podría uno saber que esos huesos son humanos? No, no podría.
Ella no lo sabe. ¡No!
Excepto por las calaveras. Casi ocultas por la hierba, no muy lejos una de la otra, esperándola.
La calavera más grande, con sus cuencas oculares y su nariz enormes, los dientes rotos en una mandíbula desencajada, porque había estado gritando.
La calavera menor tiene las cuencas y la nariz más pequeñas. Esa es la calavera silenciosa, la calavera atenta y cautelosa.
Es significativo, a menos que se trate de pura casualidad, que ambas calaveras hayan acabado boca arriba.
Quien sea que aparece en el sueño no es quien ella es ahora. Ya no.
Ahora es mucho mayor. Tiene veinte años.
¡Está a salvo! Es una adulta.
Si no fuera porque al observar el lecho del riachuelo, el agua que centellea, y al escuchar con atención, puede oírlas: unas voces, apenas audibles. ¡Miiir! ¡Miirmi!
Hay grandes rocas desparramadas, peñascos. Unas, blanqueadas por el sol, se han vuelto de color hueso. Otras son de un gris anodino, plomizo. Algunas están cubiertas de curiosas excrecencias retorcidas, como tumores. Unos cuantos huesos se han abierto paso hasta el lecho del río, donde la corriente los ha arrastrado un poco más allá hasta dejarlos varados en las rocas, como si hubieran tratado de escapar y no lo hubieran conseguido.
Cuánto tiempo atrás debía de haber muerto la carne, para tornarse rancia, licuarse y desprenderse de los huesos…
Clavícula. Húmero. Fémur. Tibia. Carpos. Costillas. Esternón…
¿Cómo es que sabe los nombres de esos huesos? Nunca ha estudiado biología. No se le dan bien las ciencias.
Su prometido sí sabría los nombres de los huesos. Hizo el curso introductorio para estudiar Medicina en la universidad estatal. Aunque acabó por desanimarlo la feroz competitividad del programa, que lo dejaba a la zaga de un tercio de la clase, y sin ganas de hacer trampa, aun siendo capaz de hacerlo con la pericia y el descaro de otros alumnos. A lo mejor no tengo tantísimas ganas de convertirme en médico. ¿Te importa, Abby? ¿No ser la mujer de un doctor?
Ella se había reído y le había dado un beso. Agradecía tanto que su prometido la quisiera sin saber lo que llevaba enconado en el corazón que le habría perdonado cualquier cosa.