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El mito de la creación del mundo

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Antes, mucho antes, no había tierra ni agua, ni plantas ni árboles, ni mares ni lagos. Todo era nada. En ese tiempo de oscuridad, en los aires vivía un espíritu poderoso, Nguenechén. Con él vivían otros espíritus menores que le obedecían, porque él mandaba a todos.

Entonces, los espíritus que no mandaban quisieron tener poder también, deseando no obedecer más al espíritu grande. Uno de ellos dijo: “Nosotros mandaremos ahora, porque somos muchos y aunque él es grande y poderoso, está solo”.

Pero Nguenechén no estaba solo, ya que quedaban algunos otros espíritus que eran leales y querían siempre obedecer al jefe. Cuando el espíritu grande supo de esta sublevación, se enojó y mandó a que los espíritus buenos reunieran en un solo lugar a todos los malos. El espíritu grande estaba muy enojado, pataleaba y lanzaba fuego por sus ojos.

Entonces, cuando todos los rebeldes estuvieron juntos, esperando qué ocurriría, fueron atrapados: los apilaron en un gran montón y cuando estuvieron así, el jefe ordenó a sus mocetones fieles que les escupieran encima. También escupió él, y por todas las partes donde caían los escupos los cuerpos se endurecieron como piedras. Quedaron todos encerrados en una gran roca. Y entonces el espíritu grande les puso un pie encima y volaron por el aire, por el mucho peso de todos los espíritus, los que cayeron. Al caer se partió esta gran bola y quedaron los pedazos esparcidos formando cerros y montañas.

Entonces sucedió que no todos los espíritus eran de piedra, porque a los de adentro no les habían tocado los escupos. Estos espíritus eran de fuego vivo y se encontraron encerrados entre las piedras de los cuerpos de sus hermanos. Ellos querían salir y empezaron a trabajar, y cavaban y hacían hoyos como unos pozos, pero de nada servía. Y rabiaban y peleaban entre ellos, porque mutuamente se echaban la culpa de lo que había sucedido. Era tanto el fuego que tenían en el cuerpo y que los quemaba, que de repente reventaron las montañas donde estaban atrapados y surgieron grandes chorros de cenizas y un humo muy negro. También brotaban lenguas de fuego, aunque ellos no pudieron salir, porque no lo quería el espíritu que mandaba.

Y así volaron con las cenizas y las llamas unos espíritus que no habían sido tan malos como los otros, pero que se habían encontrado en medio de esta pelea. A estos, el jefe les permitió salir, aunque no los quería recibir más entre sus espíritus fieles. Entonces los dejó así, colgados en los aires. Ellos son los que se ven de noche y que brillan como luces por el fuego que tienen en sus cuerpos y que llamamos estrellas.

Los espíritus castigados lloraron días y noches por su condición de prisioneros y todo el llanto caía desde las montañas y arrastraba las cenizas y las piedras, y de esta manera se formaron las tierras, se apozaron las aguas y nacieron los mares y los ríos. Los espíritus malos se quedaron adentro de las montañas y estos son algunos de los pillanes, los que hasta hoy hacen reventar con ruidos ensordecedores los volcanes, lanzando humo y fuego.

Entonces, el espíritu grande de los aires miró abajo, vio lo que había surgido de aquella situación y se preguntó: “¿Para qué sirve esta tierra sin que haya nadie?”. Y tomó a un joven espíritu, que era hijo suyo, y le dijo que lo iba a enviar a la Tierra para ver qué haría él allí. Y lo convirtió en un hombre de carne y hueso. De arriba lo lanzó y al caer el joven se golpeó con la dureza de la tierra y quedó aturdido, como muerto. Entonces, la madre del joven se lamentaba y pedía que la dejara bajar a ella también para así acompañar a su hijo.

Sin embargo, no lo quiso así el espíritu poderoso. Pero mirando alrededor vio una estrellita que estaba muy cerca y la atrapó: era una luz muy bonita. Con ella formó una mujer y le sopló encima. Ella voló por los aires y él le ordenó que se juntara con el hombre. La mujer bajó y llegó a la Tierra, en un lugar algo distante de donde dormía el hombre. Tuvo que caminar y como las piedras duras le hacían daño en los pies, el espíritu de los aires mandó que brotara, por donde ella pisaba, un pasto muy blando y una flores muy hermosas. Y la mujer cogía las flores en el camino y, jugando, las deshojaba. Y las hojas que dejaba caer se convirtieron en pájaros, en mariposas que volaban, y detrás de su paso la hierba crecía tan grande que formaba árboles enormes llenos de frutas que ella comía.

La mujer llegó donde estaba el hombre que dormía y como también estaba cansada, se tendió a su lado. Cuando el hombre despertó y la vio, se quedó muy contento: tan bonita era. Cuando ella despertó, se fueron los dos caminando por los montes, las colinas, los bosques y las orillas del mar y de los lagos. Les pareció todo tan bien y hermoso que ya no pensaron más en volver a los aires.

—¡Juntos llenaremos el vacío de la Tierra! —dijeron. Mientras la primera mujer y el primer hombre construían su hogar, al cual llamaron ruka, el cielo se llenó de nuevos espíritus. Estos traviesos cherruves eran como bolas de fuego que cruzaban el firmamento. El hombre pronto aprendió que los frutos del pehuén eran su mejor alimento y con ellos hizo panes y esperó tranquilo el invierno. Ella cortó la lana de una oveja y luego, con las dos manos, fue frotando y moviéndolas una contra otra e hizo un hilo grueso. Después, en cuatro palos grandes enrolló la hebra y comenzó a cruzarlas. Desde entonces, las comunidades hacen así sus tejidos en colores naturales.

Cuando los hijos de ambos se multiplicaron, ocuparon el territorio de mar a cordillera. Luego hubo un gran cataclismo: las aguas del mar comenzaron a subir guiadas por la serpiente Cai-Cai. Pero, al mismo tiempo, la cordillera se elevó más y más porque en ella habitaba Ten-Ten, la culebra de la Tierra que defendía a la gente de la ira de Cai-Cai. Cuando las aguas se calmaron, comenzaron a bajar los sobrevivientes de los cerros. Desde entonces se les conoce como mapuches, la Gente de la Tierra.

Siempre temerosos de nuevos desastres, los mapuches respetan la voluntad de Nguenechén y tratan de no disgustarlo. Trabajan la tierra y realizan una hermosa artesanía con cortezas de árboles, con fibras vegetales tejen canastos, y con lana mantas y vestidos; entre estos últimos están makuñ (manta) de los hombres y el ükülla (chal) de las mujeres.

Entonces, para ver cómo era esta nueva vida, el espíritu que mandaba abrió una ventana redonda en los aires y por allí miraba, y cuando miraba todo brillaba y venía un gran calor desde arriba. La madre del joven también quería mirarlo. Escondida del jefe, hizo una abertura y cuando él no estaba y reinaba la oscuridad, ella miraba desde las alturas. Para que su hijo pudiera ver bien su rostro, dejaba caer una luz blanca muy suave.

En el concepto religioso mapuche, Nguenechén recibe varios nombres: Futá Chaw, Chau, Chaw, Chachao y Chao Elchefe, entre otros, quien es el “espíritu dueño de la gente”, el que la protege y la tutela. Posee características masculinas y femeninas, madre y padre a la vez. Su existencia da vida a la naturaleza y a los seres humanos. Vive en algún punto alto del cielo y por eso en algunas zonas del sur de Chile se le llama Ranguinhuenuchau, que significa Padre y Madre en Medio del Cielo, o Callvuchay (Padre y Madre Azul). En la ceremonia propiciatoria del Nguillatún se le invoca y agradece a través de variados cantos y danzas.

Mitos y Leyendas del pueblo mapuche

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