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Cómo los mapuches descubrieron el fuego

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Antes de que los mapuches descubrieran cómo hacer el fuego, vivían en grutas de la montaña: Casa de Piedra, las llamaban. Como eran temerosos de las erupciones volcánicas y de los cataclismos, sus dioses y sus demonios eran luminosos. Entre estos, el poderoso Cheruve. Cuando se enojaba, llovían piedras y ríos de lava. A veces el Cheruve caía del cielo en forma de aerolito. Para los mapuches, sus antepasados vivían en la bóveda del cielo nocturno. Cada estrella era un antiguo abuelo iluminado que cazaba avestruces entre las galaxias. El Sol y la Luna daban vida a la Tierra como dioses buenos. Los llamaban Padre y Madre. Cada vez que salía el Sol, lo saludaban. La Luna, al aparecer cada veintiocho días, dividía el tiempo en meses.

Al no tener fuego, porque no sabían encenderlo, devoraban crudos sus alimentos. Para abrigarse en las épocas frías, se apiñaban en las noches junto a sus animales, perros salvajes y llamas que habían domesticado. Tenían mucho miedo a la oscuridad, que era signo de enfermedad y de muerte.

En una de esas grutas vivía una familia: Caleu, el padre, Mallén, la madre, y Llicán, la hija. Una noche, Caleu se atrevió a mirar el cielo de sus antepasados y vio un signo nuevo y extraño en el poniente: una enorme estrella con una cabellera dorada. Preocupado, no dijo nada a su mujer y tampoco a quienes vivían en las grutas cercanas. Aquella luz celestial se parecía a la de los volcanes, pensó Caleu, y se preguntó: ¿traería descargas?

Aunque guardó silencio, rápidamente los demás mapuches vieron la estrella. Hicieron reuniones para discutir qué podría significar el hermoso signo del cielo. Decidieron vigilar por turno junto a sus grutas. El verano estaba llegando a su fin y las mujeres subieron una mañana muy temprano a buscar frutos de los bosques para tener comida en el tiempo frío. Mallén y su hijita Llicán treparon también a la montaña.

—Traeremos piñones dorados y avellanas rojas —dijo Mallén.

—Traeremos raíces y pepinos del copihue —agregó Llicán.

La niña había acompañado otras veces a su madre en estas excursiones y se sentía feliz.

—Si nos sorprende la noche, nos refugiaremos en una gruta que hay allá arriba, en los bosques —dijo Mallén.

Las mujeres llevaban canastos tejidos con enredaderas. Parecía una procesión de choroyes, conversando y riendo todo el camino. Allá arriba había gigantescas araucarias (pehuenes) que dejaban caer lluvias de piñones. Y los avellanos lucían sus frutas redondas, pequeñas, rojas unas, color violeta y negras otras, según iban madurando. No supieron cómo pasaron las horas. El sol empezó a bajar y cuando se dieron cuenta, estaba por ocultarse. Asustadas, las mujeres se echaron los canastos a la espalda y tomaron a sus niños de la mano.

—¡Bajemos, bajemos! —se gritaban unas a otras.

—No tendremos tiempo. Nos pillará la noche y en la oscuridad nos perderemos para siempre —advirtió Mallén.

—¿Qué haremos? —preguntó la abuela Collalla, que no por ser la más vieja era la más valiente.

—Yo sé dónde hay una gruta por aquí cerca, no tenga miedo, abuela —respondió Mallén.

Y así condujo a las mujeres con sus niños por un sendero rocoso. Sin embargo, al llegar a la gruta, ya era de noche. Vieron en el cielo del poniente la gran estrella con su cola dorada. La abuela Collalla se asustó mucho.

—Esa estrella nos trae un mensaje de nuestros antepasados que viven en la bóveda del cielo —exclamó.

Llicán se aferró a las faldas de su madre y lo mismo hicieron los demás niños. Decidieron entrar en la gruta y dormir todos juntos. Collalla estaba asustada porque conocía viejas historias, había visto reventarse volcanes, derrumbarse montañas y surgir inundaciones. No bien entraron a la gruta, un profundo ruido subterráneo las hizo abrazarse, invocando al Sol y la Luna, sus espíritus protectores. Al ruido siguió un espantoso temblor que hizo caer cascajos del techo de la gruta. El grupo se arrinconó, aterrorizado. Cuando pasó el temblor, la montaña siguió estremeciéndose como el cuerpo de un animal nervioso.

Las mujeres palparon a sus hijos, pero nadie estaba herido. Respiraron un poco y miraron hacia la boca blanquecina de la gruta: por delante de ella cayó una lluvia de piedras que al chocar echaban chispas.

—¡Miren! —gritó Collalla—. ¡Piedras de luz! Nuestros antepasados nos mandan este regalo.

Como luciérnagas de un instante, las piedras rodaron cerro abajo y con sus chispas encendieron un enorme coihue seco que se erguía al fondo de una quebrada. El fuego iluminó la noche y las mujeres se tranquilizaron al ver la luz.

—La estrella, con su espíritu protector, mandó el fuego para que no tengamos miedo —dijo la abuela Collalla.

Todos aplaudieron el fuego. El grupo silencioso contempló las llamas como si fueran el mismo padre Sol que hubiera venido a acompañarlos. Se sentaron junto a la gruta, oyendo crepitar las llamas como música desconocida.

Al rato llegaron los hombres, desafiando las tinieblas para buscar a sus niños y mujeres. Caleu se acercó al incendio y cogió una llama ardiente; los otros lo imitaron y una procesión centelleante bajó desde los cerros hasta sus casas. Por el camino iban encendiendo otras ramas para guiarse.

Al otro día, oyendo el relato de las piedras que lanzaban chispas, subieron a recogerlas y al frotarlas junto a ramas secas lograron encender pequeñas fogatas. Habían descubierto el pedernal. Habían descubierto cómo hacer el fuego.

Desde entonces, los mapuches tuvieron fuego para alumbrar sus noches, calentarse y cocer sus alimentos.

En la religiosidad mapuche, cada componente de la naturaleza tiene su ngen, es decir, su dueño o cuidador: del cerro (ngen-winkul), del agua (ngen-ko), del bosque nativo (ngen-mawida), de la piedra (ngen-kurra), del viento (ngen-kurref), del fuego (ngen-kutral) y de la tierra (ngen-mapu). Sin los ngen el agua se acabaría, el viento no soplaría, el bosque se secaría, el fuego se extinguiría, el cerro se desmoronaría, la tierra se emparejaría, la piedra se partiría. El ngen anima a estas cosas, les da vida. Para la mayoría de los mapuches, el fuego habría sido entregado por los espíritus a las personas y su nombre en mapudungún es kütral, quitral o kütxa, que implica fuerza y poder. Es un elemento organizador de la vida comunitaria de la tierra y también de los hogares: nunca debe apagarse. Al ngen que lo cuida se le considera como dueño de la casa; reside en el fogón de la ruka. Con un soplo, vuelve a prenderse dando calor y comida caliente para la familia.

Mitos y Leyendas del pueblo mapuche

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