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26 de julio de 1982

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Querida hermana:

Han pasado muchas cosas desde mi última carta. Mientras duró el conflicto de Malvinas esperé vanamente que las varias mediaciones puestas en juego tuvieran éxito: era la única manera de sortear la aventura militar. Al final los jefes militares quedaron aprisionados en su propia retórica: no supieron o no quisieron encontrar una fórmula de compromiso. Y se vieron llevados a un enfrentamiento bélico cuya desenlace era previsible. Con la derrota emergió con toda nitidez el despropósito de la aventura: los relatos de los soldados que regresaron de las islas no dejaron dudas sobre la escasez de sus recursos y su falta de preparación. A la luz de estas evidencias parece claro que inicialmente no se pensó en ir a la guerra: de allí la operación de guante blanco con la que fueron ocupadas las Malvinas. Después, todo se complicó y aquello que en los papeles debía ser apenas un paseo terminó en un desastre. A la incompetencia ya conocida de los militares en la gestión del gobierno se sumó la flagrante evidencia de su incompetencia en su papel profesional. Al respecto los cuentos son numerosos y han afectado, sin duda, la autoestima de los hombres de armas. Pero de la experiencia reciente es otra la lección que me interesa destacar: la falta de una opinión pública capaz de pensar con la cabeza fría. Pocos fueron los que tomaron distancia de la aventura militar. Una mayoría se ubicó a partir de ella. Unos buscando en la zaga de las luchas antiimperialistas una justificación para apoyarla. Otros hurgando en las encíclicas papales razones para hablar de una guerra justa. En los hechos, unos y otros creyeron que había algo en serio en la decisión de la Junta Militar, cuando no era más que un despropósito, sin pies ni cabeza. Casi nadie puso en cuestión el uso de la fuerza. Hace unos días tuve una charla con un excolaborador de Miguel Ángel Zavala Ortiz en su paso por el Ministerio de Relaciones Exteriores del gobierno radical de Arturo Illia, y se lamentaba que lo que habían comenzado en 1966 –el año en que las Naciones Unidas aprobaron la inclusión del conflicto de Malvinas entre los temas de descolonización– hubiese terminado tan mal. Y razonaba que en un país en el que el uso de la fuerza se tornó una rutina para resolver conflictos domésticos era esperable que se recurriera a ella también para resolver conflictos internacionales. Salvo contadas excepciones, nadie impugnó la invasión. Nos hemos acostumbrado a tanto que pocos se alarmaron. Pero hay más: ahora empiezan a aparecer las voces que estuvieron en silencio, que desde un comienzo tuvieron serias reservas y no pudieron o no se atrevieron a hablar. Gente que dice que no habló por temor a ser etiquetado como “traidor a la patria”. Es que durante el conflicto el lugar ausente de una opinión pública responsable fue ocupado por un reflejo unanimista, que condenaba de antemano el debate, inhibía la crítica, proponía un ciego patriotismo. Este país, tan habituado a las divisiones, cerró filas de repente y no hubo hueco alguno por donde filtrar un juicio independiente. Los largos años de violencia política habían desarmado a la sociedad y sofocado los escasos foros de discusión. Así, pudo percibirse una reveladora continuidad entre los cánticos de 1972 “el que no salta es un gorilón” entonados por la JP y los cánticos de 1982 “el que no salta es un inglés” voceados por los patriotas espontáneos que cundieron por doquier. Por cierto, los medios de comunicación hicieron también ellos su contribución a la algarada. Cuando por sobre tanto fervor emergió, inocultable, la noticia de la rendición, la sorpresa fue mayúscula. Y en el rostro desconsolado de toda esa gente, que no podía creer lo que decían las radios, se dibujó claramente la fachada siniestra de la manipulación de corte totalitario que montaron los jefes de la Junta Militar.

Y bien, después de la derrota estamos comenzando a caminar por la avenida de la transición a la democracia. Los militares argentinos no han descubierto todavía la clave para gobernar el pasaje desde el autoritarismo hacia la institucionalización. En torno a ellos hay una sensación de vacío: se pelean entre sí, quieren replegarse a los cuarteles a curar sus heridas. Frente a ellos está la gente, y los partidos políticos que vienen repechando, en medio de un clima en el que se ha vuelto habitual el ejercicio de injuriar y ridiculizar a los milicos. El descalabro militar es tan grande que ha llevado a muchos a pensar el país que viene sin tener en cuenta a las fuerzas armadas y planean un nuevo orden político en el que estas no tienen un lugar reconocido. Esta ignorancia puede llegar a tener lamentables consecuencias en el futuro. Pero hay un problema adicional: al margen de la discusión de si cabe o no, quienes hablan de un pacto con los militares con el fin de garantizar un gobierno estable no encuentran tampoco militares con los cuales pactar, volcados como están a la tarea apremiante de hacer pronto las valijas. Así estamos entrando en la democratización y con otro peso en la mochila: la bronca y el resentimiento de todos los que han sido maltratados y marginados durante estos años, y que cuentan los días ansiosamente, a la espera del momento del ajuste de cuentas. Todo ello configura un ambiente poco propicio para la convivencia. Con los datos disponibles, es posible que se corrija por un tiempo el fiel de la balanza y que los que perdieron ayer sean los ganadores mañana. Nada asegura, sin embargo, que fuera de ofrecer la oportunidad momentánea de reivindicación y alivio, esas ganancias sean permanentes. Con esta reflexión escéptica procuro cubrirme de lo que vendrá: si por esos azares misteriosos de la vida sucede que esta vez los argentinos conoceremos una democracia estable tendré buenas razones para alegrarme, porque no la espero.

Diario de una temporada en el quinto piso

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