Читать книгу Diario de una temporada en el quinto piso - Juan Carlos Torre - Страница 16
Оглавление13 de noviembre de 1983
Querida Silvia:
Estoy a punto de embarcarme en una aventura o, mejor quizás, por tomar una decisión aventurada. Veamos. Dos días antes de las elecciones estuve con Adolfo Canitrot, gran amigo y antiguo colega en el Instituto Di Tella, a quien no veía desde hacía un tiempo. Hablamos de los comicios. Fue entonces que le confesé: qué bueno sería que ganara Alfonsín. Esta es, para mí, la última chance que le doy a este país: uno no puede seguir esperando indefinidamente que la Argentina se convierta en un lugar vivible. Y agregué luego: cómo me gustaría poder hacer algo si Alfonsín triunfa y llega a la presidencia. Una frase de esas que uno pronuncia aconsejado por su corazón y no por la cabeza. Y bien, Alfonsín ganó. Y lo llamó a Juan Sourrouille para ofrecerle la Secretaría de Planificación con la idea de que formara un equipo y funcionase como “asesor directo” de la presidencia con el fin de cubrir las deficiencias conocidas de los economistas radicales convocados al gabinete. “Hay que ayudarlo a Bernardo” (por Bernardo Grinspun, el nuevo ministro de Economía), le recomendó Alfonsín. El hecho es que Juan llamó a Adolfo y se pusieron a conformar un equipo reducido de seis personas. Fue entonces que me llamó Adolfo y me recordó la conversación que habíamos tenido (“mi disposición a servir a la Nación”) y me ofreció formar parte: “Siempre es bueno que los economistas tengamos un sociólogo político al lado” (haciendo una obvia referencia al estrellato ascendente de Dante Caputo1 junto a Alfonsín). Esa conversación fue el miércoles pasado a la noche y a partir de entonces entré en un estado de agitación. Mi reacción inicial fue desear que nada de eso hubiera sucedido, que nada interrumpiera la pacífica rutina de mis días. Al fin y al cabo, estoy acostumbrado a ella: pienso alguna idea, trabajosamente la escribo, descanso, divago, vuelvo a retomar el hilo y escribo una idea más, hago planes de viaje, me imagino fuera del país, en otra parte, y así de seguido, mientras discurro para mis adentros sobre la imposibilidad argentina. De repente, he aquí que me surge un programa de vida distinto cuando Adolfo me dice que “necesitamos un sociólogo político que pueda contribuir a armar ideas sobre la sociedad que queremos” (según las palabras de Alfonsín a Juan). Claro: en medio de esta experiencia política nueva, que busca su identidad, habrá muchas usinas ideológicas compitiendo por darle un perfil. La que encabeza Sourrouille, y cuyos integrantes no son radicales ni alfonsinistas militantes, entra con desventaja a esa pugna. Su único recurso hoy en día es el aprecio de Alfonsín (forjado durante los días de la campaña electoral) y por ello, su condición de equipo de recambio frente al elenco de veteranos economistas radicales: Bernardo Grinspun, Roque Carranza, Enrique García Vázquez, Alfredo Concepción.2 Esa posibilidad ha generado alguna ilusión; a la vez es emocionante verlo a Alfonsín, con sus años y su flema habitual, entusiasmado con la perspectiva que se abre y el aporte que espera de Juan y sus amigos. ¿Cuál será mi lugar en esa empresa? Se me ocurren tres tareas: (a) hacer de analista político y comentar la coyuntura, viendo lo que pasa afuera y adentro del gobierno, (b) contribuir a formular las ideas-fuerza sobre la Argentina futura y temas ideológicos conexos, como repensar el papel del Estado, y (c) aprovechar la Secretaría de Planificación para promover un estudio sobre “las transformaciones de la sociedad argentina” (a la manera de Gino Germani). Llegado hasta aquí me parece que he ido demasiado rápido: me puse a escribir viéndome ya allí. Sin embargo, todavía no me he decidido. Todos con los que hablé me dijeron que aceptara, en mérito a “la experiencia que implica el ofrecimiento”, ya que no iría a perderme en la telaraña de la burocracia sino que estaría cerca de El Poder. El clima político promovido por la victoria del 30 de octubre colorea además los consejos; campea la esperanza de que puede comenzar a pasar algo, y algo importante en el país. Es como si viviéramos una versión remozada de 1958 y se abriera un horizonte lleno de posibilidades, como el que sugiere la semejanza entre un Frondizi que toma distancia de su partido y organiza el gobierno con un equipo nuevo y propio y un Alfonsín que parece retomar esa trayectoria y genera una situación altamente atractiva desde la óptica de “los intelectuales y el poder”. Lo que me tiene nervioso, inquieto, es el temor de rifar unos años de vida (y de trabajo intelectual: artículos, algún libro, etc.) por una patriada. Sin embargo, debo decirte que, después de dos días sin dormir, me estoy reconciliando con la decisión de aceptar la invitación que me hizo Adolfo.
20 de noviembre de 1983
Queridos padres:
Les diré que todavía estoy tratando de adaptarme a la idea de ocupar un cargo en la Secretaría de Planificación del gobierno de Alfonsín. Yo, como tantos de mis colegas, me he centrado en un estilo de trabajo académico consistente en leer y escribir artículos y libros. Se trata de un estilo de trabajo que nos prepara más para la docencia o para la crítica; de ningún modo suministra herramientas que sirvan para proponer políticas o tomar decisiones. Los economistas pueden pasar con más facilidad de la cátedra al gobierno porque se ocupan de problemas económicos bien concretos. En cambio, los sociólogos de tradición académica tienen más dificultades para bajar desde las nubes donde por lo general pasan el tiempo y operar con las realidades inmediatas. Esta es mi situación en este momento: tener que modificar mi cabeza para adecuarla a tareas de gobierno y ya no a la cátedra. Me pregunto hasta qué punto podré hacerlo. Hay gente que funciona mejor haciendo ciertas cosas más que otras. Las personas no son totalmente maleables; de allí que me pregunte si podré satisfacer las expectativas de los amigos que han confiado en mí.
Por otro lado, también me cuesta abandonar mis rutinas: escribir un libro, viajar al exterior, dar clases. Además de las propias rutinas uno tiene su propio ritmo, en la medida en que uno es el centro de toda la actividad. Cuando se pasa a formar parte de un equipo y este equipo está en un área de gobierno se pierde bastante el control sobre uno mismo. A esta altura se podría preguntar: si tantas son las dudas, si tantos son los trastornos, ¿por qué aceptar el ofrecimiento que me han hecho? ¿Acaso no sería mejor decir que no y continuar haciendo la vida de siempre en el marco acogedor del Instituto Di Tella?
Y bien, a pesar de las dudas y los trastornos, he dicho que sí porque el panorama que se ha abierto en el país con el resultado electoral me aconseja sumarme: el éxito de la gestión de Alfonsín puede significar mucho para Argentina, puede implicar que este país se vuelva un país donde se pueda vivir civilizadamente. Si la experiencia que comenzó con el triunfo electoral de octubre fracasa, esto es, si es abruptamente clausurada por un golpe militar, personalmente no encuentro mucha gracia en vivir en un país que sólo nos depara frustraciones. Por eso, porque me interesa que la luz que se ha encendido al final del túnel de la decadencia argentina se mantenga encendida, es que decidí incorporarme al gobierno. En mi caso sí es una elección, porque estoy bien donde estoy ahora, en el Instituto Di Tella; quizás haya colegas sin empleo más deseosos de ser llamados a colaborar. Desde que volví de París con mi doctorado bajo el brazo pasé a la condición de miembro permanente del Instituto. Esto quiere decir que puedo pedir licencia, ir a ocupar un cargo en el gobierno y eventualmente volver luego a mi posición anterior. Con esta garantía el paso que he dado es en principio menos costoso.
¿Qué puesto me han ofrecido? En realidad, todavía no lo sé claramente. Mi intención fue desempeñarme como asesor, pero me han dicho que es mejor que sea subsecretario porque esa condición me permitiría circular con más libertad por los pasillos del poder. Voy a sumarme a un grupo de economistas que está encabezado por Juan Sourrouille, actualmente en la CEPAL, que tiene mi misma edad, y un muy buen acceso al presidente Alfonsín. No habría que descartar que, pasado un tiempo, pueda ser un candidato al Ministerio de Economía en lugar del actual ministro, Bernardo Grinspun, una persona demasiado impulsiva, de cabeza caliente.
Aclaré a mis amigos que la oferta de colaboración que me hicieron me cayó justo en el momento en que estaba por ponerme a revisar el manuscrito de la tesis de doctorado para adecuarlo a la publicación de un libro el año que viene. Me dijeron que no abandone la idea, que iba a tener tiempo para todo. Prefiero limpiar mi mesa de compromisos para poder encarar mejor la novedosa experiencia que tengo por delante. He mandado a la imprenta de la editorial porteña, Centro Editor de América Latina, el libro que escribí, en paralelo a mi tesis, mientras estuve en Londres y Oxford en 1978 y comienzos de 1979. El libro se ocupa del movimiento obrero durante el último gobierno peronista y en los próximos días estará en las librerías con el título Los sindicatos en el gobierno, 1973-1976.
Con mis deseos de que estén bien y que llueva en los campos, un abrazo para todos.
25 de diciembre de 1983
Querida hermana:
En esta Navidad, a pocos días de haber dado el salto desde “la torre de marfil” del Instituto Di Tella a la vida pública, en mi subsecretaría dentro de la Secretaría de Planificación del gobierno de Alfonsín, aprovecho para mandarte un texto publicado en Clarín por Borges. Durante mis años de estudiante en la Facultad de Filosofía y Letras ignoré la obra de Borges porque compartía la opinión en boga en ese ambiente que veía en él un escritor conservador y pasatista.
Escribí alguna vez que la democracia es un abuso de la estadística: yo he recordado muchas veces aquel dictamen de Carlyle, que la definió como el caos provisto de urnas electorales. El 30 de octubre de 1983, la democracia argentina me ha refutado espléndidamente. Espléndida y asombrosamente. Mi Utopía sigue siendo un país, o todo el planeta, sin Estado o con un mínimo de Estado, pero entiendo no sin tristeza que esa Utopía es prematura y que todavía nos faltan algunos siglos. Cuando cada hombre sea justo, podremos prescindir de la Justicia, de los Códigos y de los gobiernos. Pero ahora son males necesarios. Es casi una blasfemia pensar que lo que nos dio aquella fecha es la victoria de un partido y la derrota de otro. Nos enfrentaba un caos que, aquel día, tomó la decisión de ser un cosmos. Lo que fue una agonía puede ser una resurrección. La clara luz de la vigilia nos encandila un poco. Nadie ignora las formas que asumió esa pesadilla obstinada. El horror público de las bombas, el horror clandestino de los secuestros, de las torturas y de las muertes, la ruina ética y económica, la corrupción, el hábito de la deshonra, las bravatas, la más misteriosa, ya que no la más larga, de las guerras que registra la historia. Sé muy bien que este catálogo es incompleto. Tantos años de iniquidad o de complacencia nos han manchado a todos. Tenemos que desandar un largo camino. Nuestra esperanza no debe ser impaciente. Son muchos e intrincados los problemas que un gobierno puede ser incapaz de resolver. Nos enfrentan arduas empresas y duros tiempos. Asistiremos, increíblemente, a un extraño espectáculo. El de un gobierno que condesciende al diálogo, que puede confesar que se ha equivocado, que prefiere la razón a la interjección, los argumentos a la mera amenaza. Habrá una oposición. Renacerá en esta república esa olvidada disciplina, la lógica. No estaremos a merced de la bruma de los generales. La esperanza, que era casi imposible hace días, es ahora nuestro venturoso deber. Es un acto de fe que puede justificarnos. Si cada uno de nosotros obra éticamente, contribuiremos a la salvación de la patria.
Por cierto, no suscribo la Utopía ultraliberal de Borges. Pero su visión del momento que vivimos me alienta en la decisión que he tomado.