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Prólogo

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Saúl Ubaldini y Juan V. Sourrouille. El autor en segundo plano.

Este libro es el resultado del forzado confinamiento que impuso el coronavirus. Como ocurrió con tantos de mis conocidos en el mundo académico, aproveché la oportunidad para revisar los archivos que tenía en la computadora. Frases sueltas, argumentos a medio hornear, observaciones varias, que con los años se fueron acumulando a la espera de ser suprimidos o de salir a la luz luego de una mejor lectura. Entre esos archivos había uno que aguardaba su turno desde hacía mucho tiempo: el diario que fui llevando durante la temporada que pasé en el Quinto Piso del Ministerio de Economía en el gobierno de Raúl Alfonsín.

Al Quinto Piso llegué por obra de dos afortunadas circunstancias. La primera fue la derrota del partido peronista en las elecciones de 1983, que inauguraron en la Argentina los tiempos de la transición a la democracia. Impensable hasta ese momento, la derrota peronista abrió la puerta a una sucesión de experiencias que tampoco estaban en los cálculos de muchos, yo entre ellos. Ese fue el lugar de la segunda de las afortunadas circunstancias. Una vez electo presidente, Alfonsín convocó a Juan V. Sourrouille a formar parte de su flamante gobierno y, por intermedio de un amigo en común, Adolfo Canitrot, quien también era de la partida, fui a mi vez invitado a acompañarlos.

Al poco tiempo de sumarme al equipo económico de Sourrouille tomé una decisión: registrar las vicisitudes de la experiencia que inesperadamente tenía a mi alcance en mi condición de observador participante, un sociólogo en medio de un grupo de economistas proyectados al centro mismo de las decisiones más críticas de gobierno. En la decisión de llevar un diario influyó una costumbre que había observado en Inglaterra, donde viví en los cuatro años previos a la guerra de Malvinas: una vez retirados de sus funciones públicas, los políticos y los altos burócratas suelen publicar sus memorias. Con un propósito semejante puse manos a la obra: compré un grabador y comencé a hablarle, en particular en los fines de semana, teniendo por guía las notas que tomaba con ese fin. Ocurrió que, al cabo de unos años, acompañando los contratiempos del equipo económico, también yo experimenté sus efectos: el tono lúgubre que fue adquiriendo mi voz se me hizo intolerable, por lo que cambié de método, abandoné el grabador y continué el diario escribiendo en libretas y cuadernos.

En forma paralela al registro de los acontecimientos utilicé otro recurso: las cartas. Desde siempre fui un entusiasta del antiguo culto de la correspondencia epistolar y en esta oportunidad tener afectos y amistades residiendo fuera de Argentina me dio el pretexto para volver a él. Mi hermana mayor, Lucía Isabel, en Mérida, Venezuela, y Silvia Sigal, en París, fueron las destinatarias de largas cartas en las que, al tiempo que les contaba las novedades de la vida política, tomaba distancia de ellas y buscaba cómo interpretarlas. Transcurridos varios años de la finalización del gobierno de Alfonsín ambas me dieron una feliz sorpresa cuando recibí las cartas prolijamente conservadas en sus respectivos sobres.

Con ellas, más los casettes que grabé y que más tarde mi hermana, ya de regreso al país, transcribió con paciencia, en un gesto generoso por el que le estoy por siempre agradecido, y los apuntes y notas de mis libretas y cuadernos, fui reuniendo los testimonios de mi paso por el Quinto Piso. ¿Qué hacer con ellos?, me pregunté. Una opción era utilizarlos como fuentes para escribir un ensayo con eje en la reconstrucción histórica de esa experiencia. Colegas míos esperaban que así lo hiciera, ponderando las habilidades para contar historias que había mostrado en mis trabajos académicos. Preferí, en cambio, mantenerlos como tales y reproducirlos bajo la forma de un diario. Con esta opción quise ponerme a salvo de las trampas de la memoria histórica. Con frecuencia, ella juega a las escondidas con los hechos del pasado para encadenarlos selectivamente en un relato al servicio de expectativas del presente. Por cierto, no considero que los testimonios en primera persona ofrezcan una materia prima libre de impurezas, pero por lo menos tienen la ventaja de poner las cartas sobre la mesa al hacer más visible el punto de vista de quien habla, describe, juzga.

Con la lectura del diario queda al descubierto muy pronto su factura. Entre los acontecimientos que registro están aquellos en los que participo y además están los que conozco a través de las confidencias de los miembros del equipo económico. Desde un principio les hice saber mi propósito: aprovechar la posición a la que había accedido por la lotería de la política para dejar constancia de las tribulaciones del Quinto Piso durante la presidencia de Alfonsín. Algunas veces ellos hablaron directamente a mi grabador; otras, me hicieron detalladas crónicas de sus peripecias para que las volcara en mis notas y apuntes. Por supuesto, cuanto quedó transcripto estuvo filtrado por mi propia perspectiva, que selecciona los hechos y coloca los énfasis en una historia de la que me sentía parte.

Si bien están transcriptos en forma cronológica, los registros de este diario son inevitablemente fragmentarios. A menudo entre ellos hay largos silencios. Tampoco cubren la variedad de temas de la agenda del ministerio. Hay cuestiones que reciben más atención porque me interesan más o porque accedo a ellas con más facilidad; otras quedan fuera de mi radar. Por lo tanto, las páginas de este diario no son ni deben ser leídas como un informe de la gestión de las políticas económicas en los años de Alfonsín. Más bien, procuran transmitir el clima que se respiraba en las oficinas del Quinto Piso; están dictadas en caliente y en medio de la sensación de soledad que acompañaba los esfuerzos del equipo económico. No pocas de ellas deben mucho a la insatisfacción que me producía contemplar las limitaciones del partido radical en el gobierno. Hoy, con el paso del tiempo y luego de ver desfilar otros elencos en la Casa Rosada, mi evaluación es más ecuánime. Y si me queda todavía algún resquemor tecnocrático, este no me impide reconocer y también celebrar que el de Alfonsín haya sido un gobierno decente y respetuoso del juego político democrático.

Cuatro fueron las figuras principales del equipo económico: Juan Sourrouille, su director técnico, sobre el que recayó una exigente tarea: hacia adentro, administrar las ansiedades de sus colaboradores y asegurar la cohesión y, hacia afuera, dar la cara y capear la difícil coyuntura, conservando la calma mientras ofrecía seguridades cuando a veces escaseaban; José Luis Machinea, siempre listo para prodigarse allí adonde hiciese falta al tiempo que ponía su ingenio en busca de salidas a la emergencia; Mario Brodersohn, dedicado a deshacer los entuertos del fisco y la deuda externa por medio de las artes de la negociación y la astucia, y Adolfo Canitrot, que con su libertad de espíritu y su realismo operó como un verdadero cable a tierra. Los talentos y la entrega de los cuatro y de todos los que los secundaron no pudieron, sin embargo, torcer el destino que el archivo de la política comparada le tenía reservado a la presidencia de Alfonsín.

Allí se afirma que los gobiernos surgidos de las primeras elecciones libres luego del fin de los regímenes autoritarios no salen airosos cuando tienen que enfrentar el doble desafío de la transición a la democracia y de la gestión de los problemas económicos. Esa tendencia se verificó duramente entre nosotros. En julio de 1989 tuvo lugar la primera transferencia constitucional del poder en la vida de varias generaciones de argentinos; entre tanto, el país estaba envuelto en el caos hiperinflacionario. Al volver la mirada a los años en el Ministerio de Economía recuerdo que después del eclipse del Plan Austral fui ganado poco a poco por la idea de que al final de nuestra travesía nos esperaba la derrota. La única incógnita que tenía por despejar era cuál habría de ser el escenario de la última batalla. Cuando llegó el momento de la verdad –la sucesión en la presidencia–, la frágil plataforma económica existente no pudo resistir el vendaval especulativo desatado por la victoria inminente del populismo económico de Carlos Menem. Sabemos que la historia posterior no se ajustó a ese libreto, pero para entonces la presidencia de Alfonsín ya era un caso más de las vicisitudes propias de los pasos iniciales de las transiciones pos-autoritarias.

Hace unos años en un homenaje a Adolfo, que ya no está con nosotros, dije de él que perteneció al club de “los optimistas sin ilusiones” que solemos encontrar en este mundo. Hoy quiero sumar a todos los miembros del equipo económico a ese club. Quienes están en sus filas son optimistas porque creen que las cartas no están marcadas de una vez y para siempre; por el contrario, confían en que el país que les ha tocado en suerte puede ser otro, mejor, y con esa convicción están listos para entrar al ruedo. Como ocurrió en 1983, cuando, movidos por el entusiasmo cívico que despertó en nosotros el liderazgo de Alfonsín, nos alistamos para contribuir a una gestión racional del gobierno de la economía. Pero esa disposición al compromiso público no implicó ilusionarnos con la perspectiva de un porvenir radiante. Por haberla estudiado conocíamos demasiado bien que la madera con que está hecha la Argentina no facilitaba la tarea de colocar nuevos cimientos. No obstante, allí estuvimos e hicimos nuestra apuesta durante una temporada en el Quinto Piso. En las difíciles circunstancias en que fue hecha, esa apuesta tuvo, a mi juicio, su importancia histórica porque el equipo económico, conducido con el temple y buen juicio de Juan Sourrouille, contribuyó a asegurar el desenlace del primer tramo de la transición democrática.

Durante largos años el archivo con esa experiencia estuvo en mi computadora. Distintos proyectos en el ámbito de la historia y la sociología ocuparon mi atención, y como suelo dispersarme y además mis ideas son de lenta maduración, el tiempo fue pasando. Con el escritorio despejado de compromisos académicos y con ochenta años cumplidos decidí no postergar más la publicación de mi diario y aproveché la cuarentena para revisarlo. La revisión incluyó retoques en la redacción y completar aquí y allá información faltante; además, agregué dos breves notas, una sobre mi peripecia personal en los años previos y la otra respecto de la trayectoria anterior de miembros del equipo económico.

Releyendo las páginas de este diario advierto que hay juicios y actitudes que hoy modificaría. Pero no cambio ni cambiaré mi gratitud hacia Ana María, que compartió las idas y vueltas de mi incursión en la vida pública y con quien desde hace años camino a la par de su querer y su conversación siempre inteligente.

Diario de una temporada en el quinto piso

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